VICTORIA DEL CRISTIANISMO
En el período que comenzamos ahora el
hecho más notable y también el más poderoso, para bien y para mal, fue la
victoria del cristianismo. En 305 d. C, cuando Diocleciano abdicó el trono
imperial, la religión cristiana estaba terminantemente prohibida. Su profesión
se castigaba con tortura y muerte, y todo el poder del estado se ejercía en
contra de la misma. Menos de veinte años después, en 324 d. C, se reconoció al
cristianismo como la religión oficial del Imperio Romano y un emperador
cristiano ejercía autoridad suprema con una Corte de cristianos profesantes a
su derredor. En un instante, los cristianos pasaron del anfiteatro romano,
donde tenían que enfrentarse con los leones, a ocupar un sitio de honor en el
trono que regía al mundo.
Poco después de la abdicación de
Diocleciano, en 305 d. C, cuatro aspirantes a la corona imperial estaban en
guerra. Los dos rivales más poderosos eran Maxencio y Constantino, cuyos
ejércitos se enfrentaron en el Puente Milvian, sobre el Tíber, a dieciséis
kilómetros de Roma, 312 d. C Maxencio representaba al elemento pagano
perseguidor. Constantino era amistoso con los cristianos aunque en ese tiempo
no profesaba ser creyente. Afirmaba haber visto en el cielo una cruz luminosa
con el lema: "Hoc Signo Vinces": "Por esta señal
conquistarás", que más tarde adoptó como insignia de su ejército. La
victoria fue de Constantino y Maxencio se ahogó en el río. Poco después, en 313
d.C., Constantino promulgó su famoso Edicto de Tolerancia que oficialmente puso
fin a las persecuciones. No fue sino hasta 323 d.C. que Constantino llegó a ser
supremo emperador y que se entronizó al cristianismo. El carácter de
Constantino no era perfecto.
Aunque por lo general era justo, a veces
era cruel y tirano. Se ha dicho que "la realidad de su cristianismo era
mejor que su calidad". Retrasó su bautismo hasta poco antes de su muerte
con la idea que prevalecía en su tiempo de que el bautismo lavaba todos los
pecados cometidos previamente. Si no fue un gran cristiano, sin duda fue un
político sabio, pues tuvo la percepción de unirse con el movimiento que tenía
el futuro de su imperio. De este repentino cambio de relaciones entre el
imperio y la iglesia se obtuvieron resultados mundiales y de vasto alcance.
Algunos de ellos buenos, otros malos, tanto para la iglesia como para el
estado. Podemos ver de inmediato que la nueva actitud del gobierno benefició la
causa del cristianismo. De una vez y para siempre cesó toda persecución de
cristianos. Durante más de doscientos años, los cristianos nunca se vieron
libres de acusación y muerte. Incluso en muchos períodos, como hemos visto,
todos habían estado en peligro inminente. Sin embargo, desde la promulgación
del Edicto de Constantino en 313 d.C., hasta que terminó el Imperio Romano, la
espada de la persecución no solo se envainó, sino que se sepultó. En todas
partes se restauraban y reabrían los edificios de las iglesias. En el período
apostólico las reuniones se celebraban en casas particulares y en salones
alquilados. Después, durante el tiempo del cese de las persecuciones, empezaron
a levantarse edificios para las iglesias.
En la última persecución, durante Diocleciano,
las autoridades destruyeron muchos de estos edificios y otros los confiscaron.
Ahora, todos los que aún estaban en pie se restauraron y las ciudades pagaron a
las sociedades por los que derribaron. A partir de este momento, los cristianos
tuvieron libertad para construir templos. De ahí que se empezaron a levantar
edificios por doquier. En su diseño seguían la forma y tomaban el nombre de la
basílica romana o salón de la corte: un rectángulo dividido en pasillos por
hileras de pilares, teniendo en un extremo una plataforma semicircular con
asientos para los clérigos. Constantino dio el ejemplo de construir grandes
templos en Jerusalén, Belén y en su nueva capital, Constantinopla. Dos
generaciones después de Constantino fue que empezaron a aparecer las imágenes
en las iglesias. Los cristianos primitivos se horrorizaban con todo lo que
pudiese conducir a la idolatría.
Aunque todavía se toleraba la adoración
pagana, los sacrificios oficiales cesaron. El hecho de que un cambio tan
radical de las costumbres generales, entretejidas con toda celebración social y
cívica, pudiese haberse efectuado con tanta rapidez demuestra que las
observancias paganas fueron por mucho tiempo un simple formalismo y ya no
expresaban la creencia de gente inteligente.
En muchos lugares los templos se
consagraron como iglesias. Esto sucedía especialmente en las ciudades; mientras
que en los remotos lugares rurales las creencias y la adoración pagana
perduraron por generaciones. La palabra "pagano" originalmente
significaba "morador del campo". Sin embargo, llegó a significar, y
aún significa, un idólatra, uno que no conoce la verdadera adoración. Por todo
el imperio los templos de los dioses se sostuvieron principalmente por el
tesoro público. Ahora estas donaciones se concedían a las iglesias y al clero.
De forma gradual al principio, pero muy pronto en una forma general y más
liberal, los fondos públicos fueron enriqueciendo a la iglesia. Los obispos,
ministros y otros funcionarios del culto cristiano recibían su sostén del estado.
Una donación bien recibida por la iglesia, pero al final de dudoso beneficio.
Al clero se le otorgaron muchos privilegios, no todos por ley imperial, sino
por costumbre que pronto llegó a ser ley. Ya no se les exigía el cumplimiento
de los deberes públicos que eran obligatorios para todos los ciudadanos, pues
los eximieron del pago de contribuciones. Todas las acusaciones en su contra se
juzgaban ante cortes eclesiásticas.
Los ministros de la iglesia pronto
llegaron a formar una clase privilegiada en cuanto a la ley del país. Esto
también, aunque fue un beneficio inmediato, desencadenó un mal para el estado y
para la iglesia. El primer día de la semana se proclamó como día de descanso y
de adoración. Su observancia pronto llegó a generalizarse en todo el imperio.
En 321 d.C., Constantino prohibió que las cortes se abriesen los domingos,
excepto con el propósito de libertar esclavos. También en ese día los soldados
tenían la orden de no hacer sus ejercicios militares diarios. Sin embargo, los
juegos públicos continuaron el domingo, con la tendencia de hacer de ese día
uno de fiesta en vez de santo. Del reconocimiento del cristianismo como la
religión predilecta surgieron algunos buenos resultados para el pueblo y la
iglesia. El espíritu de la nueva religión se inculcó en muchas de las
ordenanzas que Constantino y sus sucesores inmediatos decretaron.
La crucifixión se abolió. Esta era una
forma común de ejecutar los criminales, excepto a los ciudadanos romanos que
eran los únicos con derecho a ser decapitados cuando los condenaban a muerte.
Sin embargo, pronto Constantino adoptó la cruz, emblema sagrado para los
cristianos, como la insignia de su ejército y la prohibió como instrumento de
muerte. El infanticidio se frenó y reprimió. En toda la historia anterior de
Roma y sus provincias, cualquier niño que su padre no deseaba, se asfixiaba o
"abandonaba" a fin de que muriera. Algunas personas hacían un negocio
de recoger niños abandonados, los criaban y luego los vendían como esclavos.
La influencia del cristianismo impartió
un carácter sagrado a la vida humana, aun en la de los niños más pequeños, e
hizo que el mal del infanticidio desapareciera de todo el imperio. A través de
toda la historia de la república romana y del imperio, hasta que el
cristianismo llegó a dominar, más de la mitad de la población era esclava sin
la más mínima protección de la ley. Si así lo deseaba, un hombre podía matar a
sus esclavos. Durante el dominio de uno de los primeros emperadores, un
ciudadano romano rico fue asesinado por uno de sus esclavos y, por ley, los
trescientos esclavos de su casa murieron. No tomaron en cuenta su sexo, edad,
culpa o inocencia. Pero con la influencia del cristianismo, el trato a los
esclavos llegó de inmediato a ser más humano. Se les otorgaron derechos legales
que nunca antes tuvieron. Podían acusar a sus amos de trato cruel. La
emancipación se aprobó y fomentó. Así, la condición de los esclavos mejoró y la
esclavitud poco a poco se abolió.
Los juegos de gladiadores se
prohibieron. Esta ley se puso en vigor en la nueva capital de Constantino,
donde el Hipódromo nunca se contaminó con hombres que se matasen entre sí para
placer de los espectadores. No obstante, los combates siguieron en el
anfiteatro romano hasta 404 d.C., cuando el monje Telémaco saltó a la arena y
procuró apartar a los gladiadores. Al monje lo asesinaron, pero desde entonces
cesó la matanza de los hombres para placer de los espectadores. Aunque el
resultado del triunfo del cristianismo fue muy bueno, inevitablemente la
alianza del estado y la iglesia también trajo en su curso muchos males. El cese
de la persecución fue una bendición, pero el establecimiento del cristianismo
como religión del estado llegó a ser una maldición.
Todos procuraban ser miembros de la
iglesia y a casi todos los recibían. Tanto los buenos como los malos, los que
sinceramente buscaban a Dios y los hipócritas que procuraban ganancia personal,
se apresuraban a ingresar en la comunión. Hombres mundanos, ambiciosos, sin
escrúpulos, buscaban puestos en la iglesia para obtener influencia social y
política. El tono moral del cristianismo en el poder era mucho más bajo que el
que había distinguido a la misma gente bajo el tiempo de la persecución. Los
servicios de adoración aumentaron en esplendor, pero eran menos espirituales y
sinceros que los de tiempos anteriores.
Las formas y ceremonias del paganismo
gradualmente se fueron infiltrando en la adoración. Algunas de las antiguas
fiestas paganas llegaron a ser fiestas de la iglesia con cambio de nombre y de
adoración. Alrededor de 405 d.C., en los templos comenzaron a aparecer,
adorarse y rendirse culto a las imágenes de santos y mártires. La adoración de
la virgen María sustituyó a la adoración de Venus y Diana. La Cena del Señor
llegó a ser un sacrificio en lugar de un acto recordatorio. El
"anciano" evolucionó de predicador a sacerdote. Debido al poder
ejercido por la iglesia, no vemos al cristianismo que transforma al mundo a su
ideal, sino al mundo que domina a la iglesia.
A la humildad y la santidad de la época
primitiva le sucedieron ambición, orgullo y arrogancia entre los miembros de la
iglesia. Había aun muchos cristianos de espíritu puro, como Mónica, la madre de
Agustín, y ministros fieles tales como Jerónimo y Juan Crisóstomo. Sin embargo,
la ola de mundanalidad avanzó indómita sobre muchos de los que profesaban ser
discípulos de su humilde Señor. Si se le hubiese permitido al cristianismo
desarrollarse normalmente sin tener el poder del estado, y si este hubiese
continuado libre del dictado de la iglesia, ambos hubieran sido mejores estando
separados. Sin embargo, la iglesia y el estado llegaron a ser una sola cosa
cuando el imperio adoptó al cristianismo como la religión oficial. De esta
unión forzada surgieron dos males: uno en las provincias orientales y otros en
las occidentales. En Oriente el estado dominaba de tal modo a la iglesia que
esta perdió toda su energía y vida. En Occidente, como veremos, la iglesia
usurpó poco a poco el poder al estado. Como resultado, no había cristianismo,
sino una jerarquía más o menos corrupta que dominaba las naciones europeas y
que convirtieron fundamentalmente a la iglesia en una maquinaria política.
FUNDACIÓN DE CONSTANTINOPLA
Al poco tiempo del reconocimiento del
cristianismo como religión del Imperio Romano, una nueva capital se escogió,
construyó y estableció como la sede de autoridad. Este acontecimiento trajo
resultados importantes para la iglesia y el estado. Constantino comprendió que
Roma estaba íntimamente asociada con la adoración pagana, llena de templos y
estatuas, inclinada fuertemente a la adoración antigua, una ciudad dominada por
tradiciones paganas. Además, su posición geográfica en medio de una gran
llanura la exponía al ataque de los enemigos.
En los primeros tiempos de la república,
enemigos extranjeros sitiaron la ciudad más de una vez. Posteriormente, en su
historia, los ejércitos de las provincias varias veces destronaron y entronaron
emperadores. En el sistema de gobierno, organizado por Diocleciano y continuado
por Constantino, no había lugar ni siquiera para una sombra de autoridad de
parte del senado romano. Los emperadores poseían ahora un poder ilimitado y
Constantino deseaba una capital sin las trabas de las tradiciones, en especial
bajo los auspicios de la nueva religión. Constan tino demostró gran sabiduría
en la elección de su nueva capital. Escogió la ciudad griega de Bizancio, que
había existido por mil años, situada en el punto de contacto entre Europa y
Asia. Aquí los continentes están separados por dos estrechos, Bósforo al norte
y Helesponto (ahora Dardanelos) al sur. Juntos comprenden noventa y seis mil
quinientos sesenta y un kilómetros de longitud. Por lo general, menos de un
kilómetro de ancho y en ninguna parte más de seis kilómetros de ancho. La
ubicación de la ciudad está muy fortificada por la naturaleza. En toda su
historia de más de veinticinco siglos, rara vez la han tomado los enemigos,
mientras que a su rival, Roma, la han vencido y saqueado muchas veces. Aquí
Constantino fijó su capital y planeó la gran ciudad conocida universalmente por
muchos años como Constantinopla, "la ciudad de Constantino", pero
ahora llamada oficialmente Estambul. En la nueva capital el emperador y el
patriarca (que fue el título que recibió más tarde el obispo de Constantinopla)
vivían en armonía. Se honraba y reverenciaba a la iglesia, pero la autoridad
del trono la eclipsaba. Por un lado, debido a la presencia y poder del
emperador. Por otro lado, debido a la naturaleza sumisa y dócil de su gente, la
iglesia en el Imperio Oriental vino a ser fundamentalmente sierva del estado,
aunque a veces patriarcas como Juan Crisóstomo afirmaron su independencia.
En la nueva capital no había templos
para los ídolos, pero pronto se levantaron muchos. Al mayor de estos se le
llamó Santa Sofía, "Sagrada Sabiduría". Su construcción se debió a
Constantino, pero después de su destrucción por incendio lo reconstruyó el
emperador Justiniano (537 d.C.) de un modo tan magnífico, que superó cualquier
otro templo de su época. Permaneció siendo la principal catedral del cristianismo
durante once siglos, hasta 1453 d.C., cuando los turcos tomaron la ciudad.
Luego en un día la convirtieron en una mezquita y así ha permanecido hasta la
actualidad.
DIVISIÓN DEL IMPERIO
Después de fundada la nueva capital,
vino la división del imperio. Las fronteras eran tan extensas y el peligro de
invasión bárbara era tan inminente, que un solo emperador ya no podía proteger
sus vastos dominios. Diocleciano comenzó la división de autoridad en 305 d.C.
Constantino también nombró emperadores asociados y en 375 d.C. Teodosio
completó la separación. Desde el tiempo de Teodosio el mundo romano se dividió
en Oriental y Occidental, separados por el mar Adriático. Al Imperio Oriental
se le denominaba griego y al Occidental latino debido al idioma que prevalecía
en cada uno de ellos. La división del imperio fue un presagio de la futura
división de la iglesia. Uno de los hechos más notables de la historia fue la
rápida transformación de un vasto imperio de la religión pagana a la cristiana.
Exteriormente, al principio del siglo cuarto, los antiguos dioses estaban
atrincherados en la reverencia del mundo romano. Sin embargo, antes de comenzar
el siglo quinto dejaron que los templos se arruinaran o transformaran en
iglesias cristianas. Los sacrificios y las libaciones cesaron y, de profesión,
el Imperio Romano se hizo cristiano. Veamos ahora cómo el paganismo cayó de su
elevado sitial.
SUPRESIÓN DEL PAGANISMO
Constantino era tolerante, tanto por
temperamento como por motivos políticos, aunque era enérgico en su reconocimiento
de la religión cristiana. No sancionaba ningún sacrificio a las imágenes que
antes se adoraban y puso fin a las ofrendas a la estatua del emperador. Sin
embargo, favorecía la tolerancia de toda forma de religión y buscaba la
conversión gradual de sus súbditos al cristianismo mediante la evangelización y
no por coacción. Retuvo algunos de los títulos paganos del emperador, como el
de pontifex maximus ("sumo pontífice"), un título que desde entonces
retuvieron todos los papas. También continuó el sostén de las vírgenes vestales
en Roma. Sin embargo, los sucesores de Constantino en el trono fueron
intolerantes. La conversión de los paganos avanzaba con bastante rapidez, aun
demasiado rápido para el bienestar de la iglesia. Aun así, los primeros emperadores
cristianos que sucedieron a Constantino procuraron acelerar el movimiento
mediante una serie de leyes opresivas. Todas las donaciones que recibían los
templos o los sacerdotes paganos, ya fueran donadas por el estado o por los
adoradores mismos, se confiscaron y en casi todo lugar se transfirieron a los
templos. Se prohibieron los sacrificios y ritos de adoración y su observancia
constituía una ofensa punible. No mucho después del reinado de Constantino, su
hijo ordenó la pena de muerte y confiscación de todas las propiedades de los
adoradores de ídolos. El paganismo, una generación antes de su eliminación
final, tuvo unos cuantos mártires, aunque muy pocos en contraste con el número
de mártires cristianos durante doscientos años. También muchos de los templos
se consagraron para la nueva fe. Y después de algunos años se ordenó que se
derribaran los que aún estaban en pie, a no ser que se necesitaran para la
adoración cristiana. Se decretó una ley para que nadie escribiera ni hablara en
contra de la religión cristiana. De modo que todos los libros de sus opositores
deberían quemarse. Un resultado de este edicto fue que prácticamente todo
nuestro conocimiento de las sectas herejes o anticristianas lo obtenemos de
libros escritos en contra de las mismas. La puesta en vigor de estas leyes
represivas variaba mucho en las diversas partes del imperio. Sin embargo, su
efecto fue que el paganismo quedó exterminado en el curso de tres o cuatro
generaciones.
Cuando el largo conflicto del
cristianismo con el paganismo estaba terminando en victoria, surgió una nueva
lucha, una guerra civil en el campo del pensamiento, una serie de controversias
dentro de la iglesia sobre sus doctrinas. Mientras que la iglesia luchaba por
su propia existencia en contra de la persecución, permaneció unida, aunque se
escuchaban rumores de disensión doctrinal. Pero cuando la iglesia no solo se
vio libre de peligros, sino que también dominaba, se levantaron acalorados
debates acerca de sus doctrinas que estremecían sus mismos cimientos. Durante
este período se llevaron a cabo tres grandes controversias, además de muchas
otras de menor importancia. Para decidir estas cuestiones se convocaban
concilios de toda la iglesia. En estos concilios solo los obispos tenían voto.
El resto de los clérigos y laicos se debían someter a sus decisiones.
CONTROVERSIAS Y CONCILIOS
La primera controversia surgió sobre la
doctrina de la Trinidad, especialmente la relación del Padre y del Hijo. Arrio,
un presbítero de Alejandría, alrededor de 318 d.C. expuso la doctrina de que
Cristo, aunque superior a la naturaleza humana, era inferior a Dios y que no
era eterno en existencia, sino que tuvo un principio. El opositor principal de
esta idea fue Atanasio, también de Alejandría. Afirmaba la unidad del Hijo con
el Padre, la deidad de Cristo y su existencia eterna. La controversia se
extendió por toda la iglesia y, después que Constantino procuró en vano dar fin
a la contienda, convocó un concilio de obispos que se reunieron en Nicea,
Bitinia, en 325 d.C. Atanasio, que en ese tiempo solo era diácono, tenía voz
pero no voto. A pesar de eso logró que la mayoría del concilio condenase las
enseñanzas de Arrio, en el credo Niceno. Sin embargo, Arrio era políticamente
poderoso. Muchos de las clases más elevadas, incluso el hijo y sucesor de
Constantino, sostenían sus opiniones. Cinco veces enviaron a Atanasio al
destierro y vuelto a llamar el mismo número de veces. Cuando un amigo le dijo:
"Atanasio, tienes a todo el mundo en contra tuya." A lo que él
contestó: "Sea así: Atanasio contra el mundo." (Athanasius contra
mundum.) Sus últimos siete años los pasó en paz en Alejandría, donde murió en
373 d.C. Aunque mucho después de su muerte, sus ideas llegaron finalmente a ser
supremas en toda la iglesia, tanto en Oriente como en Occidente. Se
establecieron de forma definitiva en el Credo de Atanasio, que en una época se
creyó que lo había escrito Atanasio, mas posteriormente se descubrió lo
contrario.
Después vino la controversia sobre la
naturaleza de Cristo. Apolinario, obispo de Laodicea (360 d.C.), declaraba que
la naturaleza divina tomó la naturaleza humana de Cristo. Además, que Jesús en
la tierra no era hombre, sino Dios en forma humana. La mayoría de los obispos y
teólogos sostenían que la personalidad de Jesucristo era una unión de Dios y
hombre, deidad y humanidad en una naturaleza. La herejía apolinaria se condenó
en el Concilio de Constantinopla, 381 d.C., y le siguió el retiro de Apolinario
de la iglesia.
La única controversia extensa de este
período surgida en la iglesia occidental fue sobre cuestiones relacionadas con
el pecado y la salvación. Empezó con
Pelagio, monje venido de Gran Bretaña a Roma como en 410 d.C. Su doctrina se
basaba en que no heredamos nuestras tendencias pecaminosas de Adán, sino que
cada alma hace su propia elección, ya sea de pecado o de justicia. Que cada
voluntad humana es libre y cada alma tiene la responsabilidad de sus
decisiones. En contra de esta idea apareció la mayor inteligencia después de
San Pablo en la historia del cristianismo, el poderoso Agustín, que sostenía
que Adán representaba a toda la especie, que en el pecado de Adán todos los
hombres pecaron y todo el género humano se considera culpable. Que el hombre no
puede aceptar la salvación por su propia elección, sino solo por la voluntad de
Dios, quien es el que escoge los que se han de salvar. El concilio de Cartago
en 418 d.C., condenó la idea de Pelagio y la teología de Agustín vino a ser la
regla de ortodoxia en la iglesia. No fue sino hasta en los tiempos modernos,
bajo Arminio en Holanda (como en 1600) y Juan Wesley en el siglo dieciocho, que
hubo un alejamiento serio del sistema agustiniano de doctrina.
DESARROLLO DEL MONACATO
Mientras estas grandes controversias
rugían, empezó otro gran movimiento que en la Edad Media alcanzó proporciones
inmensas. Este fue el nacimiento del espíritu monástico. En la iglesia
primitiva no había monjes ni monjas. Los cristianos vivían en familias y aun
cuando se cuidaban de no asociarse con idólatras, eran miembros de la sociedad
en general. No obstante, en el período que ahora consideramos notamos los
principios y primeros progresos de un movimiento hacia la vida monástica.
Después que el cristianismo dominó el
imperio, la mundanalidad entró en la iglesia y prevaleció. Muchos que anhelaban
una vida más elevada estaban descontentos con lo que les rodeaba y se retiraban
del mundo. Ya sea solos o en grupos, habitaban en retiro. Procuraban cultivar
la vida espiritual mediante la meditación, la oración y los hábitos ascéticos.
Este espíritu monástico empezó en Egipto, donde se fomentó debido al clima
cálido y las pocas necesidades de la vida. En la historia cristiana primitiva
se pueden encontrar casos de vida solitaria. Sin embargo, podemos considerar a
Antonio como su fundador, alrededor de 320 d.C., pues su vida llamó la atención
general e hizo a miles seguir su ejemplo.
Durante muchos años, vivió solo en una
cueva en Egipto. Todos lo conocían y reverenciaban por la pureza y sencillez de
su carácter. Multitudes siguieron su ejemplo y las cuevas del norte de Egipto
se llenaron de sus discípulos. A estos se les llamaba "anacoretas",
que viene de una palabra que significa "retiro". A los que formaban
comunidades se les llamaban "cenobitas".
Desde Egipto este espíritu se esparció
por la iglesia oriental, donde un sinnúmero de personas adoptaron la vida
monástica. Una forma peculiar de ascetismo la adoptaron los santos de los
pilares, el primero de ellos fue un monje sirio, Simón, apodado "del
Pilar". Salió del monasterio en 423 d.C. y construyó varios pilares en
sucesión, cada vez los erigía más alto hasta que el último llegó a medir
sesenta pies de altura y cuatro de ancho. En estos pilares vivió durante
treinta y siete años. Miles siguieron su ejemplo y Siria tuvo muchos santos de
los pilares o columnas entre los siglos quinto y duodécimo. Sin embargo, esta
forma de vida nunca tuvo seguidores en Europa. El movimiento monástico en
Europa se esparció más despacio que en Asia y África. La vida solitaria e
individual del asceta pronto trajo como resultado en Europa el establecimiento
de monasterios, donde el trabajo estaba unido a la oración. La Ley de
Benedicto, que fue la que más se usó para organizar y dirigir los monasterios
de Occidente, se promulgó en 529 d.C. El espíritu monástico se desarrolló en la
Edad Media y lo veremos de nuevo en la historia.
DESARROLLO DEL PODER EN LA
IGLESIA ROMANA
Hemos visto que Constantinopla desplazó
a la ciudad de Roma como la capital del mundo. Ahora veremos a Roma afirmando
su derecho de ser la capital de la iglesia. A través de todo este período, la
iglesia en Roma ganaba prestigio y poder. El obispo de Roma, ahora llamado
papa, reclamaba el trono de autoridad sobre todo el mundo cristiano. Quería que
se le reconociera como cabeza de la iglesia en toda Europa al oeste del mar
Adriático. Este desarrollo aún no había alcanzado la presuntuosa demanda de
poder, sobre el estado y la iglesia, que se manifestó en la Edad Media. Sin
embargo, se inclinaba con fuerza hacia esa dirección. Veamos algunas de las
causas que fomentaron este movimiento. La semejanza de la iglesia con el
imperio como una organización fortalecía la tendencia hacia el nombramiento de
un jefe.
En un estado gobernado no por
autoridades elegidas sino por una autocracia, donde un emperador gobernaba con
poder absoluto, era natural que la iglesia se gobernara de la misma manera: por
un jefe. En todas partes los obispos gobernaban las iglesias, pero la pregunta
surgía constantemente: ¿Quién gobernaría a los obispos? ¿Qué obispo debía
ejercer en la iglesia la autoridad que el emperador ejercía en el imperio? Los
obispos que presidían en ciertas ciudades pronto llegaron a llamarlos
"metropolitanos" y después "patriarcas". Había patriarcas
en Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Roma. El obispo de Roma
se adjudicó el título de "papá, padre", después se modificó a papa.
Entre estos cinco patriarcas había frecuentes disputas por la prioridad y
supremacía. Sin embargo, la cuestión al final se limitó a escoger entre el
patriarca de Constantinopla y el papa de Roma como cabeza de la iglesia.
Roma reclamaba para sí autoridad
apostólica. Era la única iglesia que decía poder mencionar a dos apóstoles como
sus fundadores y estos, los mayores de todos los apóstoles, San Pedro y San
Pablo. Surgió la tradición de que Pedro fue el primer obispo de Roma. Como
obispo, Pedro debería haber sido papa. Se suponía que en el primer siglo el
título "obispo" significaba lo mismo que en el siglo cuarto, un
gobernante sobre el clero y la iglesia. Por tanto, Pedro, como el principal de
los apóstoles, debe haber poseído autoridad sobre toda la iglesia. Se citaban
dos textos en los Evangelios como prueba de esta afirmación. Uno de estos puede
verse ahora escrito en letras gigantescas en latín alrededor de la cúpula de la
Iglesia de San Pedro en Roma: "Tú eres Pedro; y sobre esta piedra
edificaré mi iglesia." El otro es: "Apacienta mis ovejas." Se
argüía que Pedro fue la primera cabeza de la iglesia, entonces sus sucesores,
los papas de Roma, deberían continuar su autoridad.
El carácter de la iglesia romana y sus
primeros líderes sostenían fuertemente estas afirmaciones. Los obispos de Roma
eran por lo general hombres más fuertes, sabios y que se hacían sentir por toda
la iglesia. Mucha de la antigua calidad imperial que había hecho a Roma la
señora del mundo moraba aun en la naturaleza romana. En esto había un notable
contraste entre Roma y Constantinopla. Al principio, Roma hizo a los
emperadores, pero los emperadores hicieron a Constantinopla y la poblaron de
súbditos sumisos. La iglesia de Roma siempre fue conservadora en doctrina. Las
sectas y herejías ejercieron poca influencia sobre ella y en aquel entonces
permanecía como una columna de la enseñanza ortodoxa. Este rasgo incrementaba
su influencia por toda la iglesia en general. Además, la iglesia de Roma
desplegaba un cristianismo práctico. Ninguna iglesia la superaba en su cuidado
por los pobres, no solo entre sus miembros, sino aun entre los paganos en
tiempos de hambre y pestilencia. Dio gran ayuda a las iglesias perseguidas en
otras provincias.
Cuando un funcionario pagano en Roma
demandó los tesoros de la iglesia, el obispo congregó a sus miembros pobres y
dijo: "Estos son nuestros tesoros." El traslado de la capital de Roma
a Constantinopla, lejos de aminorar la influencia del obispo o papa romano, la
aumentó considerablemente. Hemos visto que en Constantinopla el emperador y su
corte dominaban a la iglesia. Por lo general, el patriarca estaba supeditado al
palacio imperial. Pero en Roma no había emperador que superara ni intimidara al
papa. Se trataba del potentado mayor de toda la región. Europa siempre miró a
Roma con respeto. Ahora que la capital estaba lejos, y especialmente como el
imperio mismo estaba en decadencia, la lealtad hacia el pontífice romano empezó
a ocupar el lugar de aquel hacia el emperador romano. Así surgió que por todo
el Occidente el obispo romano o papa, como cabeza de la iglesia en Roma, comenzara
a considerarse como la autoridad principal en la iglesia en general. Por
ejemplo, en el Concilio de Calcedonia en Asia Menor (381 d.C.), Roma ocupó el
primer lugar y Constantinopla el segundo. Se preparaba el camino para
pretensiones aun mayores de Roma y el papa para los siglos venideros.
CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO
OCCIDENTAL
A través de este período de la Iglesia
Imperial, sin embargo, otro movimiento progresaba. Era la más enorme catástrofe
de toda la historia: la caída del Imperio Romano occidental. En el reinado de
Constantino, al parecer el reino parecía estar muy bien protegido e
inexpugnable como lo había estado en el reinado de Marco Aurelio o de Augusto.
Sin embargo, estaba debilitado por la decadencia moral y política, y listo para
sucumbir bajo los invasores que le rodeaban ansiosos de derrotarlo. A los
veinticinco años de la muerte de Constantino, en 337 d.C., cayeron las barreras
en la frontera del Imperio Occidental y las hordas de bárbaros (nombre que los
romanos aplicaron a los demás pueblos, a griegos y judíos) comenzaron a entrar
por todas partes en las indefensas provincias. De esta manera se posesionaron
del territorio y establecieron reinos independientes.
En menos de ciento cuarenta años el
Imperio Romano occidental, que existió durante mil años, y cuyos súbditos
estaban contentos bajo su gobierno, quedó borrado de la existencia. No es
difícil encontrar las causas de este gran derrumbe. Los vecinos bárbaros
codiciaban las riquezas del imperio. De un lado de la frontera había ciudades
opulentas que vivían en paz, vastos campos con cosechas, personas que poseían
todas las cosas que estaban deseando las tribus pobres, no civilizadas,
errantes, pero agresivas, que vivían al otro lado de la frontera. Por siglos,
antes de la invasión de los bárbaros, la ocupación principal de los emperadores
romanos había sido la defensa de las fronteras contra las amenazas de ataques
de estos enemigos. La única razón de tener varios emperadores que reinaran a la
vez era la necesidad de un gobernante investido de autoridad cerca de estos
puntos de peligro, a fin de que pudiese actuar sin esperar órdenes de una
capital distante.
Aun en los mejores tiempos, los romanos
estaban a la par con los bárbaros, hombre por hombre. Además, a través de los
siglos de paz, los romanos perdieron la costumbre de combatir. En nuestros
tiempos las naciones civilizadas poseen pertrechos de guerra muy superiores a
los que tenían las tribus salvajes. Sin embargo, antiguamente, ambos lados
peleaban con espadas y lanzas, y la única ventaja de los romanos consistía en
la formidable disciplina de sus legiones. Aunque es de notar que esa disciplina
decayó mucho en los tiempos de los últimos emperadores y los bárbaros eran más
fuertes físicamente, más intrépidos y aptos para la guerra. Lo que empeoraba la
situación de los decadentes romanos era que ya no servían en sus ejércitos. Las
legiones recibían el adiestramiento precisamente de estos mismos bárbaros,
quienes a menudo pelearon en defensa de Roma y en contra de su propio pueblo. La
mayoría de estos ejércitos, sus generales y aun muchos de sus emperadores
procedían de razas bárbaras. Ningún pueblo que por lo general emplea
extranjeros para pelear sus batallas cuando estas son necesarias, puede
mantener por mucho tiempo sus libertades.
El imperio, no muy fuerte en sus
recursos humanos, estaba también debilitado por las guerras civiles llevadas a
cabo durante generaciones por distintos pretendientes al trono imperial. El
senado no elegía a los emperadores, sino que cuando asesinaban a alguno (como
lo fue la mayoría), cada ejército en las diferentes provincias presentaba su
candidato y la decisión no se hacía por votos, sino con las armas. En noventa
años se proclamaron ochenta jefes como emperadores y cada uno reclamaba el
trono. En un tiempo dichos emperadores eran tantos, que se les llamaban
"los treinta tiranos". Saqueaban las ciudades y todo el imperio
empobreció por la ambición de los hombres al poder. Como resultado, se quitaron
las guarniciones de las fronteras y la tierra quedó indefensa ante los
invasores bárbaros. La causa inmediata de muchas invasiones se debía al
movimiento de las tribus asiáticas. Cuando los bárbaros en el este de las
provincias europeas se lanzaron sobre los romanos, declararon que los echaron
de sus hogares una hueste irresistible de extraños guerreros, acompañados por
sus familias, que cambiaron su morada del interior de Asia. Por lo general, a
este pueblo se le llamaba hunos. Se desconoce por qué abandonaron sus hogares
en el Asia central, pero se cree que fue por el cambio de clima pues la escasez
de lluvia tornó los campos fértiles en desiertos. Más tarde estos hunos, bajo
su fiero rey Atila, establecieron contacto directo con los romanos y se
constituyeron en su más terrible enemigo.
Puesto que la nuestra no es una historia
del Imperio Romano, sino de la iglesia cristiana, nuestro relato de estas
sucesivas tribus invasoras será a grandes rasgos. Las primeras invasiones
fueron de razas que estaban entre el Danubio y el mar Báltico. Dirigidos por su
capitán Alarico, los visigodos (godos del occidente) se lanzaron sobre Grecia e
Italia, capturaron y saquearon a Roma y establecieron un reino en el sur de
Francia. Los vándalos, bajo el mando de Genserico, marcharon a través de
Francia hasta España y de aquí fueron al norte de África, conquistando estos
países. Los burgundos cruzaron el Rin y establecieron un reino que tenía a
Estrasburgo como centro. Los francos, una tribu germana, capturaron el norte de
Galia, a la cual llamaron Francia. Más tarde un rey de los francos, Clovis, se
hizo cristiano y su pueblo lo siguió. Los francos ayudaron grandemente en la
conversión del norte de Europa a la religión cristiana, sobre todo por la
fuerza. Cuando los sajones y anglos de Dinamarca y los países del norte vieron
que las legiones romanas abandonaron Gran Bretaña, realizaron invasiones,
generación tras generación, y por poco extirpan al cristianismo antiguo. Esto
fue así hasta que el mismo reino anglosajón se convirtió por medio de
misioneros de Roma. Alrededor de 450 d.C., los terribles hunos, bajo su
despiadado rey Atila, invadieron a Italia y amenazaron no solo con destruir el
Imperio Romano, sino también a los reinos establecidos dentro de sus fronteras.
Los godos, vándalos y francos, bajo la dirección de Roma, se unieron en contra
de los hunos y una gran batalla se llevó a cabo en Chalons al norte de Francia.
Los hunos cayeron derrotados en terrible
matanza y, con la muerte de Atila poco después, el poder de estos tuvo fin. La
batalla de Chalons (451 d.C.) trajo como resultado que a Europa no la
gobernarían los asiáticos, sino que se desarrollaría de acuerdo a su propia
civilización. Por estas sucesivas invasiones y divisiones, el otrora vasto
Imperio Romano quedó reducido a un pequeño territorio alrededor de la capital.
En 476 d.C. una tribu relativamente
pequeña de germanos, los hérulos, bajo su rey Odoacro, tomó posesión de la
ciudad y destronó al niño emperador, llamado Rómulo Augusto y apodado Augusto
el Pequeño. Odoacro asumió el título de "rey de Italia" y desde ese
año, 476 d.C., el Imperio Romano occidental desapareció. Desde la fundación de
la ciudad y del estado (que se dice fue en 753 a. c.) hasta la caída del
imperio, pasaron mil doscientos años. El Imperio Oriental, que tenía a
Constantinopla por capital, duró hasta 1453 d.C. Casi todas estas tribus
invasoras fueron paganas en sus respectivos países. Los godos constituyeron una
excepción pues ya Arrio los había convertido al cristianismo y tenían la Biblia
en su propia lengua. De esta, las porciones aún existentes forman la primitiva
literatura teutónica. Casi todas estas tribus conquistadoras llegaron a ser
cristianas, en parte por medio de los godos, pero aun más por medio de la gente
entre la que se establecieron. Con el tiempo los arrianos llegaron a ser
creyentes ortodoxos. El cristianismo de esa época decadente era aún vital y
activo y conquistó a estas razas conquistadoras. Estas a su vez, por su sangre
vigorosa, contribuyeron a hacer una nueva raza europea. Ya hemos visto que la
decadencia y caída del poder imperial romano solo provocó que aumentara la
influencia de la iglesia de Roma y sus papas a través de toda Europa. De modo
que aunque el imperio cayó, la iglesia aún conservaba su posición imperial.
LIDERES DEL PERIODO
Debemos ahora mencionar algunos de los
líderes en este período de la Iglesia Imperial. Atanasio (293-373 d.C.) fue el
gran defensor de la fe en el principio del período. Hemos visto cómo se levantó
a prominencia en la controversia de Arrio.
En el Concilio de Nicea, en 325 d.C.,
fue el líder en la discusión aunque no tenía voto. Poco tiempo después, a los
treinta y tres años de edad, fue obispo de Alejandría. Cinco veces lo
desterraron, pero siempre luchó por la fe. Por último, llegó al final de su
vida en paz y honor.
AMBROSIO DE MILÁN (340-397 d.C.), el primero de los padres
latinos, fue electo obispo mientras era laico. En esta época aún no era
bautizado, sino que estaba recibiendo instrucción para ser miembro. Tanto los
arrianos como los ortodoxos se unieron en su elección. Llegó a ser una figura
prominente en la iglesia. Por un acto cruel, reprendió al emperador Teodosio y
lo obligó a hacer confesión. Después, el emperador lo trató con alta estimación
y lo eligieron para predicar durante su funeral. Escribió muchos libros, pero su
mayor honor consistió en recibir en la iglesia al poderoso Agustín. Juan,
apodado Crisóstomo, "la boca de oro" debido a su elocuencia sin
igual, fue el más grande predicador del período. Nació en Antioquía en 345 d.C.
Llegó a ser obispo o patriarca de Constantinopla en 398 d.C. y predicó a
inmensas congregaciones en la Iglesia de Santa Sofía. Sin embargo, su
fidelidad, independencia, celo reformador y valor, desagradaba a la corte. Lo
desterraron y murió en el destierro en 407 d.C., pero lo vindicaron después de
su muerte. Su cuerpo fue llevado a Constantinopla y enterrado con honores. Fue
un poderoso predicador, un estadista y un expositor muy capaz de la Biblia.
JERÓNIMO (340-420 d.C.) fue el más erudito de
los padres latinos. Recibió en Roma una educación en literatura y oratoria,
pero renunció a los honores del mundo por una vida religiosa, fuertemente
matizada de ascetismo. Estableció un monasterio en Belén y vivió allí por
muchos años. De sus numerosos escritos el que tuvo una influencia más extensa fue
su traducción de la Biblia a la lengua latina, una obra conocida como la
Vulgata, a saber, la Biblia en lenguaje común, que aún es la Biblia autorizada
de la Iglesia Católica Romana.
AGUSTÍN es el nombre más eminente de todo este
período. Nació en 354 d.C. en el norte de África. Desde muy joven fue un
brillante erudito, pero mundano, ambicioso y amante del placer. A los treinta y
tres años llegó a ser cristiano por la influencia de su madre Mónica, la
enseñanza de Ambrosio de Milán y el estudio de las epístolas de Pablo. En 395
d.C., le nombraron obispo de Hipona, en el norte de África, al empezar las
invasiones de los bárbaros. Entre sus muchas obras, "La Ciudad de
Dios" fue una magnífica defensa a fin de que el cristianismo ocupase el
lugar del decadente imperio. Sus "CONFESIONES" son una profunda revelación de su
propio corazón y vida. Sin embargo, su fama e influencia están en sus escritos
sobre teología cristiana, de la cual fue el mejor exponente desde el tiempo de
Pablo. Murió en 430 d.C.