LA PERSECUCIÓN DE DIOCLECIANO.
Estamos
ya a comienzos del siglo cuarto. Los cristianos disfrutan de paz en casi todo
el Imperio, y nada hay que haga temer una posible persecución, tan larga y tan
cruel como la que pronto tendrá que sufrir.
Es
imposible saber el número de personas que profesaban el cristianismo en esta
época, pero el crecimiento había sido tan prodigioso, que no había ciudad ni
pueblo donde no se contasen por millares. Estos pertenecían a todas las clases
sociales, y hasta en el mismo palacio imperial ocupaban puestos importantes. El
nombre de cristiano ya no causaba el horror que había causado en siglos anteriores.
Es doloroso, sin embargo, tener que reconocer que esta mejor reputación no
siempre la habían ganado por medio de un testimonio más fiel, sino por medio de
mayor compromiso con el mundo del cual tenían que mantenerse separados. La
piedad había decaído mucho; el primitivo amor había sido perdido; la forma
externa de la piedad subsistía, pero su eficacia era negada con mucha frecuencia,
de modo que el testimonio que daban los que llevaban el nombre de cristianos,
no era siempre lo que había sido en otras épocas de menos tolerancia de parte del
estado.
Una
tremenda persecución se acercaba, la cual pondría a prueba la sinceridad de la
fe de los que militaban en las iglesias. Dios, en su alta sabiduría, iba a
hacer pasar por el fuego a su pueblo, para que se conociese los que eran suyos,
y saliesen purificados como oro. Diocleciano era el emperador, y él
personalmente era un hombre de quien no se podía esperar verle mezclado en un
acto de esta naturaleza. Su esposa Frisca y su hija Valeria, si no cristianas
militantes, simpatizaban con el cristianismo, que sin duda llegaron a conocer
por medio de alguno de los muchos creyentes que había en la casa imperial. Pero
la influencia de Galerio, su yerno, quien gobernaba en Oriente, prevaleció
sobre Diocleciano para hacerle consentir en llevar a cabo un ataque que fue paulatinamente
recrudeciendo, hasta convertirse en una de las más espantosas y largas
persecuciones que la historia recuerda.
Las
primeras manifestaciones de la prueba se hicieron sentir en el ejército, donde
muchos cristianos se hallaban prestando servicio. Recordaremos que la profesión
militar era tenida, por muchos creyentes, como incompatible con la vida
cristiana, y cuando alguno se oponía a incorporarse a las filas o a participar
de las ceremonias paganas que tenían lugar en el ejército, ya estaba expuesto a
una prueba que sólo terminaba con la muerte. Leemos acerca de un tal Maximiliano,
conscripto de Numidia, que rehusó decididamente tomar las armas, alegando que
era cristiano y que por lo tanto no podía hacerlo. "No puedo vestir el emblema
de vuestro servicio porque yo visto el emblema de Cristo" contestó a los
que querían persuadirle a no exponerse a la muerte. Permaneció fiel a su
resolución y fue decapitado. En el mismo distrito un centurión llamado Marcelo,
el día en que se celebraba una gran festividad, públicamente rehusó participar
del festín pagano, y renunció a la profesión militar. Llevado ante el tribunal fue
condenado a ser decapitado.
El
primer asalto con que se inició la persecución fue llevado a cabo en Bitinia,
en el año 303, en la ciudad de Nicomedia, donde el emperador estaba
conferenciando con Galerio. Largas fueron las conferencias celebradas, y al fin
Galerio consiguió inducir a Diocleciano a pronunciarse en contra del
cristianismo, aunque bajo la condición de que no hubiese derramamiento de
sangre. El 23 de febrero, al amanecer, una banda de hombres, encabezada por el
prefecto de la ciudad, atacó la casa de cultos más grande que había en
Nicomedia. Fue grande la sorpresa de los atacantes al no hallar ninguna imagen.
Hallaron en cambio ejemplares de las Sagradas Escrituras, que inmediatamente
arrojaron a las llamas. El edificio estaba situado en un lugar alto y se veía
distintamente desde el palacio que ocupaban Diocleciano y Galerio, quienes
estaban presenciando el pillaje y discutiendo si era o no conveniente incendiar
el edificio. Galerio deseaba verlo reducido a cenizas, pero prevaleció el buen
criterio de Diocleciano, quien hizo notar que no se podía ordenar el incendio
de la casa de los cristianos, sin que otros edificios importantes fuesen
destruidos también por las llamas.
Al día
siguiente, apareció el primer decreto de los cuatro que fueron promulgados
durante esta persecución, el cual estaba concebido en estos términos: "Las
reuniones de los cristianos, con fines religiosos, quedan prohibidas; las iglesias
cristianas tienen que ser derribadas, y quemados todos los ejemplares de la
Biblia; los que ocupan puestos de honor o rango tienen que abjurar la fe o ser
degradados; en los procesos judiciales debe emplearse la tortura contra los
cristianos, de cualquier rango que sean, los de rango inferior que no ocupan
puestos oficiales serán privados de sus derechos de ciudadanos y libres, y los
esclavos, mientras permanezcan cristianos, no podrán recibir libertad".
Como se ve, no se trataba de dar muerte ni procesar a los cristianos, sino de
prohibirles sus cultos, destruirles sus libros, quitarles los derechos civiles,
a fin de que por falta de acción y propaganda, pronto se extinguiesen. Un
cristiano al leer el decreto fijado en un lugar público se indignó al punto de
despedazarlo delante de todos los que lo leían y comentaban. Esta bravata no condujo
a nada práctico a favor de la idea que quería defender y sólo sirvió para dar a
los paganos un motivo de venganza, lo que hicieron torturándolo y luego
haciéndolo perecer en la hoguera.
Un
incendio que estalló en el palacio donde residían Galerio y Diocleciano fue
atribuido a los cristianos, pero nadie conocía a otro culpable sino al mismo
Galerio, que repetía la triste farsa de Nerón al culpar a los cristianos del incendio
de Roma. Pero el pretexto bastó para que se extremasen las medidas violentas.
Todos los familiares de la corte, entre los que había muchos cristianos, fueron
sometidos a la tortura para conseguir que los supuestos culpables fuesen
descubiertos. Las mismas Frisca y Valeria no escaparon al rigor de las medidas,
y se les obligó a que ofreciesen sacrificios a los dioses como acto de
demostración pagana que haría desaparecer las sospechas que algunos abrigaban
acerca de sus simpatías a la causa perseguida.
El
edicto se hizo conocer en todas partes, causando el estupor consiguiente a
todos aquellos contra quienes estaba dirigido. Una de las características de
esta persecución es el ataque llevado contra los escritos que servían de base a
la fe cristiana. Al entrar los soldados en las iglesias, se apoderaban de todos
los libros, y las casas de los obispos y hombres doctos eran requisadas
cuidadosamente, y cuanto libro caía en manos de esos censores ignorantes, iba
directamente a las llamas. El cuidado puesto por los que amaban la palabra de
Dios, pudo, sin embargo, hacer fracasar el plan destructor de los enemigos de
la verdad.
El
erudito historiador Neander, al referirse a este hecho dice así: "Es
evidente que el plan consistía en extirpar totalmente al cristianismo. Había
algo de nuevo en la determinación de privar a los cristianos de sus escritos religiosos
En las anteriores persecuciones se esperaba suprimir la secta suprimiendo a los
maestros y directores. Ahora ellos se habían dado cuenta de la importancia de estos
escritos para preservar y propagar la fe cristiana. Y no hay duda, que la
destrucción de todo ejemplar de la Biblia (si esto hubiera sido posible)
hubiera sido más eficaz que la destrucción de los testigos vivos de la fe, cuyas
muertes sólo lograban hacer levantar un número mucho mayor, que venían a ocupar
sus puestos. Además, si hubiera sido posible destruir todo ejemplar existente
de las Escrituras, se hubiera cortado la misma fuente de la cual brota
continuamente, con fresca e invencible energía, el verdadero cristianismo y la
misma vida de la iglesia.
Por
mucho que los predicadores del evangelio, los obispos y los ministros, podían
ser ejecutados no más, todo era en vano, mientras este libro, por medio del
cual podían formarse nuevos predicadores, quedase en poder de los cristianos.
Es cierto que la transmisión del cristianismo no era inseparable y
necesariamente unida a las Escrituras. Escrita no en tablas de piedra, sino en
las tablas del corazón, la divina doctrina, una vez alojada en el corazón humano,
podía por su propio poder preservarse y propagarse para siempre. Pero expuesta
a las muchas fuentes de corrupción que existen en la naturaleza humana, el
cristianismo, sin la fuente de las Escrituras a la cual recurrir para recobrar
su pureza, hubiera sido oprimido, como lo enseña la historia, bajo el peso de
errores y corrupciones, y pronto habría sido imposible reconocerlo. ¿Pero era
posible a la arrogancia humana llevar a cabo este pérfido plan para la
supresión del cristianismo? El brazo del despotismo puede olvidar todos los
derechos privados; ¿pero le era posible llegar tan lejos como a destruir todo
ejemplar existente de las Escrituras, no sólo los que se hallaban en las
iglesias, sino los que había en las casas particulares? El reino de las
tinieblas, fiel a su carácter, pudo ciegamente imaginarse que nada escaparía a
su investigación, y que por el fuego y la espada, podía destruir lo que estaba
guardado por un poder superior y por la providencia".
La
guerra al libro se lleva a cabo con todo vigor, pero grande fue el empeño de los
cristianos para sustraer de las manos de los soldados el rico tesoro de la
Palabra de Dios. Muchos preciosos manuscritos cayeron, sin duda, en poder de
los destructores, pero muy lejos estuvieron de ver realizado su diabólico
intento: "¿Dónde están tus Escrituras?", preguntaron a un cristiano.
"En mi corazón", fue la respuesta. En muchos casos entregaron libros
de herejes, o escritos de poca importancia, que los soldados y magistrados no
sabían distinguir de las Biblias.
Pocas
semanas después fue promulgado un segundo edicto en el cual se tomaban medidas
más crueles que las de destruir edificios y libros. Aun se mantenía el
propósito de que no hubiese derramamiento de sangre, pero se ordenaba que los
dirigentes de las iglesias fuesen encarcelados. Desde entonces los fieles
testigos del Señor se vieron expuestos a indecibles sufrimientos. Un autor antiguo
dice que los subterráneos que anteriormente habían servido para guardar
criminales, se vieron bien pronto llenos de obispos, presbíteros, diáconos,
lectores y multitud de cristianos de toda categoría. Este segundo edicto fue
lanzado porque Diocleciano temía que los cristianos se levantasen en armas
contra su autoridad, temor infundado, sin duda, pero que sus malos consejeros presentaban
como inminente, a fin de hacerle consentir en las medidas más severas que ellos
deseaban ver empleadas.
Aunque
el edicto iba dirigido sólo contra los que ocupaban puestos en las iglesias, en
algunas partes la persecución se hizo de carácter más general y afectaron a todos
los cristianos. El primer edicto prohibía las reuniones cristianas, y los
discípulos, fieles al principio de que es menester obedecer antes a Dios que a
los hombres, continuaban reuniéndose para celebrar los actos de sus cultos.
Esto daba origen a que muchos fuesen procesados y sometidos a duras pruebas. En
la Siria, donde gobernaba el cruel Galerio, y en el África, bajo Maximino, la persecución
fue horriblemente sanguinaria y cruel. Como el edicto no especificaba qué clase
de castigos había que dar, se creía que toda medida severa debía emplearse para
hacer respetar el despotismo de los malos gobernantes.
Los
siguientes casos servirán para demostrar el heroísmo y fervor de muchos de los
llamados a soportar la prueba. En un pueblo de Numidia, un grupo de cristianos
fue sorprendido mientras estaban reunidos en casa de un lector de las
Escrituras, para celebrar la comunión y leer la Palabra de Dios. Muchos de
ellos eran jóvenes de corta edad. Todos fueron conducidos a la cárcel y
sometidos a la tortura. Fueron llevados a Cartago, y en el trayecto no cesaban
de cantar himnos al Señor. Uno de ellos, en medio de sus sufrimientos, clamaba
fervientemente: "Vosotros estáis procediendo mal, hombres desdichados,
mortificáis a los inocentes. No somos malhechores, no hemos cometido ningún
delito. ¡Dios, ten misericordia de nosotros! ¡Te doy gracias, Señor, dame
fuerzas para sufrir en tu nombre! ¡Libra a tus siervos de la esclavitud de este
mundo! ¡Te doy gracias, y sin embargo no tengo fuerza para dártelas! ¡Gloria!
¡Gracias al Dios del reino! ¡Ya aparece, el reino eterno e incorruptible! ¡OH,
Señor, nosotros somos cristianos, somos tus siervos, Tú eres nuestra
esperanza!" Mientras estaba orando así el procónsul le observó que debía
haber obedecido la ley del emperador, a lo que contestó resueltamente que él no
respetaba otra ley sino la de Dios, y que por ella estaba pronto a morir.
Otro
exclamaba: "¡Ayúdame, Señor, ten piedad de mí, preserva mi alma y no
permitas que sea confundido! ¡Dame poder para sufrir!"
Dirigiéndose
al lector en casa de quien habían sido hallados reunidos, dijo el procónsul:
"Usted no debió recibirlos en su casa". El lector contestó: "Me
era imposible dejar de recibir a mis hermanos''. "Pero debió respetar los
decretos del emperador", dijo el procónsul. El lector respondió:
"Dios es más que el emperador".
Entre
los prisioneros estaba una joven cristiana llamada Victoria, cuyo padre y
hermano eran aún paganos. Su hermano vino a la prisión para persuadirla a
renunciar al cristianismo, y así asegurar su libertad. Al ver que nada podía
conseguir, dijo que ella había perdido la razón. El procónsul le preguntó si no
estaba dispuesta a irse con su hermano. Ella contestó negativamente, diciendo:
"No, porque yo soy cristiana, y son mis hermanos los que cumplen con los
mandamientos de Dios'.
Un
muchacho llamado Hilario demostró también la firmeza de su fe en medio de las
pruebas. El procónsul creía que sería fácil intimidarlo con amenazas, pero serenamente
respondió: "Haced lo que os parezca mejor, yo soy cristiano".
A fines
del año 303 salió el tercer edicto, concediendo una amnistía condicional. Los
presos que quisiesen su libertad tenían que ofrecer sacrificio a los dioses, y
al que rehusase había que aplicarle la tortura como castigo. En Antioquia sólo
uno permaneció fiel, pero en otras ciudades fue considerable el número de los
que perseveraron hasta el fin, rechazando la libertad que se les ofrecía bajo
esas condiciones.
En
abril del año 304 se promulgó el cuarto edicto, más riguroso que los
anteriores, pues era dirigido contra todos los cristianos en general. En las
ciudades se leían los bandos en las calles, ordenando que hombres, mujeres y niños,
tenían que acudir a los templos paganos a ofrecer sacrificios, como acto de
sumisión a la religión del Estado, y por lo tanto como acto de abjuración de la
fe cristiana. Se llegó al punto de confeccionar listas con los nombres de
aquellas personas que eran conocidas por su fe, y de todos los que eran
sospechosos, y se les citaba nominalmente para que se sometiesen a la voluntad
del emperador. Las puertas de las ciudades eran guardadas rigurosamente para
que ninguno pudiese huir. Los que no daban satisfacción eran encarcelados.
Muchos lograron permanecer escondidos largo tiempo, pero las medidas tomadas
para que cayesen en poder de las autoridades eran de tal naturaleza que tarde o
temprano eran prendidos.
Algunos
escritores han querido disminuir los horrores de esta persecución, alegando que
los edictos no ordenaban dar muerte a los cristianos. Esto es cierto, pero no
hay que olvidar que un decreto que ordenaba que todos los cristianos ofreciesen
sacrificios, era en sí un decreto que ordenaba castigar a los que no
obedeciesen. Los castigos tenían que ser aplicados por los procónsules, y donde
éstos eran adversos a la fe de Cristo, allí los ejecutados fueron numerosos y
los castigos impuestos de los más severos.
En el
año 305, Diocleciano y Maximino renunciaron al poder imperial, y fueron
sucedidos por Constancio en Occidente y Galeno en Oriente. El primero de éstos
era algo favorable a los cristianos, lo que dio un período de relativa paz a
las iglesias de Italia, España, Galia y África, pero murió en el año 306 y bajo
los disturbios políticos que siguieron a su muerte, las iglesias quedaron a la merced
de los gobernadores locales, y por lo menos España tuvo entonces su legión de
mártires.
En
Oriente, Galerio, sin tener quien le molestase, pudo llevar adelante sus
horribles planes de exterminio, y el reinado del terror que implantó fue tal
vez la prueba más dura por la cual atravesaron los cristianos primitivos. Ser
cristiano bastaba para estar privado de todo derecho. Muchos fueron llevados a
las minas de Palestina a trabajar forzadamente entre los condenados por
crímenes, muchos fueron mutilados y los más prominentes ejecutados en medio de indecibles
tormentos. Mujeres y niños eran objeto de aquella crueldad diabólica, y Galerio
se jactaba de que en sus dominios el cristianismo había sido suprimido.
Pero el
opresor de tantos inocentes no podía escapar al juicio divino. En el año 311,
una espantosa enfermedad, de la cual, como otros tiranos, moriría comido de
gusanos, los postró a la inacción. En estas horas de tormentos tuvo la virtud
de recapacitar sobre lo que había hecho, y la conciencia le atormentaba al
recordar los sufrimientos que había ocasionado a tantas víctimas inocentes.
Entonces promulgó un edicto poniendo fin a la persecución. "Un edicto
curioso, medio insolente y medio suplicante, que empieza insultando a los
cristianos y termina pidiendo que oren por él a su Señor". Declara que la
intención suya había sido la de traer a los cristianos a la religión de sus antepasados.
Les reprocha el estar divididos en una multitud de sectas. Confiesa que le ha
sido imposible hacer que los cristianos cambiasen de intento, y termina declarando
que quiere mostrar su bondad permitiéndoles ser cristianos, y pide que oren por
su prosperidad personal y la del estado.
Así
terminó esta horrible persecución, tan larga y tan cruel, que demostró al
mundo, una vez más, qué dura cosa es dar coces contra el aguijón. Los déspotas
pueden ensayar toda forma de aniquilación. Todo será en vano, porque uno mayor
que los señores de este mundo dijo al anunciar que fundaría su iglesia:
"Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella".
CONSTANTINO.
Nada
más difícil que ser justo con este personaje. Sus actos no permiten colocarlo
entre el número de los verdaderos discípulos de Cristo, y al mismo tiempo es imposible
desconocer su sinceridad y profundas simpatías al cristianismo. Su actuación en
relación con los cristianos fue, sin duda, equivocada, pero él no fue el único
culpable de sus errores. Los mismos obispos que le rodeaban deben cargar con
mucha de la responsabilidad. Acerca de su primera educación religiosa no se
poseen da los suficientes. Su padre demostró alguna inclinación al cristianismo.
Su madre Elena, si no cristiana declarada, era también adicta al credo de los
que tanto sufrían por su fe. Como los cristianos eran numerosos, no es extraño
que Constantino haya tenido trato con algunos de ellos en su juventud, y que
esto lo haya predispuesto en su favor. Fue testigo de la persecución bajo
Diocleciano. Se encontraba en Nicomedia cuando ésta principió, y las escenas de
fanatismo y barbarie que presenció, formaban un notable contraste con las ideas
de tolerancia que profesaba su padre. Pudo ver que en el cristianismo había
algo que no podía ser destruido ni con fuego ni con la espada más aguda.
Cuando
fue proclamado Augusto por las legiones que su padre había conducido a
Britania, es decir el año 306, se mostró aún ligado al paganismo y en el año
308 ofreció sacrificios en el templo de Apolo por la buena marcha de su
reinado. Creía que era deudor a los dioses por la buena suerte de su carrera.
Sólo después de sus victorias contra Magencio es que hace sus primeras
declaraciones públicas en favor del cristianismo, esto es, en el año 312,
cuando llegó a ser único emperador de Occidente.
Las
circunstancias que produjeron este cambio en la conducta de Constantino tienen
como única explicación lo que se llama la historia de la visión de la cruz.
Daremos el relato como ha sido transmitido a la posteridad por Eusebio, quien
dice que se lo relató al mismo Constantino, asegurándole con juramento que todo
lo que le decía era la pura verdad. He aquí el relato.
Cuando
Magencio estaba haciendo sus preparativos para entrar en campaña y se encomendaba
a los dioses de su predilección, observando escrupulosamente las ceremonias
paganas, Constantino se puso a pensar en la necesidad que tenía de no confiar únicamente
en la fuerza de sus armas y valor de sus soldados, Los fracasos de los últimos
emperadores disminuían su confianza en el poder protector de los dioses, y
vacilaba acerca de la actitud que debía asumir. El ejemplo de su padre, quien
creía en un solo Dios omnipotente, le recordó que no debía confiar en ningún otro.
Se dirigió por lo tanto a este Dios, pidiéndole que se le revelase y que le
diese la victoria en la próxima batalla que estaba por librar. Mientras estaba
orando vio, suspendida en los cielos, una cruz refulgente y debajo de ella esta
inscripción: Tonto Nika. Se dice que la visión fue vista por todo
el ejército que se dirigía a Italia, y que todos se llenaron de asombro.
Probablemente la inscripción fue vista en el idioma del emperador, el latín: In Hoc Signo Vinces lo que significa: Con este
signo vencerás. Mientras
Constantino estaba pensando en la visión, Cristo le apareció en sueños con el
mismo símbolo que había visto en el cielo, y le dijo que formase una bandera
según ese modelo para usarla como protección contra los enemigos.
Esto
dio origen al lábaro, estandarte que está suspendido en una cruz y que lleva la
X como monograma de Cristo. Después de esta visión, Constantino hizo llamar a
varios maestros cristianos, a quienes preguntó acerca de sus creencias y de la
significación del símbolo que le había aparecido,
La
visión puede ser muy bien el fruto de la mente exaltada de Constantino y la
exageración que siempre sigue a los hechos de esta naturaleza, pudo añadir que
todo el ejército la vio. El sueño en el cual él vio a Cristo, también pudo haber
sido cierto, pero no hay que deducir que se trate de una aparición real de
Jesucristo. El príncipe de la paz diseñando un estandarte de guerra, es una
idea que pudo tener Constantino u otro militar entusiasta, pero que no está de
acuerdo con las ideas enseñadas por Cristo. Rafael pudo imaginar a los ángeles
volando por encima de los cadáveres de los soldados del ejército vencido, pero
no es por esto dado admitir que el cielo se complazca en acciones de guerra.
Estas ideas caben en las doctrinas del Antiguo Testamento, pero no son
admisibles en el Nuevo.
Desde
entonces la cruz empezó a ser un amuleto, tanto para los militares como para
los civiles. La confianza en el Cristo vivo fue sustituida por la confianza en
la cruz material. Esto llegó a ser una verdadera superstición que repugna a la
espiritualidad de las ideas cristianas. En el foro fue levantada la estatua del
emperador sosteniendo una cruz con esta inscripción: "Por medio de esta
señal saludable, el verdadero símbolo del valor, liberté a vuestra ciudad del
yugo del tirano".
En el
año 313 se promulgó en Milán el edicto por medio del cual se concedía la
libertad de profesar el cristianismo. Al mismo tiempo se concedía este derecho
a todas las religiones. Desde este edicto data lo que se llama la paz de la
iglesia.
También
se ordenaba que las propiedades de los cristianos que habían sido confiscadas
durante la última persecución, fueran devueltas a sus primitivos dueños,
indemnizando los perjuicios que sufriesen los que habían adquirido esas propiedades.
Desde
que Constantino tomó esta actitud con los cristianos, aumentó considerablemente
el número de los que abandonaban el paganismo. Las iglesias se hicieron cada
vez más multitudinistas. No se exigía para ingresar a ellas pruebas de una
genuina conversión y todo se reducía a una mera profesión exterior. Las
costumbres simples que habían caracterizado a los cristianos, empezaron a desaparecer.
El lujo y la pompa entró en las iglesias, y el espíritu ceremonial se manifestó
cada vez más profundo.
Constantino
se rodeó de consejeros que profesaban el cristianismo, pero que habían perdido,
o nunca conocido, la piedad real. Otros que en días de pruebas se habían mantenido
cerca del Señor, al verse favorecidos por el monarca, se hicieron mundanos,
perdiendo toda influencia espiritual. Los altos cargos en el palacio imperial
fueron confiados a cristianos nominales y estos favores contribuían a que las
iglesias se llenasen de hipócritas que veían en la profesión del cristianismo
un medio fácil de alcanzar distinciones oficiales. Los obispos y demás dirigentes
del cristianismo, lejos de impedir estas manifestaciones de hipocresía, parece
que se hallaban muy satisfechos del nuevo rumbo que tomaban las cosas.
No
obstante, Constantino no había renunciado al paganismo, en cuyos actos
participaba por varios años más, después del edicto de Milán. Nunca abandonó el
título de Pontifex Maximus del paganismo y en muchos de sus actos demuestra
inclinación a la superstición que por otra parte se esforzaba en destruir.
En
varios casos aparece como queriendo emplear la fuerza para hacer desaparecer
las viejas y caducas formas del culto, pero sus ataques al paganismo siempre
tuvieron algún justificativo delante de la opinión pública, porque iban
dirigidos contra los actos en que se manifestaba el espíritu bajo e inmoral de
aquel culto. Hizo demoler el templo y bosque sagrado de Venus en Apaca, de
Fenicia, porque era notorio que aquel centro de pretendida devoción era un
verdadero lupanar y foco de la más grosera inmoralidad. Por la misma razón hizo
suprimir los ritos abominables que tenían lugar en Heliópolis de Fenicia.
También suprimió un célebre templo de Escolapio en Sicilia, frecuentado por
muchos peregrinos que acudían llevados por la fama de los sacerdotes que pretendían
tener poderes sobrenaturales para curar toda clase de enfermedades. El templo
estaba lleno de ofrendas donadas por las personas que se creían deudoras al santuario.
Para poner fin a tanto engaño Constantino ordenó que el templo fuese demolido.
Muchos de los objetos de arte que habían adornado éste y otros templos fueron
llevados para adornar el palacio imperial.
La
destrucción de templos paganos y los favores manifiestos acordados a los
cristianos, en nada contribuían en favor del verdadero carácter religioso del
pueblo. Los que eran paganos de convicción seguían siéndolo con más fervor,
otros caían en un completo escepticismo y los que venían a aumentar las filas
de los cristianos, no traían la base de la regeneración que sólo puede hacer
eficaz la profesión de un credo que pide a sus adeptos una vida santa y
ejemplar.
Una
medida que tuvo grandes consecuencias en la futura historia del cristianismo
fue la fundación de la ciudad de Constantinopla. El emperador parece no
hallarse a gusto en una ciudad cuyo carácter pagano no era fácil hacer desaparecer.
No hay dudas de que causas políticas también influyeron sobre el ánimo de
Constantino cuando resolvió mudar la capital a la nueva ciudad que levantaba dándole
su nombre. Roma era el centro del paganismo y al iniciar una nueva orientación
en los destinos de la nación, también quería tener una nueva capital donde el
arte cristiano substituyese el arte de la gentilidad y donde las nuevas
instituciones pudiesen florecer sin obstáculo.
Sobre
la vieja ciudad de Bizancio, situada en uno de los puntos más estratégicos del
universo, se levantaría la nueva capital, la nueva Roma, llamada a ser el
centro de la mitad del Imperio durante largos siglos. Dentro de sus nuevos y
fuertísimos muros no habría templos paganos que hiciesen recordar al pasado en
decadencia. Por todas partes se levantarían iglesias cristianas decoradas con
un arte nuevo y despojado de todo recuerdo del viejo sistema.
Los
mejores obreros de todo el Imperio fueron enviados a trabajar en los magníficos
palacios que ostentaría ese nuevo centro de cultura. Todos contribuían
entusiastas a la realización del sueño dorado de Constantino. Las ciudades de
Grecia eran despojadas de sus mejores obras de arte, que eran llevadas para
contribuir al embellecimiento de Constantinopla.
En el
año 321 Constantino publicó el siguiente edicto, relacionado con el descanso
dominical, que los cristianos observaban ya desde los tiempos de los apóstoles:
"Que todos los jueces y todos los que habitan en las ciudades, y los que
se ocupan en diferentes oficios, descansen en el venerable día del sol, pero
que se deje a los que están en el campo, usar de su libertad para atender los
trabajos de la agricultura, porque a menudo sucede que otro día no es apropiado
para sembrar grano y plantar viñas, no suceda que se pierda la ocasión
favorable que el cielo conceda".
Este
decreto fue dado con el objeto de favorecer a los cristianos, haciéndoles más
fácil la observancia del día dominical. Es sabido que les era sumamente
dificultoso, en las ciudades, consagrar este día a cosas puramente espirituales,
viviendo en una sociedad que no tenía la misma costumbre. Constantino al
implantar el reposo semanal, no lo hizo en el sentido rigurosamente religioso. Ordenaba
el descanso, pero no como acto devocional, de modo que su observancia no
implicaba una conformidad al cristianismo. Como estadista aventajado no dejaba
de comprender que sería beneficiosa para los habitantes en general, una
práctica que había sido de general aplicación entre los israelitas y que había
dado siempre los mejores resultados. El domingo es llamado en el edicto de Constantino,
día del sol, como se le llama aún en inglés y otros idiomas europeos.
La
designación de día dominical era peculiar a los cristianos tal nombre no
hubiera sido entendido por los paganos a quienes se dirigía especialmente el
edicto, porque los cristianos no necesitaban de esa orden de carácter oficial
para observar el día que les traía el grato recuerdo de la resurrección del
divino Maestro. Constantino, sin llegar tan lejos como a hacer del cristianismo
la religión oficial del Estado, dispuso de los fondos públicos para favorecer
al clero, sentando así la base de lo que llegó a ser la unión de la iglesia con
el estado. Error funesto, que causó grandes e incalculables perjuicios tanto, a
la religión como al poder civil. Las iglesias dejan entonces de depender de la
protección de su Señor celestial para depender de la protección de los gobiernos.
Su fuerza, ya no está más en el testimonio de sus mártires muriendo
heroicamente en la arena del anfiteatro. Su gloria ya no sería la cruz
ignominiosa de la cual pendió el Salvador. El falso brillo del mundano oropel
iba muy pronto a cegarla. Los cristianos creían que había llegado el día de su
humillación y derrota, cubiertas de la apariencia engañosa de las cosas
perecederas de este siglo que se deshace.
La
correcta idea neotestamentaria de la iglesia empieza a desaparecer. Ya no se
habla, sino en muy raros casos, de las iglesias, refiriéndose a las
congregaciones locales que mantenían el culto cristiano. Se habla en cambio de
"la iglesia'' incluyendo en estar frase a la gran masa de los que se
denominaban cristianos. El doctor W. J. Me Glothlin, profesor de historia
eclesiástica dice: "La independencia y significación de la iglesia local
sucumbe y se pierde en el predominio y poder de las iglesias de las grandes
ciudades, y éstas a su vez se confunden en el concepto de una iglesia universal
(católica) que contiene a todos los cristianos y a muchas personas indignas. Se
la considera como a una entidad en sí misma, independiente de sus miembros, santa,
indivisible e inviolable, no más como a una comunidad de salvados, sino como a
una institución que salva, fuera de la cual no hay salvación".
El
espíritu clerical, que desde hacía tiempo había empezado a ganar terreno en las
iglesias, matando la gran verdad bíblica del sacerdocio universal y espiritual
de los creyentes, pudo sentarse en su poco envidiable trono cuando Constantino
empezó a conceder privilegios a los obispos y demás personas que ocupaban
puestos en relación con la obra cristiana. Al pasar de las catacumbas al trono,
dejaron sepultados en el olvido, la fe, el amor y todas las virtudes que forman
el carácter del cristiano.
Con la
protección del estado, como dijo Alejandro Vinet, la religión dejo de ser una
cuestión del cielo y se hizo una cuestión del suelo.
De la
actuación de Constantinopla respecto al arrianismo y al Concilio de Nicea, nos ocuparemos
separadamente.
Parecerá
extraño que el emperador, que participaba en todos los actos de la actividad
eclesiástica, que trataba con los obispos, que convocaba concilios, y que
prácticamente había tomado la dirección de la iglesia, aún no había sido bautizado,
y no lo fue hasta los últimos días de su vida. Ya tenía sesenta y cuatro años
de edad y hasta entonces había gozado de muy buena salud física. Ahora empieza
a sentir que sus fuerzas flaquean. Dejó entonces a Constantinopla y se retiró a
la ciudad de Helenopolis, recientemente fundada por su madre, para disfrutar
allí de la suave temperatura de la primavera, tan deliciosa bajo ese hermoso
cielo límpido. Cuando se sintió mal acudió a la iglesia del lugar e hizo la
confesión de fe necesaria para entrar a ser considerado catecúmeno. De ahí pasó
a residir a un castillo cerca de Nicomedia, a donde llamó a un grupo de obispos
y rodeado de ellos, fue bautizado por Eusebio, obispo de Nicomedia. Esto tuvo
lugar poco antes de su muerte, ocurrida en el año 337.
¿Por
qué dejó Constantino el bautismo para los últimos días de su vida? Algunos
creen que teniendo la idea popular de que ese rito limpia del pecado quería
esperar al fin de su vida para tener menos pecados cuando la muerte viniese a
llamarlo. Otros aseguran que por mucho tiempo había abrigado el pensamiento de
efectuar un viaje a Palestina y ser bautizado en el Jordán y que por esto había
demorado tanto la cuestión de su formal incorporación al cristianismo.
EL CONCILIO DE NICEA.
La
controversia de Arrio dio origen al famoso concilio de Nicea, convocado por
Constantino. Vamos a ocuparnos de esta controversia para luego ocuparnos del
concilio mismo.
Desde
mucho antes de esta época, se nota entre los doctores cristianos una fuerte
tendencia a la discusión de temas profundos y de carácter especulativo más bien
que práctico. La Trinidad y los infinitos puntos que se desprenden de esta
doctrina, era el asunto predilecto de muchos de los escritores y pensadores
cristianos. La religión empezaba a ser para ellos una cuestión filosófica, y
dejaba de ser una cuestión de vida y poder. La energía que antes se había
empleado en evangelizar al mundo y fortificar la fe de los creyentes, se
empleaba ahora en largas e interminables discusiones sobre temas insondables.
Arrio
era un presbítero que estaba al frente de una de las iglesias de Alejandría. Ha
sido descrito como un hombre alto, fogoso, imponente, docto, incansable y muy
dado a discusiones. Ejercía mucha influencia sobre el pueblo que le rodeaba.
Empezó
a predicar que Cristo había sido creado por el Padre antes que toda otra
criatura; que no era eterno; que había tenido principio, y que, por lo tanto,
no podía ser mirado como igual a Dios. Su objeto no era en ningún modo aminorar
la gloria de Cristo, sino dar énfasis al monoteísmo. "Tenemos que suponer
decía Arrio dos esencias divinas originales y sin principio, e independientes
una de otra; tenemos que suponer la diarquía en lugar de la monarquía, o no tenemos que temer declarar que el
Logos (el Verbo) tuvo un principio de existencia y que hubo un momento cuando
no existió".
La
doctrina de Arrio estaba en contradicción con las enseñanzas del prólogo del
Evangelio según San Juan donde se enseña la eternidad del Logos que "en el
principio era con Dios''. Era la negación de todo lo que el Nuevo Testamento
dice sobre la divinidad de Cristo. La forma atrayente como Arrio presentaba sus
ideas, y la incuestionable sinceridad que le animaba, contribuía no poco a que
muchos mirasen con indiferencia su propaganda, no creyéndola en nada peligrosa
a la sana doctrina. Alejandro, el obispo de Alejandría, permanecía silencioso,
tal vez estudiando el asunto y pensando en qué actitud debía asumir. Por fin
resolvió pronunciarse en contra de Arrio.
Alejandro
acostumbraba celebrar conferencias teológicas con las personas que componían el
clero de su diócesis, y en una de éstas expuso sus ideas condenando
abiertamente las de Arrio. Más tarde, en el año 321, cuando se celebraba un
sínodo al que acudían todos los obispos de Egipto y de Libia, depuso a Arrio, y
lo excluyó de la comunión de la iglesia. Pero Arrio no se dio por vencido. Su
partido era ya numeroso, y la oposición oficial de Alejandro sólo lograría
hacerlo más agresivo. No cesaba en la propaganda, que efectuaba por medio de cartas
y trabajos personales. Consiguió interesar en su causa a muchos cristianos
influyentes. En Nicomedia logró que el obispo Eusebio se pronunciase en su
favor. La herejía naciente pronto se convirtió en un gigante. Parecía que todas
las iglesias de Egipto y de Asia Menor se sentían inclinadas a ella. En todos
los círculos se discutía sobre el intrincado tema que causaba la división. Alejandro
escribía a todos los obispos cartas circulares en las que presentaba las
doctrinas de Arrio como anticristianas y heréticas.
Muchos
tomaban una posición mediana y querían conciliar a los dos partidos. Estos
crearon lo que más tarde se llamó el semi-arrianismo.
Constantino,
acostumbrado, en el dominio político, a ver que el poder dependía de la
completa unidad temía que esta división trajese grandes males a la causa
cristiana y resolvió emplear su influencia para que la controversia cesara. No
entendía, ni quería entender lo que para su mente era sólo una cuestión de
palabras. Su primer paso para apaciguar la tormenta consistió en escribir una
carta a Alejandro y otra a Arrio. "Devolvedme les dice mis días quietos y
mis noches tranquilas. Dadme gozo en lugar de lágrimas. ¿Cómo puedo yo estar en
paz, mientras el pueblo de Dios de quien soy siervo, está dividido por un irrazonable
y pernicioso espíritu de contienda?" A fin de que sus esfuerzos resultasen
más eficaces, mandó la carta por medio de Osio, obispo de Córdoba, célebre
ciudad española, quien personalmente debía expresarles los deseos del
emperador, y procurar la reconciliación de los adalides de la contienda. Sus
buenos deseos no dieron ningún resultado. La lucha continuaba cada día más
agria. Los dos bandos se hacían toda la guerra posible. Constantino entonces
pensó que la reunión de un concilio general podría poner fin a este mal.
En
junio del año 325 se reunió el Concilio bajo los auspicios del emperador, en la
ciudad de Nicea, cerca de la capital. Todo había sido arreglado con gran pompa
para que el acto fuese imponente. Los coches y caballos de la casa imperial
fueron puestos a disposición de los obispos, que llegaban de todas partes y
especialmente de Oriente. Del Occidente sólo Avinieron en muy limitado número.
En la
asamblea tomaron asiento trescientos dieciocho obispos. Varios de ellos eran
ancianos venerables que habían sufrido bajo la persecución de Diocleciano. Al entrar
Constantino en la sala de sesiones, todos se pusieron en pie, pero él no tomó
asiento hasta que los obispos le hicieron indicación en este sentido, para dar
a entender que no pretendía ocupar oficialmente un lugar en la asamblea. Arrio
estaba presente para defender sus ideas. Entre sus opositores se hallaba el más
tarde célebre Atanasio, "pequeño de estatura dice Gregorio Nacianceno pero
su rostro radiante de inteligencia, como el rostro de un ángel". Ni Arrio,
que era presbítero ni Atanasio que era diácono estaban allí como miembros del
Concilio, pero a ambos se les concedió la palabra, sin voto. Los debates
duraron dos meses perdiendo terreno cada día el arrianismo.
Eusebio
de Cesárea, "el padre de la Historia Eclesiástica'', con un grupo pequeño
formaban el partido moderado, que junto con Constantino procuraba la reconciliación.
El arrianismo fue finalmente condenado, y el siguiente credo subscripto por
casi la totalidad: "Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de
todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de
Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz,
verdadero Dios de verdadero Dios; engendrado, no creado, de una misma sustancia
que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas que están en los cielos y
en la tierra; quien por nosotros los hombres, y para nuestra salvación descendió
de los cielos, se encarnó, se hizo hombre, sufrió, resucitó al tercer día,
ascendió a los cielos, y vendrá otra vez a juzgar a los vivos y a los muertos.
Y en el Espíritu Santo".
Después
de mucha discusión y con gran aclamación, se resolvió añadir al credo la
siguiente cláusula disciplinaria, como más enérgica condenación del arrianismo:
"A los que dicen que hubo un tiempo cuando El no existió, y que no era
antes de ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o que el Hijo de Dios es
creado, que es mutable o sujeto a cambio, la iglesia católica los
anatematiza".
Sólo cinco
obispos se negaron a firmar este credo, pero después tres de ellos
consintieron, quedando sólo dos bajo el anatema.
A pesar
de que la espada se unía a las fuerzas religiosas para combatir la herejía,
Arrio y los suyos no se dieron por vencidos, y continuaron la propaganda sin
tregua. Pasado el brillo deslumbrador de Nicea, y al encontrarse de nuevo en
sus casas, muchos volvieron al arrianismo. El mismo emperador, si no inclinado
a la doctrina de Arrio, parece que se interesó en su persona, o por lo menos se
le ve ceder a la influencia de los que trabajan por levantar la excomunión que
pesaba sobre el jefe de la herejía. Se dice que Constancia, una de las
favoritas del monarca, influida por un presbítero arriano, pidió a Constantino
que Arrio fuese rehabilitado y, obtuvo una promesa en sentido afirmativo.
Constantino entonces encargó a Eusebio que diese los pasos necesarios para que
Arrio volviese a ocupar el presbiterio que había desempeñado en Alejandría.
Pero
las órdenes del emperador hallaron una tenaz resistencia. En Alejandría actuaba
de obispo Atanasio, quien había sucedido a Alejandro. Resuelto a oponerse al arrianismo,
a todo trance, rehusó conceder la restauración de Arrio. Aquí empieza para el
campeón de la ortodoxia una larga serie de pruebas, y los cristianos sinceros
se dan cuenta de que el poder civil no presta su apoyo a la iglesia sin
pretender gobernarla a su antojo. Los arríanos acusan a Atanasio de numerosos y
diversos delitos que no pueden probar. Tuvo que comparecer ante un sínodo, y como
él sabía que el sínodo estaba resuelto a condenarlo, huyó a Constantinopla.
"Atanasio contra el mundo y el mundo contra Atanasio", empezó a ser
un proverbio entre los cristianos. Un sínodo reunido en Jerusalén declaró ortodoxas
las doctrinas de Arrio, y éste se presentó en Alejandría, pero los demás
presbíteros, fieles a su obispo ausente y depuesto, se negaron a admitirlo en
el seno de la comunidad.
Constantino
no podía tolerar que su autoridad fuese desconocida, y resolvió que Arrio fuese
readmitido en la iglesia en la misma capital. Preparó una gran ceremonia con
este objeto. El día cuando debía efectuarse el acto de la rehabilitación, las
calles de Constantinopla estaban llenas de una multitud que esperaba verle
pasar y aclamarlo, Arrio se dirigía a la iglesia acompañado de Eusebio y muchos
de sus partidarios. De repente se siente indispuesto, y muere momentos después.
Los arrianos gritaron que había sido envenenado, y los ortodoxos atribuyeron su
muerte a un castigo divino. Esto ocurrió en el año 336.
El
arrianismo continuó manteniendo dividida a la iglesia. Era sostenido por sus
adeptos, y más tarde por el sucesor de Constantino.
Atanasio
continuaba en la lucha sin desanimarse. Al ser repuesto, fue recibido en
Alejandría con gran júbilo, pero sus numerosos e influyentes enemigos no
cesaron hasta verle depuesto otra vez. Cinco veces fue desterrado. Cada vez que
lograba volver al seno de los suyos era recibido con entusiasmo delirante. Sus
últimos días fueron de paz, y los pasó en Alejandría hasta que terminó su
carrera en el año 373, cargado de años y de trabajos. "Alabar a él dijo al
pronunciar su panegírico Gregorio Nacianceno es alabar a la virtud. Era un
pilar de la iglesia. Su vida y conducta fueron la regla de los obispos, y su
doctrina la regla de la fe ortodoxa."
JULIANO EL APÓSTATA.
Los
hijos de Constantino, al sucederle en el trono, continuaron la obra de su
padre. Sin dar pruebas de conversión, y ejerciendo el más bárbaro despotismo
con sus rivales, pretendían, sin embargo, implantar el cristianismo y hacerle
de aceptación general a todos los súbditos. Constancio, al quedar como único
dueño del Imperio, se esforzó en suprimir por la fuerza el paganismo, mostrando
el mismo espíritu de intolerancia que los paganos anteriormente habían mostrado
para con los cristianos. Confiscó los templos del viejo culto y el botín fue
dado a las iglesias. Bajo pena de muerte prohibió los sacrificios públicos o
privados, los que continuaron celebrándose a pesar de todo, porque los paganos
eran aún numerosos. La profesión de cristianismo se hizo una necesidad a
todas" las personas que deseaban adelantar en la vida pública. Como su
padre, intervenía en todos los asuntos eclesiásticos y doctrinales, y de hecho
era él el obispo de los obispos.
Juliano,
llamado el Apóstata, a causa de haber vuelto al paganismo, desechando la
enseñanza cristiana que había recibido, subió al trono en el año 361, y su
reinado fue corto, pues terminó el año 363. Desde su juventud había mostrado
gran interés en la literatura y estudios filosóficos. Leyó con avidez los
autores griegos, y su mente estuvo siempre llena de ideas mitológicas. También
leyó con interés los anales del martirologio cristiano, y no sólo profesó el
cristianismo, sino que llegó a desempeñar el cargo de lector en una iglesia,
pero más tarde cayó bajo la influencia de varios maestros platónicos, y
especialmente de un tal Máximo, que lo inició en todas las explicaciones místicas
del panteísmo común en todas las escuelas de Asia. Desde este tiempo, Juliano
se hizo un ardiente admirador de la vieja mitología, aunque por humana prudencia,
continuaba profesando el cristianismo. Estando en Atenas completamente absorto
en la literatura clásica de los antiguos autores griegos, y practicando los misterios
de Eleusis, fue llamado para recibir el título de César.
Desde
entonces se sintió bastante fuerte, y resolvió arrojar la máscara, declarándose
abiertamente partidario de la restauración del paganismo. Al pasar el emperador
por Atenas, hizo abrir los templos de varias divinidades y restauró los ritos
que habían sido suprimidos. Ocurrió entonces la muerte repentina del emperador,
y Juliano quedó único señor del Imperio. Este alto favor lo atribuyó a los
dioses, que admiraba y, en señal de gratitud, resolvió que sus primeros actos de
gobierno tendrían por objeto la implantación del viejo culto de los dioses.
Tomando el título de Pontifex, se proclamó guardián y protector del culto que
habían tenido los antiguos romanos, al cual atribuía la grandeza del Imperio.
No era
el intento de Juliano convertirse en un perseguidor. Sus primeras medidas
consistieron en devolver a los paganos los templos que habían sido cedidos a
las iglesias, y ordenar que en ellos se restableciesen los ritos que antes se
habían practicado. Pero Juliano intentó elevar el paganismo, dándole un
carácter más espiritual y práctico. Aspiraba a fundar iglesias paganas. El ritual fue purificado,
estableciéndose oraciones y canto religioso, para que fuese parecido al culto
cristiano. Fundó escuelas, hospitales, y colegios para sacerdotes. En los
templos se ofrecían limosnas para el sostén de los pobres. Se estableció la
costumbre de predicar sermones, cosa que los paganos nunca habían hecho. Se
exigía a los sacerdotes una buena conducta con la esperanza que esto atraería
las masas a los templos.
Pero
fueron vanos esfuerzos. El árbol malo no puede dar buenos frutos. El paganismo
estaba carcomido hasta las raíces, y sus ritos carecían de la savia necesaria a
todo árbol del cual se esperan resultados halagüeños. El fracaso de su obra
irritó a Juliano, a tal punto que se puso a pensar en medidas más severas
contra los cristianos. Prohibió la celebración de bautismos; la predicación y
el proselitismo se declararon actos ilegales; no se permitiría a los cristianos
establecer escuelas de literatura y retórica; los cristianos no podrían ejercer
cargos públicos ni ser oficiales del ejército; muchas veces se confiscaron los bienes
de las iglesias, para que pudiesen mejor, decía sarcásticamente el emperador,
"cumplir el precepto de su religión".
El
pueblo y los sacerdotes, contando con el beneplácito de las autoridades, muchas
veces levantaron tumultos que concluían dando muerte a algún cristiano eminente.
Juliano no ordenaba, pero toleraba estos actos. Su arma favorita era la sátira,
y éste es el estilo literario de un escrito anticristiano titulado MISOPOGON.
En un
viaje que efectuó a Antioquia, quedó muy disgustado al ver que el pueblo no
concurrió a los festejos que había hecho preparar en los templos. Fue durante su
estada en esta ciudad que se propuso hacer reedificar el templo de Jerusalén.
No se sabe lo que le impulsó a tomar esta determinación, pero es seguro que lo
hizo con la idea de mortificar a los cristianos. Cuando estaban ocupados en la
tarea de remover los escombros que yacían amontonados desde los días de la
destrucción de Jerusalén por Tito, grandes masas de fuego reventaron en el
interior del templo, y los obreros que no perecieron tuvieron que abandonar la
tarea dándola por irrealizable. Este incidente unos lo explican atribuyéndolo a
causas naturales, pero otros creen que Dios intervino milagrosamente para que
se cumpliesen las palabras profetices de Cristo sobre la destrucción del templo
y la ciudad.
Volviendo
de Antioquia y atravesando el Éufrates al frente de un ejército de sesenta y
cinco mil hombres, llevó a cabo una brillante aunque ardua campaña. Traicionado
y herido se retiró del campo de batalla, consciente de que había llegado al fin
de su carrera. Un historiador pagano, Ammonio dice, que como Sócrates, murió
rodeado de sus amigos, hablando con los filósofos sobre la grandeza del alma.
Tenía treinta y dos años.
PRINCIPALES ESCRITORES
CRISTIANOS DE ORIENTE
El
evangelio no sólo se propagó por medio del testimonio personal, sino por medio
de la literatura, facilitando así el intercambio de pensamientos, entre los que
vivían en regiones separadas, y haciendo más fácil y duradera la enseñanza.
Vamos a
ocuparnos ahora de algunos de los escritores más notables:
EUSEBIO
Nació
en el año 260 y murió en el año 339. Es generalmente llamado el padre de la
Historia Eclesiástica, por haber sido el primero que se ocupó en escribir detalladamente
sobre los acontecimientos relacionados con el cristianismo, desde los días del
Señor hasta la época en la cual vivió. Era oriundo de Palestina, probablemente de
Cesárea, donde conoció a Panfilio, quien más tarde sufrió el martirio, y en
memoria de quien añadió su nombre al suyo. En el año 315 fue elegido obispo de Cesárea;
y cuando se reunió el Concilio de Nicea, tuvo a su cargo el discurso de
bienvenida al emperador Constantino con quien desde entonces aparece siempre en
muy íntima relación.
Su Historia
Eclesiástica es una
obra de mucho mérito a causa de los valiosos documentos que ha conservado, los cuales
son una guía segura al estudiante de la materia, y casi la única fuente de
información a que se puede recurrir.
Otra de
sus obras populares es la Vida de Constantino, en la cual pinta a su héroe en forma de
panegírico, exagerando muchas veces sus buenas obras y encubriendo sus notables
defectos.
Escribió
también un libro titulado Preparación para el Evangelio, que consta de una colección de extractos
de
antiguos autores, destinados
a preparar al lector para recibir inteligentemente el evangelio.
La obra
de Eusebio en el campo de la Historia fue continuada por Sócrates, un retórico
de Constantinopla, que a principios del siglo quinto se consagró a continuar
los trabajos tan felizmente iniciados por Eusebio. Su obra tiene el alto mérito
de darnos a conocer las opiniones predominantes en aquel tiempo.
Los
nombres de Sozómeno, de Teodoreto y Evagrio, son también dignos de ser
recordados entre los de aquellos que han contribuido a dejar el recuerdo del
desarrollo de la causa cristiana en aquellos días.
CIRILO DE ALEJANDRÍA
Después
del de Atanasio es el de Cirilo el nombre de más figuración en la iglesia de
Alejandría, ciudad donde ocupó el episcopado desde el año 413 al 444. Su lucha
fue contra las doctrinas nestorianas que se hicieron fuertes en sus días. Sus
principales obras comprenden homilías, diálogos y diferentes tratados sobre la
Trinidad y la Encarnación. Sus escritos están llenos de alegorías e
interpretaciones simbólicas, a veces de poco valor.
EFREM EL SIKIO
Este
fecundo escritor nació en el 308 y murió en el 373. Era natural de Nisibis,
ciudad de Mesopotamia. Actuaba como diácono de la iglesia de Edessa, y nunca
quiso ocupar un puesto de mayor importancia a fin de poder consagrarse mejor a
los trabajos literarios. Escribía en siríaco, idioma en que aún existen algunas
de sus obras y otras se han conservado en sus traducciones al griego y árabe.
Su obra principal fue un Comentario del Antiguo Testamento, pero además escribió numerosas homilías
y sermones.
CIRILO DE JERUSALÉN
Nació
en el año 315 y murió en el 356. Sus principales obras fueron de carácter
catequístico. Revisten un estilo sencillo, pero dan una idea correcta del
pensamiento cristiano, con más fidelidad que otras obras de más fama y mejor
escritas.
TEODORO DE MOPSUESTIA
La
antigüedad no conoció teólogo tan aventajado como Teodoro de Mopsuestia,
conocido en las iglesias de Siria bajo el nombre de "el intérprete'' a
causa de sus muchos trabajos exegéticos. Tuvo el mérito de pronunciarse en contra
del sistema alegorista, tan en boga en sus días, y volver al método racional,
interpretando las Escrituras históricas y gramaticalmente. Sus conocimientos
críticos y filológicos eran vastos. Uno de sus adversarios dijo:
"Trata
a las Escrituras como a los demás escritos humanos". No pudo haber sido
hecho mayor elogio de sus escritos. Los intérpretes de su tiempo habían dejado
de interpretar para entretenerse en vanas y huecas especulaciones, haciendo de
las Escrituras un libro de adivinanzas y no un libro en el cual Dios habla a
los hombres por medio de hombres y en lenguaje de hombres. Sus exposiciones
fueron condenadas por el Concilio de Constantinopla 'en el año 553, como cien
años después de su muerte, pero su nombre figura hoy entre los de los buenos y
juiciosos intérpretes de la Palabra de Dios.
EL TRÍO DE CAPADOCIA
Basilio
el grande, su hermano Gregorio de Niza y Gregorio el nacianceno, compone el
trío de Capadocia, nombre que recibieron de la provincia donde actuaron.
Los dos
primeros eran hijos de piadosos cristianos y tuvieron el privilegio de ser enseñados
en las Escrituras desde la infancia. Al mismo tiempo recibieron una esmerada
educación literaria, en su ciudad natal, y más tarde en Antioquia,
Constantinopla y Atenas. En esta última ciudad entablaron relación con otro
joven de nobles aspiraciones llamado Gregorio. Desde Atenas escribían a su
padre: "Conocemos sólo dos calles de la ciudad, la primera y mejor lleva a
las iglesias y a los ministros del altar; la otra, que no apreciamos tanto,
conduce a las escuelas y a los maestros de la ciencia. Las calles de los teatros,
juegos y lugares de mundanos entretenimientos, las dejamos libres para
otros".
Vuelto
a su ciudad natal Basilio empezó su carrera de abogado, la cual pronto dejó por
sentirse llamado al ministerio cristiano. Desde entonces se ocupó en despertar espiritualmente
a su hermano quien había caído en la indiferencia. Fue llamado a Cesárea para
actuar como asistente del obispo de aquella ciudad y cuando éste falleció fue
elegido para ocupar el lugar que dejaba vacante.
Gregorio
nacianceno también desempeñó el cargo de obispo en la ciudad de Sasima y
alcanzó gran fama por su elocuencia que sólo ha sido sobrepasada por la de Crisóstomo.
CRISÓSTOMO
"Crisóstomo
dice uno de sus biógrafos pertenece a esta grande pléyade de hombres
superiores, cuyos trabajos, virtudes y genios han ejercido tanta influencia en
los destinos del cristianismo''. Nació en Antioquia en el año 346, siendo su
padre un rico militar de alta graduación. Muerto éste, cuando su hijo era aún
niño de pocos años, su madre Antusa quedó encargada por completo de la educación
y cuidado del que más tarde llenaría el mundo con la gloria de su elocuencia.
Antusa era una cristiana altamente piadosa y fue ella la que arrancó a cierto
pagano esta exclamación de admiración y sorpresa: "¡Qué madres tienen
estos cristianos!" Destinado a la carrera de abogado, después de su
primera educación fue puesto al cuidado de Libanio, el gran retórico y
elocuente defensor del paganismo. Pronto el joven reveló sus singulares
aptitudes de orador, y su célebre maestro se lisonjeaba con la idea de que él
sería un día su sucesor.
Pero la
mente del joven abogado no se avenía a la clase de vida a que estaban sujetos
los que seguían su carrera, hallándola demasiado frívola y estéril para aquel
que aspiraba a mejores cosas en la vida. De vuelta a su hogar, halló en la
Biblia, que tanto había leído su cristiana madre, el agua de la vida que apagó
la sed de su corazón. Un condiscípulo llamado Basilio (no el obispo de
Capadocia) le ayudó mucho a entrar en el camino angosto que conduce a la vida.
Fue admitido en la iglesia como catecúmeno, y después de tres años de
preparación y prueba, fue bautizado por el obispo Melecio. Basilio quiso
inducirle a abrazar la vida monástica, ya muy popular, pero intervino la sabia influencia
de su madre y le disuadió de este propósito. "Te ruego le dijo llorando
que no me hagas enviudar por segunda vez". Crisóstomo entonces escogió la
mejor misión de vivir una vida santa en su casa y entre los del mundo
corrompido.
Sin
embargo, muerta su madre, Crisóstomo pasó seis años en un monasterio
dedicándose a escribir varios de sus tratados, pero la vida monástica no le
ofrecía el campo de actividad que sus talentos y dones requerían. En el año 381
fue ordenado diácono, oficio en que trabajó durante cinco años.
En el
386 fue elevado a presbítero y como su elocuencia empezó a ser conocida se le
confió el pulpito de la iglesia más grande de Antioquia, la cual siempre resultaba
pequeña para contener las multitudes ávidas de escuchar su palabra candente y
arrebatadora, que a pesar de la naturaleza del edificio e índole de la reunión,
arrancaba aplausos y estruendosas manifestaciones de admiración. Sus sermones
no tienen nada de aquello que halaga las pasiones de las multitudes. Son casi
siempre homilías exponiendo capítulos enteros de la Biblia.
Crisóstomo
inmortalizó este excelente método de predicación que tiene la gran ventaja de
familiarizar a los oyentes con el lenguaje y enseñanzas de la Biblia. Se
llamaba Juan, y debido a su elocuencia le dieron el apodo de Crisóstomo, lo que
significaba, en griego, boca de oro. Bossuet lo llama el Demóstenes cristiano y
lo declara "sin contradicción el más ilustre de los predicadores y el más elocuente
de los que han enseñado en la iglesia". Siendo su predicación una
constante explicación de la Biblia, queda dicho que era superior a la de la
mayoría de los predicadores de sus días, no sólo por la palabra atrayente del
que ocupaba el pulpito, sino porque daba verdadero alimento espiritual a los
hambrientos. "A las grandes cualidades de orador dice un autor católico Crisóstomo
unía un conocimiento profundo de las Escrituras. Siendo joven la había
estudiado bajo Melecio, después bajo Diodoro y Carterio.
Más
tarde cuando pasó seis años en el desierto, no tuvo en sus manos más libro que
la Biblia; no se ocupó de otra cosa, sino del texto sagrado. Leyó y releyó,
aprendió de memoria palabra por palabra, y hasta el fin de su vida la hizo el
objeto constante de sus meditaciones. En una palabra, poseía un conocimiento
profundo de los libros sagrados, y se los había apropiado y asimilado de tal
manera, que habían venido a ser el fondo de su espíritu y su sustancia espiritual".
Estas palabras pertenecen a Villemain, quien agrega: "Ningún orador
cristiano estuvo más compenetrado de las Escrituras Sagradas, ni más encendido
de su fuego, ni más imbuido de su genio".
En el
año 397 murió el patriarca de Constantinopla, y ninguno de los candidatos para
ocupar la vacante contó con los sufragios necesarios, pero cuando sonó el nombre
del famoso predicador de Antioquia, fue elegido por mayoría. Fue traído casi a
la fuerza a ocupar el puesto en el que obtendría tantos triunfos y sufriría
tantos desengaños. Empezó su obra en la capital introduciendo reformas en la
vida y práctica de las iglesias, que tanto se habían apartado de la simplicidad
primitiva del cristianismo, y denunciando valientemente todos los vicios de la
aristocracia exteriormente religiosa. Pronto tuvo tantos enemigos como
admiradores. Una predicación tan pura no podía sino ofender a la gente mundana
que llenaba las iglesias. El clero nada espiritual, las damas de la corte, y
particularmente la emperatriz Eudosia se pusieron en su contra.
Los que
habían aspirado al patriarcado y en la elección habían sido vencidos por los
partidarios de Crisóstomo, se encargaron de encender el fuego, y acusándole de
ser sostenedor de las doctrinas de Orígenes, consiguieron hacerlo desterrar;
pero no tardó en ser llamado de nuevo por la misma Eudosia, quien se atemorizó
creyendo que un terremoto que ocurrió poco tiempo después de su destierro era
un castigo de Dios.
Pero el
valiente orador volvió a su campo de acción resuelto a seguir el mismo programa
con que había empezado, lo que volvió a irritar a Eudosia. "Herodías dijo
al subir al pulpito está de nuevo enfurecida; de nuevo tiembla; de nuevo pide
la cabeza de Juan el Bautista". Este lenguaje le atrajo otra vez la ira de
la emperatriz, y fue desterrado por segunda vez a una aldea llamada Taurus, en
los confines de Armenia, donde se hallaba constantemente expuesto al peligro de
bandoleros. "Su carácter quedó consagrado en su ausencia y persecución;
dice Gibbons las faltas de su administración no eran más recordadas; toda
lengua repetía las alabanzas de su genio y virtud; y la respetuosa atención del
mundo cristiano estaba fija en un lugar desierto de las montañas de
Taurus".
A pesar
del destierro, Crisóstomo no vivía en la inacción. Personalmente y por correspondencia
seguía la obra, interesándose en la evangelización de las tribus cercanas al
lugar de su destierro, que aun no conocían el cristianismo, y escribiendo a las
iglesias en las cuales tenía mucha influencia. Sus adversarios no cesaban de
perseguirle cada vez más, y consiguieron que fuese confinado a una región aun
más apartada, en los confines del Imperio, pero falleció en el penoso viaje, en
septiembre del año 407.
Treinta
años más tarde sus restos fueron transportados a Constantinopla donde fueron
recibidos con los más altos honores. El mismo emperador Teodosio el joven,
imploró públicamente el perdón de Dios por la falta que habían cometido sus
antepasados.
Las
obras de Crisóstomo son numerosas, consistiendo generalmente en homilías
explicando las Escrituras. Forman un verdadero tesoro, y del griego han sido traducidas
a muchos idiomas modernos, y son siempre consultadas por los mejores
comentadores de elocuencia. Abarcan casi todos los libros del Nuevo Testamento
y muchos del Antiguo. Comprenden además un gran número de sermones sobre
diferentes temas. El siguiente trozo, parte de un sermón sobre la lectura de la
Biblia, puede dar una ligera idea de su predicación:
"El
árbol plantado junto al arroyo de aguas, creciendo al borde mismo de la ribera,
disfruta constantemente de su conveniente humedad, y desafía impunemente todas
las intemperies de la atmósfera; no teme a los ardores desecantes que produce
el sol, ni al aire inflamado; teniendo en sí una sabia abundante, se defiende
contra el calor exterior y lo hace retroceder; del mismo modo, un alma que
permanece cerca de las aguas de las Santas Escrituras, que de ella bebe
continuamente, que recibe de ella misma este riego refrigerante del Espíritu
Santo, llega a hacerse superior a todos los ataques de las cosas humanas, sea
la enfermedad, la maldición, la calumnia, el insulto, la burla o cualquier otro
mal; sí, aunque todas las calamidades de la tierra atacaran a esa alma, se
defiende fácilmente contra todos esos ataques, porque la lectura de las Santas
Escrituras le proporciona consolación suficiente. Ni la gloria que se extiende
a lo lejos, ni el poder mejor establecido, ni la ayuda de numerosos amigos, ni
ninguna otra cosa, en fin, puede consolar al hombre afligido, como la lectura
de las Santas Escrituras. ¿Por qué? Porque esas cosas son perecederas y
corruptibles, y porque la consolación que dan perece también; la lectura de las
Santas Escrituras es una conversación con Dios, y cuando es Él quien consuela a
un afligido, ¿quién podrá hacerlo caer de nuevo en la aflicción?
"Apliquémonos,
pues, a esta lectura, no sólo dos horas sino siempre; que cada uno al ir a su
casa tome en sus manos los libros divinos y reflexione sobre los pensamientos
que encierran y busque en las Escrituras una ayuda continua y suficiente. El
árbol plantado junto a arroyos de agua, no permanece allí sólo dos o tres
horas, sino todo el día y toda la noche. Por eso sus hojas son abundantes y sus
frutos numerosos, sin que ninguno lo riegue; porque plantado cerca de la
ribera, sus raíces absorben la humedad y, como por canales, la lleva a todo el
tronco para que disfrute; lo mismo es con aquel que lee continuamente las
Santas Escrituras, y que permanece cerca de esas aguas, aunque no tuviese
ningún comentador, la lectura sola, como una especie de raíz, hace que saque de
ella mucha utilidad''.
PRINCIPALES ESCRITORES
CRISTIANOS DE OCCIDENTE
Los
autores de Oriente que hemos mencionado escribían en griego. Los de Occidente
que vamos a mencionar escribían en latín. Se les llama generalmente Padres latinos.
HILARIO
Nació
en Poitiers en el año 295, y sus padres, que probablemente eran paganos, lo
educaron en las letras y la filosofía. Siendo amante de la verdad, y diligente
en los estudios e investigaciones, llegó a convencerse de la verdad del
cristianismo, el cual aceptó de todo corazón, siendo bautizado juntamente con
su esposa y una hija.
Desde
su conversión resolvió dedicar todas sus energías al servicio de la causa que
había abrazado. En el año 350 fue elegido obispo de su ciudad natal, y desde
entonces milita entre los ardientes defensores de la ortodoxia, en contra del
arrianismo, que amenazaba las iglesias de la Galia. Su principal obra fue
publicada en doce libros, y trata de la fe, de la Trinidad, y de los errores de
Arrio. Otra obra que le valió fama y renombre fue un comentario al Libro de los
Salmos.
AMBROSIO
Más
bien por sus trabajos que por sus escritos es conocido este célebre obispo de
Milán. Nació en Treves en el año 340, siendo su padre prefecto de la ciudad.
Perdió a su padre siendo niño, y su madre lo llevó a Roma donde fue educado con
el fin de que pudiera ocupar algún puesto público. Siendo todavía muy joven,
fue nombrado gobernador del distrito de Milán. Cuando hacía cinco años que
desempeñaba este puesto, fue llamado para apaciguar un tumulto que se había
formado en una iglesia, donde los partidos no llegaban a ponerse de acuerdo
sobre la elección de un obispo.
Se
cuenta que un niño de corta edad, asumiendo la actitud de orador, exclamó:
"Ambrosio es obispo." Los que estaban reunidos, impresionados por las
palabras del niño, creyeron tener en ellas una indicación celestial acerca de
la persona que debía ser elegida para el puesto vacante. "Ambrosio es
obispo", fue el clamor general, y todas las protestas del gobernador no pudieron
hacer desistir a la multitud. En vano les hizo notar que sólo era catecúmeno en
la iglesia. La voluntad popular tuvo que cumplirse, y Ambrosio fue bautizado y ordenado
obispo el mismo día. Desde entonces se puso a estudiar asiduamente las
Escrituras; y si bien nunca llegó a ser teólogo distinguido, pudo predicar con
mucha aceptación y despertar a la ciudad, que siempre le escuchaba de buena
gana.
A causa
de su vehemencia, estuvo a menudo en conflicto con los gobernantes. Condenado
al destierro, rehusó obedecer y se encerró en la iglesia, donde era protegido por
las multitudes que le defendían y contra las cuales las autoridades no se
animaron a proceder. Obligado así a permanecer con los suyos día y noche en la
iglesia, se dedicó a componer himnos, que él mismo enseñaba a cantar. Ambrosio
fue un gran autor de himnos, muchos de los cuales han llegado hasta nosotros a
través de los siglos y son cantados en todos los países cristianos. Entre
otros, está el "Santo, Santo, Santo, Señor de los ejércitos''
y la doxología titulada Gloria Patri.
El Te Deum también Tía sido atribuido a su pluma,
pero los himnologistas lo dan como una composición posterior. La tradición
decía que había sido compuesto en ocasión del bautismo de San Agustín.
Lo que
escribió sobre interpretación bíblica es de poco mérito; y por haber seguido,
como muchos otros, el método alegórico, hizo oscuro mucho de lo que era claro.
Falleció
en el año 397, siendo llorado por muchos, pues había logrado gran popularidad y
era amado por las multitudes que le escuchaban.
AGUSTÍN
En el
libro más popular de los muchos que escribió, Las Confesiones,
Agustín nos ha dejado su
autobiografía. Su madre, Mónica, era una cristiana altamente piadosa, casada con un pagano que fue ganado a la
fe poco antes de su muerte. Residían en Cartago, donde el joven Agustín fue arrastrado por la corriente del
vicio al desoír los saludables consejos de su buena madre.
Al huir del hogar, lo hallamos en Italia; en Roma primeramente y después en Milán, siempre seguido por Mónica, quien
no cesaba de
hacerlo el objeto de sus
férvidas oraciones. Su fe fue puesta a prueba, pues el joven Agustín
se hallaba cada día más lejos del reino de Dios. "Mi
madre me lloraba dice él, con un dolor más sensible que el de
las madres que llevan a sus hijos a ser enterrados." De su vida de libertinaje nació un hijo, al que llamó
Adeodato, al cual amaba con locura.
Cuando
Agustín empezó a ocuparse de cosas religiosas, cayó en el error de los
maniqueos y en el neoplatonismo.
El
maniqueísmo era la doctrina de cierto persa llamado Maní, educado entre los magos
y astrólogos, entre quienes alcanzó mucha fama. Hombre de actividad y muy emprendedor,
todos le consultaban como filósofo y médico. Tuvo la idea de hacer una
combinación del cristianismo con las ideas que profesaba, para lo cual tomó el
nombre de Paracleto y pretendía tener la misión de completar la doctrina de
Cristo. Muchos fueron seducidos por su elocuencia, y sus adeptos formaron la
nueva secta en la que cayó el más tarde famoso Agustín.
Estando
Mónica en Milán, pidió a Ambrosio que tratase de convencer a su hijo y sacarlo
del error en que se encontraba, pero el prudente obispo le hizo notar que no lograría
nada mientras le durase la novedad de la herejía que le llenaba de vanidad y
presunción. "Déjelo le dijo, conténtese con orar a Dios por él, y verá
cómo él mismo reconocerá el error y la impiedad de esos herejes, por la lectura
de sus propios libros." Pero Mónica lloraba afligida y continuaba
implorando a Ambrosio que tuviese una entrevista, de la cual esperaba buenos
resultados, pero él le contestó: "Vaya en paz y continúe haciendo lo que
ha hecho hasta ahora, porque es imposible que se pierda un hijo llorado de esta
manera."
Las
oraciones de Mónica empezaron a ser oídas. Agustín iba cansándose de la aridez
de la humana filosofía, y suspiraba por algo que realmente le diese la vida que
tanto necesitaba. La predicación de Ambrosio le impresionó, y llegó a
comprender que sólo en Cristo debía buscar el camino de la vida. La crisis
violenta por la que pasó su alma, la relata detalladamente en el libro octavo
de sus Concesiones.
Había perdido completamente
la paz. "Sentí levantarse en mi corazón dice una tempestad seguida de una
lluvia de lágrimas; y a fin de poderla derramar completamente y lanzar los
gemidos que la acompañaban, me levanté y me aparté de Alipio, juzgando que la
soledad me sería más aparente para llorar sin molestias, y me retiré bastante
lejos para no ser estorbado ni por la presencia de un amigo tan querido."
En esa soledad Agustín clamó a Dios pidiendo que se apiadase de él, perdonándole
sus pecados pasados, diciendo: "¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo estarás
airado conmigo? Olvídate de mis pecados pasados. ¿Hasta cuándo dejaré esto para
mañana? ¿Por qué no será en este mismo momento? ¿Por qué no terminarán en esta
hora mis manchas y suciedades?" "Mientras hablaba de este modo
continúa diciendo y lloraba amargamente, con mi corazón profundamente abatido,
oí salir de la casa más próxima, una voz como de niño o niña, que decía y
repetía cantando frecuentemente:
«Toma y
lee, toma y lee». Contuve entonces el torrente de mis lágrimas, y me levanté
sin poder pensar otra cosa sino que Dios me mandaba abrir el libro sagrado y
leer el primer pasaje que encontrase. Agustín corrió donde tenía las Escrituras
y abriéndolas al azar, sus ojos dieron con este pasaje: "Andemos como de
día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias,
no en contiendas y envidia; sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis
para los deseos de la carne." Rom. 13:1314. Dice Godet, que el primero de
estos versículos describe la vida de Agustín antes de su conversión, y el
segundo la que llevó después.
"No
quise leer más dice Agustín ni tampoco era necesario, porque con este
pensamiento se derramó en mi corazón una luz tranquila que disipó todas las
tinieblas de mis dudas."
Agustín
dio las nuevas a Alipio de lo que pasaba en él, y éste también en aquella hora
tomó la resolución de entregarse al Señor. Ambos se apresuraron en dar las nuevas
a Mónica, la cual fue transportada de alegría al saber que su hijo era
cristiano y que sus oraciones habían sido oídas.
Poco
después fue bautizado por Ambrosio, al mismo tiempo que su amigo Alipio, y su
hijo Adeodato. De regreso de África, buscó en la soledad y meditación, compenetrarse
mejor de la mente de Cristo a quien había resuelto servir. En el año 391 fue
ordenado presbítero y empezó a predicar con mucho éxito. Más tarde fue nombrado
obispo de Hipona.
Además
de las Confesiones,
entre sus muchas obras,
merecen citarse Contra los Maniqueos, Verdadera Religión, La Ciudad de
Dios, y la última de sus obras, Retractaciones, en la que repasa lo que había escrito
durante toda su vida, y se retracta de aquellas enseñanzas que llegó a reputar erróneas
después que hubieron madurado bien sus ideas. Murió en el año 430, a los
setenta y seis años de edad, después de haber trabajado asiduamente a favor de
la causa que abrazó con tanta sinceridad, y legando a la posteridad un nombre
que no reconoce igual entre los escritores de Occidente.
JERÓNIMO
Como
filólogo, Jerónimo ocupa el primer lugar entre los cristianos de sus días.
Nació de padres cristianos, probablemente en el año 346, cerca de Aquilea, en
los confines de Dalmacia y Pannonia. Recibió su educación en Roma bajo la
dirección del retórico Aelio Donato, iniciándose en los estudios gramaticales y
lingüísticos, que no abandonó hasta el fin de su carrera. En esta ciudad profesó
públicamente el cristianismo y después de efectuar algunos viajes resolvió
radicarse en la Siria para estudiar el hebreo y los dialectos que de él se
derivan, para lo cual entabló relaciones con un maestro judío, lo cual escandalizaba
a muchos de sus correligionarios.
En 379 aparece
en Antioquia, donde fue nombrado presbítero. En Constantinopla encontró a
Gregorio Nacianceno, con quien mantuvo íntimas relaciones. En Roma emprendió con
ardor la ardua tarea de revisar la traducción de la Biblia al latín, llamada
Itálica, la cual era muy defectuosa a causa de las muchas variantes que se
hallaban en las diferentes ediciones. De este trabajo resultó la Vulgata, nombre
que se le dio porque estaba destinada para ser leída por el pueblo, al cual aun
no se había privado del derecho de leer e interpretar la Biblia.
Entre
otros trabajos literarios de Jerónimo, figuran sus Cartas y algunos Comentarios sobre las Escrituras que tienen más
valor literario que exegético.
Los
últimos años de su vida los pasó en Palestina, recluido en un convento donde
continuó sus trabajos de escritor fecundo. Falleció a edad muy avanzada, en
Belem, el año 420.
AVANCE DEL CLERICALISMO.
A
medida que nos acercamos al fin de este período, año 604, notamos una
pronunciada decadencia en la fe, vida y costumbres de los cristianos. Por todas
partes, es verdad, se oyen gritos de protesta, los que demuestran que los verdaderos
cristianos todavía existen, y que "la fe que fue dada una vez a los
santos" cuenta con un gran número de testigos y defensores ardientes que
no sucumben bajo el peso de las nuevas circunstancias creadas por la gran apostasía.
La fe
ya no es la misma; una multitud de creencias anti-bíblicas obscurecen el brillo
de la verdad traída al mundo por el Señor Jesucristo.
La
organización ha degenerado en extremo; en lugar de congregaciones autónomas y
altamente democráticas, hallamos las pretensiones episcopales de varios
patriarcas, que terminan con un franco pronunciamiento hacia el papado,
encarnación del despotismo espiritual y religioso.
LA ORGANIZACIÓN
En el
Nuevo Testamento no hallamos ningún sistema artificiosamente elaborado de
gobierno eclesiástico.
Cuando los
discípulos disputaron acerca de cuál de ellos sería el mayor, el Maestro les
dijo: "Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre
ellas tienen autoridad, son llamados bienhechores; mas no así entre
vosotros." Lucas 22:25, 26. Las iglesias no reconocían otro Maestro y
Señor fuera de Jesucristo.
Todos
los miembros eran iguales y ejercían libremente los dones que manifestasen. Los
pastores u obispos elegidos por ellos mismos, sin la intervención de ningún
poder extraño, eran hermanos a quienes el Espíritu Santo elegía primero,
manifestándose esta elección por las obras que obraba el mismo Espíritu.
Pero a
medida que se fue perdiendo el primitivo concepto de organización simple y natural
de la iglesia local, empezó a ganar terreno el espíritu clerical, y los obispos
de las grandes ciudades se enseñorearon de las iglesias más pequeñas, matando
poco a poco en ellas la costumbre vigorizadora de manejar sus asuntos locales
por medio del voto de todos los miembros. El obispo empieza a ocupar un lugar
demasiado prominente, y el gobierno de las congregaciones queda por completo en
sus manos. El obispo dejó de ser lo que había sido en los tiempos apostólicos y
siglos inmediatos.
Oigamos
lo que dice al respecto el distinguido historiador Mosheim: "Nadie
confunda los obispos de la primitiva edad de oro de la iglesia, con aquellos de
quienes leemos más tarde. Porque aunque ambos eran designados con el mismo
nombre, diferían grandemente, en muchos sentidos.
Un
obispo en el primero y segundo siglo, era un hombre que tenía a su cuidado una
asamblea cristiana, que en aquel tiempo, por lo general, era tan pequeña que
podía reunirse en una casa particular. En esta asamblea, él actuaba no con la
autoridad de un señor, sino con el celo y diligencia de un siervo. Las
iglesias, también en aquellos tiempos, eran completamente independientes; y
ninguna estaba sujeta a jurisdicción exterior, pero cada una se gobernaba por
sus propios oficiales y por sus propios reglamentos. Nada es más evidente que
la perfecta igualdad que reinaba en las iglesias primitivas."
Referimos
aquí lo que fue la organización de las iglesias apostólicas para que resalte el
contraste que ofrecen con la organización al fin de este período, cuando los
grandes patriarcas han tomado la dirección del rebaño. Los patriarcas de
Constantinopla, de Alejandría y de Antioquia gobiernan en Oriente. El patriarca
de Roma, en Occidente, aunque su autoridad no era generalmente reconocida en España
ni en la Galia.
EL PAPADO
El
nombre de sede apostólica fue dado a las iglesias que habían sido fundadas por
los apóstoles o sus colaboradores. Este calificativo que hoy se usa sólo en singular
se usaba en plural, y era aplicado tanto a Roma como a Alejandría, a Jerusalén,
a Antioquia, etcétera.
No se
reconocía a la Iglesia de Roma ningún primado ni superioridad. Pero siendo Roma
la gran capital del mundo, los obispos de esa ciudad empezaron a creerse
superiores a los demás y procuraron centralizar en ellos la autoridad suprema
del gobierno eclesiástico. Ya en el año 190 manifestó esa ambición el obispo
que figura con el nombre de papa Victorio I, quien quiso hacer valer su autoridad
fallando sobre una cuestión que se había levantado sobre la fecha en que debía
celebrarse la Pascua. Pero sus colegas de Oriente no quisieron tenerlo en
cuenta.
A
principios del siglo tercero, Serafín hizo tentativas para implantar el
primado, pero tuvo que chocar con la voluntad férrea de Tertuliano, quien en
tono de burla lo llama Pontifex Maximus, y obispo de obispos. Muchas veces los defensores
del papado citan estas palabras de Tertuliano ignorando, o queriendo ignorar,
que fueron dichas para mostrar el carácter pagano de las pretensiones del
obispo de Roma.
A
mediados del mismo siglo, al suscitarse la cuestión de la validez del bautismo
administrado por los herejes, el obispo de Roma quiso imponer una norma de
conducta: pero los obispos de Asia y de África, mayormente Cipriano, le
desconocieron el derecho de intervenir en asuntos que no afectaban a su
jurisdicción.
La sede de Roma, no obstante,
iba ganando terreno día a día. Rodeada de toda pompa y magnificencia exterior, atraía
las miradas del mundo. Su situación política y geográfica, lo mismo que su
brillo, contribuían a darle un primado moral, que se lo reconocían aún los que
no aceptaban sus pretensiones. Las deliberaciones del Concilio de Nicea
demuestran que el obispo de Roma era todavía en aquel tiempo un metropolitano
como el de Alejandría o Antioquia.
El
concilio de Calcedonia, reunido el año 451, tampoco reconoce primado a Roma; y
claramente establece que Constantinopla tiene igual autoridad por ser la ciudad
del emperador. Esta declaración del concilio colocó en estado de decadencia a
los otros patriarcas y abrió la contienda entre Roma y Constantinopla que
duraría largos siglos.
La
rivalidad entre los obispos de las dos ciudades nombradas, llegó a su punto
culminante cuando Gregorio I, obispo de Roma, protestó contra el título de
obispo universal que usaba el de Constantinopla. Al atacar a su antagonista
hace un terrible proceso del papado. Considera el título de obispo universal un
nombre vanidoso, suntuoso y redundante; una palabra perversa, un título envenenado,
que hace morir a los miembros de Cristo; un ensalzamiento perjudicial a las
almas; una usurpación diabólica, y nombre inventado por el primer apóstata: el diablo.
Quien se atreviese a usarlo sería el precursor del Anticristo, y más soberbio
que Satanás.
No
olvidemos que fue Gregorio I, papa, quien dijo estas cosas. "Las citas de San
Gregorio dice muy bien el autor italiano Luigi Desanctis sobre esta
controversia, son un documento perentorio para demostrar que el primado del
papa era en el siglo sexto, mirado como una iniquidad, y un grandísimo pecado:
y esto por uno que fue papa, que se llamó Gregorio el Grande, y a quien lo
representan con el emblema del Espíritu Santo dictándole al oído lo que debe escribir,
que es santo y doctor de la iglesia romana."
En el
año 604 murió Gregorio I, y en el año 606 fue elegido papa Bonifacio III, quien
por medio de bajas e indignas adulaciones al tirano Poca, consiguió se le diese
el título de obispo universal, título que desde entonces han usado los que
ascienden al papado.
IGLESIA Y ESTADO
Los
emperadores continuaron interviniendo en todos los asuntos eclesiásticos y
ejerciendo el patronato. Los favores que recibía la iglesia eran cada vez
mayores. El permiso de recibir legados que le fue concedido, aumentó
asombrosamente los bienes inmuebles de las comunidades.
El
clero fue exceptuado del servicio militar, y de otros deberes públicos. Los
bienes eclesiásticos quedaron exceptuados del pago de contribuciones, y a
menudo se disponía del tesoro público a favor de ciertas obras y ciertas
personas.
El Código o Institutos de Justiniano, promulgado el año 529,
indica el carácter de esta unión. Se ve el deseo de cristianizar el Imperio por
medio de leyes y medidas oficiales lo que, como siempre, dio funestos
resultados. La esclavitud, si no abolida, perdió su antiguo carácter cruel. La
vida humana, antes de tan poco valor, empezó a ser respetada; y ya no morían
decenas y centenas de hombres en los combates de los gladiadores, los que llegaron
a quedar del todo prohibidos.
Las
relaciones de familia, que habían llegado a su último grado de relajación,
fueron dignificadas en las nuevas leyes. Se limitó el derecho de los padres
sobre los niños, y el infanticidio fue declarado crimen. La mujer adquirió más
derechos y más nobleza. Las leyes contra la inmoralidad se hicieron severas, y
el divorcio quedó limitado sólo a los casos más graves.
El
estado también se constituyó en defensor de la ortodoxia, y éste fue el mayor
de sus errores; pues para lograr su fin persiguió a los herejes. El Código de Justiniano califica de herejes a
todos los que no se conforman a las creencias establecidas por la mayoría
llamada Iglesia Católica, de modo que el rigor de la ley se aplicó a todos los
que lucharon contra las innovaciones contrarias a la fe primitiva.
VIDA MONÁSTICA: ANTONIO
La
corrupción de las iglesias y decadencia espiritual que caracteriza a este
período, alarmó a muchas almas sinceras, que buscaron en el retiro y soledad un
asilo donde poder vivir en contacto íntimo con Dios y ocupados completamente en
el desarrollo de la vida interior. La intención que animaba a los primeros
anacoretas y ermitaños era buena, pero completamente extraviada. Olvidaban que
los cristianos tienen que ser la luz del mundo y la sal de la tierra; que
Cristo oró para que los suyos fuesen librados del mal pero no quitados del
mundo; y que los cristianos del tiempo apostólico, nunca pensaron en el retiro
y soledad, sino en lidiar como buenos soldados en el campo de batalla de este
mundo corrompido.
El
origen del monaquisino lo hallamos en la persona y obra de Antonio, quien nació
en el año 251, en la ciudad de Heptanome, en los confines de la Tebaida. Era
hijo de una familia rica y respetable, en el seno de la cual recibió su primera
educación religiosa. Sus estudios fueron rudimentarios, y nunca llegó a
iniciarse en las lenguas griega y latina, que eran en aquel entonces la prueba
de que uno había recibido alguna instrucción. Desde su juventud mostró una
fuerte tendencia a la vida contemplativa, evitando siempre el trato con los
muchachos turbulentos. Las cosas del mundo no le interesaban, pero un profundo
espíritu religioso, y una gran ansiedad por las cosas divinas determinaban
todos los actos de su vida. Era infaltable a las reuniones religiosas, y lo que
él mismo leía en la Biblia y lo que oía leer en las reuniones, quedaba impreso
en su memoria y corazón. Hay autores que aseguran que sabía toda la Biblia de
memoria. Cuando tenía unos veinte años quedó huérfano, quedando a su cargo una
hermana mayor y los demás intereses de la casa.
Un día,
mientras se dirigía a la iglesia, su vivida imaginación le pintó el contraste
que existía entre los verdaderos cristianos de las iglesias apostólicas, que vivían
en amor y en comunidad, y los pretendidos cristianos de sus días, afanados
puramente en cosas materiales. Preocupado con estos pensamientos entró en la iglesia
donde oyó leer la siguiente porción del Evangelio: "Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en
el cielo; “ven y sígueme." Antonio creyó oír en estas palabras un
mandamiento de Dios, dirigido a él mismo, ordenándole vender todos sus bienes y
repartirlos a los pobres. Empezó por repartir su dinero y muebles entre los más
necesitados de la aldea, y sus tierras las distribuyó también, quedándose sólo
con lo necesario para atender las necesidades de su hermana, pero más tarde
repartió aun esta parte, al leer en el Evangelio que no hay que afanarse por
las necesidades del mañana. Dejando a su hermana bajo el cuidado de unas mujeres
piadosas, una especie de monjas que vivían asociadas, se retiró a la soledad y
empezó a vivir bajo el más rígido ascetismo. Se sostenía a sí mismo trabajando con
sus propias manos, y lo que le sobraba lo daba a los pobres.
En el
género de vida que adoptó cayó en el error de creer una virtud el ahogar los
sentimientos naturales que Dios ha puesto en el hombre. Cada vez que se
acordaba de su hermana o de otros deberes domésticos creía que era el tentador
que procuraba hacerlo caer; y los más puros y sanos impulsos del corazón los
atribuía a malos espíritus con los cuales se creía constantemente en guerra.
Cada día iba alejándose más y más de los centros de población, hasta que se
retiró a una lejana región montañosa, donde habitó veinte años entre las ruinas
de un viejo castillo. Su fama de gran asceta fue extendiéndose, y por todo el Egipto
se contaban acerca de él las cosas más extrañas.
Todos
lo buscaban pidiendo sus consejos, y finalmente consintió en ser el director
espiritual de muchos que querían imitarle en el género de vida que había
adoptado. Entre éstos hubo no pocos que estaban cansados de un cristianismo que
sólo servía para alimentar discusiones teológicas. El Egipto se llenó de estos
ermitaños, quienes al asociarse constituyeron las primeras órdenes monásticas, que
pronto fueron extendiéndose por todos los países del Oriente.
Antonio
era el héroe entre ellos. A él acudían de todas partes para someterle sus
pleitos y dificultades. Creyó que esta fama lo conduciría al orgullo y se
retiró a una región aún más apartada donde nadie le conocía. Se dedicaba a la agricultura
y a la fabricación de canastas que cambiaba por alimentos. Cuando se descubrió
su paradero volvió a verse rodeado de admiradores.
En el
año 311, bajo la persecución de Maximino, apareció en Alejandría, no buscando
el martirio, sino para animar a los que tenían que sufrir. Cumplida su misión,
sin ser molestado por los perseguidores, se retiró de nuevo a los desiertos.
En el
año 352, cuando tenía ya más de cien años de edad, volvió a Alejandría. Todos
los habitantes, y aun los sacerdotes paganos, procuraban ver "al hombre de
Dios".
Los
enfermos buscaban tocar el borde de su vestido esperando ser curador
milagrosamente. Regresó de nuevo entre los monjes donde pasó los últimos años,
encargando que su cuerpo fuese escondido para que no llegase a ser objeto de superstición.
La idea
que tuvieron los primeros ermitaños fue muy pronto olvidada. La gente empezó a
creer que la vida recluida era un mérito y que podían ganar el cielo por las mortificaciones
del cuerpo. Las penitencias que hacían eran pueriles, pues no conducían a nada
práctico, ni servían para el bien ni mejoramiento de ninguno. Se hicieron
orgullosos, creyendo que eran superiores a los demás hombres. Para mortificarse
inventaron todo género de penitencias. Cierto fraile vivía en una región donde
no había agua, y creía que era una obra meritoria pasar las noches juntando el
rocío. Muchos abandonaron el trabajo por creerlo incompatible con los votos de
misticismo que había» hecho y se entregaron a la corruptora holgazanería, viviendo
de las limosnas de sus admiradores.
En
Italia, Francia y España, las órdenes monásticas, alcanzaron gran desarrollo
debido principalmente a los trabajos do Benedicto. Este célebre monje nació en
el año 480, de una rica familia italiana. Empezó la vida de ermitaño cerca de
Roma, viviendo en una gruta, donde no tardó en verse rodeado de muchos
partidarios, con quienes organizó comunidades. Para evitar los grandes
escándalos que daban los monjes de otras órdenes. Benedicto sujetó a los suyos,
a una severa disciplina, haciendo quo todos tuviesen alguna ocupación útil,
como ser la labranza, los estudios y la enseñanza escolar de los niños que
vivían en distritos rurales.
El
aumento siempre creciente y alarmante de estas comunidades obligó a muchos a
emprender contra ellas formidables campañas, siendo la más violenta la que encabezó
un monje llamado Joviano, a quien Neander llama "el protestante de su
tiempo”. Se levantó contra sus colegas sosteniendo que no había ningún mérito
en renunciar al matrimonio y a los vínculos sagrados de la familia; que era
posible y preferible ser santo en el mundo. Los monjes se alarmaron y
consiguieron que fuese condenado por un Sínodo reunido en Roma en el año 390.
Tal es,
en breves palabras, el origen de esas comunidades que tantas veces han
levantado la viva protesta de los civiles que han visto en ellas, como en
realidad lo son, un atentado a los sentimientos humanos y un peligro para la sociedad.
INNOVACIONES
No
solamente en el orden disciplinario, sino también en la teología y culto, se
notan grandes diferencias entre este período y el siglo apostólico. Al
principio, Cristo era el Alfa y la Omega. No había creencia ni práctica que no tuviese
a él por centro y por fundamento. Paulatinamente los cristianos, sin negar a
Cristo ni rechazar su sacrificio, introducen nuevas ideas y nuevas costumbres
que los distraen, y hacen apartar la mirada de aquel en quien habita la
plenitud de la divinidad, y quien por los siglos de los siglos debe recibir el
más completo homenaje de los que han sido redimidos por su sangre.
LA MARIOLATRÍA
El amor
y recuerdo respetuoso que se tuvo desde el principio a la madre de Jesús,
empezó a degenerar en una superstición y culto idolátrico. Los nestorianos se opusieron
enérgicamente al título de "madre de Dios" que muchos .le daban, y
sostenían que ella era sólo madre de Cristo, según la carne, pero no de su
divinidad.
La doctrina
de Nestorio fue condenada y abierta así el camino a la mariolatría. Un libro
gnóstico del siglo tercero o cuarto, refiere la leyenda de la asunción de María,
la cual, aunque popular, era tenida sólo como leyenda, y a nadie se le ocurría
hacer de ella un hecho histórico. Pero los partidarios del culto a María
empezaron a enseña' que hubo tal ascensión corporal, y Gregorio de Tours, a
fines del siglo sexto, escribió como sigue:
"Cuando
la bienaventurada María terminó su carrera en esta vida y fue llamada a salir
de este mundo, todos los apóstoles, venidos de todas partes del mundo, estaban
reunidos en su casa, y cuando oyeron que ella debía de partir, estaban velando con
ella, y he aquí el Señor Jesús vino con sus ángeles, y tomando su alma, se la
entregó a Miguel, el arcángel, y se fue. A la mañana los apóstoles tomaron el
cuerpo con el lecho y lo colocaron en un sepulcro, y velaron, esperando que el
Señor viniese. Y, he aquí, el Señor apareció por segunda vez y ordenó que fuese
llevada en una nube al Paraíso, quien habiendo tomar" o de nuevo su alma,
goza ahora de las bendiciones sin fin de la eternidad, regocijándose con su
predilecto." El abate Migne hace notar que ese relato de Gregorio ha sido
tomado del Líber de Transitu, del pseudo Melitón, que está clasificado
por el papa Gelasio entre los apócrifos.
INVOCACIÓN DE LOS SANTOS
La
costumbre de invocar a los santos tuvo origen en la exagerada veneración de que
eran objeto los mártires y otros héroes de la fe. Las iglesias empezaron
dedicando ciertos días del año para recordar los sufrimientos que los tales
habían soportado, y se daba gracias a Dios porque tales hombres habían militado
entre los cristianos, mostrando así que la fe que profesaban puede crear energía
y valor. Se exhortaba al pueblo a imitar sus virtudes y seguir sus huellas.
Los
panegíricos que se hacían en las iglesias, ensalzando con demasía a estos mártires,
bajo el influjo de la hipérbole oratoria, fue creando la idea de que eran seres
casi divinos; y pronto se estableció la costumbre de invocarlos como
intercesores y mediadores, olvidándose la enseñanza de que Cristo es el único
mediador entre Dios y los hombres, según lo establece San Pablo en su 13
epístola a Timoteo.
LA EUCARISTÍA
Hemos
visto cómo la cena del Señor era el centro del culto cristiano, y así continúa
siendo aún en este período de innovaciones y cambios, aunque ya pueden hallarse
algunas ideas que cambian fundamentalmente el carácter de ésta ordenanza. Se
empieza a creer en la presencia real, y los elementos no se miran como símbolos
del cuerpo y sangre del Señor.
En
tiempos de Crisóstomo, vemos en sus obras, que aún no se conocía la costumbre
de privar a los miembros de las iglesias de la participación del vino. Pero ya
a mediados del siglo quinto, algunos intentan introducir lo que se llama
comunión bajo una sola especie; pero tropiezan con la fuerte oposición de
Gelasio, obispo de Roma, quien condena severamente la innovación y la hace cesar.
EL PURGATORIO
La idea
de un fuego donde las almas tengan que purificarse después de la muerte, es
ajena y contraria a las doctrinas del Nuevo Testamento, que enseñan que la sangre
de Cristo nos limpia de todo pecado. El primer cristiano que menciona un fuego
purificador es Orígenes, en el siglo ni, quien sostenía la doctrina de la
salvación universal y restauración final de todas las cosas. Gregorio el Grande
es el primero que habla del purgatorio como de doctrina cristiana. Pronto se añade
a ella la idea de que las oraciones podían ayudar a los que estaban en este
fuego.
Esta
innovación demuestra que había decaído la confianza en el valor infinito de los
méritos de Cristo, que excluyen toda obra humana, y hacen inútil todo otro
sacrificio.
TEMPLOS E IMÁGENES
La
riqueza siempre creciente de las iglesias, y los continuos donativos de
príncipes y ofrendas de ricos y pobres, facilitaban la construcción de
edificios artísticos destinados al culto, y cada vez se daba más importancia al
lugar donde éste se celebraba. Las primeras estatuas y pinturas introducidas en
estos edificios dieron lugar a muchas y largas controversias, aun cuando se
destinaban sólo al ornato y a la instrucción del pueblo, y en ningún caso a la
adoración o veneración.
Pero en
las comunidades que acababan de salir de la idolatría, estas representaciones
no podían sino ser un tropiezo a los indoctos. Un obispo de Marsella, viendo
que las imágenes conducían a la idolatría, mandó destruirlas, y cuando el caso
llegó a oídos del papa Gregorio, éste le escribió diciendo que lo alababa por
su celo contra la adoración de cosas hechas con manos, aunque no aprueba su iconoclasmo
y sostiene que las imágenes son los libros de los ignorantes.
"Si
alguien quiere hacer imágenes dice no se lo impidas, pero por todos los medios
impide el culto de las imágenes. ‘‘Estas pinturas fueron matando el verdadero
carácter del culto cristiano, y llevando al pueblo a una nueva forma de
paganismo. Las imágenes adquirieron gran valor ante los ojos de los adoradores,
y pronto se llegó a confiar en ellas mismas y a creerlas milagrosas. La
imaginación popular se encendía al oír los relatos de las maravillas que se les
atribuían y la gente iba cada vez más depositando en ellas su confianza.
LOS DONATISTAS
Ya dos
veces la conciencia cristiana había protestado contra las ideas paganas que
invadían las iglesias. Fueron primeramente los montañistas, pidiendo la
rehabilitación del sacerdocio universal de los creyentes; y luego los novacianos,
abogando en favor de la pureza de las iglesias y exclusión de los miembros
indignos. Una tercera protesta fue hecha por los donatistas.
Un
obispo africano, llamado Donato, protestó a raíz de ciertas irregularidades que
tenían lugar en Cartago, y los que se unieron a él fueron llamados donatistas. Seguramente,
no fue su intención separarse de los otros cristianos, pero las cosas tomaron
un giro tal, que toda reconciliación fue imposible.
Los
donatistas cometieron el error de apelar al emperador y esperar que su
protección hiciese triunfar la causa que creían justa. Felizmente tuvieron mal
resultado y pudieron aprender que la obra de Dios no se hace con la ayuda del siglo,
y llegaron a ser fuertes enemigos de la unión de la iglesia con el estado.
"¿Qué tiene que ver el emperador con la iglesia? decían. ¿Qué tienen que
hacer los cristianos y los obispos con los reyes y la corte imperial?" Los
concilios habían condenado el anabaptismo, y como los donatistas recibían por
medio del bautismo a los que se unían a ellos, quedaron expuestos a las medidas
de rigor que el estado empezó a emplear so pretexto de mantener la unidad de
los creyentes.
La
persecución, lejos de abatirlos, aumentaba su fervor, y eran así más estimados,
por el pueblo, que los veía sufrir y que tenía en ellos una demostración de
viva piedad y santidad cristiana. Algunos, deseosos de verles volver al seno de
la catolicidad, entablaron con ellos trato y discusión, sobresaliendo San
Agustín, obispo de Hipona.
Agustín
escribió un tratado en el que sostenía que el bautismo administrado a los
adultos les era sin provecho mientras quedasen fuera de la iglesia universal. Los
donatistas, por su parte, le respondieron que la iglesia debía excluir de su
seno a los miembros indignos, conocidos por pecadores manifiestos. Se apoyaban
en las reglas dadas por San Pablo en la Primera Epístola a los Corintios, y en
otros pasajes, y sostenían que una iglesia que no observa estas reglas pierde
su carácter de santidad y pureza que le es esencial.
Agustín
contestó que la disciplina era, sin duda, un medio eficaz, pero que librar a la
iglesia de pecadores, aun manifiestos, era una imposibilidad; que en el estado
actual de la iglesia había que tolerar algunos males para evitar otros peores,
y conservar influencia sobre personas que podían enmendarse. Para apoyar esta
opinión, se refería, como los multitudinistas de nuestros días, a las parábolas
de la cizaña y de la red, dejando la separación para el día final.
Los
donatistas contestaron que en estas parábolas no se hace referencia a una
mezcla de buenos y malos en las iglesias, sino en el mundo, y que se referían a
los hipócritas que se mezclan cubiertamente con los cristianos. Que ellos
tampoco pretendían estar completamente separados de esta clase de pecadores,
sino de aquellos que llevan una vida manifiestamente mala.
La
controversia con ellos versaba también sobre el empleo de armas para defender
los intereses de la causa cristiana, y los donatistas atacaban violentamente a
los que servían del poder civil tiara perseguir a los que no creían como ellos.
Por
cerca de tres siglos, los donatistas continuaron su obra siendo muy numerosos
en África.
Sobre
el movimiento donatista se tienen muy pocos documentos informativos. El Dr.
Benedict, que hizo sobre esto un estudio especial, llegó al convencimiento de
que es falso casi todo lo que se ha escrito en contra de ellos, y formula
juicios altamente favorables al carácter cristiano de las iglesias que ellos
componían.