CAPÍTULO 4: AÑO 300—606. D. C.

LA PERSECUCIÓN DE DIOCLECIANO.

Estamos ya a comienzos del siglo cuarto. Los cristianos disfrutan de paz en casi todo el Imperio, y nada hay que haga temer una posible persecución, tan larga y tan cruel como la que pronto tendrá que sufrir.
Es imposible saber el número de personas que profesaban el cristianismo en esta época, pero el crecimiento había sido tan prodigioso, que no había ciudad ni pueblo donde no se contasen por millares. Estos pertenecían a todas las clases sociales, y hasta en el mismo palacio imperial ocupaban puestos importantes. El nombre de cristiano ya no causaba el horror que había causado en siglos anteriores. Es doloroso, sin embargo, tener que reconocer que esta mejor reputación no siempre la habían ganado por medio de un testimonio más fiel, sino por medio de mayor compromiso con el mundo del cual tenían que mantenerse separados. La piedad había decaído mucho; el primitivo amor había sido perdido; la forma externa de la piedad subsistía, pero su eficacia era negada con mucha frecuencia, de modo que el testimonio que daban los que llevaban el nombre de cristianos, no era siempre lo que había sido en otras épocas de menos tolerancia de parte del estado.
Una tremenda persecución se acercaba, la cual pondría a prueba la sinceridad de la fe de los que militaban en las iglesias. Dios, en su alta sabiduría, iba a hacer pasar por el fuego a su pueblo, para que se conociese los que eran suyos, y saliesen purificados como oro. Diocleciano era el emperador, y él personalmente era un hombre de quien no se podía esperar verle mezclado en un acto de esta naturaleza. Su esposa Frisca y su hija Valeria, si no cristianas militantes, simpatizaban con el cristianismo, que sin duda llegaron a conocer por medio de alguno de los muchos creyentes que había en la casa imperial. Pero la influencia de Galerio, su yerno, quien gobernaba en Oriente, prevaleció sobre Diocleciano para hacerle consentir en llevar a cabo un ataque que fue paulatinamente recrudeciendo, hasta convertirse en una de las más espantosas y largas persecuciones que la historia recuerda.
Las primeras manifestaciones de la prueba se hicieron sentir en el ejército, donde muchos cristianos se hallaban prestando servicio. Recordaremos que la profesión militar era tenida, por muchos creyentes, como incompatible con la vida cristiana, y cuando alguno se oponía a incorporarse a las filas o a participar de las ceremonias paganas que tenían lugar en el ejército, ya estaba expuesto a una prueba que sólo terminaba con la muerte. Leemos acerca de un tal Maximiliano, conscripto de Numidia, que rehusó decididamente tomar las armas, alegando que era cristiano y que por lo tanto no podía hacerlo. "No puedo vestir el emblema de vuestro servicio porque yo visto el emblema de Cristo" contestó a los que querían persuadirle a no exponerse a la muerte. Permaneció fiel a su resolución y fue decapitado. En el mismo distrito un centurión llamado Marcelo, el día en que se celebraba una gran festividad, públicamente rehusó participar del festín pagano, y renunció a la profesión militar. Llevado ante el tribunal fue condenado a ser decapitado.
El primer asalto con que se inició la persecución fue llevado a cabo en Bitinia, en el año 303, en la ciudad de Nicomedia, donde el emperador estaba conferenciando con Galerio. Largas fueron las conferencias celebradas, y al fin Galerio consiguió inducir a Diocleciano a pronunciarse en contra del cristianismo, aunque bajo la condición de que no hubiese derramamiento de sangre. El 23 de febrero, al amanecer, una banda de hombres, encabezada por el prefecto de la ciudad, atacó la casa de cultos más grande que había en Nicomedia. Fue grande la sorpresa de los atacantes al no hallar ninguna imagen. Hallaron en cambio ejemplares de las Sagradas Escrituras, que inmediatamente arrojaron a las llamas. El edificio estaba situado en un lugar alto y se veía distintamente desde el palacio que ocupaban Diocleciano y Galerio, quienes estaban presenciando el pillaje y discutiendo si era o no conveniente incendiar el edificio. Galerio deseaba verlo reducido a cenizas, pero prevaleció el buen criterio de Diocleciano, quien hizo notar que no se podía ordenar el incendio de la casa de los cristianos, sin que otros edificios importantes fuesen destruidos también por las llamas.
Al día siguiente, apareció el primer decreto de los cuatro que fueron promulgados durante esta persecución, el cual estaba concebido en estos términos: "Las reuniones de los cristianos, con fines religiosos, quedan prohibidas; las iglesias cristianas tienen que ser derribadas, y quemados todos los ejemplares de la Biblia; los que ocupan puestos de honor o rango tienen que abjurar la fe o ser degradados; en los procesos judiciales debe emplearse la tortura contra los cristianos, de cualquier rango que sean, los de rango inferior que no ocupan puestos oficiales serán privados de sus derechos de ciudadanos y libres, y los esclavos, mientras permanezcan cristianos, no podrán recibir libertad". Como se ve, no se trataba de dar muerte ni procesar a los cristianos, sino de prohibirles sus cultos, destruirles sus libros, quitarles los derechos civiles, a fin de que por falta de acción y propaganda, pronto se extinguiesen. Un cristiano al leer el decreto fijado en un lugar público se indignó al punto de despedazarlo delante de todos los que lo leían y comentaban. Esta bravata no condujo a nada práctico a favor de la idea que quería defender y sólo sirvió para dar a los paganos un motivo de venganza, lo que hicieron torturándolo y luego haciéndolo perecer en la hoguera.
Un incendio que estalló en el palacio donde residían Galerio y Diocleciano fue atribuido a los cristianos, pero nadie conocía a otro culpable sino al mismo Galerio, que repetía la triste farsa de Nerón al culpar a los cristianos del incendio de Roma. Pero el pretexto bastó para que se extremasen las medidas violentas. Todos los familiares de la corte, entre los que había muchos cristianos, fueron sometidos a la tortura para conseguir que los supuestos culpables fuesen descubiertos. Las mismas Frisca y Valeria no escaparon al rigor de las medidas, y se les obligó a que ofreciesen sacrificios a los dioses como acto de demostración pagana que haría desaparecer las sospechas que algunos abrigaban acerca de sus simpatías a la causa perseguida.
El edicto se hizo conocer en todas partes, causando el estupor consiguiente a todos aquellos contra quienes estaba dirigido. Una de las características de esta persecución es el ataque llevado contra los escritos que servían de base a la fe cristiana. Al entrar los soldados en las iglesias, se apoderaban de todos los libros, y las casas de los obispos y hombres doctos eran requisadas cuidadosamente, y cuanto libro caía en manos de esos censores ignorantes, iba directamente a las llamas. El cuidado puesto por los que amaban la palabra de Dios, pudo, sin embargo, hacer fracasar el plan destructor de los enemigos de la verdad.
El erudito historiador Neander, al referirse a este hecho dice así: "Es evidente que el plan consistía en extirpar totalmente al cristianismo. Había algo de nuevo en la determinación de privar a los cristianos de sus escritos religiosos En las anteriores persecuciones se esperaba suprimir la secta suprimiendo a los maestros y directores. Ahora ellos se habían dado cuenta de la importancia de estos escritos para preservar y propagar la fe cristiana. Y no hay duda, que la destrucción de todo ejemplar de la Biblia (si esto hubiera sido posible) hubiera sido más eficaz que la destrucción de los testigos vivos de la fe, cuyas muertes sólo lograban hacer levantar un número mucho mayor, que venían a ocupar sus puestos. Además, si hubiera sido posible destruir todo ejemplar existente de las Escrituras, se hubiera cortado la misma fuente de la cual brota continuamente, con fresca e invencible energía, el verdadero cristianismo y la misma vida de la iglesia.
Por mucho que los predicadores del evangelio, los obispos y los ministros, podían ser ejecutados no más, todo era en vano, mientras este libro, por medio del cual podían formarse nuevos predicadores, quedase en poder de los cristianos. Es cierto que la transmisión del cristianismo no era inseparable y necesariamente unida a las Escrituras. Escrita no en tablas de piedra, sino en las tablas del corazón, la divina doctrina, una vez alojada en el corazón humano, podía por su propio poder preservarse y propagarse para siempre. Pero expuesta a las muchas fuentes de corrupción que existen en la naturaleza humana, el cristianismo, sin la fuente de las Escrituras a la cual recurrir para recobrar su pureza, hubiera sido oprimido, como lo enseña la historia, bajo el peso de errores y corrupciones, y pronto habría sido imposible reconocerlo. ¿Pero era posible a la arrogancia humana llevar a cabo este pérfido plan para la supresión del cristianismo? El brazo del despotismo puede olvidar todos los derechos privados; ¿pero le era posible llegar tan lejos como a destruir todo ejemplar existente de las Escrituras, no sólo los que se hallaban en las iglesias, sino los que había en las casas particulares? El reino de las tinieblas, fiel a su carácter, pudo ciegamente imaginarse que nada escaparía a su investigación, y que por el fuego y la espada, podía destruir lo que estaba guardado por un poder superior y por la providencia".
La guerra al libro se lleva a cabo con todo vigor, pero grande fue el empeño de los cristianos para sustraer de las manos de los soldados el rico tesoro de la Palabra de Dios. Muchos preciosos manuscritos cayeron, sin duda, en poder de los destructores, pero muy lejos estuvieron de ver realizado su diabólico intento: "¿Dónde están tus Escrituras?", preguntaron a un cristiano. "En mi corazón", fue la respuesta. En muchos casos entregaron libros de herejes, o escritos de poca importancia, que los soldados y magistrados no sabían distinguir de las Biblias.
Pocas semanas después fue promulgado un segundo edicto en el cual se tomaban medidas más crueles que las de destruir edificios y libros. Aun se mantenía el propósito de que no hubiese derramamiento de sangre, pero se ordenaba que los dirigentes de las iglesias fuesen encarcelados. Desde entonces los fieles testigos del Señor se vieron expuestos a indecibles sufrimientos. Un autor antiguo dice que los subterráneos que anteriormente habían servido para guardar criminales, se vieron bien pronto llenos de obispos, presbíteros, diáconos, lectores y multitud de cristianos de toda categoría. Este segundo edicto fue lanzado porque Diocleciano temía que los cristianos se levantasen en armas contra su autoridad, temor infundado, sin duda, pero que sus malos consejeros presentaban como inminente, a fin de hacerle consentir en las medidas más severas que ellos deseaban ver empleadas.
Aunque el edicto iba dirigido sólo contra los que ocupaban puestos en las iglesias, en algunas partes la persecución se hizo de carácter más general y afectaron a todos los cristianos. El primer edicto prohibía las reuniones cristianas, y los discípulos, fieles al principio de que es menester obedecer antes a Dios que a los hombres, continuaban reuniéndose para celebrar los actos de sus cultos. Esto daba origen a que muchos fuesen procesados y sometidos a duras pruebas. En la Siria, donde gobernaba el cruel Galerio, y en el África, bajo Maximino, la persecución fue horriblemente sanguinaria y cruel. Como el edicto no especificaba qué clase de castigos había que dar, se creía que toda medida severa debía emplearse para hacer respetar el despotismo de los malos gobernantes.
Los siguientes casos servirán para demostrar el heroísmo y fervor de muchos de los llamados a soportar la prueba. En un pueblo de Numidia, un grupo de cristianos fue sorprendido mientras estaban reunidos en casa de un lector de las Escrituras, para celebrar la comunión y leer la Palabra de Dios. Muchos de ellos eran jóvenes de corta edad. Todos fueron conducidos a la cárcel y sometidos a la tortura. Fueron llevados a Cartago, y en el trayecto no cesaban de cantar himnos al Señor. Uno de ellos, en medio de sus sufrimientos, clamaba fervientemente: "Vosotros estáis procediendo mal, hombres desdichados, mortificáis a los inocentes. No somos malhechores, no hemos cometido ningún delito. ¡Dios, ten misericordia de nosotros! ¡Te doy gracias, Señor, dame fuerzas para sufrir en tu nombre! ¡Libra a tus siervos de la esclavitud de este mundo! ¡Te doy gracias, y sin embargo no tengo fuerza para dártelas! ¡Gloria! ¡Gracias al Dios del reino! ¡Ya aparece, el reino eterno e incorruptible! ¡OH, Señor, nosotros somos cristianos, somos tus siervos, Tú eres nuestra esperanza!" Mientras estaba orando así el procónsul le observó que debía haber obedecido la ley del emperador, a lo que contestó resueltamente que él no respetaba otra ley sino la de Dios, y que por ella estaba pronto a morir.
Otro exclamaba: "¡Ayúdame, Señor, ten piedad de mí, preserva mi alma y no permitas que sea confundido! ¡Dame poder para sufrir!"
Dirigiéndose al lector en casa de quien habían sido hallados reunidos, dijo el procónsul: "Usted no debió recibirlos en su casa". El lector contestó: "Me era imposible dejar de recibir a mis hermanos''. "Pero debió respetar los decretos del emperador", dijo el procónsul. El lector respondió: "Dios es más que el emperador".
Entre los prisioneros estaba una joven cristiana llamada Victoria, cuyo padre y hermano eran aún paganos. Su hermano vino a la prisión para persuadirla a renunciar al cristianismo, y así asegurar su libertad. Al ver que nada podía conseguir, dijo que ella había perdido la razón. El procónsul le preguntó si no estaba dispuesta a irse con su hermano. Ella contestó negativamente, diciendo: "No, porque yo soy cristiana, y son mis hermanos los que cumplen con los mandamientos de Dios'.
Un muchacho llamado Hilario demostró también la firmeza de su fe en medio de las pruebas. El procónsul creía que sería fácil intimidarlo con amenazas, pero serenamente respondió: "Haced lo que os parezca mejor, yo soy cristiano".
A fines del año 303 salió el tercer edicto, concediendo una amnistía condicional. Los presos que quisiesen su libertad tenían que ofrecer sacrificio a los dioses, y al que rehusase había que aplicarle la tortura como castigo. En Antioquia sólo uno permaneció fiel, pero en otras ciudades fue considerable el número de los que perseveraron hasta el fin, rechazando la libertad que se les ofrecía bajo esas condiciones.
En abril del año 304 se promulgó el cuarto edicto, más riguroso que los anteriores, pues era dirigido contra todos los cristianos en general. En las ciudades se leían los bandos en las calles, ordenando que hombres, mujeres y niños, tenían que acudir a los templos paganos a ofrecer sacrificios, como acto de sumisión a la religión del Estado, y por lo tanto como acto de abjuración de la fe cristiana. Se llegó al punto de confeccionar listas con los nombres de aquellas personas que eran conocidas por su fe, y de todos los que eran sospechosos, y se les citaba nominalmente para que se sometiesen a la voluntad del emperador. Las puertas de las ciudades eran guardadas rigurosamente para que ninguno pudiese huir. Los que no daban satisfacción eran encarcelados. Muchos lograron permanecer escondidos largo tiempo, pero las medidas tomadas para que cayesen en poder de las autoridades eran de tal naturaleza que tarde o temprano eran prendidos.
Algunos escritores han querido disminuir los horrores de esta persecución, alegando que los edictos no ordenaban dar muerte a los cristianos. Esto es cierto, pero no hay que olvidar que un decreto que ordenaba que todos los cristianos ofreciesen sacrificios, era en sí un decreto que ordenaba castigar a los que no obedeciesen. Los castigos tenían que ser aplicados por los procónsules, y donde éstos eran adversos a la fe de Cristo, allí los ejecutados fueron numerosos y los castigos impuestos de los más severos.
En el año 305, Diocleciano y Maximino renunciaron al poder imperial, y fueron sucedidos por Constancio en Occidente y Galeno en Oriente. El primero de éstos era algo favorable a los cristianos, lo que dio un período de relativa paz a las iglesias de Italia, España, Galia y África, pero murió en el año 306 y bajo los disturbios políticos que siguieron a su muerte, las iglesias quedaron a la merced de los gobernadores locales, y por lo menos España tuvo entonces su legión de mártires.
En Oriente, Galerio, sin tener quien le molestase, pudo llevar adelante sus horribles planes de exterminio, y el reinado del terror que implantó fue tal vez la prueba más dura por la cual atravesaron los cristianos primitivos. Ser cristiano bastaba para estar privado de todo derecho. Muchos fueron llevados a las minas de Palestina a trabajar forzadamente entre los condenados por crímenes, muchos fueron mutilados y los más prominentes ejecutados en medio de indecibles tormentos. Mujeres y niños eran objeto de aquella crueldad diabólica, y Galerio se jactaba de que en sus dominios el cristianismo había sido suprimido.
Pero el opresor de tantos inocentes no podía escapar al juicio divino. En el año 311, una espantosa enfermedad, de la cual, como otros tiranos, moriría comido de gusanos, los postró a la inacción. En estas horas de tormentos tuvo la virtud de recapacitar sobre lo que había hecho, y la conciencia le atormentaba al recordar los sufrimientos que había ocasionado a tantas víctimas inocentes. Entonces promulgó un edicto poniendo fin a la persecución. "Un edicto curioso, medio insolente y medio suplicante, que empieza insultando a los cristianos y termina pidiendo que oren por él a su Señor". Declara que la intención suya había sido la de traer a los cristianos a la religión de sus antepasados. Les reprocha el estar divididos en una multitud de sectas. Confiesa que le ha sido imposible hacer que los cristianos cambiasen de intento, y termina declarando que quiere mostrar su bondad permitiéndoles ser cristianos, y pide que oren por su prosperidad personal y la del estado.
Así terminó esta horrible persecución, tan larga y tan cruel, que demostró al mundo, una vez más, qué dura cosa es dar coces contra el aguijón. Los déspotas pueden ensayar toda forma de aniquilación. Todo será en vano, porque uno mayor que los señores de este mundo dijo al anunciar que fundaría su iglesia: "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella".

CONSTANTINO.

Nada más difícil que ser justo con este personaje. Sus actos no permiten colocarlo entre el número de los verdaderos discípulos de Cristo, y al mismo tiempo es imposible desconocer su sinceridad y profundas simpatías al cristianismo. Su actuación en relación con los cristianos fue, sin duda, equivocada, pero él no fue el único culpable de sus errores. Los mismos obispos que le rodeaban deben cargar con mucha de la responsabilidad. Acerca de su primera educación religiosa no se poseen da los suficientes. Su padre demostró alguna inclinación al cristianismo. Su madre Elena, si no cristiana declarada, era también adicta al credo de los que tanto sufrían por su fe. Como los cristianos eran numerosos, no es extraño que Constantino haya tenido trato con algunos de ellos en su juventud, y que esto lo haya predispuesto en su favor. Fue testigo de la persecución bajo Diocleciano. Se encontraba en Nicomedia cuando ésta principió, y las escenas de fanatismo y barbarie que presenció, formaban un notable contraste con las ideas de tolerancia que profesaba su padre. Pudo ver que en el cristianismo había algo que no podía ser destruido ni con fuego ni con la espada más aguda.
Cuando fue proclamado Augusto por las legiones que su padre había conducido a Britania, es decir el año 306, se mostró aún ligado al paganismo y en el año 308 ofreció sacrificios en el templo de Apolo por la buena marcha de su reinado. Creía que era deudor a los dioses por la buena suerte de su carrera. Sólo después de sus victorias contra Magencio es que hace sus primeras declaraciones públicas en favor del cristianismo, esto es, en el año 312, cuando llegó a ser único emperador de Occidente.
Las circunstancias que produjeron este cambio en la conducta de Constantino tienen como única explicación lo que se llama la historia de la visión de la cruz. Daremos el relato como ha sido transmitido a la posteridad por Eusebio, quien dice que se lo relató al mismo Constantino, asegurándole con juramento que todo lo que le decía era la pura verdad. He aquí el relato.
Cuando Magencio estaba haciendo sus preparativos para entrar en campaña y se encomendaba a los dioses de su predilección, observando escrupulosamente las ceremonias paganas, Constantino se puso a pensar en la necesidad que tenía de no confiar únicamente en la fuerza de sus armas y valor de sus soldados, Los fracasos de los últimos emperadores disminuían su confianza en el poder protector de los dioses, y vacilaba acerca de la actitud que debía asumir. El ejemplo de su padre, quien creía en un solo Dios omnipotente, le recordó que no debía confiar en ningún otro. Se dirigió por lo tanto a este Dios, pidiéndole que se le revelase y que le diese la victoria en la próxima batalla que estaba por librar. Mientras estaba orando vio, suspendida en los cielos, una cruz refulgente y debajo de ella esta inscripción: Tonto Nika. Se dice que la visión fue vista por todo el ejército que se dirigía a Italia, y que todos se llenaron de asombro. Probablemente la inscripción fue vista en el idioma del emperador, el latín: In Hoc Signo Vinces lo que significa: Con este signo vencerás. Mientras Constantino estaba pensando en la visión, Cristo le apareció en sueños con el mismo símbolo que había visto en el cielo, y le dijo que formase una bandera según ese modelo para usarla como protección contra los enemigos.
Esto dio origen al lábaro, estandarte que está suspendido en una cruz y que lleva la X como monograma de Cristo. Después de esta visión, Constantino hizo llamar a varios maestros cristianos, a quienes preguntó acerca de sus creencias y de la significación del símbolo que le había aparecido,
La visión puede ser muy bien el fruto de la mente exaltada de Constantino y la exageración que siempre sigue a los hechos de esta naturaleza, pudo añadir que todo el ejército la vio. El sueño en el cual él vio a Cristo, también pudo haber sido cierto, pero no hay que deducir que se trate de una aparición real de Jesucristo. El príncipe de la paz diseñando un estandarte de guerra, es una idea que pudo tener Constantino u otro militar entusiasta, pero que no está de acuerdo con las ideas enseñadas por Cristo. Rafael pudo imaginar a los ángeles volando por encima de los cadáveres de los soldados del ejército vencido, pero no es por esto dado admitir que el cielo se complazca en acciones de guerra. Estas ideas caben en las doctrinas del Antiguo Testamento, pero no son admisibles en el Nuevo.
Desde entonces la cruz empezó a ser un amuleto, tanto para los militares como para los civiles. La confianza en el Cristo vivo fue sustituida por la confianza en la cruz material. Esto llegó a ser una verdadera superstición que repugna a la espiritualidad de las ideas cristianas. En el foro fue levantada la estatua del emperador sosteniendo una cruz con esta inscripción: "Por medio de esta señal saludable, el verdadero símbolo del valor, liberté a vuestra ciudad del yugo del tirano".
En el año 313 se promulgó en Milán el edicto por medio del cual se concedía la libertad de profesar el cristianismo. Al mismo tiempo se concedía este derecho a todas las religiones. Desde este edicto data lo que se llama la paz de la iglesia.
También se ordenaba que las propiedades de los cristianos que habían sido confiscadas durante la última persecución, fueran devueltas a sus primitivos dueños, indemnizando los perjuicios que sufriesen los que habían adquirido esas propiedades.
Desde que Constantino tomó esta actitud con los cristianos, aumentó considerablemente el número de los que abandonaban el paganismo. Las iglesias se hicieron cada vez más multitudinistas. No se exigía para ingresar a ellas pruebas de una genuina conversión y todo se reducía a una mera profesión exterior. Las costumbres simples que habían caracterizado a los cristianos, empezaron a desaparecer. El lujo y la pompa entró en las iglesias, y el espíritu ceremonial se manifestó cada vez más profundo.
Constantino se rodeó de consejeros que profesaban el cristianismo, pero que habían perdido, o nunca conocido, la piedad real. Otros que en días de pruebas se habían mantenido cerca del Señor, al verse favorecidos por el monarca, se hicieron mundanos, perdiendo toda influencia espiritual. Los altos cargos en el palacio imperial fueron confiados a cristianos nominales y estos favores contribuían a que las iglesias se llenasen de hipócritas que veían en la profesión del cristianismo un medio fácil de alcanzar distinciones oficiales. Los obispos y demás dirigentes del cristianismo, lejos de impedir estas manifestaciones de hipocresía, parece que se hallaban muy satisfechos del nuevo rumbo que tomaban las cosas.
No obstante, Constantino no había renunciado al paganismo, en cuyos actos participaba por varios años más, después del edicto de Milán. Nunca abandonó el título de Pontifex Maximus del paganismo y en muchos de sus actos demuestra inclinación a la superstición que por otra parte se esforzaba en destruir.
En varios casos aparece como queriendo emplear la fuerza para hacer desaparecer las viejas y caducas formas del culto, pero sus ataques al paganismo siempre tuvieron algún justificativo delante de la opinión pública, porque iban dirigidos contra los actos en que se manifestaba el espíritu bajo e inmoral de aquel culto. Hizo demoler el templo y bosque sagrado de Venus en Apaca, de Fenicia, porque era notorio que aquel centro de pretendida devoción era un verdadero lupanar y foco de la más grosera inmoralidad. Por la misma razón hizo suprimir los ritos abominables que tenían lugar en Heliópolis de Fenicia. También suprimió un célebre templo de Escolapio en Sicilia, frecuentado por muchos peregrinos que acudían llevados por la fama de los sacerdotes que pretendían tener poderes sobrenaturales para curar toda clase de enfermedades. El templo estaba lleno de ofrendas donadas por las personas que se creían deudoras al santuario. Para poner fin a tanto engaño Constantino ordenó que el templo fuese demolido. Muchos de los objetos de arte que habían adornado éste y otros templos fueron llevados para adornar el palacio imperial.
La destrucción de templos paganos y los favores manifiestos acordados a los cristianos, en nada contribuían en favor del verdadero carácter religioso del pueblo. Los que eran paganos de convicción seguían siéndolo con más fervor, otros caían en un completo escepticismo y los que venían a aumentar las filas de los cristianos, no traían la base de la regeneración que sólo puede hacer eficaz la profesión de un credo que pide a sus adeptos una vida santa y ejemplar.
Una medida que tuvo grandes consecuencias en la futura historia del cristianismo fue la fundación de la ciudad de Constantinopla. El emperador parece no hallarse a gusto en una ciudad cuyo carácter pagano no era fácil hacer desaparecer. No hay dudas de que causas políticas también influyeron sobre el ánimo de Constantino cuando resolvió mudar la capital a la nueva ciudad que levantaba dándole su nombre. Roma era el centro del paganismo y al iniciar una nueva orientación en los destinos de la nación, también quería tener una nueva capital donde el arte cristiano substituyese el arte de la gentilidad y donde las nuevas instituciones pudiesen florecer sin obstáculo.
Sobre la vieja ciudad de Bizancio, situada en uno de los puntos más estratégicos del universo, se levantaría la nueva capital, la nueva Roma, llamada a ser el centro de la mitad del Imperio durante largos siglos. Dentro de sus nuevos y fuertísimos muros no habría templos paganos que hiciesen recordar al pasado en decadencia. Por todas partes se levantarían iglesias cristianas decoradas con un arte nuevo y despojado de todo recuerdo del viejo sistema.
Los mejores obreros de todo el Imperio fueron enviados a trabajar en los magníficos palacios que ostentaría ese nuevo centro de cultura. Todos contribuían entusiastas a la realización del sueño dorado de Constantino. Las ciudades de Grecia eran despojadas de sus mejores obras de arte, que eran llevadas para contribuir al embellecimiento de Constantinopla.
En el año 321 Constantino publicó el siguiente edicto, relacionado con el descanso dominical, que los cristianos observaban ya desde los tiempos de los apóstoles: "Que todos los jueces y todos los que habitan en las ciudades, y los que se ocupan en diferentes oficios, descansen en el venerable día del sol, pero que se deje a los que están en el campo, usar de su libertad para atender los trabajos de la agricultura, porque a menudo sucede que otro día no es apropiado para sembrar grano y plantar viñas, no suceda que se pierda la ocasión favorable que el cielo conceda".
Este decreto fue dado con el objeto de favorecer a los cristianos, haciéndoles más fácil la observancia del día dominical. Es sabido que les era sumamente dificultoso, en las ciudades, consagrar este día a cosas puramente espirituales, viviendo en una sociedad que no tenía la misma costumbre. Constantino al implantar el reposo semanal, no lo hizo en el sentido rigurosamente religioso. Ordenaba el descanso, pero no como acto devocional, de modo que su observancia no implicaba una conformidad al cristianismo. Como estadista aventajado no dejaba de comprender que sería beneficiosa para los habitantes en general, una práctica que había sido de general aplicación entre los israelitas y que había dado siempre los mejores resultados. El domingo es llamado en el edicto de Constantino, día del sol, como se le llama aún en inglés y otros idiomas europeos.
La designación de día dominical era peculiar a los cristianos tal nombre no hubiera sido entendido por los paganos a quienes se dirigía especialmente el edicto, porque los cristianos no necesitaban de esa orden de carácter oficial para observar el día que les traía el grato recuerdo de la resurrección del divino Maestro. Constantino, sin llegar tan lejos como a hacer del cristianismo la religión oficial del Estado, dispuso de los fondos públicos para favorecer al clero, sentando así la base de lo que llegó a ser la unión de la iglesia con el estado. Error funesto, que causó grandes e incalculables perjuicios tanto, a la religión como al poder civil. Las iglesias dejan entonces de depender de la protección de su Señor celestial para depender de la protección de los gobiernos. Su fuerza, ya no está más en el testimonio de sus mártires muriendo heroicamente en la arena del anfiteatro. Su gloria ya no sería la cruz ignominiosa de la cual pendió el Salvador. El falso brillo del mundano oropel iba muy pronto a cegarla. Los cristianos creían que había llegado el día de su humillación y derrota, cubiertas de la apariencia engañosa de las cosas perecederas de este siglo que se deshace.
La correcta idea neotestamentaria de la iglesia empieza a desaparecer. Ya no se habla, sino en muy raros casos, de las iglesias, refiriéndose a las congregaciones locales que mantenían el culto cristiano. Se habla en cambio de "la iglesia'' incluyendo en estar frase a la gran masa de los que se denominaban cristianos. El doctor W. J. Me Glothlin, profesor de historia eclesiástica dice: "La independencia y significación de la iglesia local sucumbe y se pierde en el predominio y poder de las iglesias de las grandes ciudades, y éstas a su vez se confunden en el concepto de una iglesia universal (católica) que contiene a todos los cristianos y a muchas personas indignas. Se la considera como a una entidad en sí misma, independiente de sus miembros, santa, indivisible e inviolable, no más como a una comunidad de salvados, sino como a una institución que salva, fuera de la cual no hay salvación".
El espíritu clerical, que desde hacía tiempo había empezado a ganar terreno en las iglesias, matando la gran verdad bíblica del sacerdocio universal y espiritual de los creyentes, pudo sentarse en su poco envidiable trono cuando Constantino empezó a conceder privilegios a los obispos y demás personas que ocupaban puestos en relación con la obra cristiana. Al pasar de las catacumbas al trono, dejaron sepultados en el olvido, la fe, el amor y todas las virtudes que forman el carácter del cristiano.
Con la protección del estado, como dijo Alejandro Vinet, la religión dejo de ser una cuestión del cielo y se hizo una cuestión del suelo.
De la actuación de Constantinopla respecto al arrianismo y al Concilio de Nicea, nos ocuparemos separadamente.
Parecerá extraño que el emperador, que participaba en todos los actos de la actividad eclesiástica, que trataba con los obispos, que convocaba concilios, y que prácticamente había tomado la dirección de la iglesia, aún no había sido bautizado, y no lo fue hasta los últimos días de su vida. Ya tenía sesenta y cuatro años de edad y hasta entonces había gozado de muy buena salud física. Ahora empieza a sentir que sus fuerzas flaquean. Dejó entonces a Constantinopla y se retiró a la ciudad de Helenopolis, recientemente fundada por su madre, para disfrutar allí de la suave temperatura de la primavera, tan deliciosa bajo ese hermoso cielo límpido. Cuando se sintió mal acudió a la iglesia del lugar e hizo la confesión de fe necesaria para entrar a ser considerado catecúmeno. De ahí pasó a residir a un castillo cerca de Nicomedia, a donde llamó a un grupo de obispos y rodeado de ellos, fue bautizado por Eusebio, obispo de Nicomedia. Esto tuvo lugar poco antes de su muerte, ocurrida en el año 337.
¿Por qué dejó Constantino el bautismo para los últimos días de su vida? Algunos creen que teniendo la idea popular de que ese rito limpia del pecado quería esperar al fin de su vida para tener menos pecados cuando la muerte viniese a llamarlo. Otros aseguran que por mucho tiempo había abrigado el pensamiento de efectuar un viaje a Palestina y ser bautizado en el Jordán y que por esto había demorado tanto la cuestión de su formal incorporación al cristianismo.

EL CONCILIO DE NICEA.

La controversia de Arrio dio origen al famoso concilio de Nicea, convocado por Constantino. Vamos a ocuparnos de esta controversia para luego ocuparnos del concilio mismo.
Desde mucho antes de esta época, se nota entre los doctores cristianos una fuerte tendencia a la discusión de temas profundos y de carácter especulativo más bien que práctico. La Trinidad y los infinitos puntos que se desprenden de esta doctrina, era el asunto predilecto de muchos de los escritores y pensadores cristianos. La religión empezaba a ser para ellos una cuestión filosófica, y dejaba de ser una cuestión de vida y poder. La energía que antes se había empleado en evangelizar al mundo y fortificar la fe de los creyentes, se empleaba ahora en largas e interminables discusiones sobre temas insondables.
Arrio era un presbítero que estaba al frente de una de las iglesias de Alejandría. Ha sido descrito como un hombre alto, fogoso, imponente, docto, incansable y muy dado a discusiones. Ejercía mucha influencia sobre el pueblo que le rodeaba.
Empezó a predicar que Cristo había sido creado por el Padre antes que toda otra criatura; que no era eterno; que había tenido principio, y que, por lo tanto, no podía ser mirado como igual a Dios. Su objeto no era en ningún modo aminorar la gloria de Cristo, sino dar énfasis al monoteísmo. "Tenemos que suponer decía Arrio dos esencias divinas originales y sin principio, e independientes una de otra; tenemos que suponer la diarquía en lugar de la monarquía, o no tenemos que temer declarar que el Logos (el Verbo) tuvo un principio de existencia y que hubo un momento cuando no existió".
La doctrina de Arrio estaba en contradicción con las enseñanzas del prólogo del Evangelio según San Juan donde se enseña la eternidad del Logos que "en el principio era con Dios''. Era la negación de todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre la divinidad de Cristo. La forma atrayente como Arrio presentaba sus ideas, y la incuestionable sinceridad que le animaba, contribuía no poco a que muchos mirasen con indiferencia su propaganda, no creyéndola en nada peligrosa a la sana doctrina. Alejandro, el obispo de Alejandría, permanecía silencioso, tal vez estudiando el asunto y pensando en qué actitud debía asumir. Por fin resolvió pronunciarse en contra de Arrio.
Alejandro acostumbraba celebrar conferencias teológicas con las personas que componían el clero de su diócesis, y en una de éstas expuso sus ideas condenando abiertamente las de Arrio. Más tarde, en el año 321, cuando se celebraba un sínodo al que acudían todos los obispos de Egipto y de Libia, depuso a Arrio, y lo excluyó de la comunión de la iglesia. Pero Arrio no se dio por vencido. Su partido era ya numeroso, y la oposición oficial de Alejandro sólo lograría hacerlo más agresivo. No cesaba en la propaganda, que efectuaba por medio de cartas y trabajos personales. Consiguió interesar en su causa a muchos cristianos influyentes. En Nicomedia logró que el obispo Eusebio se pronunciase en su favor. La herejía naciente pronto se convirtió en un gigante. Parecía que todas las iglesias de Egipto y de Asia Menor se sentían inclinadas a ella. En todos los círculos se discutía sobre el intrincado tema que causaba la división. Alejandro escribía a todos los obispos cartas circulares en las que presentaba las doctrinas de Arrio como anticristianas y heréticas.
Muchos tomaban una posición mediana y querían conciliar a los dos partidos. Estos crearon lo que más tarde se llamó el semi-arrianismo.
Constantino, acostumbrado, en el dominio político, a ver que el poder dependía de la completa unidad temía que esta división trajese grandes males a la causa cristiana y resolvió emplear su influencia para que la controversia cesara. No entendía, ni quería entender lo que para su mente era sólo una cuestión de palabras. Su primer paso para apaciguar la tormenta consistió en escribir una carta a Alejandro y otra a Arrio. "Devolvedme les dice mis días quietos y mis noches tranquilas. Dadme gozo en lugar de lágrimas. ¿Cómo puedo yo estar en paz, mientras el pueblo de Dios de quien soy siervo, está dividido por un irrazonable y pernicioso espíritu de contienda?" A fin de que sus esfuerzos resultasen más eficaces, mandó la carta por medio de Osio, obispo de Córdoba, célebre ciudad española, quien personalmente debía expresarles los deseos del emperador, y procurar la reconciliación de los adalides de la contienda. Sus buenos deseos no dieron ningún resultado. La lucha continuaba cada día más agria. Los dos bandos se hacían toda la guerra posible. Constantino entonces pensó que la reunión de un concilio general podría poner fin a este mal.
En junio del año 325 se reunió el Concilio bajo los auspicios del emperador, en la ciudad de Nicea, cerca de la capital. Todo había sido arreglado con gran pompa para que el acto fuese imponente. Los coches y caballos de la casa imperial fueron puestos a disposición de los obispos, que llegaban de todas partes y especialmente de Oriente. Del Occidente sólo Avinieron en muy limitado número.
En la asamblea tomaron asiento trescientos dieciocho obispos. Varios de ellos eran ancianos venerables que habían sufrido bajo la persecución de Diocleciano. Al entrar Constantino en la sala de sesiones, todos se pusieron en pie, pero él no tomó asiento hasta que los obispos le hicieron indicación en este sentido, para dar a entender que no pretendía ocupar oficialmente un lugar en la asamblea. Arrio estaba presente para defender sus ideas. Entre sus opositores se hallaba el más tarde célebre Atanasio, "pequeño de estatura dice Gregorio Nacianceno pero su rostro radiante de inteligencia, como el rostro de un ángel". Ni Arrio, que era presbítero ni Atanasio que era diácono estaban allí como miembros del Concilio, pero a ambos se les concedió la palabra, sin voto. Los debates duraron dos meses perdiendo terreno cada día el arrianismo.
Eusebio de Cesárea, "el padre de la Historia Eclesiástica'', con un grupo pequeño formaban el partido moderado, que junto con Constantino procuraba la reconciliación. El arrianismo fue finalmente condenado, y el siguiente credo subscripto por casi la totalidad: "Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios; engendrado, no creado, de una misma sustancia que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra; quien por nosotros los hombres, y para nuestra salvación descendió de los cielos, se encarnó, se hizo hombre, sufrió, resucitó al tercer día, ascendió a los cielos, y vendrá otra vez a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo".
Después de mucha discusión y con gran aclamación, se resolvió añadir al credo la siguiente cláusula disciplinaria, como más enérgica condenación del arrianismo: "A los que dicen que hubo un tiempo cuando El no existió, y que no era antes de ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o que el Hijo de Dios es creado, que es mutable o sujeto a cambio, la iglesia católica los anatematiza".
Sólo cinco obispos se negaron a firmar este credo, pero después tres de ellos consintieron, quedando sólo dos bajo el anatema.
A pesar de que la espada se unía a las fuerzas religiosas para combatir la herejía, Arrio y los suyos no se dieron por vencidos, y continuaron la propaganda sin tregua. Pasado el brillo deslumbrador de Nicea, y al encontrarse de nuevo en sus casas, muchos volvieron al arrianismo. El mismo emperador, si no inclinado a la doctrina de Arrio, parece que se interesó en su persona, o por lo menos se le ve ceder a la influencia de los que trabajan por levantar la excomunión que pesaba sobre el jefe de la herejía. Se dice que Constancia, una de las favoritas del monarca, influida por un presbítero arriano, pidió a Constantino que Arrio fuese rehabilitado y, obtuvo una promesa en sentido afirmativo. Constantino entonces encargó a Eusebio que diese los pasos necesarios para que Arrio volviese a ocupar el presbiterio que había desempeñado en Alejandría.
Pero las órdenes del emperador hallaron una tenaz resistencia. En Alejandría actuaba de obispo Atanasio, quien había sucedido a Alejandro. Resuelto a oponerse al arrianismo, a todo trance, rehusó conceder la restauración de Arrio. Aquí empieza para el campeón de la ortodoxia una larga serie de pruebas, y los cristianos sinceros se dan cuenta de que el poder civil no presta su apoyo a la iglesia sin pretender gobernarla a su antojo. Los arríanos acusan a Atanasio de numerosos y diversos delitos que no pueden probar. Tuvo que comparecer ante un sínodo, y como él sabía que el sínodo estaba resuelto a condenarlo, huyó a Constantinopla. "Atanasio contra el mundo y el mundo contra Atanasio", empezó a ser un proverbio entre los cristianos. Un sínodo reunido en Jerusalén declaró ortodoxas las doctrinas de Arrio, y éste se presentó en Alejandría, pero los demás presbíteros, fieles a su obispo ausente y depuesto, se negaron a admitirlo en el seno de la comunidad.
Constantino no podía tolerar que su autoridad fuese desconocida, y resolvió que Arrio fuese readmitido en la iglesia en la misma capital. Preparó una gran ceremonia con este objeto. El día cuando debía efectuarse el acto de la rehabilitación, las calles de Constantinopla estaban llenas de una multitud que esperaba verle pasar y aclamarlo, Arrio se dirigía a la iglesia acompañado de Eusebio y muchos de sus partidarios. De repente se siente indispuesto, y muere momentos después. Los arrianos gritaron que había sido envenenado, y los ortodoxos atribuyeron su muerte a un castigo divino. Esto ocurrió en el año 336.
El arrianismo continuó manteniendo dividida a la iglesia. Era sostenido por sus adeptos, y más tarde por el sucesor de Constantino.
Atanasio continuaba en la lucha sin desanimarse. Al ser repuesto, fue recibido en Alejandría con gran júbilo, pero sus numerosos e influyentes enemigos no cesaron hasta verle depuesto otra vez. Cinco veces fue desterrado. Cada vez que lograba volver al seno de los suyos era recibido con entusiasmo delirante. Sus últimos días fueron de paz, y los pasó en Alejandría hasta que terminó su carrera en el año 373, cargado de años y de trabajos. "Alabar a él dijo al pronunciar su panegírico Gregorio Nacianceno es alabar a la virtud. Era un pilar de la iglesia. Su vida y conducta fueron la regla de los obispos, y su doctrina la regla de la fe ortodoxa."

JULIANO EL APÓSTATA.

Los hijos de Constantino, al sucederle en el trono, continuaron la obra de su padre. Sin dar pruebas de conversión, y ejerciendo el más bárbaro despotismo con sus rivales, pretendían, sin embargo, implantar el cristianismo y hacerle de aceptación general a todos los súbditos. Constancio, al quedar como único dueño del Imperio, se esforzó en suprimir por la fuerza el paganismo, mostrando el mismo espíritu de intolerancia que los paganos anteriormente habían mostrado para con los cristianos. Confiscó los templos del viejo culto y el botín fue dado a las iglesias. Bajo pena de muerte prohibió los sacrificios públicos o privados, los que continuaron celebrándose a pesar de todo, porque los paganos eran aún numerosos. La profesión de cristianismo se hizo una necesidad a todas" las personas que deseaban adelantar en la vida pública. Como su padre, intervenía en todos los asuntos eclesiásticos y doctrinales, y de hecho era él el obispo de los obispos.
Juliano, llamado el Apóstata, a causa de haber vuelto al paganismo, desechando la enseñanza cristiana que había recibido, subió al trono en el año 361, y su reinado fue corto, pues terminó el año 363. Desde su juventud había mostrado gran interés en la literatura y estudios filosóficos. Leyó con avidez los autores griegos, y su mente estuvo siempre llena de ideas mitológicas. También leyó con interés los anales del martirologio cristiano, y no sólo profesó el cristianismo, sino que llegó a desempeñar el cargo de lector en una iglesia, pero más tarde cayó bajo la influencia de varios maestros platónicos, y especialmente de un tal Máximo, que lo inició en todas las explicaciones místicas del panteísmo común en todas las escuelas de Asia. Desde este tiempo, Juliano se hizo un ardiente admirador de la vieja mitología, aunque por humana prudencia, continuaba profesando el cristianismo. Estando en Atenas completamente absorto en la literatura clásica de los antiguos autores griegos, y practicando los misterios de Eleusis, fue llamado para recibir el título de César.
Desde entonces se sintió bastante fuerte, y resolvió arrojar la máscara, declarándose abiertamente partidario de la restauración del paganismo. Al pasar el emperador por Atenas, hizo abrir los templos de varias divinidades y restauró los ritos que habían sido suprimidos. Ocurrió entonces la muerte repentina del emperador, y Juliano quedó único señor del Imperio. Este alto favor lo atribuyó a los dioses, que admiraba y, en señal de gratitud, resolvió que sus primeros actos de gobierno tendrían por objeto la implantación del viejo culto de los dioses. Tomando el título de Pontifex, se proclamó guardián y protector del culto que habían tenido los antiguos romanos, al cual atribuía la grandeza del Imperio.
No era el intento de Juliano convertirse en un perseguidor. Sus primeras medidas consistieron en devolver a los paganos los templos que habían sido cedidos a las iglesias, y ordenar que en ellos se restableciesen los ritos que antes se habían practicado. Pero Juliano intentó elevar el paganismo, dándole un carácter más espiritual y práctico. Aspiraba a fundar iglesias paganas. El ritual fue purificado, estableciéndose oraciones y canto religioso, para que fuese parecido al culto cristiano. Fundó escuelas, hospitales, y colegios para sacerdotes. En los templos se ofrecían limosnas para el sostén de los pobres. Se estableció la costumbre de predicar sermones, cosa que los paganos nunca habían hecho. Se exigía a los sacerdotes una buena conducta con la esperanza que esto atraería las masas a los templos.
Pero fueron vanos esfuerzos. El árbol malo no puede dar buenos frutos. El paganismo estaba carcomido hasta las raíces, y sus ritos carecían de la savia necesaria a todo árbol del cual se esperan resultados halagüeños. El fracaso de su obra irritó a Juliano, a tal punto que se puso a pensar en medidas más severas contra los cristianos. Prohibió la celebración de bautismos; la predicación y el proselitismo se declararon actos ilegales; no se permitiría a los cristianos establecer escuelas de literatura y retórica; los cristianos no podrían ejercer cargos públicos ni ser oficiales del ejército; muchas veces se confiscaron los bienes de las iglesias, para que pudiesen mejor, decía sarcásticamente el emperador, "cumplir el precepto de su religión".
El pueblo y los sacerdotes, contando con el beneplácito de las autoridades, muchas veces levantaron tumultos que concluían dando muerte a algún cristiano eminente. Juliano no ordenaba, pero toleraba estos actos. Su arma favorita era la sátira, y éste es el estilo literario de un escrito anticristiano titulado MISOPOGON.
En un viaje que efectuó a Antioquia, quedó muy disgustado al ver que el pueblo no concurrió a los festejos que había hecho preparar en los templos. Fue durante su estada en esta ciudad que se propuso hacer reedificar el templo de Jerusalén. No se sabe lo que le impulsó a tomar esta determinación, pero es seguro que lo hizo con la idea de mortificar a los cristianos. Cuando estaban ocupados en la tarea de remover los escombros que yacían amontonados desde los días de la destrucción de Jerusalén por Tito, grandes masas de fuego reventaron en el interior del templo, y los obreros que no perecieron tuvieron que abandonar la tarea dándola por irrealizable. Este incidente unos lo explican atribuyéndolo a causas naturales, pero otros creen que Dios intervino milagrosamente para que se cumpliesen las palabras profetices de Cristo sobre la destrucción del templo y la ciudad.
Volviendo de Antioquia y atravesando el Éufrates al frente de un ejército de sesenta y cinco mil hombres, llevó a cabo una brillante aunque ardua campaña. Traicionado y herido se retiró del campo de batalla, consciente de que había llegado al fin de su carrera. Un historiador pagano, Ammonio dice, que como Sócrates, murió rodeado de sus amigos, hablando con los filósofos sobre la grandeza del alma. Tenía treinta y dos años.

PRINCIPALES ESCRITORES CRISTIANOS DE ORIENTE

El evangelio no sólo se propagó por medio del testimonio personal, sino por medio de la literatura, facilitando así el intercambio de pensamientos, entre los que vivían en regiones separadas, y haciendo más fácil y duradera la enseñanza.
Vamos a ocuparnos ahora de algunos de los escritores más notables:

EUSEBIO

Nació en el año 260 y murió en el año 339. Es generalmente llamado el padre de la Historia Eclesiástica, por haber sido el primero que se ocupó en escribir detalladamente sobre los acontecimientos relacionados con el cristianismo, desde los días del Señor hasta la época en la cual vivió. Era oriundo de Palestina, probablemente de Cesárea, donde conoció a Panfilio, quien más tarde sufrió el martirio, y en memoria de quien añadió su nombre al suyo. En el año 315 fue elegido obispo de Cesárea; y cuando se reunió el Concilio de Nicea, tuvo a su cargo el discurso de bienvenida al emperador Constantino con quien desde entonces aparece siempre en muy íntima relación.
Su Historia Eclesiástica es una obra de mucho mérito a causa de los valiosos documentos que ha conservado, los cuales son una guía segura al estudiante de la materia, y casi la única fuente de información a que se puede recurrir.
Otra de sus obras populares es la Vida de Constantino, en la cual pinta a su héroe en forma de panegírico, exagerando muchas veces sus buenas obras y encubriendo sus notables defectos.
Escribió también un libro titulado Preparación para el Evangelio, que consta de una colección de extractos de antiguos autores, destinados a preparar al lector para recibir inteligentemente el evangelio.
La obra de Eusebio en el campo de la Historia fue continuada por Sócrates, un retórico de Constantinopla, que a principios del siglo quinto se consagró a continuar los trabajos tan felizmente iniciados por Eusebio. Su obra tiene el alto mérito de darnos a conocer las opiniones predominantes en aquel tiempo.
Los nombres de Sozómeno, de Teodoreto y Evagrio, son también dignos de ser recordados entre los de aquellos que han contribuido a dejar el recuerdo del desarrollo de la causa cristiana en aquellos días.

CIRILO DE ALEJANDRÍA

Después del de Atanasio es el de Cirilo el nombre de más figuración en la iglesia de Alejandría, ciudad donde ocupó el episcopado desde el año 413 al 444. Su lucha fue contra las doctrinas nestorianas que se hicieron fuertes en sus días. Sus principales obras comprenden homilías, diálogos y diferentes tratados sobre la Trinidad y la Encarnación. Sus escritos están llenos de alegorías e interpretaciones simbólicas, a veces de poco valor.

EFREM EL SIKIO

Este fecundo escritor nació en el 308 y murió en el 373. Era natural de Nisibis, ciudad de Mesopotamia. Actuaba como diácono de la iglesia de Edessa, y nunca quiso ocupar un puesto de mayor importancia a fin de poder consagrarse mejor a los trabajos literarios. Escribía en siríaco, idioma en que aún existen algunas de sus obras y otras se han conservado en sus traducciones al griego y árabe. Su obra principal fue un Comentario del Antiguo Testamento, pero además escribió numerosas homilías y sermones.

CIRILO DE JERUSALÉN

Nació en el año 315 y murió en el 356. Sus principales obras fueron de carácter catequístico. Revisten un estilo sencillo, pero dan una idea correcta del pensamiento cristiano, con más fidelidad que otras obras de más fama y mejor escritas.

TEODORO DE MOPSUESTIA

La antigüedad no conoció teólogo tan aventajado como Teodoro de Mopsuestia, conocido en las iglesias de Siria bajo el nombre de "el intérprete'' a causa de sus muchos trabajos exegéticos. Tuvo el mérito de pronunciarse en contra del sistema alegorista, tan en boga en sus días, y volver al método racional, interpretando las Escrituras históricas y gramaticalmente. Sus conocimientos críticos y filológicos eran vastos. Uno de sus adversarios dijo:
"Trata a las Escrituras como a los demás escritos humanos". No pudo haber sido hecho mayor elogio de sus escritos. Los intérpretes de su tiempo habían dejado de interpretar para entretenerse en vanas y huecas especulaciones, haciendo de las Escrituras un libro de adivinanzas y no un libro en el cual Dios habla a los hombres por medio de hombres y en lenguaje de hombres. Sus exposiciones fueron condenadas por el Concilio de Constantinopla 'en el año 553, como cien años después de su muerte, pero su nombre figura hoy entre los de los buenos y juiciosos intérpretes de la Palabra de Dios.

EL TRÍO DE CAPADOCIA

Basilio el grande, su hermano Gregorio de Niza y Gregorio el nacianceno, compone el trío de Capadocia, nombre que recibieron de la provincia donde actuaron.
Los dos primeros eran hijos de piadosos cristianos y tuvieron el privilegio de ser enseñados en las Escrituras desde la infancia. Al mismo tiempo recibieron una esmerada educación literaria, en su ciudad natal, y más tarde en Antioquia, Constantinopla y Atenas. En esta última ciudad entablaron relación con otro joven de nobles aspiraciones llamado Gregorio. Desde Atenas escribían a su padre: "Conocemos sólo dos calles de la ciudad, la primera y mejor lleva a las iglesias y a los ministros del altar; la otra, que no apreciamos tanto, conduce a las escuelas y a los maestros de la ciencia. Las calles de los teatros, juegos y lugares de mundanos entretenimientos, las dejamos libres para otros".
Vuelto a su ciudad natal Basilio empezó su carrera de abogado, la cual pronto dejó por sentirse llamado al ministerio cristiano. Desde entonces se ocupó en despertar espiritualmente a su hermano quien había caído en la indiferencia. Fue llamado a Cesárea para actuar como asistente del obispo de aquella ciudad y cuando éste falleció fue elegido para ocupar el lugar que dejaba vacante.
Gregorio nacianceno también desempeñó el cargo de obispo en la ciudad de Sasima y alcanzó gran fama por su elocuencia que sólo ha sido sobrepasada por la de Crisóstomo.

CRISÓSTOMO

"Crisóstomo dice uno de sus biógrafos pertenece a esta grande pléyade de hombres superiores, cuyos trabajos, virtudes y genios han ejercido tanta influencia en los destinos del cristianismo''. Nació en Antioquia en el año 346, siendo su padre un rico militar de alta graduación. Muerto éste, cuando su hijo era aún niño de pocos años, su madre Antusa quedó encargada por completo de la educación y cuidado del que más tarde llenaría el mundo con la gloria de su elocuencia. Antusa era una cristiana altamente piadosa y fue ella la que arrancó a cierto pagano esta exclamación de admiración y sorpresa: "¡Qué madres tienen estos cristianos!" Destinado a la carrera de abogado, después de su primera educación fue puesto al cuidado de Libanio, el gran retórico y elocuente defensor del paganismo. Pronto el joven reveló sus singulares aptitudes de orador, y su célebre maestro se lisonjeaba con la idea de que él sería un día su sucesor.
Pero la mente del joven abogado no se avenía a la clase de vida a que estaban sujetos los que seguían su carrera, hallándola demasiado frívola y estéril para aquel que aspiraba a mejores cosas en la vida. De vuelta a su hogar, halló en la Biblia, que tanto había leído su cristiana madre, el agua de la vida que apagó la sed de su corazón. Un condiscípulo llamado Basilio (no el obispo de Capadocia) le ayudó mucho a entrar en el camino angosto que conduce a la vida. Fue admitido en la iglesia como catecúmeno, y después de tres años de preparación y prueba, fue bautizado por el obispo Melecio. Basilio quiso inducirle a abrazar la vida monástica, ya muy popular, pero intervino la sabia influencia de su madre y le disuadió de este propósito. "Te ruego le dijo llorando que no me hagas enviudar por segunda vez". Crisóstomo entonces escogió la mejor misión de vivir una vida santa en su casa y entre los del mundo corrompido.
Sin embargo, muerta su madre, Crisóstomo pasó seis años en un monasterio dedicándose a escribir varios de sus tratados, pero la vida monástica no le ofrecía el campo de actividad que sus talentos y dones requerían. En el año 381 fue ordenado diácono, oficio en que trabajó durante cinco años.
En el 386 fue elevado a presbítero y como su elocuencia empezó a ser conocida se le confió el pulpito de la iglesia más grande de Antioquia, la cual siempre resultaba pequeña para contener las multitudes ávidas de escuchar su palabra candente y arrebatadora, que a pesar de la naturaleza del edificio e índole de la reunión, arrancaba aplausos y estruendosas manifestaciones de admiración. Sus sermones no tienen nada de aquello que halaga las pasiones de las multitudes. Son casi siempre homilías exponiendo capítulos enteros de la Biblia.
Crisóstomo inmortalizó este excelente método de predicación que tiene la gran ventaja de familiarizar a los oyentes con el lenguaje y enseñanzas de la Biblia. Se llamaba Juan, y debido a su elocuencia le dieron el apodo de Crisóstomo, lo que significaba, en griego, boca de oro. Bossuet lo llama el Demóstenes cristiano y lo declara "sin contradicción el más ilustre de los predicadores y el más elocuente de los que han enseñado en la iglesia". Siendo su predicación una constante explicación de la Biblia, queda dicho que era superior a la de la mayoría de los predicadores de sus días, no sólo por la palabra atrayente del que ocupaba el pulpito, sino porque daba verdadero alimento espiritual a los hambrientos. "A las grandes cualidades de orador dice un autor católico Crisóstomo unía un conocimiento profundo de las Escrituras. Siendo joven la había estudiado bajo Melecio, después bajo Diodoro y Carterio.
Más tarde cuando pasó seis años en el desierto, no tuvo en sus manos más libro que la Biblia; no se ocupó de otra cosa, sino del texto sagrado. Leyó y releyó, aprendió de memoria palabra por palabra, y hasta el fin de su vida la hizo el objeto constante de sus meditaciones. En una palabra, poseía un conocimiento profundo de los libros sagrados, y se los había apropiado y asimilado de tal manera, que habían venido a ser el fondo de su espíritu y su sustancia espiritual". Estas palabras pertenecen a Villemain, quien agrega: "Ningún orador cristiano estuvo más compenetrado de las Escrituras Sagradas, ni más encendido de su fuego, ni más imbuido de su genio".
En el año 397 murió el patriarca de Constantinopla, y ninguno de los candidatos para ocupar la vacante contó con los sufragios necesarios, pero cuando sonó el nombre del famoso predicador de Antioquia, fue elegido por mayoría. Fue traído casi a la fuerza a ocupar el puesto en el que obtendría tantos triunfos y sufriría tantos desengaños. Empezó su obra en la capital introduciendo reformas en la vida y práctica de las iglesias, que tanto se habían apartado de la simplicidad primitiva del cristianismo, y denunciando valientemente todos los vicios de la aristocracia exteriormente religiosa. Pronto tuvo tantos enemigos como admiradores. Una predicación tan pura no podía sino ofender a la gente mundana que llenaba las iglesias. El clero nada espiritual, las damas de la corte, y particularmente la emperatriz Eudosia se pusieron en su contra.
Los que habían aspirado al patriarcado y en la elección habían sido vencidos por los partidarios de Crisóstomo, se encargaron de encender el fuego, y acusándole de ser sostenedor de las doctrinas de Orígenes, consiguieron hacerlo desterrar; pero no tardó en ser llamado de nuevo por la misma Eudosia, quien se atemorizó creyendo que un terremoto que ocurrió poco tiempo después de su destierro era un castigo de Dios.
Pero el valiente orador volvió a su campo de acción resuelto a seguir el mismo programa con que había empezado, lo que volvió a irritar a Eudosia. "Herodías dijo al subir al pulpito está de nuevo enfurecida; de nuevo tiembla; de nuevo pide la cabeza de Juan el Bautista". Este lenguaje le atrajo otra vez la ira de la emperatriz, y fue desterrado por segunda vez a una aldea llamada Taurus, en los confines de Armenia, donde se hallaba constantemente expuesto al peligro de bandoleros. "Su carácter quedó consagrado en su ausencia y persecución; dice Gibbons las faltas de su administración no eran más recordadas; toda lengua repetía las alabanzas de su genio y virtud; y la respetuosa atención del mundo cristiano estaba fija en un lugar desierto de las montañas de Taurus".
A pesar del destierro, Crisóstomo no vivía en la inacción. Personalmente y por correspondencia seguía la obra, interesándose en la evangelización de las tribus cercanas al lugar de su destierro, que aun no conocían el cristianismo, y escribiendo a las iglesias en las cuales tenía mucha influencia. Sus adversarios no cesaban de perseguirle cada vez más, y consiguieron que fuese confinado a una región aun más apartada, en los confines del Imperio, pero falleció en el penoso viaje, en septiembre del año 407.
Treinta años más tarde sus restos fueron transportados a Constantinopla donde fueron recibidos con los más altos honores. El mismo emperador Teodosio el joven, imploró públicamente el perdón de Dios por la falta que habían cometido sus antepasados.
Las obras de Crisóstomo son numerosas, consistiendo generalmente en homilías explicando las Escrituras. Forman un verdadero tesoro, y del griego han sido traducidas a muchos idiomas modernos, y son siempre consultadas por los mejores comentadores de elocuencia. Abarcan casi todos los libros del Nuevo Testamento y muchos del Antiguo. Comprenden además un gran número de sermones sobre diferentes temas. El siguiente trozo, parte de un sermón sobre la lectura de la Biblia, puede dar una ligera idea de su predicación:
"El árbol plantado junto al arroyo de aguas, creciendo al borde mismo de la ribera, disfruta constantemente de su conveniente humedad, y desafía impunemente todas las intemperies de la atmósfera; no teme a los ardores desecantes que produce el sol, ni al aire inflamado; teniendo en sí una sabia abundante, se defiende contra el calor exterior y lo hace retroceder; del mismo modo, un alma que permanece cerca de las aguas de las Santas Escrituras, que de ella bebe continuamente, que recibe de ella misma este riego refrigerante del Espíritu Santo, llega a hacerse superior a todos los ataques de las cosas humanas, sea la enfermedad, la maldición, la calumnia, el insulto, la burla o cualquier otro mal; sí, aunque todas las calamidades de la tierra atacaran a esa alma, se defiende fácilmente contra todos esos ataques, porque la lectura de las Santas Escrituras le proporciona consolación suficiente. Ni la gloria que se extiende a lo lejos, ni el poder mejor establecido, ni la ayuda de numerosos amigos, ni ninguna otra cosa, en fin, puede consolar al hombre afligido, como la lectura de las Santas Escrituras. ¿Por qué? Porque esas cosas son perecederas y corruptibles, y porque la consolación que dan perece también; la lectura de las Santas Escrituras es una conversación con Dios, y cuando es Él quien consuela a un afligido, ¿quién podrá hacerlo caer de nuevo en la aflicción?
"Apliquémonos, pues, a esta lectura, no sólo dos horas sino siempre; que cada uno al ir a su casa tome en sus manos los libros divinos y reflexione sobre los pensamientos que encierran y busque en las Escrituras una ayuda continua y suficiente. El árbol plantado junto a arroyos de agua, no permanece allí sólo dos o tres horas, sino todo el día y toda la noche. Por eso sus hojas son abundantes y sus frutos numerosos, sin que ninguno lo riegue; porque plantado cerca de la ribera, sus raíces absorben la humedad y, como por canales, la lleva a todo el tronco para que disfrute; lo mismo es con aquel que lee continuamente las Santas Escrituras, y que permanece cerca de esas aguas, aunque no tuviese ningún comentador, la lectura sola, como una especie de raíz, hace que saque de ella mucha utilidad''.

PRINCIPALES ESCRITORES CRISTIANOS DE OCCIDENTE

Los autores de Oriente que hemos mencionado escribían en griego. Los de Occidente que vamos a mencionar escribían en latín. Se les llama generalmente Padres latinos.

HILARIO

Nació en Poitiers en el año 295, y sus padres, que probablemente eran paganos, lo educaron en las letras y la filosofía. Siendo amante de la verdad, y diligente en los estudios e investigaciones, llegó a convencerse de la verdad del cristianismo, el cual aceptó de todo corazón, siendo bautizado juntamente con su esposa y una hija.
Desde su conversión resolvió dedicar todas sus energías al servicio de la causa que había abrazado. En el año 350 fue elegido obispo de su ciudad natal, y desde entonces milita entre los ardientes defensores de la ortodoxia, en contra del arrianismo, que amenazaba las iglesias de la Galia. Su principal obra fue publicada en doce libros, y trata de la fe, de la Trinidad, y de los errores de Arrio. Otra obra que le valió fama y renombre fue un comentario al Libro de los Salmos.

AMBROSIO

Más bien por sus trabajos que por sus escritos es conocido este célebre obispo de Milán. Nació en Treves en el año 340, siendo su padre prefecto de la ciudad. Perdió a su padre siendo niño, y su madre lo llevó a Roma donde fue educado con el fin de que pudiera ocupar algún puesto público. Siendo todavía muy joven, fue nombrado gobernador del distrito de Milán. Cuando hacía cinco años que desempeñaba este puesto, fue llamado para apaciguar un tumulto que se había formado en una iglesia, donde los partidos no llegaban a ponerse de acuerdo sobre la elección de un obispo.
Se cuenta que un niño de corta edad, asumiendo la actitud de orador, exclamó: "Ambrosio es obispo." Los que estaban reunidos, impresionados por las palabras del niño, creyeron tener en ellas una indicación celestial acerca de la persona que debía ser elegida para el puesto vacante. "Ambrosio es obispo", fue el clamor general, y todas las protestas del gobernador no pudieron hacer desistir a la multitud. En vano les hizo notar que sólo era catecúmeno en la iglesia. La voluntad popular tuvo que cumplirse, y Ambrosio fue bautizado y ordenado obispo el mismo día. Desde entonces se puso a estudiar asiduamente las Escrituras; y si bien nunca llegó a ser teólogo distinguido, pudo predicar con mucha aceptación y despertar a la ciudad, que siempre le escuchaba de buena gana.
A causa de su vehemencia, estuvo a menudo en conflicto con los gobernantes. Condenado al destierro, rehusó obedecer y se encerró en la iglesia, donde era protegido por las multitudes que le defendían y contra las cuales las autoridades no se animaron a proceder. Obligado así a permanecer con los suyos día y noche en la iglesia, se dedicó a componer himnos, que él mismo enseñaba a cantar. Ambrosio fue un gran autor de himnos, muchos de los cuales han llegado hasta nosotros a través de los siglos y son cantados en todos los países cristianos. Entre otros, está el "Santo, Santo, Santo, Señor de los ejércitos'' y la doxología titulada Gloria Patri. El Te Deum también Tía sido atribuido a su pluma, pero los himnologistas lo dan como una composición posterior. La tradición decía que había sido compuesto en ocasión del bautismo de San Agustín.
Lo que escribió sobre interpretación bíblica es de poco mérito; y por haber seguido, como muchos otros, el método alegórico, hizo oscuro mucho de lo que era claro.
Falleció en el año 397, siendo llorado por muchos, pues había logrado gran popularidad y era amado por las multitudes que le escuchaban.

AGUSTÍN

En el libro más popular de los muchos que escribió, Las Confesiones, Agustín nos ha dejado su autobiografía. Su madre, Mónica, era una cristiana altamente piadosa, casada con un pagano que fue ganado a la fe poco antes de su muerte. Residían en Cartago, donde el joven Agustín fue arrastrado por la corriente del vicio al desoír los saludables consejos de su buena madre. Al huir del hogar, lo hallamos en Italia; en Roma primeramente y después en Milán, siempre seguido por Mónica, quien no cesaba de hacerlo el objeto de sus férvidas oraciones. Su fe fue puesta a prueba, pues el joven Agustín se hallaba cada día más lejos del reino de Dios. "Mi madre me lloraba dice él, con un dolor más sensible que el de las madres que llevan a sus hijos a ser enterrados." De su vida de libertinaje nació un hijo, al que llamó Adeodato, al cual amaba con locura.
Cuando Agustín empezó a ocuparse de cosas religiosas, cayó en el error de los maniqueos y en el neoplatonismo.
El maniqueísmo era la doctrina de cierto persa llamado Maní, educado entre los magos y astrólogos, entre quienes alcanzó mucha fama. Hombre de actividad y muy emprendedor, todos le consultaban como filósofo y médico. Tuvo la idea de hacer una combinación del cristianismo con las ideas que profesaba, para lo cual tomó el nombre de Paracleto y pretendía tener la misión de completar la doctrina de Cristo. Muchos fueron seducidos por su elocuencia, y sus adeptos formaron la nueva secta en la que cayó el más tarde famoso Agustín.
Estando Mónica en Milán, pidió a Ambrosio que tratase de convencer a su hijo y sacarlo del error en que se encontraba, pero el prudente obispo le hizo notar que no lograría nada mientras le durase la novedad de la herejía que le llenaba de vanidad y presunción. "Déjelo le dijo, conténtese con orar a Dios por él, y verá cómo él mismo reconocerá el error y la impiedad de esos herejes, por la lectura de sus propios libros." Pero Mónica lloraba afligida y continuaba implorando a Ambrosio que tuviese una entrevista, de la cual esperaba buenos resultados, pero él le contestó: "Vaya en paz y continúe haciendo lo que ha hecho hasta ahora, porque es imposible que se pierda un hijo llorado de esta manera."
Las oraciones de Mónica empezaron a ser oídas. Agustín iba cansándose de la aridez de la humana filosofía, y suspiraba por algo que realmente le diese la vida que tanto necesitaba. La predicación de Ambrosio le impresionó, y llegó a comprender que sólo en Cristo debía buscar el camino de la vida. La crisis violenta por la que pasó su alma, la relata detalladamente en el libro octavo de sus Concesiones. Había perdido completamente la paz. "Sentí levantarse en mi corazón dice una tempestad seguida de una lluvia de lágrimas; y a fin de poderla derramar completamente y lanzar los gemidos que la acompañaban, me levanté y me aparté de Alipio, juzgando que la soledad me sería más aparente para llorar sin molestias, y me retiré bastante lejos para no ser estorbado ni por la presencia de un amigo tan querido." En esa soledad Agustín clamó a Dios pidiendo que se apiadase de él, perdonándole sus pecados pasados, diciendo: "¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo estarás airado conmigo? Olvídate de mis pecados pasados. ¿Hasta cuándo dejaré esto para mañana? ¿Por qué no será en este mismo momento? ¿Por qué no terminarán en esta hora mis manchas y suciedades?" "Mientras hablaba de este modo continúa diciendo y lloraba amargamente, con mi corazón profundamente abatido, oí salir de la casa más próxima, una voz como de niño o niña, que decía y repetía cantando frecuentemente:
«Toma y lee, toma y lee». Contuve entonces el torrente de mis lágrimas, y me levanté sin poder pensar otra cosa sino que Dios me mandaba abrir el libro sagrado y leer el primer pasaje que encontrase. Agustín corrió donde tenía las Escrituras y abriéndolas al azar, sus ojos dieron con este pasaje: "Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia; sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne." Rom. 13:1314. Dice Godet, que el primero de estos versículos describe la vida de Agustín antes de su conversión, y el segundo la que llevó después.
"No quise leer más dice Agustín ni tampoco era necesario, porque con este pensamiento se derramó en mi corazón una luz tranquila que disipó todas las tinieblas de mis dudas."
Agustín dio las nuevas a Alipio de lo que pasaba en él, y éste también en aquella hora tomó la resolución de entregarse al Señor. Ambos se apresuraron en dar las nuevas a Mónica, la cual fue transportada de alegría al saber que su hijo era cristiano y que sus oraciones habían sido oídas.
Poco después fue bautizado por Ambrosio, al mismo tiempo que su amigo Alipio, y su hijo Adeodato. De regreso de África, buscó en la soledad y meditación, compenetrarse mejor de la mente de Cristo a quien había resuelto servir. En el año 391 fue ordenado presbítero y empezó a predicar con mucho éxito. Más tarde fue nombrado obispo de Hipona.
Además de las Confesiones, entre sus muchas obras, merecen citarse Contra los Maniqueos, Verdadera Religión, La Ciudad de Dios, y la última de sus obras, Retractaciones, en la que repasa lo que había escrito durante toda su vida, y se retracta de aquellas enseñanzas que llegó a reputar erróneas después que hubieron madurado bien sus ideas. Murió en el año 430, a los setenta y seis años de edad, después de haber trabajado asiduamente a favor de la causa que abrazó con tanta sinceridad, y legando a la posteridad un nombre que no reconoce igual entre los escritores de Occidente.

JERÓNIMO

Como filólogo, Jerónimo ocupa el primer lugar entre los cristianos de sus días. Nació de padres cristianos, probablemente en el año 346, cerca de Aquilea, en los confines de Dalmacia y Pannonia. Recibió su educación en Roma bajo la dirección del retórico Aelio Donato, iniciándose en los estudios gramaticales y lingüísticos, que no abandonó hasta el fin de su carrera. En esta ciudad profesó públicamente el cristianismo y después de efectuar algunos viajes resolvió radicarse en la Siria para estudiar el hebreo y los dialectos que de él se derivan, para lo cual entabló relaciones con un maestro judío, lo cual escandalizaba a muchos de sus correligionarios.
En 379 aparece en Antioquia, donde fue nombrado presbítero. En Constantinopla encontró a Gregorio Nacianceno, con quien mantuvo íntimas relaciones. En Roma emprendió con ardor la ardua tarea de revisar la traducción de la Biblia al latín, llamada Itálica, la cual era muy defectuosa a causa de las muchas variantes que se hallaban en las diferentes ediciones. De este trabajo resultó la Vulgata, nombre que se le dio porque estaba destinada para ser leída por el pueblo, al cual aun no se había privado del derecho de leer e interpretar la Biblia.
Entre otros trabajos literarios de Jerónimo, figuran sus Cartas y algunos Comentarios sobre las Escrituras que tienen más valor literario que exegético.
Los últimos años de su vida los pasó en Palestina, recluido en un convento donde continuó sus trabajos de escritor fecundo. Falleció a edad muy avanzada, en Belem, el año 420.

AVANCE DEL CLERICALISMO.

A medida que nos acercamos al fin de este período, año 604, notamos una pronunciada decadencia en la fe, vida y costumbres de los cristianos. Por todas partes, es verdad, se oyen gritos de protesta, los que demuestran que los verdaderos cristianos todavía existen, y que "la fe que fue dada una vez a los santos" cuenta con un gran número de testigos y defensores ardientes que no sucumben bajo el peso de las nuevas circunstancias creadas por la gran apostasía.
La fe ya no es la misma; una multitud de creencias anti-bíblicas obscurecen el brillo de la verdad traída al mundo por el Señor Jesucristo.
La organización ha degenerado en extremo; en lugar de congregaciones autónomas y altamente democráticas, hallamos las pretensiones episcopales de varios patriarcas, que terminan con un franco pronunciamiento hacia el papado, encarnación del despotismo espiritual y religioso.

LA ORGANIZACIÓN

En el Nuevo Testamento no hallamos ningún sistema artificiosamente elaborado de gobierno eclesiástico.
Cuando los discípulos disputaron acerca de cuál de ellos sería el mayor, el Maestro les dijo: "Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad, son llamados bienhechores; mas no así entre vosotros." Lucas 22:25, 26. Las iglesias no reconocían otro Maestro y Señor fuera de Jesucristo.
Todos los miembros eran iguales y ejercían libremente los dones que manifestasen. Los pastores u obispos elegidos por ellos mismos, sin la intervención de ningún poder extraño, eran hermanos a quienes el Espíritu Santo elegía primero, manifestándose esta elección por las obras que obraba el mismo Espíritu.
Pero a medida que se fue perdiendo el primitivo concepto de organización simple y natural de la iglesia local, empezó a ganar terreno el espíritu clerical, y los obispos de las grandes ciudades se enseñorearon de las iglesias más pequeñas, matando poco a poco en ellas la costumbre vigorizadora de manejar sus asuntos locales por medio del voto de todos los miembros. El obispo empieza a ocupar un lugar demasiado prominente, y el gobierno de las congregaciones queda por completo en sus manos. El obispo dejó de ser lo que había sido en los tiempos apostólicos y siglos inmediatos.
Oigamos lo que dice al respecto el distinguido historiador Mosheim: "Nadie confunda los obispos de la primitiva edad de oro de la iglesia, con aquellos de quienes leemos más tarde. Porque aunque ambos eran designados con el mismo nombre, diferían grandemente, en muchos sentidos.
Un obispo en el primero y segundo siglo, era un hombre que tenía a su cuidado una asamblea cristiana, que en aquel tiempo, por lo general, era tan pequeña que podía reunirse en una casa particular. En esta asamblea, él actuaba no con la autoridad de un señor, sino con el celo y diligencia de un siervo. Las iglesias, también en aquellos tiempos, eran completamente independientes; y ninguna estaba sujeta a jurisdicción exterior, pero cada una se gobernaba por sus propios oficiales y por sus propios reglamentos. Nada es más evidente que la perfecta igualdad que reinaba en las iglesias primitivas."
Referimos aquí lo que fue la organización de las iglesias apostólicas para que resalte el contraste que ofrecen con la organización al fin de este período, cuando los grandes patriarcas han tomado la dirección del rebaño. Los patriarcas de Constantinopla, de Alejandría y de Antioquia gobiernan en Oriente. El patriarca de Roma, en Occidente, aunque su autoridad no era generalmente reconocida en España ni en la Galia.

EL PAPADO

El nombre de sede apostólica fue dado a las iglesias que habían sido fundadas por los apóstoles o sus colaboradores. Este calificativo que hoy se usa sólo en singular se usaba en plural, y era aplicado tanto a Roma como a Alejandría, a Jerusalén, a Antioquia, etcétera.
No se reconocía a la Iglesia de Roma ningún primado ni superioridad. Pero siendo Roma la gran capital del mundo, los obispos de esa ciudad empezaron a creerse superiores a los demás y procuraron centralizar en ellos la autoridad suprema del gobierno eclesiástico. Ya en el año 190 manifestó esa ambición el obispo que figura con el nombre de papa Victorio I, quien quiso hacer valer su autoridad fallando sobre una cuestión que se había levantado sobre la fecha en que debía celebrarse la Pascua. Pero sus colegas de Oriente no quisieron tenerlo en cuenta.
A principios del siglo tercero, Serafín hizo tentativas para implantar el primado, pero tuvo que chocar con la voluntad férrea de Tertuliano, quien en tono de burla lo llama Pontifex Maximus, y obispo de obispos. Muchas veces los defensores del papado citan estas palabras de Tertuliano ignorando, o queriendo ignorar, que fueron dichas para mostrar el carácter pagano de las pretensiones del obispo de Roma.
A mediados del mismo siglo, al suscitarse la cuestión de la validez del bautismo administrado por los herejes, el obispo de Roma quiso imponer una norma de conducta: pero los obispos de Asia y de África, mayormente Cipriano, le desconocieron el derecho de intervenir en asuntos que no afectaban a su jurisdicción.
 La sede de Roma, no obstante, iba ganando terreno día a día. Rodeada de toda pompa y magnificencia exterior, atraía las miradas del mundo. Su situación política y geográfica, lo mismo que su brillo, contribuían a darle un primado moral, que se lo reconocían aún los que no aceptaban sus pretensiones. Las deliberaciones del Concilio de Nicea demuestran que el obispo de Roma era todavía en aquel tiempo un metropolitano como el de Alejandría o Antioquia.
El concilio de Calcedonia, reunido el año 451, tampoco reconoce primado a Roma; y claramente establece que Constantinopla tiene igual autoridad por ser la ciudad del emperador. Esta declaración del concilio colocó en estado de decadencia a los otros patriarcas y abrió la contienda entre Roma y Constantinopla que duraría largos siglos.
La rivalidad entre los obispos de las dos ciudades nombradas, llegó a su punto culminante cuando Gregorio I, obispo de Roma, protestó contra el título de obispo universal que usaba el de Constantinopla. Al atacar a su antagonista hace un terrible proceso del papado. Considera el título de obispo universal un nombre vanidoso, suntuoso y redundante; una palabra perversa, un título envenenado, que hace morir a los miembros de Cristo; un ensalzamiento perjudicial a las almas; una usurpación diabólica, y nombre inventado por el primer apóstata: el diablo. Quien se atreviese a usarlo sería el precursor del Anticristo, y más soberbio que Satanás.
No olvidemos que fue Gregorio I, papa, quien dijo estas cosas. "Las citas de San Gregorio dice muy bien el autor italiano Luigi Desanctis sobre esta controversia, son un documento perentorio para demostrar que el primado del papa era en el siglo sexto, mirado como una iniquidad, y un grandísimo pecado: y esto por uno que fue papa, que se llamó Gregorio el Grande, y a quien lo representan con el emblema del Espíritu Santo dictándole al oído lo que debe escribir, que es santo y doctor de la iglesia romana."
En el año 604 murió Gregorio I, y en el año 606 fue elegido papa Bonifacio III, quien por medio de bajas e indignas adulaciones al tirano Poca, consiguió se le diese el título de obispo universal, título que desde entonces han usado los que ascienden al papado.

IGLESIA Y ESTADO

Los emperadores continuaron interviniendo en todos los asuntos eclesiásticos y ejerciendo el patronato. Los favores que recibía la iglesia eran cada vez mayores. El permiso de recibir legados que le fue concedido, aumentó asombrosamente los bienes inmuebles de las comunidades.
El clero fue exceptuado del servicio militar, y de otros deberes públicos. Los bienes eclesiásticos quedaron exceptuados del pago de contribuciones, y a menudo se disponía del tesoro público a favor de ciertas obras y ciertas personas.
El Código o Institutos de Justiniano, promulgado el año 529, indica el carácter de esta unión. Se ve el deseo de cristianizar el Imperio por medio de leyes y medidas oficiales lo que, como siempre, dio funestos resultados. La esclavitud, si no abolida, perdió su antiguo carácter cruel. La vida humana, antes de tan poco valor, empezó a ser respetada; y ya no morían decenas y centenas de hombres en los combates de los gladiadores, los que llegaron a quedar del todo prohibidos.
Las relaciones de familia, que habían llegado a su último grado de relajación, fueron dignificadas en las nuevas leyes. Se limitó el derecho de los padres sobre los niños, y el infanticidio fue declarado crimen. La mujer adquirió más derechos y más nobleza. Las leyes contra la inmoralidad se hicieron severas, y el divorcio quedó limitado sólo a los casos más graves.
El estado también se constituyó en defensor de la ortodoxia, y éste fue el mayor de sus errores; pues para lograr su fin persiguió a los herejes. El Código de Justiniano califica de herejes a todos los que no se conforman a las creencias establecidas por la mayoría llamada Iglesia Católica, de modo que el rigor de la ley se aplicó a todos los que lucharon contra las innovaciones contrarias a la fe primitiva.

VIDA MONÁSTICA: ANTONIO

La corrupción de las iglesias y decadencia espiritual que caracteriza a este período, alarmó a muchas almas sinceras, que buscaron en el retiro y soledad un asilo donde poder vivir en contacto íntimo con Dios y ocupados completamente en el desarrollo de la vida interior. La intención que animaba a los primeros anacoretas y ermitaños era buena, pero completamente extraviada. Olvidaban que los cristianos tienen que ser la luz del mundo y la sal de la tierra; que Cristo oró para que los suyos fuesen librados del mal pero no quitados del mundo; y que los cristianos del tiempo apostólico, nunca pensaron en el retiro y soledad, sino en lidiar como buenos soldados en el campo de batalla de este mundo corrompido.
El origen del monaquisino lo hallamos en la persona y obra de Antonio, quien nació en el año 251, en la ciudad de Heptanome, en los confines de la Tebaida. Era hijo de una familia rica y respetable, en el seno de la cual recibió su primera educación religiosa. Sus estudios fueron rudimentarios, y nunca llegó a iniciarse en las lenguas griega y latina, que eran en aquel entonces la prueba de que uno había recibido alguna instrucción. Desde su juventud mostró una fuerte tendencia a la vida contemplativa, evitando siempre el trato con los muchachos turbulentos. Las cosas del mundo no le interesaban, pero un profundo espíritu religioso, y una gran ansiedad por las cosas divinas determinaban todos los actos de su vida. Era infaltable a las reuniones religiosas, y lo que él mismo leía en la Biblia y lo que oía leer en las reuniones, quedaba impreso en su memoria y corazón. Hay autores que aseguran que sabía toda la Biblia de memoria. Cuando tenía unos veinte años quedó huérfano, quedando a su cargo una hermana mayor y los demás intereses de la casa.
Un día, mientras se dirigía a la iglesia, su vivida imaginación le pintó el contraste que existía entre los verdaderos cristianos de las iglesias apostólicas, que vivían en amor y en comunidad, y los pretendidos cristianos de sus días, afanados puramente en cosas materiales. Preocupado con estos pensamientos entró en la iglesia donde oyó leer la siguiente porción del Evangelio: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; “ven y sígueme." Antonio creyó oír en estas palabras un mandamiento de Dios, dirigido a él mismo, ordenándole vender todos sus bienes y repartirlos a los pobres. Empezó por repartir su dinero y muebles entre los más necesitados de la aldea, y sus tierras las distribuyó también, quedándose sólo con lo necesario para atender las necesidades de su hermana, pero más tarde repartió aun esta parte, al leer en el Evangelio que no hay que afanarse por las necesidades del mañana. Dejando a su hermana bajo el cuidado de unas mujeres piadosas, una especie de monjas que vivían asociadas, se retiró a la soledad y empezó a vivir bajo el más rígido ascetismo. Se sostenía a sí mismo trabajando con sus propias manos, y lo que le sobraba lo daba a los pobres.
En el género de vida que adoptó cayó en el error de creer una virtud el ahogar los sentimientos naturales que Dios ha puesto en el hombre. Cada vez que se acordaba de su hermana o de otros deberes domésticos creía que era el tentador que procuraba hacerlo caer; y los más puros y sanos impulsos del corazón los atribuía a malos espíritus con los cuales se creía constantemente en guerra. Cada día iba alejándose más y más de los centros de población, hasta que se retiró a una lejana región montañosa, donde habitó veinte años entre las ruinas de un viejo castillo. Su fama de gran asceta fue extendiéndose, y por todo el Egipto se contaban acerca de él las cosas más extrañas.
Todos lo buscaban pidiendo sus consejos, y finalmente consintió en ser el director espiritual de muchos que querían imitarle en el género de vida que había adoptado. Entre éstos hubo no pocos que estaban cansados de un cristianismo que sólo servía para alimentar discusiones teológicas. El Egipto se llenó de estos ermitaños, quienes al asociarse constituyeron las primeras órdenes monásticas, que pronto fueron extendiéndose por todos los países del Oriente.
Antonio era el héroe entre ellos. A él acudían de todas partes para someterle sus pleitos y dificultades. Creyó que esta fama lo conduciría al orgullo y se retiró a una región aún más apartada donde nadie le conocía. Se dedicaba a la agricultura y a la fabricación de canastas que cambiaba por alimentos. Cuando se descubrió su paradero volvió a verse rodeado de admiradores.
En el año 311, bajo la persecución de Maximino, apareció en Alejandría, no buscando el martirio, sino para animar a los que tenían que sufrir. Cumplida su misión, sin ser molestado por los perseguidores, se retiró de nuevo a los desiertos.
En el año 352, cuando tenía ya más de cien años de edad, volvió a Alejandría. Todos los habitantes, y aun los sacerdotes paganos, procuraban ver "al hombre de Dios".
Los enfermos buscaban tocar el borde de su vestido esperando ser curador milagrosamente. Regresó de nuevo entre los monjes donde pasó los últimos años, encargando que su cuerpo fuese escondido para que no llegase a ser objeto de superstición.
La idea que tuvieron los primeros ermitaños fue muy pronto olvidada. La gente empezó a creer que la vida recluida era un mérito y que podían ganar el cielo por las mortificaciones del cuerpo. Las penitencias que hacían eran pueriles, pues no conducían a nada práctico, ni servían para el bien ni mejoramiento de ninguno. Se hicieron orgullosos, creyendo que eran superiores a los demás hombres. Para mortificarse inventaron todo género de penitencias. Cierto fraile vivía en una región donde no había agua, y creía que era una obra meritoria pasar las noches juntando el rocío. Muchos abandonaron el trabajo por creerlo incompatible con los votos de misticismo que había» hecho y se entregaron a la corruptora holgazanería, viviendo de las limosnas de sus admiradores.
En Italia, Francia y España, las órdenes monásticas, alcanzaron gran desarrollo debido principalmente a los trabajos do Benedicto. Este célebre monje nació en el año 480, de una rica familia italiana. Empezó la vida de ermitaño cerca de Roma, viviendo en una gruta, donde no tardó en verse rodeado de muchos partidarios, con quienes organizó comunidades. Para evitar los grandes escándalos que daban los monjes de otras órdenes. Benedicto sujetó a los suyos, a una severa disciplina, haciendo quo todos tuviesen alguna ocupación útil, como ser la labranza, los estudios y la enseñanza escolar de los niños que vivían en distritos rurales.
El aumento siempre creciente y alarmante de estas comunidades obligó a muchos a emprender contra ellas formidables campañas, siendo la más violenta la que encabezó un monje llamado Joviano, a quien Neander llama "el protestante de su tiempo”. Se levantó contra sus colegas sosteniendo que no había ningún mérito en renunciar al matrimonio y a los vínculos sagrados de la familia; que era posible y preferible ser santo en el mundo. Los monjes se alarmaron y consiguieron que fuese condenado por un Sínodo reunido en Roma en el año 390.
Tal es, en breves palabras, el origen de esas comunidades que tantas veces han levantado la viva protesta de los civiles que han visto en ellas, como en realidad lo son, un atentado a los sentimientos humanos y un peligro para la sociedad.

INNOVACIONES

No solamente en el orden disciplinario, sino también en la teología y culto, se notan grandes diferencias entre este período y el siglo apostólico. Al principio, Cristo era el Alfa y la Omega. No había creencia ni práctica que no tuviese a él por centro y por fundamento. Paulatinamente los cristianos, sin negar a Cristo ni rechazar su sacrificio, introducen nuevas ideas y nuevas costumbres que los distraen, y hacen apartar la mirada de aquel en quien habita la plenitud de la divinidad, y quien por los siglos de los siglos debe recibir el más completo homenaje de los que han sido redimidos por su sangre.

LA MARIOLATRÍA

El amor y recuerdo respetuoso que se tuvo desde el principio a la madre de Jesús, empezó a degenerar en una superstición y culto idolátrico. Los nestorianos se opusieron enérgicamente al título de "madre de Dios" que muchos .le daban, y sostenían que ella era sólo madre de Cristo, según la carne, pero no de su divinidad.
La doctrina de Nestorio fue condenada y abierta así el camino a la mariolatría. Un libro gnóstico del siglo tercero o cuarto, refiere la leyenda de la asunción de María, la cual, aunque popular, era tenida sólo como leyenda, y a nadie se le ocurría hacer de ella un hecho histórico. Pero los partidarios del culto a María empezaron a enseña' que hubo tal ascensión corporal, y Gregorio de Tours, a fines del siglo sexto, escribió como sigue:
"Cuando la bienaventurada María terminó su carrera en esta vida y fue llamada a salir de este mundo, todos los apóstoles, venidos de todas partes del mundo, estaban reunidos en su casa, y cuando oyeron que ella debía de partir, estaban velando con ella, y he aquí el Señor Jesús vino con sus ángeles, y tomando su alma, se la entregó a Miguel, el arcángel, y se fue. A la mañana los apóstoles tomaron el cuerpo con el lecho y lo colocaron en un sepulcro, y velaron, esperando que el Señor viniese. Y, he aquí, el Señor apareció por segunda vez y ordenó que fuese llevada en una nube al Paraíso, quien habiendo tomar" o de nuevo su alma, goza ahora de las bendiciones sin fin de la eternidad, regocijándose con su predilecto." El abate Migne hace notar que ese relato de Gregorio ha sido tomado del Líber de Transitu, del pseudo Melitón, que está clasificado por el papa Gelasio entre los apócrifos.

INVOCACIÓN DE LOS SANTOS

La costumbre de invocar a los santos tuvo origen en la exagerada veneración de que eran objeto los mártires y otros héroes de la fe. Las iglesias empezaron dedicando ciertos días del año para recordar los sufrimientos que los tales habían soportado, y se daba gracias a Dios porque tales hombres habían militado entre los cristianos, mostrando así que la fe que profesaban puede crear energía y valor. Se exhortaba al pueblo a imitar sus virtudes y seguir sus huellas.
Los panegíricos que se hacían en las iglesias, ensalzando con demasía a estos mártires, bajo el influjo de la hipérbole oratoria, fue creando la idea de que eran seres casi divinos; y pronto se estableció la costumbre de invocarlos como intercesores y mediadores, olvidándose la enseñanza de que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, según lo establece San Pablo en su 13 epístola a Timoteo.

LA EUCARISTÍA

Hemos visto cómo la cena del Señor era el centro del culto cristiano, y así continúa siendo aún en este período de innovaciones y cambios, aunque ya pueden hallarse algunas ideas que cambian fundamentalmente el carácter de ésta ordenanza. Se empieza a creer en la presencia real, y los elementos no se miran como símbolos del cuerpo y sangre del Señor.
En tiempos de Crisóstomo, vemos en sus obras, que aún no se conocía la costumbre de privar a los miembros de las iglesias de la participación del vino. Pero ya a mediados del siglo quinto, algunos intentan introducir lo que se llama comunión bajo una sola especie; pero tropiezan con la fuerte oposición de Gelasio, obispo de Roma, quien condena severamente la innovación y la hace cesar.

EL PURGATORIO

La idea de un fuego donde las almas tengan que purificarse después de la muerte, es ajena y contraria a las doctrinas del Nuevo Testamento, que enseñan que la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado. El primer cristiano que menciona un fuego purificador es Orígenes, en el siglo ni, quien sostenía la doctrina de la salvación universal y restauración final de todas las cosas. Gregorio el Grande es el primero que habla del purgatorio como de doctrina cristiana. Pronto se añade a ella la idea de que las oraciones podían ayudar a los que estaban en este fuego.
Esta innovación demuestra que había decaído la confianza en el valor infinito de los méritos de Cristo, que excluyen toda obra humana, y hacen inútil todo otro sacrificio.

TEMPLOS E IMÁGENES

La riqueza siempre creciente de las iglesias, y los continuos donativos de príncipes y ofrendas de ricos y pobres, facilitaban la construcción de edificios artísticos destinados al culto, y cada vez se daba más importancia al lugar donde éste se celebraba. Las primeras estatuas y pinturas introducidas en estos edificios dieron lugar a muchas y largas controversias, aun cuando se destinaban sólo al ornato y a la instrucción del pueblo, y en ningún caso a la adoración o veneración.
Pero en las comunidades que acababan de salir de la idolatría, estas representaciones no podían sino ser un tropiezo a los indoctos. Un obispo de Marsella, viendo que las imágenes conducían a la idolatría, mandó destruirlas, y cuando el caso llegó a oídos del papa Gregorio, éste le escribió diciendo que lo alababa por su celo contra la adoración de cosas hechas con manos, aunque no aprueba su iconoclasmo y sostiene que las imágenes son los libros de los ignorantes.
"Si alguien quiere hacer imágenes dice no se lo impidas, pero por todos los medios impide el culto de las imágenes. ‘‘Estas pinturas fueron matando el verdadero carácter del culto cristiano, y llevando al pueblo a una nueva forma de paganismo. Las imágenes adquirieron gran valor ante los ojos de los adoradores, y pronto se llegó a confiar en ellas mismas y a creerlas milagrosas. La imaginación popular se encendía al oír los relatos de las maravillas que se les atribuían y la gente iba cada vez más depositando en ellas su confianza.

LOS DONATISTAS

Ya dos veces la conciencia cristiana había protestado contra las ideas paganas que invadían las iglesias. Fueron primeramente los montañistas, pidiendo la rehabilitación del sacerdocio universal de los creyentes; y luego los novacianos, abogando en favor de la pureza de las iglesias y exclusión de los miembros indignos. Una tercera protesta fue hecha por los donatistas.
Un obispo africano, llamado Donato, protestó a raíz de ciertas irregularidades que tenían lugar en Cartago, y los que se unieron a él fueron llamados donatistas. Seguramente, no fue su intención separarse de los otros cristianos, pero las cosas tomaron un giro tal, que toda reconciliación fue imposible.
Los donatistas cometieron el error de apelar al emperador y esperar que su protección hiciese triunfar la causa que creían justa. Felizmente tuvieron mal resultado y pudieron aprender que la obra de Dios no se hace con la ayuda del siglo, y llegaron a ser fuertes enemigos de la unión de la iglesia con el estado. "¿Qué tiene que ver el emperador con la iglesia? decían. ¿Qué tienen que hacer los cristianos y los obispos con los reyes y la corte imperial?" Los concilios habían condenado el anabaptismo, y como los donatistas recibían por medio del bautismo a los que se unían a ellos, quedaron expuestos a las medidas de rigor que el estado empezó a emplear so pretexto de mantener la unidad de los creyentes.
La persecución, lejos de abatirlos, aumentaba su fervor, y eran así más estimados, por el pueblo, que los veía sufrir y que tenía en ellos una demostración de viva piedad y santidad cristiana. Algunos, deseosos de verles volver al seno de la catolicidad, entablaron con ellos trato y discusión, sobresaliendo San Agustín, obispo de Hipona.
Agustín escribió un tratado en el que sostenía que el bautismo administrado a los adultos les era sin provecho mientras quedasen fuera de la iglesia universal. Los donatistas, por su parte, le respondieron que la iglesia debía excluir de su seno a los miembros indignos, conocidos por pecadores manifiestos. Se apoyaban en las reglas dadas por San Pablo en la Primera Epístola a los Corintios, y en otros pasajes, y sostenían que una iglesia que no observa estas reglas pierde su carácter de santidad y pureza que le es esencial.
Agustín contestó que la disciplina era, sin duda, un medio eficaz, pero que librar a la iglesia de pecadores, aun manifiestos, era una imposibilidad; que en el estado actual de la iglesia había que tolerar algunos males para evitar otros peores, y conservar influencia sobre personas que podían enmendarse. Para apoyar esta opinión, se refería, como los multitudinistas de nuestros días, a las parábolas de la cizaña y de la red, dejando la separación para el día final.
Los donatistas contestaron que en estas parábolas no se hace referencia a una mezcla de buenos y malos en las iglesias, sino en el mundo, y que se referían a los hipócritas que se mezclan cubiertamente con los cristianos. Que ellos tampoco pretendían estar completamente separados de esta clase de pecadores, sino de aquellos que llevan una vida manifiestamente mala.
La controversia con ellos versaba también sobre el empleo de armas para defender los intereses de la causa cristiana, y los donatistas atacaban violentamente a los que servían del poder civil tiara perseguir a los que no creían como ellos.
Por cerca de tres siglos, los donatistas continuaron su obra siendo muy numerosos en África.

Sobre el movimiento donatista se tienen muy pocos documentos informativos. El Dr. Benedict, que hizo sobre esto un estudio especial, llegó al convencimiento de que es falso casi todo lo que se ha escrito en contra de ellos, y formula juicios altamente favorables al carácter cristiano de las iglesias que ellos componían.