CAUSAS QUE MOTIVARON LA PROTESTA
Entramos al siglo XV. La apostasía
prevalece en todo el campo nominalmente cristiano. El clericalismo deja sentir
su planta férrea sobre la cerviz de los pueblos. Ahogados en ríos de sangre y
consumidos por el fuego de mil hogueras, los valdenses y albigenses están casi
totalmente exterminados. Sólo aquí y allí se levanta de vez en cuando alguna
voz heroica que pronto tiene que guardar silencio en las mazmorras
inquisitoriales.
El papado triunfa en toda la línea.
Reyes, príncipes y vasallos se someten incondicionalmente a su despótica
autoridad, y éste no cesa de pregonar sus arrogantes y blasfemas pretensiones.
Los papas logran ejercer una autoridad mundana nunca alcanzada por los más
afortunados emperadores y el colegio de cardenales que le rodea desempeña las
funciones del viejo senado romano. El paganismo ha resurgido escondiéndose bajo
el nombre de cristiano. Todo conato de resistencia y aun la crítica más leve
tiene que ser expiada con la sangre del culpable, e Inocencio III declara, sin
que nadie proteste, que el Señor le ha confiado no sólo el gobierno de la
iglesia sino el de todo el mundo. No menos arrogante se muestra el papa
Bonifacio VIII cuando ofrece, como si fuesen suyas, las coronas reales de Roma
y Constantinopla a un príncipe francés; declara feudos papales a Hungría, a
Polonia, Escocia, y publica la bula Unam Sanctam en la que decía:
"Declaramos que por la necesidad de la salvación toda criatura humana está
sujeta al papa de Roma".
El papado no mostraba otra preocupación
que la de sostenerse en el poder temporal y aumentar la extensión territorial
de su reino. Aprovechando su ascendiente sobre monarcas que veían en el papa a
un verdadero representante de Cristo, se servía de la excomunión y del
entredicho para la realización de sus fines políticos. Su historia se convierte
en una larga e interminable serie de arreglos políticos, intrigas diplomáticas,
empresas militares, al frente de las cuales se colocan a veces los mismos
pontífices, y de pactos que se quebrantan cuando dejan de llenar el fin que el
papa tuvo al hacerlos firmar.
Oigamos lo que respecto a la simonía
papal dice el historiador Dr. F. de Bezold en el tomo 21 de la Historia editada
por Oncken: "Con mucho acierto se ha calificado p la curia romana de
máquina gigantesca de hacer dinero; y la frase de que en Roma todo se adquiría
con dinero no era ninguna exageración, porque entonces todo se compraba, desde
la prebenda más pequeña hasta el capelo cardenalicio; desde el permiso de comer
manteca de vaca en los días de ayuno hasta la absolución de asesinatos e
incestos. La curia esquilmaba a los obispos a fuerza de contribuciones
onerosísimas, y, al propio tiempo, desorganizaba e imposibilitaba la cura de
almas en las diócesis, ya vendiendo sin escrúpulos los cargos eclesiásticos, ya
por medio de los frailes mendicantes, que provistos de privilegios papeles
suplantaban a su placer al clero parroquial en los pulpitos y confesonarios.
Era un gobierno centralizador cuya mano se sentía en todas partes, que no
guardaba consideración a nada ni a nadie, que no tenía más norma y objeto que
su propio interés y que costaba carísimo a los pueblos".
La corrupción en las esferas
eclesiásticas era espantosa. En la silla papal se sentaban monstruos como
Alejandro VI, padre de la famosa cortesana Lucrecia Borgia. El día que fue
coronado nombró a su hijo César, un joven de costumbres feroces y disolutas,
arzobispo de Valencia y a la vez obispo de Pamplona. Las orgías que tenían
lugar en el Vaticano igualaban a las de Calígula y los crímenes que se cometían
rivalizaban con los de Nerón.
Los conventos de la capital eran
verdaderos focos de corrupción. Sobre la vida de los clérigos dice el
historiador arriba citado: "La introducción forzosa del celibato
eclesiástico tuvo la consecuencia que era de temerse, el amancebamiento del
clero. Los sacerdotes, que públicamente vivían con mancebas, pasaban también
las noches jugando a los dados, bebiendo copiosamente y coronando todos estos
excesos brutales con riñas de las cuales resultaban con frecuencia muertos y
heridos".
Las Sagradas Escrituras que habían sido
leídas y comentadas en todas las iglesias primitivas para instrucción de los
fieles, habían cuido casi por completo en desuso. Tomás Linacer que era un
eclesiástico erudito nunca había visto un ejemplar del Nuevo Testamento. Cuando
al fin de sus días se puso a leerlo quedó tan sorprendido de su contenido que
dijo: "O bien esto no es el Evangelio o nosotros no somos
cristianos".
Los eclesiásticos más instruidos leían
la Vulgata, es decir la versión latina de la Biblia, pero los de inferior
categoría no leían nada. Tocante al pueblo, ni se pensaba en cosa tal como su
lectura. Las versiones que algunos eruditos hicieron a las lenguas corrientes
no llegaron jamás a manos del pueblo, al que se le mantenía en la más completa
ignorancia no sólo de esa materia sino de todas las otras. Privado así del pan
de la vida se alimentaba de ritos muertos, ridículas leyendas de santos,
apariciones de vírgenes, y mil otras supersticiones.
Pero no eran solamente abusos
eclesiásticos los que había que corregir en el romanismo. La misma doctrina
cristiana había sido pervertida y mistificada. Se habían respetado creencias
fundamentales, como la divinidad de Cristo y la inspiración de las Escrituras,
pero al lado de ellas florecían otras que lograban desvirtuarlas. Una multitud
de mediadores viene a ocupar el lugar del único mediador entre Dios y los
hombres, y la confianza en el fuego del purgatorio reemplaza a la expiación
obrada por Cristo en la cruz. El culto en espíritu y con verdad proclamado por el
divino Maestro junto al histórico pozo di; Jacob, fue sustituido por el grosero
culto de las imágenes. El sacerdocio universal de los creyentes desapareció
ante el avance atrevido de un sacerdotalismo contrario al espíritu y a la letra
del Nuevo Testamento.
La gente piadosa que aun quedaba empezó
a preguntarse si esta institución tan mundana, podía ser la verdadera iglesia
fundada por Cristo.
"¡Quién me diera, quién me diera
había escrito el abate de Clairvaux ver antes de morir, la iglesia tal como fue
en sus primeros días!"
Y este suspiro de aquella alma
angustiada era el que lanzaban muchos hombres de sentimientos cristianos,
verdaderos precursores de la Reforma que estallaría en los albores del siglo
XVI. Vamos a ocuparnos de algunos de ellos.
JUAN WICLIFFE
Juan Wicliffe fue el más ilustre de los
precursores del movimiento dominado a restaurar el cristianismo primitivo y con
razón ha sido llamado "la estrella matutina de la Reforma".
Nació en Inglaterra el año 1324. Estudió
con mucho éxito filosofía y teología en la Universidad de Oxford. Se distinguió
pronto tanto por sus dotes intelectuales como por la independencia de su
pensamiento. Grande era su celo por el estudio, por la prosperidad de la
iglesia y por lodo lo que pudiese contribuir al bien de su pueblo.
Su espíritu sufría al ver la triste
condición moral y espiritual de la iglesia, y el estudio de las Profecías le
trajo el convencimiento de que ya su habían cumplido las predicciones de una
apostasía universal. Su primer libro se tituló "Los últimos tiempos de la
Iglesia", y lo escribió en inglés porque lo destinaba al público en
general, apartándose con esto de la costumbre reinante de escribir en latín
para los intelectuales. En 1372 se graduó en el doctorado de teología y fue
entonces que empezó a ganar popularidad tanto por sus discursos como por sus
escritos. Cada día se hacía más fuerte en su actitud contra la corrupción de la
iglesia. Sus polémicas eran principalmente con los frailes mendicantes que
tanto por su número como por su carácter se habían convertido en una plaga
social. Andaban continuamente recorriendo las calles con una bolsa al hombro
pidiendo en las casas toda clase de artículos para llenar las bodegas y
despensas de los monasterios.
Su ardiente patriotismo fue uno de los
factores más poderosos para convertirlo en reformador. Como ciudadano inglés se
sintió ofendido con su dignidad nacional ante las pretensiones de la curia
romana y por la explotación descarada de que era objeto su pueblo. "El
papa y sus colectores escribía sacan de nuestro país lo que se necesita para
sostener a los pobres y miles de libras del tesoro real en cambio de
sacramentos y pretendidas bendiciones. Ciertamente nuestro reino tiene una gran
montaña de oro y nadie saca de ella sino este soberbio colector eclesiástico, y
al cabo de un tiempo todo habrá desaparecido; porque siempre está sacando
dinero de nuestra tierra y lo único que nos devuelve son maldiciones de Dios a
causa de su simonía".
Wicliffe empezó a examinar las
pretensiones del papa desde el punto de vista del honor y de la independencia
de su país. Una nación sujeta a Roma dejaba de ser del todo independiente.
Siguió buscando las causas que motivaban la degeneración de la iglesia, y luego
se atrevió a examinar sus dogmas tan arrogantemente presentados como de origen
celestial, para ver si a ellos se debía atribuir el malestar reinante y la
conducta depravada del clero. Quiso saber si estos dogmas estaban fundados en
las Escrituras y encontró no solamente que ellas no les prestaban su apoyo sino
que estaban manifiestamente en su contra.
Sus ataques a la iglesia papal fueron
francos y vigorosos y produjeron gran efecto en el pueblo que ya empezaba a
sentirse cansado de llevar la pesada cargada que Roma le imponía.
Al principio sólo había atacado a los
frailes mendicantes, pero ahora atacaba a la misma institución monástica con
poderosas razones cristianas y argumentos bíblicos, y de investigación en
investigación fue descubriendo que muchas de las doctrinas que la iglesia
romana llamaba fundamentales no eran de origen cristiano.
Ponía frente a frente la verdad bíblica
con el error papista y el contraste que se manifestaba llegó a ser el tema de
las conversaciones populares. El número de personas que se convencían de la
necesidad de romper con Roma para seguir a Cristo era cada día mayor.
Wicliffe supo dar mucha importancia a la
predicación como medio de satisfacer las necesidades espirituales del pueblo.
En su parroquia el sermón llegó a ser la parte principal del culto público y la
gente se aglomeraba ansiosa de escucharle. Se conservan aún los manuscritos de
trescientos de sus sermones que dan a conocer la naturaleza de su predicación,
la cual al mismo tiempo que era de valientes ataques al papado, exponía con
claridad y sistemáticamente las doctrinas del Nuevo Testamento y tenía por fin
conducir almas a los pies del Salvador. "El mayor servicio decía que se
puede hacer a los hombreó es predicarles la Palabra de Dios". Cristo mismo
dio el ejemplo consagrándose a esa tarea y la asignó a sus apóstoles para que
por medio de ella las tinieblas fuesen disipadas.
La costumbre de emplear predicadores
itinerantes nació con él y para justificarla apeló al ejemplo dado por el Señor
y decía: "Los Evangelios nos refieren cómo Jesús iba por todas parles del
país, a pueblos y ciudades, y esto para enseñarnos a buscar el bien de
lodos". Logró conseguir la colaboración de muchos que estaban animados del
mismo espíritu y fundó con ellos una sociedad de predicadores itinerantes a los
cuales daba instrucción, y quienes descalzos y vestidos rústicamente recorrían
el reino predicando el Evangelio y denunciando los errores del papismo. Estos predicadores
fueron llamados lolardos, palabra que significa vagabundo o mendigo, porque
estos hombres no tenían, generalmente, residencia fija, ni parroquias que
produjesen rentas, y vivían de las ofrendas de las almas piadosas, sin
descender al terreno de los frailes mendicantes que eran por ellos combatidos.
Perseguidos cruelmente tuvieron que huir
y esconderse, pero sus enemigos llegaban a sus mismos escondites y los
conducían a la muerte. La edad de los mártires había resurgido y esto no en
tierra pagana sino en países que se denominaban cristianos. Era un punto más
que venía a demostrar que el romanismo era el paganismo enmascarado. "Prediquemos
fielmente la ley de Cristo, aun a los prelados imperiales, decía Wicliffe y
veremos cómo inmediatamente se levanta una ola de martirio".
Los adversarios de este reformador lo
han acusado de ser la causa inmediata y hasta el instigador de la revolución
social llamada de los aldeanos que encabezó un cura rebelde llamado Juan Baile
y estalló en su tiempo. No es probable que él mismo haya buscado este
levantamiento, pero sucedió, como siempre sucede, que el pueblo al despertarse
a las ideas de libertad e igualdad evangélicas que los lolardos predicaban con
entusiasmo, sacó las consecuencias de esta enseñanza y quiso que tuviesen
aplicación práctica en el orden social y no sólo en el religioso. Hay que
convenir en que la revolución fue resultado natural de la agitación sembrada
por las doctrinas de Wicliffe, agitación que hizo estallar la indignación que
fermentaba en las masas.
Como el movimiento iba tomando
incremento el papa Gregorio XI se alarmó y lanzó tres bulas contra el
reformador, el año 1377, que fueron enviadas por mano de un nuncio. Una de
éstas iba dirigida a la Universidad de Oxford, la otra a los obispos de
Canterbury y Londres, y la tercera al monarca. Pronunciaba en ella sentencia de
condenación contra diecinueve proposiciones de Wicliffe. Llamaba la atención al
hecho de que las herejías condenadas eran contra la fe católica y tendían a la
subversión del orden social. Ordenaba que Wicliffe fuese encadenado y encerrado
en una prisión; que se le formase juicio para oír de él si sostenía esas
doctrinas y en qué sentido, y de que sus respuestas fuesen enviadas a Roma.
Estas bulas no encontraron buena acogida en Inglaterra salvo de parte del alto
clero. Ni la Universidad ni el rey les dieron importancia. Los obispos, sí, y
reunieron un Sínodo y ordenaron a Wicliffe que compareciese, pero como éste
contaba con el apoyo del duque de Lancaster, tuvieron que moderarse y el juicio
terminó sin mayores consecuencias.
El mucho trabajo y las luchas constantes
quebrantaron seriamente la salud del reformador. Durante su enfermedad fue
visitado por una delegación de cuatro doctores en teología enviados por los
frailes mendicantes y cuatro lores de la ciudad de Oxford. Le recriminaron sus
duros ataques a los frailes, sosteniendo que eran calumniosos, y le amonestaron
a que en presencia de la muerte que se le acercaba se retractara de lo dicho.
El enfermo no podía incorporarse, así que pidió a los que le rodeaban que lo
sostuviesen un poco sentado en su lecho y haciendo esfuerzos supremos les
respondió enérgicamente: "No moriré, pero viviré, y continuaré siempre
denunciando las malas prácticas de los frailes". Estos se retiraron
confundidos.
Ni los muchos peligros que le amenazaban
ni la debilidad física que sufría pudieron abatir su coraje ni detener sus
proyectos de reforma.
Como un verdadero precursor del
protestantismo, se apoyaba sólo en las Sagradas Escrituras sosteniendo que las
creencias religiosas deben buscarse en ella y no en la tradición eclesiástica,
siempre incierta y contradictoria. Sintió que su deber era traducir la Biblia
al idioma corriente de su pueblo, para que éste no pudiese ser engañado por los
que mudan la verdad de Dios en mentira y honran a la criatura antes que al
Creador. La Biblia bajo la denominación papista era un libro sellado para el
pueblo y aun los clérigos se ocupaban poco de su contenido. Su versión apareció
en 1380 y con este acto recrudecía la persecución. "Wicliffe dice Hender
no podía producir en inglés una Biblia comparable a la que más tarde produjo
Lulero en alemán, pero debemos juzgarla teniendo en cuenta los elementos de*
que disponía. No pudo ir directamente a las lenguas originales, porque no
conocía ni hebreo ni griego; pero no omitió esfuerzo para producir todo lo que
era posible con el conocimiento y ayuda que tenía. Además de comparar muchos
manuscritos de la Vulgata se sirvió de los comentarios de Jerónimo y de Nicolás
de Lyra; y cuando notaba una diferencia entre la Vulgata y el original, lo
hacía notar en la margen".
La publicación de la Biblia en inglés
fue saludada con verdadero regocijo de parte de todos los que amaban la luz y
la verdad, pero allí, como en todas partes, los que se aferraban a la costumbre
temblaron y dejaron oír sus quejas amargas. Enrique Knighton, que escribió la
historia de aquel período, ataca a Wicliffe diciendo que tradujo al inglés un
libro que estaba destinado a los clérigos y doctores, afirmación del todo
contraria a la verdad, pues los autores sagrados escribieron siempre para el
pueblo. Pero no se detiene ahí y añade que poner el Evangelio al alcance de los
laicos es arrojar las perlas a los puercos para que las pisen con sus pies.
Wicliffe contesta que sus enemigos eran capaces de condenar al Espíritu Santo
porque en el día de Pentecostés había dado el don de lenguas para que todos oyesen
las maravillas de Dios. Acusaba al clero, como Cristo a los doctores de la ley,
porque habían quitado la llave de la ciencia (Luc. 11:52.), y decía que los
verdaderos herejes eran los que enseñaban que los laicos no necesitaban conocer
las Escrituras y debían someterse ciegamente a la autoridad de los clérigos. Ya
que todos los creyentes tienen que comparecer delante de Dios para dar cuenta
de los talentos recibidos, es razonable que todos sepan correctamente lo que
Dios espera de cada uno. Sostenía que el Nuevo Testamento era inteligible a
todos en aquello que afecta a la salvación, sin necesidad de una preparación
teológica especial y previa. El estado moral del lector, su ansiedad por lo
espiritual, su anhelo de hacer la voluntad de Dios, son las condiciones
requeridas para entender las Escrituras.
Algunos de sus amigos influyentes no se
atrevieron a ir tan lejos como él en los ataques a las órdenes monásticas, pero
valientemente resolvió continuar la lucha aunque no contase con su apoyo, lo
que le sirvió para demostrar que no era siervo de los hombres sino de Dios.
Courtey, nuevo arzobispo de Canterbury,
se iniciaba en sus funciones lleno de bríos y convocó un Sínodo con el fin de
tomar graves medidas contra los atrevidos innovadores. Se encontraban pomposamente
reunidos en el vetusto convento franciscano de Londres, y ya habían formulado
sus primeras declaraciones cuando el edificio se sintió sacudido por un
violento terremoto que puso en fuga precipitada a todos los prelados y frailes
ahí reunidos. Con esto terminaron las deliberaciones y quedó sólo el recuerdo
del Sínodo del Terremoto como se le llamó después.
El Sínodo del Terremoto antes de
dispersarse había condenado algunas de las creencias de Wicliffe. Entre otras
las relativas a la santa cena y al papado. El arzobispo lanzó a raíz de esto
una pastoral contra el reformador en la que apelaba a las autoridades y a la
Universidad de Oxford, pero nadie le prestó oído. Consiguió, no obstante,
debido a su insistencia, que el joven rey Ricardo proclamase una orden
condenando la obra de los lolardos y muchos de ellos fueron encarcelados
En 1382 Wicliffe fue expulsado de la
Universidad y se retiró a la parroquia de Lutterworth donde, a pesar de
encontrarse con muy mala salud, continuaba atacando vigorosamente al papado que
en aquel entonces lo ocupaban dos prelados simultáneamente y se lanzaban uno al
otro excomuniones y maldiciones de grueso calibre.
Wicliffe falleció el 31 de diciembre de
1384. La iglesia de Roma que no pudo ejecutarlo durante su vida, siguió
odiándolo hasta después de la muerte, y en 1415, condenadas sus doctrinas por
el concilio de Constanza, sus restos fueron sacados de la sepultura y arrojados
al río que pasa por Lutterworth.
JUAN HUS
Los escritos de Wicliffe habían
alcanzado mucha circulación en otros países, pero fue principalmente en Bohemia
donde tuvieron singular acogida, no sólo de parte de algunas personas
intelectuales y estudiosas sino también de parte del pueblo, de la gente
campesina que se hallaba en franco antagonismo con la aristocracia poseedora de
la tierra que otros cultivaban.
Las aspiraciones de este pueblo cansado
de sufrir injusticias y sediento de libertad se personificaron en Juan Huss.
Hablaremos ahora de la vida, trabajos y martirios de este precursor de la
Reforma.
Nació el 6 de julio de 1373 en una aldea
de Bohemia llamada llussinetz, do la que le viene el apellido con que es
conocido. Su padre era un campesino sin recursos que murió joven dejando a su
esposa e hijo en la mayor miseria. Pero la solicitud y sacrificio de esta viuda
bastaron para sobreponerse a las grandes dificultades que encontró, logrando
dar buena educación a su hijo hasta verle ingresar en la Universidad de Praga,
pasando de la categoría de alumno a la de profesor cuando tenía veinticinco
años de edad. Debió mucho de su popularidad no sólo a su talento sino a su
profundo espíritu nacionalista, llegando a ser considerado como el verdadero
jefe del pueblo checo. En 1401 fue decirlo deán y dos años más tarde rector de
la Universidad, por los votos del profesorado y del auditorio como era
costumbre. Fue también nombrado predicador de la capilla de Bethelem, la cual
había sido edificada y dotada por dos laicos, uno miembro de la corte y otro
comerciante, para que en ella se predicase la Palabra de Dios en lengua vulgar
para instrucción del pueblo; en vista de que los templos de Praga estaban casi
exclusivamente consagrados a ritos y ceremonias que no servían para alimentar
espiritualmente a los que tenían hambre y sed de las enseñanzas divinas. Por
eso le fue dado el nombre de Bethelem, que significa casa del pan.
El historiador bohemio Francisco Polaky
describe a Juan Huss de esta manera: "La penetración y claridad de su
inteligencia, el discernimiento que tenía para poner el dedo en el nudo de las
cuestiones, la facilidad con que los desataba, el espíritu consecuente que
mostraba en sus deducciones, le aseguraron una gran superioridad sobre sus
colegas. A todas estas cualidades se añadían la notable seriedad de su
carácter, una conducta a la cual sus enemigos nada podían reprochar, un celo
ardiente por el mejoramiento moral del pueblo y del clero; pero tenía también
un atrevimiento imprudente, cierta falta de circunspección, tenacidad,
costumbre de seguir su propia idea, amor a la popularidad y una alta ambición
espiritual dando a la corona del martirio más importancia que a todas las
glorias humanas."
Tanto la predicación como los escritos
de Juan Huss despertaron la oposición del clero al cual atacaba sin miramientos
debido a la vida licenciosa de sus componentes. El arzobispo se puso al frente
de la oposición y lo acusó ante el papa de ser propagador de las doctrinas de
Wicliffe. El papa encargó al arzobispo que hiciese una prolija investigación
requisando todos los escritos heréticos que pudiese encontrar, y éste, haciendo
uso de un celo verdaderamente inquisitorial, consiguió no menos de doscientos
volúmenes que con gran pompa hizo quemar frente a su palacio. Se prohibió a
Huss la predicación, pero éste consiguió mantenerse en la capilla de Bethelem
que era propiedad privada y ahí continuar enseñando al pueblo. Dadas las
modestas dimensiones de esta capilla, se vio obligado a salir al aire libre y
llegó a predicar a diez mil personas. Sus partidarios le imitaban en su
actividad y recorrían los pueblos y aldeas predicando al aire libre. El rey
Wenceslao se puso a favor del movimiento y se dirigió al papa quejándose de la
quema de los libros y de los obstáculos que se oponían a la predicación.
Fue citado a comparecer a Roma, pero
Huss no se presentó sabiendo que en la corte papal no encontraría ni justicia
ni seguridad. Fue entonces excomulgado, y como la ciudad se adhería cada vez
más a sus doctrinas, fue puesta en entredicho, es decir privada del ejercicio
del culto y de los sacramentos. Esta medida solía tener mucho efecto en
aquellos tiempos y provocar levantamientos populares de graves consecuencias.
El rey Wenceslao, que había favorecido a Huss, se atemorizó y le retiró su
protección, y muchos de sus adeptos volvieron atrás cuando vieron el giro que
iban tomando las cosas. En este tiempo Huss se vio obligado a salir de la
capital pero continuó predicando en su retiro a la gente que de todas partes
acudía para escucharle. Aprovechó estos días de relativa calma para escribir su
obra sobre La Iglesia, en la cual sigue casi literalmente a Wicliffe y declara
que Cristo es su único Jefe y que la componen aquellos que tienen fe y vida
espiritual.
Por medio de sus; cartas llenas de
ternura y de un alto sabor espiritual, continuaba alimentando y fortificando a
la comunidad de Bethe-lem. Como san Pablo al escribir a los Filipenses, revela
estar del todo conforme con lo que Dios disponga respecto a su futuro, ya sea
la vida para continuar sirviendo, ya sea la muerte, para ¡entrar al descanso de
su Señor. "¿Por qué tener temor a la muerte escribe si hemos de encontrar
en Cristo la vida verdadera?".
En Otoño de 1414 se reunió el concilio
de Constanza convocado para poner fin a un grave cisma en la iglesia católica
originado por tres papas que funcionaban al mismo tiempo y se lanzaban
recíprocamente excomuniones y maldiciones. Se buscaba también poner un dique a
la ola de corrupción que invadía a todo el sistema eclesiástico. La pequeña
ciudad de Constanza presenció una extraordinaria afluencia de forasteros a
medida que iban llegando los patriarcas, los prelados, los príncipes, y los
delegados universitarios, acompañados de sus numerosos séquitos. El consejo
municipal contó hasta 72.000 forasteros en los meses de mayor actividad.
Se hallaba presente en el concilio el
papa Juan XXIII, verdadero monstruo humano a quien se le acusaba de todos los
crímenes imaginables, desde el envenenamiento de su antecesor hasta líos actos
más impúdicos que puede cometer un hombre corrompido. El concilio no pudo menos
que destituirlo, pero era tal el estado corrupto de la, iglesia que en lugar de
separarlo por completo de su seno lo nombró deán del colegio cardenalicio,
cuando, ha dicho un historiador, uno solo de los crímenes que se le imputaban
bastaban para que hubiera merecido estar perpetuamente encerrado en una
prisión.
Tal era el "santísimo" papa y
el "santo" concilio ante el cual comparecería el más noble de los
hijos de la heroica Bohemia. El emperador Segismundo le había dado un
salvo-conducto y una escolta para que pudiese ir y regresar en completa
seguridad. El 11 de octubre de 1414 partió de Praga acompañado de su fiel
discípulo Juan de Chlum. Los que le despidieron lloraban al verle partir porque
tenían el doloroso presentimiento de que no volverían a verlo.
El 3 de noviembre entró en Constanza,
recibido por una multitud de admiradores y curiosos que se disputaban el sitio
más prominente para ver pasar al gran heresiarca que conmovía a la cristiandad.
Fue alojado en una casa particular donde lo dejaron tranquilo durante las
primeras cuatro semanas. En este tiempo se dedicaba enteramente a la lectura de
obras devocionales y a la preparación de su defensa. Pero sus enemigos no
estaban inactivos, particularmente el Dr. Paletz, uno de sus antiguos
compañeros de causa y ahora convertido en su perseguidor implacable. Levantaban
contra Huss toda clase de calumnias para predisponer desfavorablemente a los
miembros del concilio, y si fuese posible, irritarlo, para despojarlo de toda
autoridad moral.
Sus enemigos sostenían que un hereje no
era digno de la consideración que se le tenía al permitírsele tener una casa
por cárcel. Debía ser encerrado donde se encierra a los peores malhechores,
para que vaya al juicio no desde una casa sino desde una prisión. Consiguieron
con estos argumentos que el 28 de noviembre fuese sacado de su alojamiento y
encerrado en una cárcel inmunda, por donde pasaba una cloaca pestilencial que
hacía de la vida un tormento. De nada valieron las protestas del caballero de
Chlum ni aun las del emperador a quien decían que el salvo-conducto y
protección ofrecidos a un hereje no tenían valor. Ya quedaba evidenciado que
Juan Huss había sido miserablemente engañado. Él creía que al parecer ante el
concilio era para discutir y demostrar que sus creencias eran sanas; en cambio
lo trataban como a un reo de graves delitos que estaba ahí para responder a
acusaciones.
Sus sufrimientos físicos y morales eran
atroces. Él había soñado con hacer resplandecer la luz de la verdad en aquella
magna asamblea, pero ahora ya estaba convencido de que le esperaba la muerte.
Escribió a uno de sus amigos: "Es ahora cuando aprendo a repetir los
acentos de los Salinos, a orar, a contemplar los sufrimientos de Cristo y de
los mártires. En medio de las tribulaciones comprendemos mejor la Palabra de
Dios."
En la prisión fue interrogado varias
veces por la comisión papal, la que hipócritamente buscaba que ya estuviese
condenado cuando compareciese ante el concilio y así impedir que hiciese uso de
la palabra. El 5 de junio fue llevado ante el concilio, reunido en minoría,
pero los presentes eran numerosos. Leída la acusación, Huss pidió la palabra
para dar sus explicaciones, pero no se la concedieron. La burla ya estaba
consumada. Se le exigía que respondiese con un sí o un no, sin intentar
siquiera defenderse. Él protestó enérgicamente y la sesión terminó
tumultuosamente. El día 7 hubo otra audiencia y esta vez el concilio tuvo que
conformarse con dar la palabra al acusado. Huss habló con claridad y unción
impresionando vivamente en su favor a muchos de los oyentes, debido a la
precisión, acierto, agudeza y sentido práctico con que habló. Pero el concilio
siempre colocado en el terreno de la arrogancia y despotismo declaró que lo que
quería era una retractación lisa y llana. En otra audiencia inmediata quedó
demostrado que Huss permanecería firme como una roca aun frente a la muerte; y
que pondría en práctica la sentencia de Salomón en los Proverbios: "Compra
la verdad y no la vendas." Cuando salió, presintiendo todos los
concurrentes el desenlace trágico de aquel proceso, el caballero de Chlum
consiguió darle un apretón de mano. "Qué gozo escribía Huss desde su
prisión me proporcionó la mano del noble Juan de Chlum al estrechar la mía. No
se avergonzó de mí, el miserable, el desechado, el hereje excomulgado, cargado
de cadenas."
El fin de Juan Huss ya estaba resuelto.
El mismo emperador pedía su condenación diciendo: "Es el mayor hereje que
he conocido; si no abjura merece ser quemado." Su palabra y su firma
garantizándole la vida las echaba al olvido. Era lo que los prelados querían y
ya lo habían conseguido. Pero pasaron aun cuatro semanas en llenar todas las
formalidades necesarias para que el crimen se consumase con apariencias de
justicia. Varios cardenales lo visitaron en su celda para arrancarle una
retractación, pero todo fue inútil. Cuando le asaltaba algún temor en vista del
suplicio que le estaba esperando, tomaba la Biblia y hallaba consuelo en las
promesas de Dios. El ejemplo de aquellos que habían sido fieles hasta la muerte
le infundía aliento. Escribía en una de sus cartas: "Hallo gran consuelo
en estas palabras del Salvador: Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os
persiguieren y dijeren de vosotros todo mal por mi causa mintiendo. Gozaos y
alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos; que así persiguieron a
los profetas que fueron antes de vosotros".
Las cartas escritas por Huss en sus
últimos días en la prisión son una de las páginas más heroicas y espirituales
de la literatura cristiana. En ellas invita a sus amigos de Bohemia a
permanecer firmes en sus convicciones y a no buscar la venganza de su muerte.
Con acentos proféticos anuncia el triunfo futuro de la verdad. "El ganso escribe
(Huss quiere decir ganso en lengua bohemia) es un ave inferior; han prendido al
ganso en sus redes, pero vendrán otras aves, águilas y gavilanes, que se reirán
de sus trampas". Una de sus últimas cartas termina con estas palabras:
"Escrita entre cadenas, esperando la muerte por fuego."
El día fijado para la ejecución de Huss
fue el de su cumpleaños; 6 de julio de 1415. El concilio se había reunido
solemnemente en la catedral con la presencia del emperador Segismundo. La
sesión empezó con una misa y sermón. Durante este tiempo Huss tuvo que
permanecer en el atrio en calidad de hereje. El lugar "sagrado"
estaba reservado sólo para los culpables del crimen que pronto iba a ser
consumado. El predicador tomó por texto estas palabras de Romanos 6:6:
"Para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más
al pecado." El orador hizo una absurda e impía interpretación de este
pasaje bíblico para sostener que los herejes debían ser destruidos por fuego.
Se dio lectura a treinta proposiciones
de Huss que según los jueces del concilio contenían graves errores. Aunque al
acusado se le había dicho que debía guardar silencio pudo decir algunas
palabras. Recordó que había recibido un salvoconducto firmado por el emperador
presente, garantizándole el libre regreso a su país, y al decir estas palabras
fijó su mirada en el soberano quien dio vuelta su rostro sonrojado de
vergüenza.
La sentencia fue pronunciada. Huss fue
condenado a ser despojado de su carácter sacerdotal y a ser entregada al brazo
seglar para que cumpliese con la sentencia. La hoguera ya estaba preparada y
los ejecutores estaban esperando al reo, pero el clero, como en todos estos
casos, unió el sarcasmo a la crueldad, declarando que como la iglesia tiene
horror a la sangre encomendaba al hereje a la clemencia del estado.
Siguió la degradación. Primeramente lo
vistieron con los hábitos sacerdotales y como él declarase que no estaba
dispuesto a retractarse de sus creencias, lo despojaron de ellos al compás de
terribles maldiciones eclesiásticas que pronunciaban cada vez que le quitaban
una pieza. Al sacarle de la mano el cáliz, dijeron: "Te quitamos, Judas
maldito, la copa de salvación." Pero él les respondió: "Confío en
Dios y en mi Salvador Jesucristo, que El no me ha quitado la copa do salvación
y que hoy mismo la beberé en su reino." En seguida le colocaron una gorra
de papel en la que habían pintado demonios y escrito una leyenda que decía:
"Este es el heresiarca." Cuando al fin lo sacaron de la iglesia y los
obispos dijeron: "Entregamos tu alma al diablo", él contestó:
"En tus manos, Señor Jesús, encomiendo mi alma."
Una escolta lo condujo al sitio de la
ejecución. Allí volvió a declarar que toda su vida había trabajado para
encaminar a los hombres por el camino del bien y que quería confirmar con su
muerte la verdad del Evangelio; que todo lo que había predicado estaba de
acuerdo con las Sagradas Escrituras. Se le oyó decir: "Señor Jesús,
quédate cerca de mí, socórreme para que pueda sufrir con firmeza, por tu gracia
y tu ayuda, esta muerte cruel y dolorosa que debo afrontar por amor a tu
Palabra."
El conde palatino que presidía la
ejecución le preguntó por última vez si quería retractarse, y ante su nueva y
firme negativa mandó encender la hoguera. Cuando las llamas le rodearon se le
oyó cantar y decir: "Jesús, Hijo del Dios viviente, ten misericordia de
mí."
Recogidas las cenizas fueron arrojadas
al Rhin.
JERÓNIMO DE PRAGA
El martirio de Juan Huss fue seguido por
el de su compañero Jerónimo de Praga, quemado vivo el 30 de mayo de 1416.
Jerónimo era un hombre enérgico e impetuoso,
pasando a menudo los límites de la prudencia. Era un poco más joven que Huss,
pero era más rico en experiencias porque había viajado mucho en diferentes
países de Europa. Era un verdadero príncipe de la palabra y este don le abría
las puertas de todos los centros intelectuales que visitaba. Las Universidades
de Praga, París, Colonia y Heidelburgo le habían conferido títulos bien
merecidos, razón por la cual en Bohemia era altamente apreciado.
Viajando por Inglaterra llegó a conocer
los escritos de Wicliffe, los que copió e introdujo en su país, contribuyendo
de este modo a la propagación del evangelio.
En abril de 1415 fue citado a comparecer
ante el concilio de Constanza para responder a cargos idénticos a los que se
habían hecho a Juan Huss. Se presentó y con valentía protestó contra la prisión
de su amigo, pero viendo el peligro que corría huyó de la ciudad con la
esperanza de ponerse fuera del alcance de sus perseguidores. Tuvo en esto muy
mala suerte, pues fue prendido antes de llegar a su destino y encerrado en un
calabozo. Después de un año de sufrimientos terminó por declararse vencido,
retractándose de lo que había enseñado. Pero este triunfo de los secuaces de
Roma fue de muy corta duración, porque avergonzado de su debilidad, y
profundamente arrepentido, pidió ser oído de nuevo, y con gran sorpresa del
concilio hizo un elocuente elogio de Juan Huss y censuró duramente a sus
verdugos.
El florentino Poggio Bracciolini,
testigo ocular de su proceso y ejecución, escribió a su amigo Leonardo Aretino una
carta admirable en la que con muchos detalles y en un estilo literario
impecable, dio a conocer la grandeza del hombre que Roma condenó. Dice entre
otras cosas: "Desde mi regreso a Constanza mi atención ha estado del todo
fija en Jerónimo, el hereje bohemio, como es llamado. La elocuencia y el saber
que este hombre ha empleado en su defensa son tan extraordinarios que no puedo
menos que darte un sucinto relato. Para decir la verdad, nunca conocí el arte
de hablar llevado tan cerca a los modelos de la antigua elocuencia. Era en
verdad sorprendente oír con qué fuerza de expresión, con qué fluencia de
palabra y con qué excelentes razonamientos, él contestaba a sus adversarios: y
no fui menos impresionado por la gracia de sus modales, la dignidad de sus acciones,
lo mismo que por la firmeza y constancia de su comportamiento."
"Cuando Jerónimo, después de
algunas dificultades, consiguió ser escuchado, empezó su discurso con una
oración a Dios, cuya asistencia patéticamente imploró. Entonces recordó que
muchos hombres excelentes, en los anales de la Historia, fueron oprimidos
debido a falsos testimonios y condenados por juicios injustos."
"Diferentes opiniones en materia de
fe dijo siempre se han levantado entre los intelectuales, y siempre se creyó
que esto era beneficioso a la verdad más bien que al error, cuando se lograba
poner de lado al fanatismo. Tales fueron, dijo, las diferencias entre Agustín y
Jerónimo: y aunque sus opiniones eran no sólo diferentes sino contrarias, nunca
se les tachó de herejía."
"Todos esperaban que él se
retractase de sus errores o por lo menos se disculpase; pero no se le oyó nada
parecido. Declaró francamente que no tenía nada de que retractarse. Hizo un
gran elogio de Huss, llamándolo un varón santo y lamentó su cruel e injusta muerte.
Estaba dispuesto, dijo, a seguir los pasos de aquel bendito mártir y a sufrir
con constancia cualquier cosa que sus enemigos le hicieron."
"Firme e intrépido estuvo delante
del concilio, concentrando toda su personalidad; y en lugar de temer a la muerte,
parecía que la deseaba. Los hombres más notables de los tiempos pasados
probablemente no fueron superiores a él. Si la historia es justa este hombre
será admirado por toda la posteridad."
"Con rostro radiante y con firmeza
más que estoica, afrontó la desgracia, no temiendo ni a la muerte ni a la forma
horrible en que se le presentaba. Cuando llegó al sitio de la ejecución se
quitó la capa, hizo una corta oración frente al poste en que fue atado con
cuerdas húmedas y una cadena de hierro, y fue envuelto en leña hasta la altura
del pecho."
"Viendo que el ejecutor estaba por
encender la pira a sus espaldas le gritó: "Trae la antorcha de este lado.
Cumple tu misión delante de mi faz. Si hubiera temido a la muerte la hubiera
evitado".
"Cuando la leña empezó a arder,
cantó un himno, que la violencia de la llama apenas pudo interrumpir."
"Así murió este hombre prodigioso.
Este título que le doy no es exagerado. Fui un testigo ocular de toda su
conducta. Interprétese como se quiera su vida, que su muerte, fuera de toda
duda, fue una noble lección."
LA GUERRA DE LOS HUSITAS
Los bohemios no pudieron tolerar el gran
ultraje que se les hizo en Constanza y se levantaron en armas contra el
emperador y contra el papa. El alma y jefe de este movimiento fue Juan Zisca.
Este hombre intrépido pertenecía a una familia noble y tenía reputación bien
merecida de valentía, inteligencia y piedad. De todas partes del país acudían
los campesinos cansados de sufrir la tiranía eclesiástica de Roma y el yugo de
los extranjeros que tiranizaban el país. Se reunían en grandes multitudes por
las cercanías de Praga, celebraban sus cultos al aire libre, y participaban de
la Santa Cena bajo las especies de pan y vino, llegando algunas veces a
cuarenta mil el número de los comulgantes.
Los curas, por su parte, empezaron a
predicar la violencia ofreciendo la seguridad del cielo a quien diese muerte a
un hereje bohemio, Zisca y sus huestes arremetían con heroísmo, bajo el impulso
de los dos sentimientos más fuertes en el hombre; el de la libertad y el de la
fe. Derribaban los altares, destruían las imágenes, abolían las órdenes
monásticas y convertían en cuarteles los conventos.
El programa revolucionario de los
husitas era radical y muy avanzado, basado en los principios de justicia
proclamados en el Evangelio. Pedían la igualdad de derechos para todos los
habitantes sin distinción de cuna, riqueza, instrucción, profesión o sexo. La
mujer quedaba completamente emancipada debiendo disfrutar de los mismos
derechos que el hombre. El gobierno debía ser republicano y el poder supremo
debía estar en poder del pueblo. La sociedad en aquel tiempo estaba encajada
dentro del molde férreo de una iglesia apóstata, de modo que todos los que
gemían oprimidos creyeron que había sonado la hora de las reivindicaciones y
soñaron con la implantación de una sociedad cristiana regida por los preceptos
fraternales del nuevo Testamento.
Zisca mostraba ser un guerrero
aventajado poniendo en jaque o derrotando completamente a las tropas
imperiales. Hubo momentos en que se creyó que toda Europa sería invadida por
las huestes triunfantes de los husitas. Pero no fue así. Aquellas energías
fueron agotándose con la prolongación de una lucha desesperada, y la
preponderancia de los imperiales se hizo sentir. La revolución social fue
vencida, consiguiéndose solamente algunos derechos espirituales. La reacción
papista parecía que iba a borrar todo rastro de aquel movimiento pero no fue
así. Las raíces del árbol destroncado echaron nuevos retoños, y en 1457 los
seguidores de las doctrinas de Juan Huss se organizaron bajo el nombre de
Iglesia de la Unidad, de los hermanos moravos, y hasta hoy son conocidos como
celosos misioneros, gente pacífica, que ha hecho flamear el estandarte de la
verdad en todos los confines del mundo.
JERÓNIMO SAVONAROLA
Jerónimo Savonarola aparece en Italia al
fin del siglo XV como representante eminente del renacimiento que invadía a
todo el mundo, despertando un vivo deseo de conocer las lenguas clásicas para
estudiar a los autores que habían quedado casi olvidados durante los siglos
obscuros de la Edad Media, pero principalmente representa el anhelo de ver
efectuada una gran reforma en la iglesia, la cual había caído de su pureza
primitiva y se había convertido en instrumento de ignorancia y tiranía. Las mistificaciones
que se habían hecho a las doctrinas enseñadas por Cristo y sus apóstoles habían
conducido a In masa nominalmente cristiana a una lamentable relajación de
costumbre que el clero fomentaba pisoteando descaradamente los dogmas y la
disciplina neotestamentarios. Pero nunca dejó de haber una minoría de personas
sinceras que abrigaban sentimientos genuinamente cristianos y trabajaban para
que la causa del Señor fuese restaurada. Esta reforma era tan necesaria que los
concilios de Pisa, Constanza, Basilea, y finalmente el de Trento, intentaron
efectuarla, cosa que no lograron porque la mayoría de sus componentes eran los
mismos causantes del malestar y tenían interés en perpetuarlo.
Savonarola era hijo de una familia
pudiente, habiendo sido su abuelo un médico notable en la entonces floreciente
corte de Ferrara., En esta ciudad nació nuestro héroe el año 1452 y desde niño
reveló un espíritu serio y capacidad de pensador. Estaba todavía en la
adolescencia cuando su alma se inflamaba de pasión por las obras de Virgilio y
Platón. Todos los que le rodeaban presentían que llegaría a ser una lumbrera de
la humanidad.
Rechazado por una joven de la casa de
Strozzi a cuyo amor aspiraba, resolvió retirarse del mundo y con gran sorpresa
de todos ingresó a un convento de frailes dominicanos en la ciudad de Boloña.
Tomó esta tremenda resolución sin comunicarla a sus padres, por temor de que
éstos influyeran en hacerle cambiar de propósito. Desde el claustro les
escribió una carta llena de buenos sentimientos en la que les pedía su
bendición y les decía que ellos eran siempre el objeto de sus oraciones.
Conforme a las costumbres de la orden buscaba ganar el favor de Dios mediante
penitencias, meditando constantemente frente a un cráneo humano sobre la
vanidad de la vida. Los primeros catorce años de su vida monacal los pasó
absorto en las prácticas devocionales y en el estudio de la filosofía, teología
y sobre todo de las Escrituras. Los escritos de los profetas le impresionaban
vivamente, y cuando veía la manera como éstos dejaron oír sus cálidas voces
contra la corrupción reinante en sus días, llegaba a la convicción de que la
vida religiosa debía desarrollarse en el campo de batalla y no en el encierro
estéril de un claustro.
Su amor a la Biblia, que lo convertiría
en un reformador, iba todos los días en aumento y deseaba que fuese leída y
debidamente estudiada por los que quieren de veras servir a Dios. Oigamos como
se expresaba: "Nadie, sabio o ignorante, puede comprender la Escritura si
no tiene en él un rayo de la luz de la cual emana. Hay que acercarse a ella con
un corazón puro, concentrando las fuerzas del espíritu, porque ella nos muestra
las realidades más sublimes. Empezad por escapar de las garras del pecado y de
los pensamientos mundanos; pedid a Dios su luz, después de haber conseguido el
silencio interior y exterior. La luz divina os dará mayor claridad que los más
eruditos comentarios. Ella os revelará el significado de vuestras experiencias,
ella os hará sacar consecuencias útiles para la obra en que estáis empeñados.
Se trata de leer lentamente, pensando en cada palabra hasta que uno se haya
apropiado de la letra del pasaje. Solamente entonces es cuando convendrá
penetrar en el sentido profundo del pensamiento de los autores sagrados.
Creedlos porque ellos no pueden errar. No leáis solamente para aprender sino
también para obrar. Pedid a Dios que el conocimiento adquirido produzca en
vosotros la práctica del amor".
Tenía treinta y siete años cuando fue
enviado a Florencia para enseñar a los novicios del convento dominicano de San
Marcos. Todavía se muestra al viajero el rosedal debajo del cual reunía a sus
discípulos. Era entonces un hombre de mediana estatura, de muy marcado
temperamento sanguíneo, cutis bronceado, rostro aguileno, ojos grandes y chispeantes
debajo de gruesas y tupidas cejas. Sus labios abultados daban a su palabra un
tono de severidad y gravedad. Su lenguaje rústico, franco y directo formaba un
marcado contraste con la fraseología melosa e indefinida de la mayoría de los
predicadores, florentinos.
Su primera aparición en el pulpito fue
mal recibida por las clases dirigentes, acostumbradas a escuchar a los
predicadores para formar juicios sobre el valor literario y académico de los
sermones y no para recibir instrucción en la Palabra de Dios. Savonarola no
tenía nada de eso que se consideraba indispensable en un predicador de las
grandes ocasiones. No subía al pulpito para agradar a los que no quieren oír la
sana doctrina, sino para exponer la verdad con claridad.
Cuando vio que sus sermones eran mal
recibidos y que la gente lo abandonaba por ir a escuchar a otros oradores más
pulidos, sintió un profundo desaliento. Llegó a creer que su misión no era la
de predicar sino la de enseñar a los novicios con quienes tenía excelentes
resultados, y costó persuadirle a que volviese a predicar en las iglesias.
Pero el año 1486 se decidió a predicar
en varias ciudades de Lombardía y fue entonces cuando empezó a ganar
popularidad. No quiso aceptar los consejos de sus amigos que le rogaban que
cambiase de estilo. Perseveró en su manera rústica y firme imitando a Amos, a
Nahúm y Juan el Bautista, clamando a voz en cuello para despertar las
conciencias dormidas y llevar las almas a los pies del Salvador. Estaba
persuadido de que Dios lo había levantado para esta misión. Muchas veces veía
visiones y oía la voz de Dios que le mandaba no callar. Asumía la actitud de un
iluminado y su entusiasmo se hacía contagioso.
Las multitudes empezaron a hablar de él
y acudían a oírle. Este trozo nos dará una idea de su predicación elocuente y
apasionada: "No puedo callarme porque la Palabra de Dios es en mi corazón
como un fuego ardiente; si no le doy escape consumirá hasta la médula de mis
huesos. Los príncipes que reinan sobre Italia son azotes que Dios ha enviado para
castigarla. Sus palacios son el refugio de bestias feroces, monstruos de la
tierra, cargados de crímenes y perversidades. Malos gobernantes que no cesan de
crear nuevos impuestos para chupar la sangre del pobre pueblo. Esto es la
Babilonia, oh mis hermanos, la ciudad de dementes y malvados que Dios
destruirá. Id a Roma y veréis como los grandes prelados sólo se ocupan de
poesía y elocuencia. Gobiernan la iglesia guiados por astrólogos. Lo exterior
está bien ornamentado, sus ceremonias son deslumbrantes, abundan los
candelabros de oro, los cálices preciosos; pero en la iglesia primitiva los
cálices eran de madera y los prelados de oro; hoy ocurre al revés. Los prelados
romanos han introducido entre nosotros fiestas del infierno, no creen en Dios y
se burlan de nuestra santa religión, ¿Qué haces, Señor? ¿Por qué duermes?
¡Levántate y ven a libertar a tu iglesia de las garras del demonio, de los
tiranos y de los malos sacerdotes! ¿Has olvidado a tu iglesia? ¿Has cesado de
amarla? ¡Apresura el castigo a fin de que pronto volvamos a ti!".
Al fin Florencia descubrió que era más
provechoso escuchar a un predicador del tipo de Savonarola que a los pulidos
palabreros sin vida y sin mensaje. Todas las iglesias resultaban pequeñas y se
levantaron galerías en la catedral para contener a las multitudes de oyentes.
Desde las aldeas vecinas acudían caravanas de labriegos, haciendo largas
caminatas durante la noche para conseguir un sitio conveniente. Sus sermones no
eran sólo apostrofes contra los príncipes y prelados sino exposiciones de las
Sagradas Escrituras y fiel presentación de la persona del Redentor. Hablaba con
frecuencia de la doctrina paulina de la justificación por la fe y decía:
"Si Cristo no te absuelve, ¿quién podrá absolverte? Aprende, oh hombre,
que entrarás en el paraíso si tú lo quieres, porque Cristo nos precedió. Donde
está la cabeza allí están los miembros. Aprende también esto: no entrarás al
paraíso en consideración a tu estado natural, ni por el oro o la plata que
poseas. Dirige tus miradas al crucificado, piensa en el amor que tuvo al morir
por tí, si quieres ser salvo. Confía en él. El enderezará tu corazón torcido.
Él lo socorrerá aunque lo has ofendido millares de veces. Te perdonará como
perdonó al ladrón en la cruz. Cree solamente. Llora por tus pecados, promete
abandonarlos, confórtate participando del banquete de Cristo".
Un oyente que recogió y publicó los
sermones de Savonarola dice que muchas veces no podía terminar de predicar
porque se ponía a llorar conmovido.
Florencia era entonces una república
pero estaba dominada por la poderosa casa de los Mediéis a la cual Cosme había
enriquecido fabulosamente. Los príncipes y el papa eran sus deudores. Poseía
buques que cruzaban los mares transportando mercaderías y un ejército de
empleados trabajaba en el manejo de aquellos bienes. En el estado florentino
eran ellos quienes hacían los nombramientos. Esta casa daba mucho movimiento y
lustre a la ciudad, favoreciendo el comercio, las artes, la ciencia y la
industria, pero estaba dominada por elementos mundanos y anti-religiosos. El
dinero compraba las conciencias y así el relajamiento cundía.
El puritanismo y el tono de la
predicación de Savonarola era un desafío lanzado a los Mediéis. Lorenzo, que
había sucedido a Cosme, trató de amordazarlo donando a su convento una fuerte
suma de dinero. Savonarola la hizo distribuir entre los pobres de la ciudad. El
papa trató también de reducirlo ofreciéndole el capelo cardenalicio. "El
capelo rojo que yo deseo contestó es el que estará teñido con la sangre del
martirio".
Cuando Médicis enfermó mandó llamar al
monje y le preguntó qué tenía que hacer para ser salvo. Este le habló
claramente del arrepentimiento y de la fe en Cristo, exigiéndole que
restituyese los bienes mal adquiridos. Estaba dispuesto a hacerlo, pero de
pronto le exigió una cosa más: que devolviese la libertad a Florencia
renunciando a la preponderancia que ejercía sobre ella. El enfermo se dio
vuelta y no quiso escucharle más. Poco tiempo después pasaba a la eternidad.
En sus transportes de profeta Savonarola
había anunciado que Dios haría caer la espada vengadora sobre la casa de los
Médicis. Esta profecía se cumplió el año 1494 al penetrar en Italia el rey
Carlos VIH de Francia. Los Médicis tuvieron que huir acosados tanto por los
extranjeros como por los mismos florentinos, que aprovecharon las
circunstancias para librarse de su pesada tutela.
Fue en este tiempo que Savonarola llegó
a ser el verdadero jefe del estado florentino, aunque no abandonó su celda ni
ocupó cargo público. El pueblo le miraba como a un verdadero representante de
Dios y siguió sus consejos sin discutir. Bajo su influencia se puso en vigor
una vieja y sabia constitución que estaba relegada al olvido y se dictaron
leyes destinadas a reformar las costumbres. Su sueño dorado había sido ver a
Florencia regida por el espíritu cristiano y creyó que había llegado la hora de
su realización. En uno de sus sermones había dicho: "Dios sólo será, desde
ahora en adelante, tu rey ¡oh Florencia! Tu libertad estará fundada en el temor
de Dios y en la consagración al bien público. El principio de un estado
ordinario es el egoísmo, el de un estado religioso es el del amor a Dios y al
prójimo. Cuanto más un reino se ajusta a la voluntad de Dios, tanto más fuerte
es. En paz con Dios, ¡oh Florencia!, serás rica en bienes temporales y las alas
de tu grandeza se extenderán por el mundo".
Savonarola fielmente secundado por dos
frailes, llamado uno Domingo y otro Silvestre, exigía de todos los habitantes
una completa austeridad, haciendo cesar el juego de naipes, los bailes y toda
diversión. Una liga juvenil de niños recorría la ciudad exhortando a todos a
dejar las malas costumbres. En los días de Carnaval la gente entregó sus
disfraces, caretas, libros inmorales, naipes y todo lo que era instrumento de iniquidad.
Con todos esos elementos formaron una pirámide en la plaza del mercado y fue
encendida por los representantes del consejo, mientras los jóvenes vestidos de
blanco y con una cruz roja en la mano cantaban a su alrededor.
Esta campaña moralizadora ha tenido sus
admiradores pero también sus críticos. Los primeros ven en ella un poderoso
medio de grandeza y prosperidad porque las costumbres inmorales debilitan a los
pueblos imposibilitándolos para cumplir una misión grande en la historia. Los
segundos, en cambio, acusan a Savonarola de haber querido convertir a la ciudad
en un gran convento conspirando contra la alegría del vivir.
Una ciudad que había vivido entregada al
lujo y a los placeres, no pudo soportar por mucho tiempo un régimen moral tan
severo como el que imponían los tres frailes dominicanos que dirigían la
situación. Los enemigos aprovechando el descontento que cundía formaron un
partido que fue denominado el de los furiosos (arrabiati) que hacían llover
calumnias sin fin contra Savonarola y sus colaboradores.
Desde Roma los ataques recrudecieron, y
Alejandro VI, considerado el más infame y corrompido de todos los papas, padre
de Lucrecia Borgia, amigo de orgías y envenenamientos, juró que lo haría morir
aunque fuese el mismo Juan Bautista. Empezó por dar una orden prohibiéndole
predicar, excomulgándolo y declarándolo falso profeta. Savonarola contestó con
un gesto de rebeldía y continuó predicando con más vigor que nunca, alegando
que no atacaba a la iglesia si no al poder tiránico que la dominaba.
El papa amenazó a Florencia con el
entredicho, es decir la suspensión de la misa y los sacramentos. La medida tuvo
su efecto alarmando a las clases populares que veían cerradas para ellos las
puertas del cielo. Savonarola empezó a sentirse abandonado y presintiendo su
cierto fin decía: "Si me preguntáis cual será el desenlace de este combate
os respondo: la victoria. Pero si me preguntáis como se producirá os diré: por
la muerte. . Pero Roma no logrará apagar el fuego que yo he encendido y si consigue
apagarlo, Dios encenderá otro, y ya está encendido por todas partes sin que lo
veamos". "Ha llegado la hora de apelar a Cristo contra el papa. El
poder eclesiástico está arruinando a la iglesia y por lo tanto ha dejado de ser
eclesiástico para convertirse en infernal, en poder de Satán".
Impedido de predicar se consagró a
escribir cartas a los príncipes europeos pidiendo la convocación de un concilio
general, creyendo erróneamente, como muchos habían creído, que una asamblea tal
pondría fin a los males reinantes. Pedía la deposición del papa a quien acusaba
de simoníaco por haber comprado los votos que le llevaron al trono pontificio.,
y de hereje que ni siquiera creía en Dios.
El Domingo de ramos de 1498 recibió
orden de abandonar la ciudad en el término de doce horas. Pero los arrabiati
querían algo peor que el destierro y sitiaron el convento con la mira de
prenderlo y castigarlo. Sus amigos tomaron las armas pero él no les permitió
emplearlas, y se entregó a sus enemigos, quienes lo cargaron de cadenas y lo
encerraron en una prisión. Durante la semana santa fue sometido siete veces a
la tortura, lo mismo que sus compañeros Domingo y Silvestre. Los terribles
sufrimientos que le eran infligidos arrancaron de sus labios algunas
declaraciones que lamentaba haberlas hecho cuando la tortura terminaba y los
secretarios no tenían ningún escrúpulo de poner un sí cuando él había
contestado no, de modo que resulta imposible a la crítica comprobar si las
declaraciones que se le atribuyen son dignas de confianza. Cuando la tortura
terminaba era conducido despedazado a su celda donde se echaba de rodillas, si
las fuerzas se lo permitían y pedía a Dios que perdonase a sus verdugos. Se
sintió agotado por tantos padecimientos físicos y morales y en sus angustias
exclamaba: "Basta Señor, retírame de este mundo". Dios lo reanimaba y
en los momentos de lucidez parafraseaba el Salmo 51. "Mi corazón decía ha
sido fortificado de tal manera que me puse a cantar de gozo y a bendecir al
Señor diciendo: "Jehová es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? Jehová
es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?".
Al mismo tiempo que Savonarola fueron
detenidos muchos otros dominicanos y fueron juzgados sus dos compañeros más
caracterizados: Domingo y Silvestre. Se les acusaba de enseñar doctrinas
contrarias a las recibidas por la iglesia, de asumir el rol de profetas y de
promover disturbios en el estado.
Se pronunció la sentencia condenando a
los tres a ser ahorcados y después quemados en la plaza pública. Cuando
Savonarola supo que había llegado la hora de partir de este mundo pidió la
gracia de ver a sus dos amigos y pasar algunos momentos con ellos. Fue entonces
cuando supieron que a cada uno se les había dicho que los otros dos se habían
declarado culpables y abjurados de sus errores, lo que era incierto. Los tres
héroes de la libertad y de la justicia pasaron sus últimos momentos en oración,
encomendándose a Dios para afrontar el martirio serenamente y con espíritu
cristiano. El 23 de mayo de 1498 tuvo lugar la ejecución. Conducidos a la
plaza, un obispo que había sido discípulo de Savonarola los despojó de sus
hábitos sacerdotales pronunciando las palabras de maldición que se usan en
estos casos. Descalzos y cubiertos de ropas infamantes subieron a la plataforma
donde se había levantado la horca y confortados por una oración afrontaron la
muerte con calma y solemnidad. Florencia entera se hallaba congregada y
presenció la muerte del hombre que pocos años antes era el ídolo de todos y de
cuyos labios candentes las multitudes habían estado suspendidas. El sufrimiento
de ver la ingratitud, la cobardía y endurecimiento de la gente era más terrible
que el de la horca y de la hoguera.
Si por la doctrina y el apego a la vida
monacal Savonarola permaneció católico, bien ha merecido ser colocado entre los
grandes precursores de la Reforma, debido a su profundo amor a las Sagradas
Escrituras y a sus esfuerzos por ver a la iglesia volver a su pureza primitiva.
Eduardo Armstrong ha dicho: "La fascinación ejercida por Savonarola es hoy
tan viva como cuando su congregación le escuchaba electrizada y hechizada.
Pocos podrán rivalizar con él como fuerza espiritual, como fuerza que supo
dejar una influencia que se perpetuó después de su muerte. Su celo por la
justicia, su horror al pecado, su caridad para con los pobres, su amor a los
niños, son virtudes que le hacen acreedor al amor y al respeto de todos los
siglos".
Cuando surgió vigorosa la reforma en el
siglo XVI el espíritu de Savonarola animaba a los soldados de la gran jornada.
Por eso dijo Lutero: "La esperanza del Anticristo fue la de borrar de la
tierra la memoria de un hombre tan grande; pero su recuerdo está vivo y
permanece como una bendición".
Nos hemos referido a cuatro hombres
entre los muchos que merecen un lugar entre los precursores de la Reforma: Juan
Wicliffe, Juan Huss, Jerónimo de Praga y Jerónimo Savonarola. No son los
únicos, pues abundaron en los siglos XIV y XV las almas piadosas que si bien no
tuvieron el gesto de Lutero, ni comprendieron que el único remedio era romper todo
vínculo con el papado y salir de la Babilonia, como manda la voz apocalíptica
(Apoc. XVIII: 4.), por su doctrina, por su piedad, por su santa rebeldía,
prepararon el camino por el cual seguiría triunfante la marcha del
Cristianismo.