CAPÍTULO 3: AÑO 200—300. D. C.

SENCILLA ORGANIZACIÓN DE LAS IGLESIAS.

El cristianismo entra ya en el tercer siglo de su existencia. En las dos centurias anteriores ha podido demostrar que el evangelio es el poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree. El heroísmo de sus mártires; el fervor común a todos sus adeptos; los argumentos irrefutables de sus apologistas; y sobre todo, la vida santa de los cristianos, han producido en el mundo una impresión que todos los siglos y todas las persecuciones no podrán borrar.
El paganismo se siente amenazado, y su flaqueza se hace cada vez más manifiesta ante el empuje triunfal del evangelio. La lucha durará siglos, sin embargo, y los discípulos del crucificado continuarán dando testimonio de su fe y declarando al mundo "que Dios manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan".
En el primer siglo, y también en el segundo, las iglesias eran pequeñas repúblicas. No existía en ellas un sacerdocio como en el templo, sino una verdadera democracia semejante a la que regía las sinagogas. Los obispos y diáconos eran elegidos por el voto de los que componían las iglesias. Para reemplazar a Judas, se convocó a todos los hermanos, y se pidió el consentimiento general. Cuando se eligieron los siete diáconos en Jerusalén, toda la asamblea tomó parte en ese acto. Para designar los ancianos se acudía al voto de los hermanos, y no hallamos ningún asunto que sea resuelto por autoridad de arriba, sino mediante la participación de los directamente interesados. Los cargos de pastor y diácono no revestían ningún carácter clerical. "Nacidos de las necesidades, a medida que éstas se manifiestan dice Pressensé estos cargos tienen un carácter representativo, son ministerios para servir y no un sacerdocio para dominar". En las iglesias había profetas que predicaban y doctores que enseñaban, pero todos los miembros tenían libertad de hacer uso de la palabra cuando se sentían impulsados a dar algún mensaje espiritual.
La igualdad de pastores era absoluta. Los términos del obispo y presbítero o anciano se daban a la misma persona y designaban el mismo cargo. (Hechos 20: 17 y 28). Había varios obispos en una sola iglesia o congregación (Fil. 1: 1) y no un obispo para vigilar muchas iglesias. La idea de obispos con jurisdicción en una provincia o país les era del todo desconocida.
Pero ya en el segundo siglo hallamos los gérmenes del episcopado, que aparece como cosa casi general en el tercero. Al lado del episcopado vemos crecer las ideas sacerdotales que producirían una lamentable degeneración del cristianismo. La doctrina de la justificación por la fe, "madre de todas las libertades y fundamento de la igualdad religiosa", empezó a ser descuidada. El legalismo avanza y ya se nota en los escritores del segundo siglo que no entendían tan radicalmente como Pablo, la diferencia entre el viejo y el nuevo pacto.
La confusión de la ley y la gracia no podía menos que ser funesta en sus últimos resultados. La religión del Antiguo Testamento es ceremonial, y si entraba a formar parte del sistema cristiano quedaba abierta la puerta del ceremonialismo; es una religión de familia, por lo tanto su confusión con el Nuevo Testamento ayudaba al pedo-bautismo, que abría las puertas de las iglesias a las multitudes inconversas; es sacerdotal, de modo que los que la miraban como abolida solamente en parte, no podían sentirse sino predispuestos a dar al cristianismo el mismo carácter, matando así paulatinamente la doctrina evangélica del sacerdocio universal de los creyentes.
Oigamos de nuevo a Pressensé: "El sacerdocio universal no se mantiene en toda su amplitud, en práctica como en teoría, sino cuando el sacrificio redentor de Cristo es aceptado sin reservas como el principio de la salvación universal. Él no es el único sacerdote de la iglesia si realmente no ha cumplido todo sobre la cruz, no dejando a sus discípulos sino el deber de asimilarse su sacrificio por la fe, para ser hechos sacerdotes y reyes en él y por él. Si todo no fue consumado en el Calvario; si la salvación del hombre no está cumplida, estamos nuevamente separados de Dios; no tenemos ya más libre acceso a su santuario y buscamos mediadores y sacerdotes que presenten la ofrenda en nuestro lugar. Cuando el cristianismo es mirado más bien como una nueva ley que como una soberana manifestación de la gracia divina, nos deja librados a nuestra impotencia, a nuestra indignidad, a nuestros interminables esfuerzos, a la necesidad de expiaciones parciales. No somos ya más reyes y sacerdotes, volvemos a caer bajo el yugo del temor servil. La jerarquía se aprovecha de todo lo que pierde la confianza filial en la infinita misericordia que hace inútiles todos los intermediarios de oficio entre el penitente y Dios".
Si los cristianos hubieran permanecido siempre con la mirada totalmente fija en la cruz del Calvario, reconociendo que fue completa y perfecta la obra que en ella consumó el Cristo, no tendríamos que lamentar los males incalculables producidos por el sacerdotalismo y por las jerarquías eclesiásticas.
A principios del siglo tercero las iglesias ya habían abandonado, en parte, su forma primitiva de organización.
Sin embargo seguían siendo ellas las que elegían a sus ancianos, aunque a uno de éstos le daban el título de obispo y le consideraban director de los demás ancianos.
Pero toda iglesia pequeña o grande tenía aún su obispo, y éste era elegido no por elementos extraños a la congregación, sino por la congregación misma. La Constitución de las iglesias coptas dice: "Que el obispo sea nombrado después de haber sido elegido por todo el pueblo y hallado irreprochable”.
La distinción entre los pastores y los miembros empezó a ser más pronunciada. A los primeros se les llamó clérigos y a los segundos legos. Esta distinción no existía al principio. Es extraño que Tertuliano, el gran campeón de las reivindicaciones del pueblo cristiano, y fogoso opositor del clericalismo, haya sido el primer escritor que usó la palabra clero para designar a los que tenían cargos especiales en las iglesias, aunque no la usó con todo el sentido que tiene en estos tiempos.
Después del obispo y los ancianos, los diáconos ocupan el tercer lugar entre los siervos de las congregaciones. El oficio de diácono varió muy poco de lo que fue en las iglesias que figuran en el Nuevo Testamento. Su misión principal consistía en velar por las necesidades materiales de la iglesia, no sólo en los gastos que ocasionaban sus instituciones y obreros sino también en atender a las necesidades temporales de los miembros. Los ancianos, las viudas, los enfermos, y todos los hermanos imposibilitados para el trabajo eran atendidos por la iglesia. Sin renunciar a la propiedad privada, cada cristiano vivía no para sí, sino para todos. Pertenecía a los diáconos el velar sobre estos asuntos, a fin de que los ancianos pudiesen dedicarse completamente a la oración y a la palabra. Los diáconos visitaban a los enfermos y administraban los asuntos temporales. Eran hombres caracterizados por su piedad y aptitudes para este oficio.
En los cultos eran los que pasaban de mano en mano el pan y el vino de la comunión, y asistían a los hombres en el acto del bautismo. Ayudaban en la obra espiritual con sus consejos y amonestaciones. Se les tenía en gran estima. Cuando eran consagrados a este oficio, la iglesia oraba para que el espíritu de Esteban cayese sobre ellos, como el manto de Elías sobre Eliseo.
Otro cargo que llegó a ser de mucha importancia fue el de los anagnostai, o lectores, quienes estaban encargados de leer las Sagradas Escrituras al pueblo cristiano. Debemos recordar que los libros eran muy escasos y que muy pocos sabían leer, en comparación con los tiempos modernos. La existencia de este oficio demuestra que la lectura de la Biblia ocupaba un lugar prominente en el culto cristiano y enseñanza de los miembros de las iglesias. Se exigía para ocupar este puesto una conducta ejemplar y digna de la misión que iban a desempeñar.
Las diaconisas ya mencionadas en el Nuevo Testamento (Rom. 16:1) eran numerosas en los siglos segundo y tercero. Su misión era para con las personas de su sexo la misma que la de los diáconos: visitar las enfermas, enseñar a las recién convertidas y velar sobre su conducta. Es así como el cristianismo elevó a la mujer dándole una misión importante que cumplir en la vida. Se requería para ser diaconisa tener sabiduría y buena reputación entre los de afuera.
Al lado de las diaconisas estaban las ancianas, que en muy poco diferían, salvo en que la misión de estas últimas era más bien de carácter espiritual, mientras que la de las primeras era sobre cosas temporales especialmente. En la mesa de la comunión los fieles depositaban sus donativos según el Señor los había prosperado. Estos fondos los administraba la iglesia por medio de sus diáconos. Tertuliano decía: "Cada uno como puede. Estas ofrendas libres de la piedad no se gastan en festines, sino que se consagran para alimentar a los pobres, los huérfanos, los esclavos viejos; para socorrer a los náufragos, a los desterrados en las minas y en las islas lejanas". Indudablemente que muchos de los pastores eran sostenidos por las contribuciones de los miembros, pero no era costumbre fija ni general. La mayor parte de ellos seguían ocupándose en sus oficios y ganando así el sustento para sí y sus familias a la vez que servían gratuitamente a las iglesias. La idea de que el ministerio cristiano es incompatible con el desempeño de un oficio secular no existía entonces. Los que dejaban su trabajo y aceptaban ser sostenidos totalmente o en parte por las iglesias, lo hacían con el único fin de estar más libres para ocuparse en la obra para la cual eran llamados.

EL CULTO CRISTIANO.

En el primer siglo, la cena del Señor era el centro del culto cristiano. Los fieles se reunían con el objeto de conmemorar, por medio del rompimiento del pan, la muerte expiatoria del Hijo de Dios.
La reunión era del todo fraternal. Los pastores que actuaban no asumían ningún carácter clerical ni sacerdotal, sino que se tenían a sí mismos como encargados por el Espíritu Santo para exhortar y enseñar la doctrina de Jesucristo. Todos tomaban libremente parte en el culto, ya dirigiendo la palabra, ya orando, ya indicando algún salmo o himno para ser entonado por todos. El que presidía el culto no lo monopolizaba, sino que estaba ahí para cuidar del buen orden del mismo.
En los siglos segundo y tercero el culto conserva aún este carácter, aunque ya se siente amenazado por el clericalismo de algunos obispos y por el espíritu ceremonial.
La cena no era un sacrificio. Los cristianos no habían olvidado el carácter conmemorativo de esta ordenanza. No se creía en lo que se llama la presencia real en los elementos componentes. El pan era un emblema del cuerpo de Cristo y el vino lo era de su sangre. Ambas especies eran tomadas por todos indistintamente, pues no había diferencia entre los hermanos.
La lectura de las Escrituras era una parte importante del culto. Como no existía la división de capítulos y versículos, a menudo se leían libros enteros en una sola reunión, mayormente si se trataba de una Epístola. El Antiguo Testamento era recibido como divinamente inspirado. No existía lo que hoy llamamos" Canon del Nuevo Testamento. Cada libro era una obra completa en sí. Se aceptaban por su contenido y no por autoridad externa; así vemos que el Pastor de Hermas y la Epístola de Bernabé eran leídos en las asambleas.
Después de la lectura seguía la predicación, la cual era un desarrollo o explicación práctica de la porción leída, al estilo de la que se hacía en las sinagogas judías. En los tiempos de persecución la predicación se empleaba para dar ánimo a los hermanos a fin de que en la hora de la prueba se hallasen fuertes. En épocas señaladas el discurso tenía por objeto recordar los sufrimientos y valor de los mártires y confesores. Entonces se exhortaba a imitar las virtudes de los que habían sido fieles hasta la muerte.
La controversia no les era desconocida. Se llamaban sermones apologéticos aquellos que tenían por objeto enseñar a los catecúmenos las verdades de la fe que iban a profesar públicamente y que con tanta frecuencia tendrían que defender ante los ataques del paganismo. Esta clase de discursos nunca entraba en el culto propiamente dicho.
El canto era también una parte importante del culto. Se cantaban Salmos, es decir, los del Antiguo Testamento, e himnos compuestos por los cristianos y que hacían referencia más directa a las verdades de la gracia del Nuevo Pacto. Los instrumentos musicales eran desconocidos en las reuniones de las iglesias durante los primeros siglos. El canto era del todo sencillo, tanto en la música como en la letra. Reproducimos aquí, en toda su simplicidad y grandeza, dos cánticos que remontan a la época que nos ocupamos y que son citados por Busen. Se cree que son los más antiguos que se conservan:

HIMNO DE LA MAÑANA

Gloria a Dios en las alturas, Y en la tierra paz, Buena voluntad para con los hombres.
Te alabamos, Te alabamos, Te damos gracias, Porque grande es tu gloria.
¡OH, Señor, nuestro rey celestial! Dios, Padre todopoderoso, Señor Dios.
Cordero de Dios, Hijo del Padre, Que quitas los pecados del mundo.
¡Ten piedad de nosotros! ¡Escucha nuestra oración! ¡Tú que estás sentado a la diestra del Padre! Porque sólo tú eres santo, Único Señor, ¡OH Jesucristo! ¡A la gloria de Dios el Padre! Amén.

HIMNO DE LA NOCHE

Hijos, cantad al Señor, Cantad al nombre del Señor.
Te alabamos, te celebramos, te bendecimos, Porque grande es tu gloria.
¡OH Señor, rey nuestro, Padre del Cristo!
Cordero sin defecto que quitas los pecados del mundo, Eres digno de alabanza,
Eres digno de ser aclamado, Eres digno de gloria, Dios y Padre.
Por tu Hijo en el Espíritu Santo. Por los siglos de los siglos. Amén
La oración era una de las partes esenciales del culto. Los cristianos se reunían no tanto para oír hablar de Dios, como para hablar con Dios. El lenguaje de la oración era austero evitándose toda retórica innecesaria. Las oraciones estaban llenas del lenguaje de las Escrituras, especialmente de los Salmos y Profetas. Las oraciones no eran largas, evitándose toda vana repetición. La oración pertenecía a toda la asamblea y era dirigida en una lengua inteligible.
Estas eran las características del culto primitivo, según resulta de los escritos de los autores de aquella época. En todo prevalecía la simplicidad. Dios era adorado en espíritu y en verdad, sin los ritos, ceremonias, y pompas que caracterizaban al culto pagano.
En todo culto, antes de distribuirse el pan y el vino de la comunión, todos se daban el beso de paz; los hombres a los hombres y las mujeres a las mujeres. Basta recordar esta costumbre piadosa para formarse una idea del amor que unía a todos los que eran hermanos en Jesucristo.

COSTUMBRES DE LOS CRISTIANOS.

Nada impresionaba tanto al mundo como la vida santa y costumbres limpias que caracterizaban a los cristianos. Sabemos que la sociedad pagana había llenado la copa de sus abominaciones. Los edictos de algunos emperadores que quisieron detener el avance de la corrupción, no dieron resultado, ni tampoco tuvieron éxito los filósofos que querían hacerlo por medio de la ética. Lo que necesitaba el mundo no era una moral escrita sobre pergaminos, sino un poder capaz de matar las malas pasiones, y crear aspiraciones nobles y obras saludables.
Los cristianos poseían ese poder en el evangelio. Cristo vivía en ellos, y el Espíritu que les guiaba les permitía andar en una pureza que los paganos nunca llegaron ni a imaginar. Una de las cosas que el cristianismo hizo en aquellos días fue la de elevar el carácter y dignidad de la mujer. Entre los paganos la mujer era sólo un mueble bello. Entre los cristianos se sienta al lado del hombre en las asambleas, participa del mismo pan en la comunión, toma parte activa en la obra de la iglesia, y cuando llega la hora del martirio, desciende a la arena con tanto heroísmo como el hombre, o aun mayor.

EL MATRIMONIO

Cuando una mujer se convertía, siendo ya casada, y su marido quedaba alejado de la fe, se enseñaba a la esposa cristiana a permanecer fiel a su esposo y a procurar ganarlo por medio de una conducta sana, que siempre tiene más influencia que los argumentos. Pero tratándose de mujeres no casadas, se les enseñaba que no debían contraer enlace con los inconversos. A veces llegaban hasta a excluir del seno de las iglesias a las que faltaban en este punto. Tertuliano era muy radical en contra de los matrimonios mixtos, y escribió combatiendo tales uniones, que eran muy raras en aquel entonces, cuando la sima que separaba al mundo de las iglesias era aun más profunda que en estos días. Muestra Tertuliano las dificultades a que se exponía la virgen que se casaba con un pagano. No podrá dejar el techo conyugal para reunirse con sus hermanos; tendrá que oír las canciones y palabras profanas de su marido inconverso; tendrá que preparar banquetes de un estilo repugnante a los que conocen al Señor; para agradar a su marido tendrá que aparecer vestida como no es lícito a santos, y muchas otras cosas más. Es vender el alma al consentir el casamiento.
Pero la unión de dos seres que aman al mismo Señor es tenida por honrosa. Aunque no había lo que hoy llamamos matrimonio religioso, toda la iglesia tomaba parte en la celebración de la boda. No que fuese un sacramento ni una ocasión para exhibir lujo, sino un momento solemne en el que se debía implorar la bendición de Dios sobre los desposados.

EL PADRE

El padre y esposo cristiano era el jefe pero no el déspota y tirano de la casa. Usaba de toda consideración para con los suyos, y todos sus actos tenían que estar reglamentados por el amor. Leónidas, el padre de Orígenes, ha pasado a la historia como un buen ejemplo de padre cristiano. A él debe su ilustre hijo todo lo que fue. El mismo cuidaba de la educación de su hijo. Todos los días le leía las Sagradas Escrituras y le hacía aprender de memoria un trozo de ellas. Después de la lectura hablaban un rato sobre lo que habían leído, para buscar compenetrarse del sentido y robustecer la mente y el corazón con este conocimiento.

LA MADRE

La madre cristiana era la verdadera gloria del cristianismo. Ella es la que hacía del hogar un verdadero santuario. Su misión era todo lo que concernía al cuidado de la familia; tejía con sus manos la ropa con que se cubrían ella, su esposo y sus hijos; se adornaba con el manto precioso de la modestia; hacía de la casa el albergue del peregrino y de todo hermano que llegaba de otros puntos; recibía con tierna y santa sonrisa al esposo que llegaba al hogar después de largas horas de trabajo; y unidos en un doble amor, ofrecían juntos al Padre celestial el incienso de sus oraciones que hacían arder en el altar de sus corazones. La madre era la eficaz colaboradora en la tarea de criar los hijos.
El Pastor de Hermas demuestra que se exigía a éstos una obediencia y disciplina ejemplares. A los cinco o seis años, los niños ya enseñados en los mandamientos del Señor estaban en condición de aspirar a ser reconocidos como catecúmenos y empezar a recibir en la iglesia una enseñanza que les prepararía para ingresar en la milicia cristiana. De estos hogares, saturados con el perfume de la santidad evangélica, se levantarían los futuros testigos, mártires y apologistas.

EL VESTIDO

La modestia de los cristianos debía hacerse manifiesta aun el modo de vestir. Esto se aplicaba especialmente a la mujer, que siempre ha sido la más expuesta a la tentación del lujo. Las joyas estaban proscriptas de la vestidura femenina. Los trajes llamativos e indecorosos, comunes a las mujeres paganas, eran detestados. Las cristianas se vestían con suma sencillez. Esto no implicaba un desprecio a lo bello. Por lo contrario; Clemente favorece a los vestidos blancos, símbolos de la pureza y ataca el uso de los vestidos llamativos que cuadran más bien con las pompas de un espectáculo que con el testimonio del cristiano.

LA FRUGALIDAD

En aquellos días de orgías inmorales y excesos de intemperancia, los cristianos daban testimonio de la nueva vida renunciando a los banquetes y comidas exquisitas. No es porque fuese para ellos ilícito comer o dejar de comer tal o cual cosa, porque "el reino de Dios no es comida ni bebida", sino porque tenían preocupaciones más serias que las referentes a estas cosas. Una comida modesta, con acción de gracias, valía más que los toros engordados que hacían el deleite de los glotones. No por esto la mesa cristiana carecía de sus horas de inocente alegría; alegría pura que nace del amor y no del exceso del vino.
Los Ágapes, fiestas de amor, que acostumbraban celebrar los cristianos, ya en familia ya en la congregación, ofrecían momentos de solaz y expansión inocente a los hermanos, sin necesidad de entregarse a la glotonería y bebidas embriagantes. Eran comidas sencillas, como lo atestigua Plinio el Menor, en las que, entre cánticos y ósculos de paz, se manifestaba el amor puro que los vinculaba.

VIDA PÚBLICA

San Pablo enseñó que el Estado era una institución divina. Esto no debe confundirse, como ha sido hecho por algunos, con el pretendido derecho divino de los monarcas. No quiere decir tampoco que el gobernante A., B. o C., o el rey Fulano I o Mengano II sea un ungido celestial. Lo que San Pablo quiso enseñar es que la sociedad debe vivir regida por autoridades que impidan a los malos ser perjudiciales a sus semejantes, que los que desempeñan estas funciones deben ser respetados, porque hacen una obra que Dios aprueba. Esta doctrina del apóstol demuestra que la vida civil es compatible con la profesión de cristiano. En los primeros siglos, y especialmente en tiempos de Diocleciano, había muchos cristianos que ejercían funciones gubernativas.
La cuestión del servicio militar era ya otro problema que ofrecía más dificultades. Surgía entonces, como ha surgido muchas veces, y surge aún ahora, esta pregunta: ¿Es lícito al cristiano seguir una carrera que le obliga a matar a su prójimo? Sabemos que los militares que se convertían, Cornelio, por ejemplo, no abandonaban su carrera para incorporarse a la iglesia, sino que eran recibidos en su seno a pesar de ser militares, pero es evidente que el militarismo era repugnante a los sentimientos pacíficos de los cristianos. La religión del príncipe de la paz no podía ser favorable a la guerra. El que adoraba a Cristo no podía adorar a Marte. Justino Mártir decía: "Nosotros, que en otro tiempo estábamos llenos de pensamientos guerreros, de crímenes y maldades, hemos, en todo el mundo, transformado nuestras espadas en palas, y nuestras lanzas en instrumentos de agricultura".
Tertuliano se oponía enérgicamente al militarismo diciendo que las glorias y coronas del ejército eran ganadas produciendo el duelo de esposas y madres, y que el cristiano no podía servir de instrumento para hacer sufrir a los cautivos. En Egipto, las iglesias seguían esta regla: "Que el catecúmeno o el fiel, que quiera ser soldado, sea excluido". Algunos cristianos, como Maximiliano, en Argelia, llegaron hasta el martirio antes que aceptar el servicio militar.

LAS DIVERSIONES

En la época de que nos ocupamos, las diversiones estaban divididas entre el teatro y el circo. El primero era una escuela de inmoralidad, y el segundo de crueldad. Los cristianos no podían pactar con estas cosas, y no sólo que se apartaban de ellas, sino que les declaraban una guerra a muerte. No eran enemigos del arte ni de lo bello, pero cuando estas cosas, buenas en sí, se empleaban como medios de corrupción, no vacilaban en rechazarlas.
El teatro, que en los buenos días de Grecia, había alcanzado a ser, hasta cierto punto, un elemento dé cultura estética y artística, no tenía nada de esto en Roma, donde las representaciones eran obscenas, casi siempre sobre los amores de Júpiter o las voluptuosidades de Venus.
El circo, que existía en cada ciudad importante, era el gran atractivo de aquellos tiempos. El de Roma tenía asientos para decenas de miles de espectadores. Los gladiadores que se batían, eran a veces profesionales, pero la mayor parte eran infelices condenados a muerte, o cautivos traídos de las conquistas, o esclavos que eran llevados a morir luchando miserablemente en presencia de una multitud de espectadores sanguinarios. Marco Aurelio tuvo que prohibir la venta de esclavos destinados al circo, pero no consiguió prohibir que los propios dueños los llevasen a luchar con las fieras. Eran miles de infelices que morían en la arena para apagar la sed de sangre y de espectáculos que devoraba a los romanos. Del África traían leones que largaban hambrientos para despedazar a los que combatían en el circo.
Los cristianos rompían con este género de diversiones, y oponían a ellas el ejemplo de su perfecta mansedumbre.

LOS MÁRTIRES DE CARTAGO.

Figura en la historia con el nombre de quinta persecución la que a principios del siglo tercero azotó violentamente a las florecientes iglesias del norte de África. Clemente de Alejandría escribía en ese tiempo: "Muchos mártires son quemados diariamente, crucificados o decapitados en nuestra presencia".
El emperador Septimio Severo, al principio de su reinado, mostró, si no simpatías, por lo menos tolerancia, para con los cristianos. Esta actitud se atribuye al hecho de haber sido curado de una grave enfermedad por medio de las oraciones de un cristiano llamado Próculo, a quien recibió en su palacio hasta su muerte, mostrándose muy agradecido. Pero las instigaciones de los paganos consiguieron que cambiase de actitud y lanzó un edicto prohibiendo a sus súbditos aceptar el cristianismo o el judaísmo. La ausencia de los cristianos en las fiestas idolátricas y crueles del circo, celebradas en su honor, parece que concluyó por irritarle.
El primer golpe lo sintió la iglesia de Alejandría, centro de una gran actividad cristiana, y residencia de un crecido número de ilustrados apologistas e intérpretes de las Escrituras. Los ojos de los adversarios estaban fijos sobre esta comunidad, sabiendo que una victoria ganada sobre ella representaría una herida formidable al organismo cristiano. En los pueblos y aldeas del campo fueron prendidos muchos de los cristianos de figuración, y traídos a Alejandría para ser muertos allí donde los paganos querían dar un escarmiento. Leónidas, el padre del célebre Orígenes, murió durante esta persecución, animado por las palabras de su propio hijo, de dieciocho años, que quedaba como el único sostén de la madre viuda. Una joven de singular hermosura, llamada Potamiana, fue también una de las víctimas. Resistiendo a todas las exigencias de sus carnales perseguidores, mostró cuánto heroísmo puede crear el honor unido a la fe cristiana.
La firmeza de su corazón ante los jueces, confundía a los enemigos del cristianismo. La amenaza de la tortura, y la mil veces peor de ser entregada a los gladiadores, no pudieron conmoverla de su resolución de no negar a su Señor, sabiendo que sus perseguidores podían matar el cuerpo pero no el alma. Uno de los soldados, llamado Basílides, que la llevaba al suplicio, quedó profundamente impresionado de la pureza de su carácter que contrastaba con la brutalidad de los paganos, así como por el valor que demostraba en medio de las angustias, y se constituyó en su protector contra los ultrajes vandálicos de la multitud. Ella oraba por él. Después de su martirio, Basílides la vio en sueños, sonriendo y triunfante, y que poniendo una corona sobre su cabeza, le decía: "Yo he orado por ti". El no tardó en comprender que esa corona se la ceñiría después de pasar por las mismas pruebas que ella había sufrido. Resolvió entonces declararse cristiano y dar testimonio de su fe entre los soldados. Cuando se negó a pronunciar un juramento pagano, fue procesado, y antes de muchos días estaba con Potamiana, en la presencia del Señor. La persecución siguió recrudeciendo, y llegó hasta Cartago, donde se presentó en todo su carácter cruel y sanguinario. Los cristianos habían hecho extraordinario progreso no sólo en la ciudad, sino en toda esa región proconsular.
La población africana había retenido su elemento de barbarie dentro de las formas de una civilización corrompida, de modo que los cristianos estaban expuestos a una lucha más violenta que en otras partes. La persecución siempre adquiría un carácter tumultuoso. Un procónsul llamado Saturnino dio la primera señal de ataque en Cartago. El primer mártir fue un esclavo púnico llamado Ninforo. Varios cristianos de un pueblo llamado Scillita fueron traídos para ser juzgados en Cartago. Había también varias mujeres entre éstos. Uno de ellos, llamado Espérate, hablaba en nombre de sus hermanos para contestar a las preguntas del procónsul Saturnino, mostrando franqueza, valor y un espíritu noble de cristiano. "Podéis ser perdonados les dijeron si os volvéis de corazón a vuestros dioses". "No hemos hecho ningún mal respondió Espérate; no hemos hablado mal de nadie; por todo el mal que nos habéis hecho os hemos dado gracias. Damos gracias a nuestro Señor y Rey por todo lo que nos sobreviene." El procónsul respondió: "Nosotros también somos piadosos, juramos por el genio del emperador, nuestro señor, y oramos por su bienestar, como debéis hacerlo vosotros." Espéralo respondió: "No conozco el genio del gobernador de esta tierra; pero sirvo a mi Dios celestial, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver." El procónsul mandó entonces que fuesen conducidos de nuevo a la prisión hasta el día siguiente.
Cuando comparecieron nuevamente, Saturnino, el procónsul, les dijo que tenían tres días de plazo para reflexionar; si en ese tiempo no renunciaban al cristianismo, serían irrevocablemente condenados. Esperato contestó, en su nombre y en el de sus hermanos, que para ellos, tres días o treinta eran la misma cosa, porque no cambiarían nunca. "Yo soy cristiano dijo y todos nosotros somos cristianos; no dejaremos la fe en nuestro Señor Jesucristo. Haced con nosotros como os plazca."
Después de estas palabras heroicas y llenas del fuego divino de la fe, los cristianos fueron todos condenados a la decapitación. Cuando la sentencia fue pronunciada, dieron gracias al Señor. El día de la ejecución, al llegar al lugar del suplicio, todos se pusieron de rodillas y oraron dando gracias por ser tenidos por dignos de sufrir por el nombre del Señor.
Así morían los mártires; sellando con sangre el testimonio de su fe, y hablando con su Padre Celestial, en oración, hasta que el alma partía a su descanso.
Pocos años después, tres jóvenes, Revocato, Saturnio, y Segundo, y dos mujeres jóvenes, Perpetua y Felicitas fueron arrestados en Cartago.
Perpetua tenía 22 años de edad. Hacía poco que se había casado con un hombre de alto rango, siendo ella también de una de las familias caracterizadas de la ciudad. Cuando fue arrestada amamantaba a un niño de quien era madre.
No bien se hubo cerrado la puerta de la cárcel, vino a verla su anciano padre, quien temía que su hija sufriese una condenación infamante, según las costumbres, a pedirle que por amor a sus progenitores, abjurase el cristianismo.
Perpetua, mostrándole un vaso, le dijo: "¿Puedo llamar a este vaso otra cosa de lo que es? Seguramente que no. Así tampoco yo no puedo dejar de llamarme cristiana, puesto que lo soy". Era una gran lucha interna la que tuvo que sostener. Por un lado estaban los legítimos sentimientos filiales y por otro la fidelidad al que dijo: "El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí". Los hermanos de la iglesia podían obtener acceso a los prisioneros, sobornando a la guardia, y los visitaban a menudo, para confirmarles en la fe.
Perpetua, que era todavía catecúmena, fue bautizada durante este tiempo. "Al salir del agua dice ella el Espíritu me enseñó a orar, pidiendo paciencia". Después fue encerrada en un calabozo. Al verse privada de su hijo y del compañerismo de sus hermanos en la fe, se sintió abatida y tentada a retroceder. "Nunca me había hallado en tal oscuridad antes. ¡OH, qué día horrible! El excesivo calor causado por la multitud de prisioneros, el trato brutal que recibíamos de los soldados, y la tremenda ansiedad por mi hijo, hicieron que me sintiese miserable". Perpetua consiguió que le trajesen el hijo a la prisión, lo estrechó sobre su pecho, y tal fue el gozo que tuvo, que escribió estas palabras: "Cuando tuve a mi hijo conmigo, la prisión se convirtió en un palacio''. Sabiendo que tendría que morir, encomendó su hijo al cuidado de su madre, quien también era cristiana.
Cuando su anciano padre supo que tendrían que comparecer ante el procónsul, fue a verla y se echó a sus pies, rogándole que abjurara. "Hija mía le dijo, ten piedad de mis cabellos blancos; ten piedad de tu padre, si es que merezco aún ese nombre, si es que te acuerdas de los cuidados que yo te prodigué. ¡OH tú, a quien yo amaba más que a los otros, no me expongas al dolor y a la vergüenza de ver concluir tus días, bajo la mano del verdugo! Mira a tu madre, mira a tu hijo; ¿cómo podrá él vivir si tú mueres? Perpetua, doblégate, y sálvate a ti misma para no perdernos a nosotros".
"Mi corazón escribe Perpetua en el relato de sus sufrimientos que redactó en la prisión sangraba cuando veía los cabellos blancos de mi padre, y cuando pensaba que él era el único de la familia que no se gozaba con mis sufrimientos. Yo procuré, sin embargo, consolarlo. «Padre mío, no te aflijas de esta manera; no sucederá sino lo que Dios haya determinado; nuestra vida está en sus manos.»" El anciano se fue desesperado, llevándose al niño.
En la sala de audiencias, los mártires confesaron resuelta y abiertamente la fe que tenían en Jesucristo. Cuando le tocó el turno a Perpetua, he aquí a su anciano padre que entra en el recinto, con un esclavo que traía al niño, y le conjura de tener piedad de su vejez y de la ternura de su infante. El gobernador le dice: "Ten piedad de los cabellos blancos de tu padre; ten piedad de tu hijo, y sacrifica al emperador''. "No puedo", fue la resuelta contestación de la mártir. "¿Eres cristiana?" le pregunta el juez. "Sí contesta ella yo soy cristiana". El juez entonces mandó que sacasen de la sala al anciano padre. Esto no pudo hacerse sin violencia. Perpetua pudo demostrar que su conducta no implicaba falta de amor al autor de sus días, escribiendo estas palabras: "Cuando los soldados golpeaban a mi padre, me golpeaban a mí".
Todos fueron condenados a ser lanzados a las fieras del circo, en la próxima festividad, que tendría lugar en el aniversario de la ascensión de Geta.
Vueltos a la prisión, Felicitas, quien había dado a luz a su primogénito sobre un montón de paja en el calabozo, y que era también una de las que tendrían que sufrir el martirio, se puso a llorar amargamente. El carcelero le dice entonces: "Si ahora sufres tanto, ¿qué harás cuando seas echada a las fieras? Esto debías haber tenido en cuenta cuando rehusaste sacrificar". "Lo que ahora sufro respondió lo sufro yo; pero entonces será otro el que sufrirá por mí, porque yo también sufro por él". Se refería a Cristo, su Señor.
El día de la ejecución, siguiendo una costumbre del tiempo de los sacrificios humanos, quisieron vestir a los hombres como sacerdotes de Júpiter, y a las mujeres como sacerdotisas de Ceres. Los mártires protestaron, alegando que morían por no someterse a esas abominaciones, y que era inicuo vestirlos así. La protesta fue tenida en cuenta y reconocida como justa.
Cuando llegó la hora señalada, el cortejo de mártires cristianos fue conducido al circo; Perpetua era la última. La tranquilidad de su alma se reflejaba en su rostro, lleno de una santa alegría. Antes del último momento se abrazaron y besaron como hermanos, y murieron animados por la dulce seguridad de la gloriosa inmortalidad. Eran éstos los actos que arrancaron a la vehemencia de Tertuliano los siguientes soberbios plumazos que dirigió al gobernador Scápula:
"Nosotros no temblamos ante "los males que nos hacen sufrir los que no nos conocen. La primera condición para todo el que se une a esta secta, es la de exponer su vida; tenemos sólo un deseo, alcanzar lo que Dios promete; tenemos sólo un temor, el de las penas de la otra vida.
Toda vuestra crueldad no nos hará vacilar en el conflicto; nosotros le salimos al encuentro, y somos más felices cuando nos atacáis que cuando nos dejáis. De modo que si os mandamos esta epístola, no es porque temamos por nosotros; es para vuestro bien, que sois nuestros enemigos. No, ¿qué digo? sois nuestros amigos; porque tenemos que amar a nuestros enemigos y orar por los que nos desprecian y persiguen; y en esto se hace manifiesta la gran virtud de nuestra religión, porque todos aman a sus amigos, pero sólo los cristianos aman a sus enemigos. Sufrimos al ver vuestra ignorancia, y estamos llenos de compasión a causa de vuestro .humano error, porque sabemos lo que os espera en el futuro; por eso creemos que es nuestro deber advertiros por carta de lo que rehusáis escuchar de nuestros labios."
Y el valiente cartaginés termina con este apostrofe: "Salva a Cartago, y sálvate a ti mismo. Nosotros tenemos un solo Señor, que es Dios. El está sobre ti; no se puede esconder, y tú no le puedes hacer mal. Aquéllos a quienes tú llamas señores, son hombres, y pronto perecerán; pero esta secta es inmortal, y tú sólo logras edificarla cuando te figuras que la destruyes."

ORÍGENES,

La figura más prominente entre los cristianos del siglo tercero es, sin duda, la de Orígenes. Ninguno arroja tanta gloria como él, sobre la Iglesia de Alejandría. Su nombre, en la opinión de sus contemporáneos, como en la historia, es a veces objeto de alabanzas, como de censuras. Su corazón fue grande; fueron grandes también su fe, su amor y sus errores.
Nació en Alejandría, África, en el año 1895. Sus padres eran cristianos, y parece que él abrazó la fe en su niñez. Su padre acostumbraba besarlo en la frente cuando estaba dormido, y orar por él. Presentía que su hijo llegaría a ser una columna en el templo espiritual del Señor. No descuidaba su educación, y diariamente hablaba con él del evangelio, viéndose muchas veces perplejo para contestar a las preguntas difíciles que le hacía, mostrando así desde sus tiernos años, aquel temperamento de investigador profundo que nunca perdió.
Cuando tenía unos diecisiete o dieciocho años de edad, su piadoso padre Leónidas, profesor de Retórica, fue encarcelado a causa de su fe. Orígenes quería acompañarle al martirio, y fue necesario que la madre le escondiese la ropa para que no pudiese salir a la calle. Leónidas murió gloriosamente confesando a Cristo su Salvador, y el joven quedó como el único sostén de la viuda y seis hermanos menores. Sus vastos conocimientos de la rica literatura griega, le sirvieron para procurarles el pan de cada día. Los bienes del padre habían sido confiscados, de modo que las ganancias de Orígenes era el único recurso de la familia.
Toda su vida demuestra que sólo conoció dos pasiones: amor a la ciencia divina y amor a la verdadera piedad. Aun sus muchas y graves equivocaciones, fueron aplicaciones erróneas de estos dos ardientes anhelos. Como teólogo y pensador, todo lo quiso saber y escudriñar. Como santo, puso por meta un ideal elevado y procuró alcanzarlo, aunque sus métodos no siempre le condujeron al fin deseado.
Existía en Alejandría una escuela teológica a la cual Panteno, el filósofo cristiano y el ilustre Clemente, habían dado fama. Orígenes, siendo todavía muy joven, se halló al frente de ella. Fue en este campo de labor donde demostró fecundidad literaria, y su nunca sobrepasada actividad cristiana. Sus escritos no tienen número y comprenden todas las fases de las ciencias religiosas y filosóficas. Comentó en tres formas distintas todos los libros de la Biblia: histórica, alegórica y espiritualmente.
Escribió homilías sobre temas variados. Su correspondencia era extensa, pues todo el mundo le consultaba. Hasta el mismo emperador Felipe el Árabe se comunicaba con él, y hay quienes aseguran que logró ganarlo a la fe, cosa que no ha sido comprobada y que es más que dudosa. Pero es cierto que sus cartas ejercieron sobre él muy buena influencia, pues durante su reinado los cristianos tuvieron paz. Su método de interpretación peca por dos lados. A veces interpreta las cosas figuradas, literalmente, y lo literal lo espiritualiza, llevando las alegorías hasta extremos peligrosos y perjudiciales a la ciencia que él quería servir. Se dice que puede ser considerado como el hombre más culto de su siglo. La filología, la exégesis, la dogmática, la teología, la filosofía, la apologética, en fin, todos los conocimientos le eran familiares y en todas estas ramas mostró aptitudes sorprendentes.
Su obra magna fue la Hexapla, o sea una versión políglota del Antiguo Testamento, en la que se revela como crítico profundo.
San Jerónimo, hablando hiperbólicamente, dice que Orígenes escribió más libros que los que otro hombre puede leer en toda la vida. Hay algunos que aseguran que, contando los tratados cortos, sus trabajos literarios llegan a seis mil. Muy pocos de sus escritos han llegado hasta nuestros días.
La influencia que ejercía, dentro y fuera del círculo en que actuaba, era muy grande. Los enemigos de la fe le temían. Orígenes, sin embargo, no temía a la lucha y salía al encuentro de la adversidad. "El odio que tenían los paganos dice Eusebio era grande a causa del crecido número de personas que aprendían de Orígenes los misterios de la fe, quienes eran vistos en multitudes alrededor de la casa que habitaba, procurando que los soldados no obrasen contra él. Tan fuerte era la enemistad contra él, que no hallaba casa segura en Alejandría, y constantemente era perseguido de lugar en lugar."
Siempre estaba al lado de los que tenían que sufrir persecución. Acompañó hasta el lugar del suplicio a su discípulo Plutarco, y esto casi le costó la vida, porque la turba empezó a decir que la muerte de ese joven era motivada por las enseñanzas que había recibido de Orígenes.
Su esplendor y sus afirmaciones atrevidas sobre muchos puntos de doctrina, le pusieron en conflicto con sus compañeros. Fue excomulgado en Alejandría, pero reaparece de nuevo en Cesárea, donde es bien recibido por la Iglesia. Aunque anatematizado, tanto por Alejandría como por Roma, no deja de ser mirado en todas partes como un baluarte de la fe cristiana. Sigue siempre fielmente su misión, y tiene el gozo de ver a muchos paganos abandonar sus ídolos mudos, y a muchos de los gnósticos dejar su pretendida ciencia para abrazar la locura de la cruz. En medio de estas tempestades que le afligían grandemente, se consolaba recordando que Cristo calmó las olas embravecidas del Mar de Galilea. Durante este tiempo hizo muchos viajes de estudio, que le ayudaron en la obra que realizaba. Visitó la histórica Palestina, para conocer los lugares donde actuó el Salvador, y ver aquellos parajes que le eran familiares por la constante lectura de los libros de la Biblia.
En Cesárea reanuda sus trabajos de maestro, y la escuela que funda pronto gana una fama en nada inferior a la de Alejandría. La persecución bajo Maximino, impidió que la escuela pudiese seguir su curso floreciente. Fue entonces cuando escribió su obra sobre el martirio, tan provechosa para ayudar a los que, en aquellos días de pruebas amargas, tenían que sufrir por la fe. Tuvo que huir a Capadocia, donde prosiguió su actividad literaria. El año 238 volvió a Cesárea. En esta ciudad, y en otras, no cesa de ser testigo de la verdad, y de ayudar con su sabiduría a todos los que aman la palabra de Dios.
Cuando se levantó la persecución de Decio, huyó a Tiro, donde fue prendido. Iban a realizarse, le parecía, sus anhelos de martirio, que sintió en su juventud, cuando su buen padre tuvo que sufrir por Cristo. Poco antes de esto había escrito: "Estamos listos a sufrir persecución en cualquier parte donde Dios permita al adversario atacarnos. Mientras Dios nos deja libres de estas pruebas, y nos permite vivir en quietud, extranjeros en medio de un mundo que nos aborrece, nos encomendaremos a Aquel que dijo: «No temáis, yo he vencido al mundo». Pero si es su voluntad que tengamos que luchar y sufrir por causa de la piedad, haremos frente a todos los asaltos del enemigo con estas palabras: «Todo lo puedo por Cristo que me fortalece.»"
Los perseguidores descargaron toda su furia sobre el venerable anciano, cuyas fuerzas estaban ya agotadas a causa de tanto trabajo y sufrimientos. Fue puesto en una prisión oscura, con un collar de hierro colgado a su cuello y sus pies estuvieron cuatro días apretados en el cepo. A cada instante le amenazaban con darle una muerte cruel, pero él lo sufría todo con serenidad. Sus verdugos le castigaron privándole de la gloria de morir quemado en la pira. Falleció en la prisión a la edad de 69 años, como se cree, en el año 253 ó 254 de nuestra era. La vida de privaciones y sufrimientos que tuvo que llevar en el calabozo concluyeron con él. Murió como vivió: lleno del amor de Cristo y gozándose en la comunión espiritual que desde el día de su conversión le ligó al cielo donde anhelaba llegar para entrar en el descanso prometido a los que son fieles hasta la muerte.

MÁS PERSECUCIONES.

Durante el imperio de Maximino de Tracia, que duró desde el año 235 al 238, volvieron a sentirse nuevas persecuciones, que pusieron a prueba la fe un tanto apagada de los discípulos del Señor. Maximino, hombre por naturaleza inclinado a actos de violencia, inició sus' funciones gubernamentales, haciendo condenar a muerte a varios cristianos prominentes. Pero esta persecución no llegó nunca a ser general, lo que permitía que los cristianos siempre pudiesen hallar un asilo algo seguro, ya en una parte, ya en otra del Imperio. En Capadocia y en el Ponto, debido a calamidades públicas, como ser terremotos que devoraban ciudades enteras, hizo que los adversarios se mostrasen más encarnizados, y que el populacho interviniese con actos de violencia, pues todas las calamidades eran miradas como castigos de los dioses, a causa de la actitud hostil de los cristianos al culto idolátrico del paganismo. Aun los que parecían sabios, se unían con los demás al hacer estas acusaciones.
Fue en este tiempo cuando Orígenes escribió uno de sus tratados para alentar a los que sufrían en las cárceles, esperando el juicio y la ejecución. Sabía que muchos estaban tentados a sucumbir bajo el peso de la prueba, como en efecto sucumbieron aquellos que no estaban bien arraigados en la fe y esperanza de la vocación. El espiritual escritor les habla de la gloria del martirio, recordándoles el ejemplo de aquellos que en otro tiempo sufrieron por causa de su fe.
Después de un período de calma, bajo Felipe el Árabe, volvió a soplar el viento tempestuoso de la persecución bajo el emperador Decio, a mediados del siglo tercero. Siguiendo la misma política de Trajano y Marco Aurelio, quiso consolidar el tambaleante Imperio, asegurando las instituciones paganas y prohibiendo todo lo que les era contrario. "No creo había dicho Orígenes que la tranquilidad que ahora disfrutamos será de mucha duración." Cipriano había visto, en visión, la persecución que se aproximaba. Era una nueva prueba que Dios permitiría sufrir a las iglesias para hacerlas entrar en un período de vida y actividad. En Alejandría, Roma, Cartago y en otras partes, se dejaban oír voces elocuentes que llamaban al pueblo de Dios a una nueva consagración y a levantar bien alto el estandarte de la piedad.
En Alejandría, los enemigos no esperaron el edicto oficial. Una turba se levantó contra los cristianos, y muchos fueron muertos sin que se les formase causa ni proceso. Ancianos y mujeres fueron sometidos a toda clase de tormentos e injurias. Un creyente de edad muy avanzada, llamado Metras, y una frágil mujer llamada Quinta, sufrieron crueldades inauditas. El cuerpo de Quinta fue arrastrado hasta un templo pagano, y luego por otras calles de la ciudad, hasta que fue despedazado. Una niña llamada Apolonia, quedó en pie frente a la hoguera, testificando de su fe en el Salvador. Las hordas enfurecidas entraban en las casas de los cristianos, despedazando y saqueando todo lo que hallaban.
Todavía no se habían calmado los alejandrinos cuando se publicó el terrible edicto de Decio, y la persecución se desencadenó en todo el Imperio, sin que quedase libre ni una sola provincia. Todos los cristianos, sin distinción, caían bajo los efectos del furioso anatema. Se ordenaba que, por medio de la tortura, las autoridades debieran procurar que todos abrazasen el paganismo, y es fácil suponer a qué punto los enemigos llevarían sus actos de crueldad, al verse armados con un decreto terminante de esta índole. Se señaló un día en el cual todos los que no hubiesen ofrecido sacrificios a los dioses, serían sometidos a la tortura.
Entre los cristianos reinaba el terror; y mientras muchos se disponían a sufrir valientemente, otros sucumbían ante la prueba y simulaban conformidad al decreto aterrador. El número de apostatas fue mayor que en las anteriores persecuciones, debido a que los cristianos habían perdido mucho de su primitivo fervor; pero también se manifestaba el heroísmo en muchos que iban al martirio, más bien que verse envueltos en actos que no podían tener la aprobación del Señor. Cipriano podía escribir a éstos: "Habéis resistido con firmeza hasta el fin, bajo las pruebas más terribles. No habéis sucumbido bajo ninguna forma de tortura, pero las torturas sucumbieron bajo vuestra constancia. ‘‘En Roma, sufrió el martirio Fabián, obispo de esa ciudad. En Jerusalén, murió en la prisión el obispo Alejandro. En Antioquia, fue decapitado Babylas, junto con seis catecúmenos, a quienes vio triunfar en la muerte, uno tras otro. Cuando le tocó el turno a él, inclinó su cabeza exclamando: "Aquí estoy Señor, yo y los hijos que me has dado."
En Éfeso, fueron muchos los que sufrieron, y el terror impulsó a no pocos a esconderse en las entrañas de la tierra. En Esmirna, fue doloroso ver al obispo apostatar, pero esto no impidió que Pionio fuese fiel hasta la muerte, aun frente a ese ejemplo de cobardía.
En África, la persecución fue violenta. Los que podían huir, salían a los campos. Muchos de ellos murieron de hambre, sed y frío, sobre las montañas y en los desiertos. Muchos fueron muertos por los bandoleros que acechaban los caminos rurales. Los que no huyeron fueron objeto de toda clase de sufrimientos y torturas. No se tenía en cuenta ni el sexo ni la edad. Todos indistintamente eran sometidos a indecibles padecimientos. Algunos que sólo tenían unos quince años de edad fueron atormentados hasta morir. En muchos casos los soldados ejecutores se convertían al ver el valor de los mártires. Cuando cierto cristiano estaba testificando, y ya próximo a exhalar el último suspiro, bajo el peso de las torturas, los soldados le hicieron señas de que permaneciese fiel. En seguida se declararon cristianos, y también ellos fueron sometidos a la tortura, y murieron triunfalmente en la gracia del Señor.
En el año 251, Galo ocupó el trono imperial, y otra vez se oyó el grito: "¡Los cristianos a los leones!" Las hogueras que aun estaban humeando, fueron de nuevo encendidas. Esta vez, los llamados a confesar su fe se hallaban mejor preparados. La lección recibida en la persecución anterior les había sido altamente provechosa. El año 252 se promulgó el sanguinario decreto, y los paganos se pusieron en acción. Pero no oiremos esta vez de lamentables apostasías ni de tristes derrotas. Las iglesias se presentan fuertes y llenas de un santo celo ganado en medio de las pruebas sufridas bajo Decio. "¡Cuántos de los que habían caído dice Cipriano se han levantado de nuevo para ser gloriosos confesores! Han permanecido firmes mostrando la fuerza que procede de las profundidades del arrepentimiento, demostrando que en su anterior debilidad habían sido tomados de sorpresa, y que se hallaron abatidos frente a la inesperada prueba.
Habiendo vuelto de nuevo a la fe, y reunido fuerzas, están listos, en el nombre del Señor, para soportar toda clase de sufrimientos con constancia y coraje."

CIPRIANO.

A principios del siglo tercero, nació en Cartago el ardiente cristiano, hábil organizador, escritor aventajado y noble mártir que se llamó Cipriano. Su padre pertenecía a las familias encumbradas. Era senador, y poseía muchas riquezas. Descubriendo en su hijo señales de talento y amor a la literatura, lo dedicó al estudio de la Retórica, en la cual se distinguió tanto, que no tardó en ser profesor de esta materia tan popular entre la gente culta de aquel tiempo.
En su juventud, Cipriano fue arrastrado por la corriente de la corrupción. La vida pagana y las costumbres licenciosas, le hicieron víctima de pasiones innobles. El mismo, cuenta de sus extravíos, para dar gloria al que le sacó del camino ancho que conduce a la perdición. Oigamos cómo se expresa él mismo: "Cuando yo estaba en las tinieblas de una noche oscura, sacudido por las olas tempestuosas del siglo, arrastrado incesantemente hacia todos lados, no sabiendo qué hacer de mi vida, extranjero a la verdad y a la luz, tenía como increíble e imposible, lo que la divina misericordia hizo para mi salvación ¿Cómo puede uno que ha caminado orgullosamente, vistiendo púrpura y oro, contentarse con una simple capa de plebeyo? ¿Puede uno que ha aspirado a las apariencias, renunciar voluntariamente a los honores y retirarse a la oscuridad?
Las pasiones tejen encantos invencibles, a los cuales siempre se rinden aquellos que los han conocido. Las bebidas fuertes estimulan a seguirlas, el orgullo hincha y la rabia enciende; la codicia los hace insaciables, la crueldad los impulsa al crimen, y de la embriaguez de la ambición pasarán a la sensualidad. Así me decía yo a mí mismo: por ser yo mismo un esclavo de estos deseos pecaminosos, no soñando siquiera en ser librado de ellos, yo voluntariamente aceptaba su yugo, y no teniendo esperanza de poder llevar una vida mejor, que prendía a mi perversidad como si fuese parte de mí mismo."
No sabemos cuándo Cipriano empezó a sentirse inclinado al cristianismo, pero como en su ciudad natal, Cristo tenía muchos y fieles testigos, no parece dudoso que desde joven haya conocido a los discípulos. Según Jerónimo, su primera impresión seria, la recibió leyendo al profeta Jonás. Pero su conversión fue el resultado de los trabajos y oraciones de un anciano de la iglesia llamado Cecilio, también pagano de origen. Este hombre tomó gran interés en la conversión de Cipriano y la hizo el objeto de sus fervientes oraciones, las que tuvieron evidente respuesta.
Cuando Cipriano resolvió seguir a Cristo, Cecilio, a fin de ayudarle espiritualmente y sustraerlo de la influencia mundana, lo llevó a su propia casa. Cecilio era casado y padre de varios hijos, y deseaba que el alma que había visto nacer, pudiese pasar su infancia espiritual, respirando la atmósfera de un hogar santificado por la influencia cristiana. Allí se estableció el vínculo sagrado que para siempre mantuvo unidas a estas dos almas.
La vida santa de aquel hogar cristiano, produjo en el neófito impresiones imborrables. Un discurso se olvida más fácilmente que un buen ejemplo. "Después de ser probado como catecúmeno dice Pressensé Cipriano vio por fin amanecer el día solemne en el que fue admitido en la iglesia. Estaba lleno de un gozo tal, que se hallaba fuera de sí; y en su entusiasmo atribuye poder regenerador a las aguas del bautismo, de la cual el sacramento era en verdad la señal y el sello. Es imposible leer sin emoción, su descripción del gran cambio en su vida anterior. «Cuando mis manchas dice él fueron lavadas en el agua viva, una luz pura y celestial llenó mi alegre corazón. No bien hube nacido de nuevo, por el soplo del Espíritu, repentinamente se disiparon todas mis dudas, las puertas de la verdad se me abrieron y mi noche se cambió en día.» Así colocado, dice él mismo, sobre la cima de la montaña, vio todo en su real posición y en su verdadera luz, y despreció todo lo que antes lo había engañado y extraviado. La sociedad pagana, vista desde esa altura luminosa, se le presentaba del todo detestable, y para siempre le dio las espaldas."
En Cipriano, como en casi todos los de su época, se confunden en una sola cosa, la conversión y el bautismo. Lejos estaba de negar la obra del Espíritu Santo, sin embargo atribuye al agua una influencia regeneradora. Esta creencia, fuente de errores incalculables, arrojó sombra sobre la enseñanza y obra de este gran hombre de Dios. Arraigada en él la creencia de que el bautismo era la regeneración, o parte de ella, creyó que debía extenderse a los párvulos; y debido a la influencia de Cipriano, esta práctica, lo mismo que la de la comunión de párvulos, se hizo general, en el Norte de África.
Cipriano no sabía lo que era hacer cosas a medias. Entró en la nueva carrera poniendo al servicio de la causa todo el ardor de su sangre africana. De un solo golpe rompió la cadena que le había ligado al paganismo. Vendió todas sus posesiones y el producto lo empleó en aliviar las necesidades de los que sufrían. Su talento, su ardor y su celo por la causa, le hicieron ganar un buen nombre en la iglesia de Cartago. En vano su modestia le impulsaba al retiro solitario y a la meditación tranquila. Era un hombre llamado a ser soldado, y los ojos de toda la iglesia estaban fijos en él para elegirle obispo en la primera oportunidad.
Aquella elocuencia tan delicada y fina que hasta entonces sólo había servido para la causa del mundo, los cristianos querían verla empleada para la gloria y honor del que les había salvado, y Cipriano supo derramarla a los pies de su Señor con el mismo espíritu con que la pecadora del evangelio derramó el vaso de ungüento de nardo exquisito.
Dice el historiador francés, citado más arriba: "El noble instrumento de su elocuencia, que sólo había servido para adornar la doctrina muerta de los demonios, fue usada desde entonces para la edificación de la iglesia. Esa voz, que había sido la trompeta marcial para animar a los soldados del padre de las mentiras, ahora resuena sólo para sostener el coraje de los santos mártires, quienes bajo las órdenes del capitán, Cristo, vencen al maligno dando sus vidas por el Maestro."
Bien armado de la espada de dos filos de la Palabra de Dios, y encendido en santo entusiasmo, por la lectura de Tertuliano, a quien llamaba su Maestro, Cipriano empieza su tarea escribiendo algunos tratados que por todas partes eran recibidos con marcadas señales de admiración. De simple pastor, es elegido obispo en la primera elección; y aquí tenemos que señalar otro de los aspectos menos felices de su carrera, pues hizo del episcopado una institución que degenera pronto en una autocracia religiosa. No hay nada más peligroso que el error practicado por un hombre superior. Cipriano contribuyó a que el episcopado democrático, plural en cada iglesia, no autoritario, del Nuevo Testamento, perdiese todas estas características y se convirtiese en una cosa diametralmente opuesta a lo que fue en principio. Era el lamentable triunfo del espíritu clerical que no tardaría en arruinar al cristianismo.
Colocado así al frente de la Iglesia de Cartago, se consagró con todo su talento, devoción y energía, a desarrollarla y a mantenerla unida. Nada le infundía más espanto que un cisma entre los hermanos. Era venerado de todos y sus consejos revestían la autoridad de un oráculo. Nada ambicionaba para sí, y todas sus energías estaban consagradas a la obra para la cual se sentía llamado por Dios. Tenía un notable talento de organizador. Lograba que en las múltiples ramificaciones de la obra, todo se hiciese con orden y a su debido tiempo. Los pobres, y mayormente las viudas, eran atendidos por los diáconos bajo su sabia dirección. Como pastor verdadero, vivía para cuidar de sus ovejas, defenderlas y conducirlas por senderos de justicia.
Cuando estalló la persecución, bajo el emperador Decio, Cipriano tuvo que resignarse a huir de Cartago. Hubiera querido quedar y morir entre los suyos, pero él no era un entusiasta que buscaba la gloria del martirio. Su deber era salvarse para poder proseguir la obra. Ya muchas veces se había oído el grito: "¡Cipriano a los leones!" Quedar en la ciudad hubiera sido un acto de culpable imprudencia. Desde donde estaba escondido, seguía pastoreando a su iglesia por medio de cartas y tratados que los cristianos circulaban entre los perseguidores. Nunca es más elocuente que en estos casos, pues se ve que derrama todo lo que su corazón encierra, y que pone toda su vida en sus escritos.
He aquí un párrafo como muestra: "Tenéis que saber que ya ha amanecido sobre vosotros el día de la desolación, y que el fin de esta edad y la venida del Anticristo se acerca. Estemos listos para el combate; fijemos ahora nuestras mentes tan sólo en la gloria de la vida eterna y la corona de los confesores. Estamos en la víspera de un conflicto agudo y terrible. Los soldados de Cristo deben armarse de una fe incorruptible y un coraje indomable, para que puedan beber cada día la copa de la sangre de Cristo y estar listos para derramar la suya por El. ¡Que nadie espere ni desee nada de este siglo; que cada uno siga al Cristo eterno!"
Cipriano tuvo también que hacer frente a graves conflictos internos de la iglesia. Sus tendencias jerárquicas encontraron, desde el principio de su carrera, la oposición de la fracción democrática, la cual, desafortunadamente, no estaba representada por los elementos más sanos. Fueron momentos angustiosos en su vida los que tuvo que pasar cuando estaba en conflictos con una considerable parte de su rebaño. Fue entonces que escribió algunos tratados que contribuyeron a dar consistencia al espíritu autoritario, aunque, digámoslo en su honor, Cipriano siempre se opuso a reconocer superioridad a la iglesia de Roma, en lo que le acompañaban todas las iglesias del África proconsular.
El fin de la carrera de Cipriano se acercaba. La persecución que empezó Valerio, poco después de subir al trono, recrudeció en el año 258. Los obispos y diáconos tenían que ser ejecutados al instante. Los cristianos de influencia social, que ya eran numerosos, tenían que sufrir la confiscación de sus bienes. A las mujeres nobles también las despojarían de sus riquezas y serían enviadas al destierro. La persecución se hizo general. Por todas partes del Imperio las iglesias eran asoladas, los obispos decapitados y los miembros condenados a trabajos forzados en las minas.
Cipriano, que había escapado a otras persecuciones, tenía el presentimiento de que esta vez le tocaría a él sellar con su sangre el testimonio que daba con su vida y palabra. Cuando el procónsul se hallaba en Utica, determinaron prenderlo y hacerlo morir en su presencia. Cipriano logró esconderse en Cartago, porque tenía el deseo, si le tocaba ser mártir, de serlo en la ciudad que había sido teatro de sus trabajos. "Yo confesaré a Cristo escribe a la iglesia y sufriré por El en medio de vosotros." Quería subir a su Dios acompañado de las oraciones de los suyos. "Esperemos aquí en reclusión dice la vuelta del procónsul, para saber de él lo que el emperador ha determinado sobre los obispos y laicos, y para decirle lo que Dios nos dé en aquel momento. Y vosotros, amados hermanos, perseverad en paz y en disciplina, fundados en los mandamientos del Señor, como os he enseñado por palabra y por ejemplo. Que ninguno cause escándalo entre los hermanos, ni se exponga innecesariamente a la persecución. Habrá tiempo de hablar cuando seáis prendidos y llevados ante el tribunal. Jesucristo, quien está con nosotros, hablará por nosotros en aquella hora. Él prefiere un testimonio fiel a la impetuosa imprudencia Queridos hermanos, que Dios os guarde de todo mal, en su iglesia."
Con razón se ha dicho que estas palabras son el testamento espiritual de Cipriano. Cuando el procónsul regresó a Cartago, Cipriano fue prendido y llevado a juicio. El pretorio estaba repleto de gente. Una multitud enfurecida se disputaba un lugar en aquella escena. La fama del acusado, su reconocida elocuencia, y su autoridad como argumentador, hacían esperar una brillante defensa de su causa, y todos querían oírla. Entre esa multitud de personas enloquecidas de odio, Cipriano pudo ver los rostros apacibles de los fieles en Cristo Jesús, que ofrecían silenciosamente el incienso de sus fervientes plegarias. Era para él un gran aliento verse así circundado, y espiritualmente ayudado, por aquellos a quienes había administrado la Palabra de Dios.
Después de la primera audiencia, fue llevado de nuevo a la cárcel, donde tuvo el consuelo de hallarse con otros hermanos que, como él, esperaban la hora de la partida. Al día siguiente tuvo que comparecer otra vez. Toda la ciudad se había congregado para oír su defensa y seguir de cerca los detalles de su condenación. El juicio fue breve. "¿Eres tú le pregunta el juez Thascio Cecilio Cipriano?" "Yo soy" responde. "El santo emperador te ordena que ofrezcas sacrificio a los dioses." "Yo no obedeceré." "Cuida de tu vida", le dice el juez, haciéndole saber que la negativa sería castigada con el último suplicio. Cipriano responde serenamente: "Ejecuta las órdenes que has recibido. En una causa tan justa, no hay por qué deliberar."
Al pronunciarse la sentencia, Cipriano es declarado portaestandarte de la cristiandad en Cartago. Sus enemigos no podían hacer de él mejor elogio, y Cipriano nunca será más glorioso que en el momento cuando este estandarte estará bañado con la sangre de su martirio. El mismo día fue decapitado en presencia de todo Cartago.

LOS NOVACIANOS.

Las ideas y prácticas archi-episcopales de Cipriano encontraron en Cartago la decidida resistencia de Novato; hombre ardiente de espíritu, impetuoso y amigo de oponerse a las tendencias jerárquicas y clericales en la iglesia. Su contrario, Cipriano, dice de él, que era "una antorcha inflamada para producir el incendio de la sedición, un torbellino, una tempestad, un enemigo del reposo y de la paz". Novato hizo que uno de sus partidarios llamado Felicísimo, fuese elegido diácono, sin dar cuenta de este hecho al obispo, y por lo tanto desconociéndole derecho de intervenir en tal asunto.
"Había en esto dice Pressensé una atrevida reivindicación de la independencia parroquial; era afirmar de hecho que cada parroquia, por su organización interna, podía gobernarse a sí misma, y que el pastor era su propio obispo en la comunidad para todo lo que no se relacionaba con asuntos de interés general. No había nada más legítimo desde el punto de vista de la antigua constitución de la iglesia, cuando la igualdad de los obispos y de los presbíteros era universalmente aceptada. En tal estado de cosas, el anciano encargado de la dirección de una iglesia, no tenía por qué recurrir a la autorización de uno de sus colegas para sancionar la elección de un diácono; sintiéndose su igual, no tenía ninguna necesidad de su aprobación."
De Cartago, Novato se fue a Roma para hacer propaganda en aquel centro, y encontró en Novacio un entusiasta compañero de sus ideas, y así Novato en Cartago, y Novacio en Roma, dieron impulso a aquel movimiento que no cesó de protestar contra la impureza de las iglesias y las pretensiones clericales en estos períodos críticos de la historia del cristianismo.
En Roma, el conflicto tomó un nuevo aspecto, y ya no fue tanto una campaña anti-episcopal, como en Cartago, sino una protesta contra la readmisión en la iglesia de los que habían negado a Cristo y quemado incienso a los dioses durante la persecución.
Sobre Novacio, dice Roberto Robinson: "Era un anciano de la Iglesia de Roma, hombre de vasta erudición, que tenía las mismas doctrinas que la iglesia, el cual publicó varios tratados en defensa de lo que creía. Sus discursos eran elocuentes e insinuantes, y su moral, irreprochable. Vio con gran pesar la intolerable depravación de la iglesia.
Los cristianos, durante algunos años eran bien mirados por un emperador, pero luego eran perseguidos por otros. En épocas de prosperidad, muchas personas afluían a las iglesias con propósitos bajos. En tiempos de adversidad, negaban la fe y volvían a la idolatría. Cuando la tormenta pasaba, volvían a la iglesia, con todos sus vicios, para pervertir a los otros con su mal ejemplo. Los obispos, ambiciosos de prosélitos, estimulaban todo eso; y desviaban la atención de los cristianos, de la antigua confederación de virtud, a las vanas exterioridades de Oriente, y otras ceremonias judías, adulteradas también con paganismo.
Al morir el obispo Fabiano, Cornelio, anciano, y ardiente partidario de la recepción de multitudes, surgió como candidato. Novacio se puso en su contra; pero como Cornelio fue elegido, y no viese señales de reforma, sino por el contrario, una marea de inmoralidad invadiendo la iglesia, se separó, y muchos con él. Cornelio, irritado por Cipriano, quien se hallaba en las mismas condiciones a causa de las protestas de algunos hombres piadosos de Cartago, que estaba irritado contra uno de sus presbíteros llamado Novato, quien de Cartago había ido a Roma a unirse con Novacio, reunió un concilio, y consiguió que lanzase una sentencia de excomunión contra Novacio."
Aunque no había entre ellos ninguna cuestión doctrinal que los separase, sino asuntos de disciplina y moral, los novacianos no pudieron continuar unidos a los demás cristianos, y su obra se desarrolló independientemente. Profesaban doctrinas bíblicas, y la disciplina en las iglesias era extremadamente rígida. Se les acusa de haber cometido el error de esperar de los miembros una perfección inalcanzable aquí en la tierra, pero aunque no siempre se les puede dar razón, uno se ve compelido a admirar su anhelo de santidad en aquellos días cuando la virtud cristiana empezaba a decaer rápidamente. Fueron los primeros cristianos a quienes el mundo llamó cataros, es decir, puros, lo que demuestra que sus costumbres eran irreprochables. Para ser admitidos en la iglesia tenían que hacer profesión de fe personal en Cristo y confesarla por medio del bautismo, aunque hubiesen sido bautizados en la infancia. Se oponían a la exagerada reverencia de que eran objeto los mártires y todo los que habían tenido que sufrir persecución de los paganos.
Se extendieron por muchos países, fundando y edificando congregaciones espirituales que duraron hasta el tiempo de la Reforma.
LAS CATACUMBAS.
No vamos a ocuparnos del origen de las catacumbas, ni de los múltiples problemas arqueológicos, religiosos e históricos, que surgen ante este grandioso monumento de la antigüedad cristiana. Damos por admitido, lo que ya no se pone en duda, que las catacumbas son esencialmente cementerios cristianos, especialmente del tiempo de las grandes persecuciones, desde Nerón a Diocleciano, o sea en los tres primeros siglos de nuestra era.
Las catacumbas son una inmensa red de cavidades subterráneas, que en Roma comprende leguas de extensión. Hay catacumbas en Nápoles, en París y en muchas otras ciudades; pero las que más llaman la atención son las de Roma, donde las constantes excavaciones, demuestran que tienen una extensión tal, que las personas allí sepultadas pueden ascender a millones.
El cardenal Wiseman las describe así: "Una catacumba puede ser dividida en tres partes: sus pasadizos o calles, sus habitaciones o plazas, y sus iglesias. Los pasadizos son galerías largas y angostas, cortadas con tal regularidad, que el pavimento y el techo forman ángulos rectos con los lados, siendo por algunos sitios tan estrechos que con dificultad pueden marchar dos personas de frente. Algunas veces se prolongan hasta una gran distancia, aunque se hallan cruzadas por otras, y éstas por otras, en términos de formar un laberinto completo y una verdadera red de pasadizos subterráneos. El perderse en ellos es tan fatal como fácil.
"Pero estos pasadizos no están construidos como el nombre para indicarlo, para conducir a alguna otra parte. Son el cementerio, la catacumba misma. Sus paredes, así como las de los lados de la escalera, están cubiertas de sepulturas, esto es, de líneas de excavaciones grandes y pequeñas, de longitud suficiente para contener el cuerpo humano, desde el niño hasta el adulto, tendido a lo largo de la galería. A veces se encuentran una sobre otras hasta catorce líneas de sepulcros, a veces sólo tres o cuatro.
Se Encuentran estas excavaciones tan amoldadas a la medida del cuerpo que encierran dentro de sí, que es casi seguro yaciera éste al lado mientras la abrían. "Depositado el cadáver en los nichos envuelto en género de lino y substancias balsámicas, se cerraba el frente herméticamente, ya con una piedra de mármol, ya con tejas puestas de canto, embutidas en aberturas hechas en la roca y cubiertas de 'cementum', lo que era más frecuente." Muchas veces hay varios de estos caminos subterráneos, unos sobre otros, y unidos por escaleras. De trecho en trecho hay una abertura que llega hasta el suelo para dejar entrar un poco de aire y luz.
En algunas partes los corredores se hacen anchos y dan capacidad para muchas personas. Eran sitios arreglados para celebrar los cultos en tiempo de persecución. "Yo recorría a menudo dice Jerónimo esas criptas excavadas en las profundidades de la tierra, cuyas paredes de ambos lados contienen cadáveres sepultados, y donde reina una oscuridad tal que uno está tentado a decir, aplicándose las palabras del profeta: 'He descendido al infierno'. Rara vez un poco de claridad viene a iluminar el horror de estas tinieblas, penetrando por aberturas a las que apenas se les puede dar el nombre de ventanas."
"No hay nada dice Pressensé que pueda dar la impresión que uno siente al recorrer esos largos y obscuros corredores cuyas paredes encierran tantos despojos sagrados y están cubiertas de innumerables inscripciones y de frescos simbólicos. Parece que todo ese polvo se anima, que la llama inmortal que lo penetró brilla en todo su puro esplendor, que la visión del profeta de Israel se renueva, que los huesos se mueven, y que la iglesia heroica de los primeros siglos reaparece bajo nuestros ojos, triunfando de sus pretendidos triunfadores, de los cuales ella supo prever la derrota en sus símbolos expresivos. El que ha vivido familiarizado con este gran pasado, lo ve resucitar verdaderamente para él, bajo esas bóvedas obscuras; recibe una intuición rápida, que no olvida jamás, y que deja al pensamiento franquear los siglos, y le permite vivir un instante en una época lejana."
Aunque todos los que están sepultados en las catacumbas hayan pertenecido a la masa de los cristianos, no hay que formarse la idea peregrina de que todos fueron mártires o santos esclarecidos. La simonía ha hecho de este sitio sagrado un depósito de supersticiones e idolatría. Los que trafican con las almas de los hombres, envían a todo el mundo huesos de este inagotable depósito, que despachan como perteneciendo a tal o cual santo o santa.
Por otra parte los ritualistas, no pudiendo hallar en el Nuevo Testamento la confirmación de sus costumbres, apelan siempre al testimonio de los mosaicos y lápidas de estos cementerio, y no hay rito, por extravagante que sea, que no encuentre algo en las catacumbas que lo confirme, mayormente si se tiene en cuenta que hay en ellas mucho que no pertenece a la época de las grandes persecuciones, sino a siglos posteriores, cuando el cristianismo ya había degenerado a consecuencia de su unión con el estado. Es necesario revestirse de un fuerte espíritu de discernimiento para saber qué cosas en las catacumbas realmente arrojan luz sobre la fe, la práctica y la vida de los primitivos cristianos.
Ahora examinaremos algunos de los epitafios y símbolos que son de más valor. La inscripción en la mayoría de las lápidas es corta y simple; el nombre del que yace y algunas palabras de consuelo. IN PACE, es la frase constantemente repetida. IN DEO vivís, lo que demuestra cuál era la confianza que animaba a los santos cuando colocaban en la tumba a los que habían dormido en el Señor. Otros epitafios son más largos, especialmente cuando el que está sepultado es un mártir, y se leen entonces dedicatorias como ésta: PRIMITIVS, EN PAZ; MÁRTIR VALEROSO DESPUÉS DE MUCHOS TORMENTOS. VIVIÓ CERCA DE TREINTA Y OCHO AÑOS. SU ESPOSA LEVANTA ESTO A SU AMADO ESPOSO
Simple monumento destinado no sólo a perpetuar el heroísmo de la fe, sino el dulce carácter de la familia cristiana, y el amor santificado de los que se unían en matrimonio.
Otros epitafios dicen así:
CLEMENCIA, TORTURADA, MUERTA, DUERME. RESUCITARA LANNVS, MÁRTIR DE CRISTO, DESCANSA AQUÍ. SUFRIÓ BAJO DIOCLECIANO
Un padre expresa su confianza, escribiendo estas palabras en la tumba de su hijo que ha partido de este mundo:
LORENZO, A Su DULCÍSIMO HIJO SEVERO, LLEVADO POR LOS ÁNGELES EL DÍA SIETE DE ENERO
Otro epitafio instructivo y que es la prueba de que el celibato no existía entre los que se dedicaban al ministerio cristiano es el que dice así:
AQUÍ YACE SUSANA, HIJA FELIZ DEL PRESBÍTERO GABINO, UNIDA A Su PADRE EN PAZ
El pensamiento religioso de los cristianos de aquellos tiempos está bien expresado en los epitafios y símbolos de las catacumbas. Imitando a un autor, podemos decir que la iglesia aparece allí como Raquel que llora sus hijos y no quiso ser consolada. En lugar de la voz de un eclesiástico que habla ex cátedra, podemos oír la de los fieles haciendo resonar los himnos de triunfo en medio de las amarguras de la persecución.
El arte de las catacumbas es sencillo pero altamente significativo. Se ven esculpidas muchas figuras sobre las lápidas, en las cuales sería absurdo buscar el culto de las imágenes, desconocido a los cristianos de entonces. El arca de Noé, flotando sobre las aguas agitadas del Diluvio, representa a la iglesia, segura pero expuesta a los continuos vendavales de la persecución. La paloma, trayendo la rama de oliva, era el símbolo de la paz.
El ancla les hablaba de la seguridad que tienen los que están en Cristo. Adán y Eva, comiendo del fruto prohibido, les recordaba la caída. Moisés hiriendo la roca de la que fluyeron aguas, representaba a Cristo, la gran roca de la eternidad. Los magos, siguiendo la estrella, la samaritana junto al pozo de Jacob, la resurrección de Lázaro, y una infinidad de símbolos más, expresaban la fe y la esperanza de aquellos cristianos. El buen pastor, llevando sobre sus hombros la oveja que se había perdido, en un grabado favorito. El pez es también un emblema que aparece con mucha frecuencia. ¿Qué representaba? ¿Qué querían decir los cristianos al esculpir un pez en las lápidas de sus queridos? Era un acróstico que significaba: Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador.
Veamos por qué: la palabra pez se escribe en griego con las siguientes letras: IXTVS. Con la primera de estas letras, en ese idioma, se escribe la palabra Jesús; con la segunda, Cristo; con la tercera, Dios; con la cuarta, Hijo; con la quinta, Salvador. El acróstico se formaba así:
IESUS: Jesús; XRISTOS: Cristo; TEOU: de Dios; UIOS: Hijo; SOTER: Salvador.
Los símbolos y epitafios de las catacumbas demuestran cuál era la fe que profesaban las iglesias los primeros siglos, y también demuestra en qué época empezaron las primeras desviaciones. Las lápidas más antiguas expresan una fe pura, tal cual como se halla en el Nuevo Testamento. Aunque nos hallamos en un cementerio no hay indicios de purgatorio, ni oraciones por los difuntos en las lápidas que pertenecen al primer período, sino una completa certidumbre en la obra consumada por Cristo, y en el descanso de los bienaventurados. Pero al llegar al tiempo de la unión con el estado, aparecen los primeros indicios de las prácticas generalizadas por el romanismo. Terminemos estas líneas con el siguiente párrafo de Pressensé:

"Respecto a la doctrina cristiana propiamente dicha, las catacumbas la presentan en toda su extensión; nos llevan a ese Credo llamado apostólico, que no era otra cosa sino el desarrollo de la confesión pedida a todo catecúmeno el día de su bautismo. Nos hallamos todavía en el período de libertad que precede a los grandes concilios y a sus decretos teológicos. La fe que revive en las pinturas de las catacumbas sobrepasa a la teología propiamente dicha, con sus distinciones sutiles y espíritu sistemático."