CAPÍTULO SEXTO: LA REFORMA EN LOS PAÍSES BAJOS.

EL EVANGELIO EN LOS PAÍSES BAJOS

Los Países Bajos en el siglo XVI comprendían a diecisiete Estados incluidos en el territorio actual de Bélgica y Holanda. Era una región intensamente cultivada donde florecían las industrias y el comercio, encerrando dentro de sus límites algunas de las ciudades más importantes de Europa, como Amberes, que se enorgullecía de ver entrar en su puerto quinientos buques diariamente, y dos mil carros, conduciendo mercaderías, pasar por sus puertas cada semana. Los holandeses habían logrado dar a su territorio una fertilidad y belleza que envidiaban otros pueblos poseedores de tierras más favorecidas. Dedicados a. la pesca y a la navegación, se dijo que poseían más navíos en el mar que casas en la tierra, pues su flota era más numerosa que la de todas las demás naciones juntas. Amsterdam era el primer puerto del mundo y Holanda compraba y vendía cinco veces más mercaderías que Inglaterra. La instrucción también había alcanzado a las clases trabajadoras más que en otras naciones, y sus escuelas y colegios gozaban de fama y reputación en toda Europa.
Amberes fue la ciudad de los Países Bajos donde la luz del Evangelio brilló primero y con mayor fulgor. Un año después que Lulero clavase sus famosas tesis contra las indulgencias, apareció Jacobo Spreng, prior del convento de los agustinos, sosteniendo los mismos principios que el reformador, pero pronto fue arrestado, conducido a Bruselas y condenado a la hoguera. No tuvo el coraje necesario para afrontar el martirio y se sometió a la humillación de leer públicamente una retractación, y así se libró de la muerte. Puesto en libertad se radicó en Bremen, donde reflexionó sobre su anterior conducta logrando borrarla mediante una vida fecunda en frutos espirituales, pastoreando con acierto la iglesia que ahí se había levantado.
La misma ciudad y el mismo convento produjo otro discípulo de la Reforma más valiente que el anterior. Se llamó Enrique Zutphen. Su carrera también fue corta porque no tardó en caer en manos de los enemigos. Creyendo que no escaparía de la muerte se dispuso a afrontarla con heroísmo. Estaba velando en su celda cuando el silencio de la noche fue interrumpido por la llegada de un gentío que rodeó la prisión. Grande fue su sorpresa cuando supo que aquella gente eran sus amigos que venían para ponerlo en libertad. Se apoderaron de la guardia de la prisión y penetrando en la celda lo libertaron. Para no caer de nuevo en mano de los perseguidores, tuvo que andar vagando por diferentes partes, pero aprovechó esas andadas para predicar, cosa que hacía con poderosa elocuencia y gran bendición. Por fin logró establecerse en una población llamada Holstein, pero al fin también lo alcanzó la ira de los frailes, quienes instigaron a una turba en su contra, la cual lo atacó y lo hizo morir de una muerte cruel y bárbara.
El convento de los agustinos era un verdadero semillero de "herejes", según el concepto romanista. No bien sofocaban a un fraile que anunciaba el Evangelio, se levantaba otro, de modo que resolvieron suprimirlo, imaginándose que el suelo donde estaba edificado era el que los producía. En octubre de 1522 el convento fue desmantelado y demolido hasta los cimientos, como las casas de los leprosos en tiempos antiguos.
Pero esta medida no consiguió sofocar el testimonio del Evangelio, de modo que los frailes emprendieron la lucha no ya contra las paredes y techos sino contra todas las personas que se hacían sospechosas por haber demostrado en alguna forma su disconformidad con la iglesia romana, y tres frailes que habían pertenecido al convento demolido fueron juzgados y quemados en Bruselas.
El deseo de oír la Palabra de Dios aumentaba día a día, y a pesar de los peligros se efectuaban reuniones numerosas en muchas partes donde las almas hambrientas y sedientas de justicia se saciaban con el maná del Evangelio. Un domingo se congregó una verdadera multitud en un astillero junto al río Schelat, pero no había predicador. Se levantó entonces un joven instruido llamado Nicolás, quien en forma admirable improvisó un excelente sermón basado en el episodio de la multiplicación de los panes y los peces con los que el Señor dio de comer a la multitud que le seguía. La gente en la ribera escuchaba con placer al nuevo predicador, pero los frailes juraron que el joven no predicaría otro sermón en su vida. Pagaron a unos hombres malvados y éstos ataron al joven dentro de una bolsa y lo arrojaron al río. Cuando se tuvo conocimiento de este crimen los habitantes de Amberes sintieron indignación, pero ya no se podía remediar el mal.

LOS EDICTOS DE PERSECUCIÓN

Carlos V estaba dispuesto a extirpar el luteranismo de sus vastos dominios, y lo que no podía hacer en Alemania debido a la resistencia de los príncipes, podía fácilmente hacerlo en los Países Bajos donde su autoridad era absoluta.
Continuamente aparecían edictos de persecución que se fijaban en las calles y eran leídos por todos, produciendo .alarma y consternación. En 1524 apareció uno cié estos edictos prohibiendo la publicación de cualquier libro sin la autorización eclesiástica. En marzo de 1526 apareció otro contra el luteranismo, y pocos meses después un tercero dado en términos mucho más severos. Cuando aún no había pasado el asombro producido por estos edictos y el gemido de las víctimas encausadas podía aún escucharse, la población volvió a leer otros, prohibiendo celebrar reuniones en las que se leyesen las Sagradas Escrituras y se tratasen temas religiosos; ordenando quemar todo libro de Lutero, y sentenciando con la confiscación de los bienes a quienes se atreviesen guardarlos en su poder. En 1528 apareció otro contra los libros prohibidos y contra los frailes que abandonasen los conventos. En 1529 se renovó el mandato de quemar los libros luteranos en general. Todo el que era declarado culpable tenía que ser quemado y a los que se arrepentían se les concedía "la gracia" de morir por la espada, si eran hombres y de ser sepultadas vivas si eran mujeres. Ocultar a un hereje era un delito castigado con la pena de muerte. A los delatores se les premiaba con la mitad de los bienes confiscados al que sufría condena. Los magistrados tenían órdenes terminantes de hacer juicios sumarios "sin las lentas formalidades de los procesos ordinarios".
Las víctimas, como puede comprenderse, eran numerosas, pero nada, podía impedir que el Evangelio se abriese paso y efectuase gloriosas conquistas tanto entre la gente del pueblo como entre la clase dirigente.
El primer mártir de la Reforma en Holanda fue Juan von Bakker, de Woerden, un pueblo situado entre Utrecht y Leyden. Era sacerdote y tenía veintisiete años de edad cuando tuvo la valentía de pronunciarse contra los edictos del Emperador, que esclavizaban y humillaban a su patria. Llevado ante el Tribunal sostuvo con firmeza que las persecuciones eran contrarias a los preceptos del Evangelio y que los que están en el error deben ser "forzados a entrar", pero no por medio de la espada, las prisiones, los azotes y la muerte, sino por la fuerza de la Verdad Divina.
Durante el juicio estaba presente su anciano padre, orgulloso de que su hijo estuviese sosteniendo los principios de la justicia y de la libertad ante los opresores del país. No pudo mantenerse callado y levantando la voz le dijo con firmeza: "Hijo mío, sé fuerte y persevera en lo que es bueno; en cuanto a mí, estoy contento, siguiendo el ejemplo de Abraham, en ofrecer a Dios mi más querido hijo, quien nunca me ofendió".
Fue condenado a muerte. El 15 de septiembre de 1525, al ser conducido al lugar de la ejecución, se dirigió a otros creyentes que estaban presos animándoles a portarse como valientes soldados de Jesucristo, testificando de la verdad del Evangelio contra los errores de las tradiciones humanas.
Cuando estaba sujeto al poste, al ser encendida la hoguera exclamó triunfante: "¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh sepulcro, tu victoria?". Después de un momento de silencio y oración: "Sorbida es la muerte en la victoria de Cristo". Sus últimas palabras fueron éstas: "Señor Jesús, perdónalos porque no saben lo que hacen. ¡Oh Hijo de Dios, acuérdate de mí y ten misericordia de mí!". Con serenidad y calma, sin contorsiones de los ojos ni movimientos del cuerpo, terminó su carrera terrenal el protomártir de la Reforma en Holanda.
La era de sangrientas y crueles persecuciones ya estaba iniciada. La ramera apocalíptica se embriagaba bebiendo a gruesos tragos la sangre de los santos y mártires del Señor Jesús. Al reino del Anticristo le era dado hacer guerra a los santos y vencerlos, pero cuanto más los perseguían más se multiplicaban, aun cuando sabían que abrazar la fe de las Escrituras significaba la pérdida de todos los bienes, de la libertad y de la vida. El número de las víctimas alcanzó cifras pavorosas. El historiador Meteren asegura que durante los últimos treinta años del reinado de Carlos V en los Países Bajos se elevó a cincuenta mil.

FELIPE II EN EL PODER

En octubre de 1555. Carlos V, con gran solemnidad abdicó de su poder en el histórico palacio Brabante de Bruselas, entregando la corona imperial a su hermano Fernando; quedando bajo el dominio de Felipe II, España, Flandes y parte de Italia. Era Felipe un hombre taciturno, fanático en alto grado, déspota y descorazonado. El anhelo de su vida fue extirpar lo que él llamaba herejía, llegando en su ciega pasión a decir que prefería perder sus dominios antes que ser el soberano de pueblos herejes.
Cuando se trasladó a España con la corte, la escuadra que le conducía fue azotada por una violenta tempestad, y temiendo un naufragio prometió a los santos de su devoción que si se salvaba del peligro se consagraría por entero a defender los intereses de la iglesia hasta que no quedase ni un solo luterano en sus dominios. Llegó a España y desde entonces se consagró a cumplir su siniestro y temerario voto.
Había dejado en Bruselas en calidad de reina regente a su hermana Margarita de Parma, hija natural de Carlos V, y tuvo en ella una colaboradora muy eficaz, en la tarea de hacer cumplir los edictos ya promulgados contra los protestantes. Pero nada lograba detener la marcha del movimiento de reforma religiosa, lo que hizo pensar al cardenal Granvelle, consejero de la reina, que los edictos no se aplicaban con suficiente rigor. Se dieron severas órdenes para redoblar los esfuerzos destinados a extirpar la herejía, y desde entonces la sangre de los mártires empezó a correr por todo el país y el humo de las hogueras encendidas cubría la brillantez del sol.
Escribir detalladamente, señalando nombres y lugares resultaría una tarea interminable, pero mencionaremos algunos de los mártires de estos años.
Roberto Ogier de Ryssel fue prendido junto con su esposa y sus dos hijos, acusados de no asistir a misa y de celebrar culto doméstico. Uno de los hijos respondió a los jueces: "Nosotros acostumbramos ponernos de rodillas y pedir a Dios que alumbre nuestras mentes y perdone nuestros pecados; oramos por nuestro rey para que su reino sea próspero y él sea feliz en la vida; oramos por los magistrados para que Dios los proteja". Estas declaraciones tan sinceras y ajenas de toda afectación arrancaron lágrimas de los ojos de algunos de los miembros del tribunal. Con todo, el padre y el hijo mayor fueron sentenciados a morir en las llamas. "Oh Dios dijo el joven junto al poste acepta el sacrificio de nuestras vidas, en el nombre de tu amado hijo". "Mientes contestó furiosamente un fraile que estaba ayudando a encender el fuego Dios no es vuestro Padre; sois hijos del diablo". Las llamas subieron, y el joven dirigiéndose a su padre, dijo: "Mira, padre, el cielo está abierto y veo millares de ángeles que se regocijan sobre nosotros. Estemos contentos porque estamos muriendo por la verdad". "Mientes, mientes, volvió a exclamar el fraile yo veo el infierno abierto y millares de diablos esperando vuestras almas para lanzarlas al fuego eterno". Estas blasfemias no podían hacer disminuir el gozo y la paz de los dos mártires, y padre e hijo, animándose mutuamente partieron a la vida mejor.
En abril de 1554 un maestro de escuela llamado Galein de Mulere, que vivía en el pueblo de Oudenard, fue arrestado. Al verse en las garras de los inquisidores, su pena era el pensar en su esposa y cinco hijos que quedaban en la miseria. Procuró primeramente evitar la condenación dando a sus acusadores respuestas evasivas, pero como no les satisfacían, le exigían respuestas más claras y terminantes. Rogó entonces a Dios que le diese palabras y valor para dar un fiel testimonio de la verdad. Sintió que su oración había sido contestada y entonces dijo resueltamente: "Preguntadme ahora lo que queráis y os daré amplia y satisfactoria respuesta". Confesó entonces con mucha resolución su confianza en Cristo y su aversión profunda a la doctrinas del papismo. No pudieron responder a los argumentos bíblicos y razones cristianas que empleaba, y entonces procuraron doblegarlo poniéndole de manifiesto el abandono en que quedarían los suyos si él tenía que sufrir una condena infamante. Le decían que dejarlos en esa condición era falta de amor a los suyos, a lo que contestaba: "Vosotros sabéis muy bien que los amo de todo corazón, y os digo en verdad que si todo el mundo se volviese oro y me fuese dado, lo rechazaría con tal de vivir con ellos aunque fuese a pan y agua". "Abandona, entonces le respondieron tus opiniones heréticas y podrás vivir con tu esposa e hijos como antes". "Nunca respondió heroicamente abandonaré mi fe, pecando así contra Dios y mi conciencia". Fue declarado hereje y entregado para morir en las llamas.

LEVANTAMIENTOS POPULARES

El pueblo empezó a cansarse de tanta crueldad y voces tan autorizadas como las del príncipe de Orange se hicieron escuchar en el seno del Consejo del Estado, reclamando que la persecución cesase y que se permitiese a los protestantes la celebración de sus cultos privados y hasta la administración de la santa cena. El príncipe era todavía católico, pero todas sus simpatías estaban con las víctimas de la persecución. Otro hombre que también se puso en favor de la tole rancia fue el conde Egmont, a quien enviaron a España para que enterase a Felipe II de las condiciones reinantes en los Países Bajos y procurase la revocación de los edictos de persecución. Nada pudo conseguir del papista monarca, y cuando llegó la noticia del fracaso de su misión se formó una poderosa liga, que más tarde fue denominada de los mendigos, compuesta tanto de protestantes como de católicos liberales, la cual se proponía terminar con las crueldades de la persecución, aunque para lograrlo fuese necesario! levantarse contra los poderes públicos. Antes de dos meses, más de dos mil personas habían firmado el pacto de la liga. En abril de 1556, entraron en Bruselas doscientos nobles adheridos a la liga, y se presentaron al palacio real exigiendo de la reina medidas inmediatas que librasen a la nación de la tiranía que estaba soportando. Era el sentimiento de dignidad nacional que se sublevaba contra las exigencias inquisitoriales de la iglesia de los papas.
En todos los Estados el levantamiento popular era saludado con regocijo. Los protestantes supieron aprovechar estas circunstancias para sacar la sana doctrina de los conventículos secretos y llevarla al aire libre. El 14 de junio de 1556 unas siete mil personas se congregaron en las inmediaciones de Ghent para escuchar la palabra del pastor Hermán Modet. Las autoridades quisieron prenderlo cuando estaba predicando, pero él logró escaparse y el gentío desarmó al oficial que estaba por proceder. Poco tiempo después volvió a celebrarse otra: reunión pública, teniendo los hombres que asistir armados para evitar un ataque de los adversarios.
En Tournay las reuniones eran tan numerosas que la población entera asistía en masa a oír la predicación vehemente del pastor La Grange.
En Amberes las autoridades contestaron al gobernador que era imposible prohibir o disolver las reuniones por ser tan numeroso el gentío que las frecuentaba.
Ambrosio Wille, un discípulo de Calvino, atraía auditorios que llegaban a veces a 20.000 personas, a las cuales exponía con talento y singular maestría las Sagradas Escrituras, mostrando en ellas el camino de salvación. El pastor sabía que una fuerte suma había sido ofrecida por su cabeza, y también que los que le escuchaban, por el simple hecho de asistir a la reunión, incurrían en la pena de muerte. Pero todos tenían hambre del pan de la vida y olvidándose de los edictos y de la furia de Felipe II, se disponían a obedecer a Dios.
El movimiento se extendía y en las afueras de Amsterdam, se puso a predicar Juan Arentson, un canastero de oficio, hombre dotado de una poderosa elocuencia natural y muy versado en las Escrituras.
En Overeen se congregaron más de cinco mil personas para celebrar un culto público en el que predicó Pedro Gabriel. Se cantaron Salmos, se oró, y el predicador leyó el texto sobre el cual se proponía predicar: "Porque por gracia sois salvos por la fe, y esto no es de vosotros, pues es don de Dios; no por obras para que nadie se gloríe". "Criados en Cristo Jesús para buenas obras". Un momento de pausa y prosiguió el predicador: "Aquí en estos versículos tenemos la esencia de toda la Biblia, la médula de toda verdadera teología. El don de Dios, la salvación; su procedencia, la gracia de Dios; el modo como se recibe, la fe; los frutos que deben seguirla, buenas obras". El poderoso sermón que empezó poco después de medio día terminó a las cuatro de la tarde.
El Evangelio se predicaba con pujanza extraordinaria por toda Holanda, al mismo tiempo que los confederados se alistaban para librar la gran batalla de la libertad, levantando el ánimo del pueblo contra la tiranía. Los confederados tenían tres jefes distinguidos: el príncipe de Orange y los condes Egmot y Horn. Ante las fuertes exigencias que éstos hacían, la reina se vio obligada a permitir la celebración de los cultos protestantes y a suspender la aplicación de los crueles edictos, y envió una embajada al rey pidiéndole que viniese al país a tomar las riendas del gobierno o que de lo contrario hiciese concesiones que pudieran evitar el estallido de la rebelión, la que amenazaba ser formidable.
Todos quedaron satisfechos cuando el rey contestó que estaba dispuesto a abolir la inquisición y a ser tolerante hasta donde esto fuese compatible con el sostenimiento de la fe católica. Puede verse la falta de sinceridad del rey cuando habló de esta manera, en lo que dice el historiador Jorge Edmundson, de Oxford: "Los documentos existentes en el archivo de Simancas nos han revelado la) falsedad de estas concesiones. El 9 de agosto, autorizó el rey, en Segovia, en presencia del duque de Alba y dos notarios, un documento en el que declaraba que la concesión de una amnistía general le había sido arrancada contra su voluntad, y que no se consideraba, por lo tanto, obligado a respetarla, y tres días más tarde en un despacho secreto remitido a Requeens, que se encontraba en Roma, autorizaba a su embajador para que informase secretamente al papa que la abolición de la inquisición era una pura fórmula, ya que no podía ser válida sin la sanción de la autoridad que la impusiera, o sea el papa mismo".
El pueblo y los nobles que encabezaban la rebelión empezaron a comprender que los extranjeros que dominaban el país estaban resueltos a no aflojar ni un solo eslabón de, la cadena con que tenían sujetos a los Estados de los Países Bajos, de modo que el movimiento que tenía un carácter pacífico no1 tardó en convertirse en revolucionario.
El 14 de agosto apareció en Flandes una banda de exaltados que provistos de hachas, machetes, escaleras y sogas se disponían a destruir las imágenes de las iglesias. Empezaron su iconoclasmo derribando los altares que se levantaban a lo largo de los caminos, y luego entrando en los conventos e iglesias de las aldeas, derribaban los altares y despedazaban las imágenes. Procedían con tanta resolución y violencia que aunque no eran muy numerosos lograban intimidar a las autoridades y éstas los dejaban proceder sin ofrecerles resistencia. Pocos minutos bastaban para que una iglesia quedase desmantelada. A medida que avanzaban iban aumentando considerablemente en número, y al cabo de pocos días se habían extendido por todo el país, devastando más de cuatrocientas iglesias. También violentaban las puertas de los conventos y ponían en libertad a los frailes y monjas que los habitaban. La horda llegó a Amberes, ciudad que se enorgullecía de su soberbia catedral, empezada en 1124 y que hacía sólo pocos años que había sido terminada. Sus artísticos altares, sus pinturas célebres, sus decoraciones, sus candelabros, todo, era de lo mejor que había producido el ingenio humano. Las autoridades civiles y religiosas que habían cerrado sus puertas a los predicadores del evangelio, no pudieron impedir que fueran niñerías por las iconoclasias y que destruyesen cuanto en ella se encofraba. Terminada la destrucción de la catedral, hicieron la misma cosa en otras iglesias de la ciudad, y cuando pasó el estupor y los poderes públicos se disponían a proceder, ya era demasiado tarde.
El huracán siguió hacia el norte e hizo sus estragos en Holanda. En Dort, Gouda, Rotterdam, Haarlem y otras ciudades, se logró sacar las imágenes de los templos antes que llegasen los iconoclastas, pero en Ámsterdam, el pueblo las arrebató de las manos de los sacerdotes cuando éstos las llevaban a sus casas.
Los predicadores protestantes y los dirigentes de los confederados condenaron estos actos de violencia llevados a cabo por elementos exaltados. Los pastores predicaban contra el culto de las imágenes, terminantemente prohibido en el decálogo, pero decían con Zwinglio que había que sacar los ídolos del corazón y luego desaparecerían de los templos.
Pero, ¿quiénes fueron los que más clamaron contra la destrucción de estatuas inertes? ¡Aquéllos monarcas y prelados que destruían vidas humanas en mayor número que el de todos los ídolos que fueron destruidos a raíz de este levantamiento! ¡Otra vez se tragaba el camello y se colaba el mosquito!

LAS CRUELDADES DEL DUQUE DE ALBA

Cuando llegaron a España las noticias relacionadas con la destrucción de las imágenes, el idólatra Felipe II juró por el alma de su padre ejecutar una terrible venganza, y se puso a fraguar en su mente un nuevo plan para subyugar por completo a los Países Bajos y extirpar por completo lo que él llamaba herejía. La vida de miles y miles de personas valía muy poco ante sus ojos cuando se trataba de imponer sus caprichos y sus errores.
Los espías que el príncipe de Orange tenía en España le comunicaron las intenciones del monarca. Cuando informó a Egmont y Horn, éstos no quisieron creer que la situación era tan delicada. Orange entonces renunció a todos sus cargos y se retiró a sus posesiones en Nassau, Alemania.
En abril de 1567 empezó una nueva era de persecución. Los protestantes huían en masa de Amsterdam y otras ciudades. Los templos que estaban levantando fueron demolidos y los tirantes de los mismos fueron usados de postes en las ejecuciones que diariamente se llevaban a cabo. Las ciudades donde los protestantes estaban en mayoría fueron sitiadas, y cuando no se sometían a adoptar el papismo se procedía a la destrucción y matanza. En el sur del país los perseguidores lograron un dominio completo de la situación.
Cualquiera hubiera pensado que la sed de sangre de los papistas tenía necesariamente que aplacarse, pero no era así; nuevas y más severas pruebas esperaban a este pueblo de mártires.
Felipe II encargó al duque de Alba la ejecución de sus satánicos propósitos. Era éste un hombre fanático y sanguinario que ya había mostrado su odio a la Reforma secundando a Carlos V en la guerra contra los protestantes en Alemania. El 27 de abril de 1567 Alba y sus tropas salieron del puerto de Cartagena en una flota de treinta y seis bajeles, al mando del almirante Doria. Se dirigieron a Genova, y una vez en Italia, el duque reunió las tropas de Nápoles y Lombardía, y con un ejército de diez mil hombres emprendió una marcha arriesgada a través del monte Cines, de Borgoña, Lorena y Luxemburgo hasta llegar a las puertas de' Bruselas. Iban a la guerra santa para vengar al papa y al católico monarca. Era un ejército aguerrido y admirablemente equipado, donde hasta el vicio y las bajas pasiones estaban reglamentados para satisfacer a la tropa, y como dice un historiador "el campeón de la fe católica y defensor del derecho divino de los reyes, entró en los Países Bajos con un tren de dos mil cortesanas italianas".
El duque de Alba hizo su entrada triunfal en Brusellas y presentó a la reina los documentos reales que le revestían de un poder tan amplio, que a ella no le quedaba sino el inútil título de regenta.
Antes de su llegada cien mil habitantes habían preferido abandonar el país.
El duque se inició haciendo encarcelar a muchos que estaban más o menos complicados con los acontecimientos anteriores, y entre otros a los condes de Egmont y Horn quienes pronto fueron decapitados en la plaza pública de la capital.
Creó un tribunal que se llamó oficialmente '"Consejo de los Tumultos", pero que se conoce en la historia bajo la denominación de "Tribunal de Sangre".
Todos los habitantes fueron declarados traidores al soberano y por consiguiente reos de muerte.
Una multitud de espías fue esparcida por todo el país. Las delaciones eran innumerables y las carretas llegaban llenas de personas acusadas, las que fácilmente eran enviadas al cadalso. Oigamos a Edmundson: "Los acusados eran condenados en montón con vituperable ligereza, y de un extremo a otro de los Países Bajos se levantaban hogueras y patíbulos, y el hacha del verdugo funcionó sin cesar hasta que la tierra toda estuvo empapada de sangre".
"Después de marcharse Margarita, los asesinatos y expoliaciones del duque de Alba prosiguieron con creciente energía. Como prueba del furor vesánico que de él se había apoderado citaremos un sólo ejemplo: En las primeras horas de la mañana del miércoles de ceniza, cuando era seguro que la casi totalidad de la gente se hallaba todavía en su casa, descansando de las fatigas del carnaval, fueron sacadas por la fuerza, de sus lechos, nada menos que mil quinientas personas y conducidas a las cárceles. De la suerte que les cupo daba; cuenta el gobernador en una carta dirigida a su señor, en la" que después de notificarle su arresto, añadía: con toda tranquilidad: He dado orden de que los ejecuten a todos".
En los pocos años que duró el gobierno del duque de Alba, dieciocho mil personas fueron ejecutadas, y treinta mil sufrieron la pérdida de sus bienes, viéndose obligadas casi todas ellas a emigrar al extranjero en medio de la más espantosa miseria. Con el importe de esos bienes usurpados a los mejores ciudadanos del país, se alimentaba el ejército de asesinos que se creía defensor de la iglesia cristiana.
La guerra, por fin, estalló. El príncipe de Orange se puso al frente de las masas que no podían soportar tanta infamia y tiranía. Las batallas fueron numerosas y encarnizadas. Hubo victorias por ambas partes, pero el duque de Alba logró imponerse y los ejércitos patriotas fueron dispersados, cuando no aniquilados, y Orange vencido huyó al extranjero. Pero la semilla de la libertad ya estaba lanzada en el suelo y a su tiempo daría ricos y abundantes frutos. Orange logró reunir tropas nuevamente y marchando victoriosamente al frente de las mismas consiguió expulsar a los extranjeros de: las provincias del norte, las cuales se declararon independientes en 1584. Esos pequeños Estados vieron abatida ante la pujanza de su heroísmo a la monarquía más fuerte y más temible del continente, y así Guillermo de Orange vino a convertirse no sólo en el padre de la nación holandesa, sino en uno de los libertadores más ilustres que registra la historia.

Los jesuitas lograron reconquistar mucho del dominio que el catolicismo había perdido en el sud de los Países Bajos, pero el norte permaneció fiel al protestantismo, adoptando el calvinismo como forma definitiva de religión.