CAPITULO TERCERO: LA REFORMA EN SUIZA

INFANCIA Y JUVENTUD DE ZWINGLIO

En la Suiza democrática y republicana se levantaron, al mismo tiempo que en otros países monárquicos y aristocráticos, hombres que predicando el viejo y glorioso Evangelio, buscaban una Reforma que salvase a la cristiandad, librándola del yugo férreo de los papas y del clericalismo.
Fueros muchos los héroes de esta jornada, pero entre ellos sobresale la figura de Ulrico Zwinglio.
Vivía entre las montañas suizas de Toggenburgo, en una pintoresca aldea llamada Wildhausen, un campesino influyente que desempeñaba las funciones de alcalde, padre de una numerosa familia, de apellido Zwinglio. Se muestra aún en nuestros días, al pie de una montaña un chalet construido con madera de los bosques regionales, en el cual nació el tercero de sus hijos, el 1º de enero de 1484, al cual dieron el nombre de Ulrico. Como los demás miembros de la familia tuvo que trabajar en las faenas rurales, y desde muy niño aprendió a pastorear las ovejas en los verdosos valles y cerros que circundaba la casa paterna.
Su padre, hombre experto, descubrió que su hijo Ulrico tenía una inteligencia sobresaliente y el temperamento que se requiere para sobresalir en la vida, de modo que se propuso darle una esmerada preparación, y como tal cosa no era posible en la aldea donde vivían, lo envió a estudiar a la ciudad de Basilea, y después a la de Berna. El muchacho de la montaña aventajaba en mucho a los de la ciudad tanto por la inteligencia natural que poseía como por la buena disposición y constancia que revelaba en todas las tareas. Los frailes dominicanos que estaban a la pesca de jóvenes de esta clase, trataron de inducirlo a entrar en el convento, pero sus padres y demás parientes se opusieron enérgicamente, y para librarle de caer en lo que ellos consideraban una trampa lo enviaron a Viena para estudiar filosofía. En 1502 estaba de regreso a su país y fue a ocupar el cargo de director de la escuela de San Martín, donde al mismo tiempo daba lecciones de latín. Lejos de abandonar los estudios, los continuaba y perfeccionaba bajo la dirección del profesor Tomás Wyttenbach, hombre espiritual que anunciaba la llegada de nuevos tiempos, en los cuales la gracia divina obraría con poder para que resurgiese la doctrina apostólica y fuese desalojada la superstición, y la vida sana y costumbres cristianas ocupasen el lugar de los desórdenes reinantes en la iglesia y en la sociedad. Se pronunciaba fuertemente contra el celibato clerical al que consideraba anti-bíblico y contrario a la naturaleza, y causante de la vergonzosa corrupción de los elementos eclesiásticos. Protestaba contra las indulgencias sosteniendo que la muerte de Cristo era el único sacrificio que Dios acepta. A él debió Zwinglio el conocimiento del Evangelio que predicó durante toda su vida y por eso lo tenía en muy alta estima, siguiendo con cristiana devoción las enseñanzas que le había impartido en el tiempo cuando lo tuvo de maestro.

SUS PRIMEROS TRABAJOS PARROQUIALES

A la edad de veintidós años Zwinglio fue ordenado sacerdote y nombrado cura párroco de Glaris. Se consagró devotamente a su ministerio y al estudio de la literatura clásica, aprendiendo de memoria largos trozos de los mejores autores griegos y latinos, y a esto se debe el brillante estilo de sus escritos. No tardó en verse rodeado de un considerable grupo de admiradores y discípulos, algunos de los cuales llegaron a ser personas de considerable influencia y de acción eficaz. Los reunía frecuentemente en su casa y, mediante edificantes conversaciones sobre temas espirituales, literarios y políticos, procuraba ganarlos para Dios y para la patria, enseñando que las personas piadosas deben, ser la sal de la tierra y la luz del mundo, mediante una activa participación en todas las luchas y trabajos que demandan la energía del hombre. Nada más contrario para el futuro reformador que el espíritu monacal que se apodera muchas veces de los que se interesan en asuntos espirituales.
Los suizos se distinguían como buenos tiradores y atrevidos soldados, de modo que los reyes y príncipes europeos procuraban enrolarlos en sus1 filas. Había así miles y miles de los mejores jóvenes del país, que en lugar de dedicarse al trabajo se dedicaban a la guerra sirviendo en calidad de soldados mercenarios. Zwinglio mismo los acompañó dos veces a Italia sirviendo de capellán, y asistió a la feroz batalla de Marignan, mereciendo del papa una pensión por los servicios prestados. Se dio cuenta de los males de este sistema y se propuso trabajar para encauzar las energías de la juventud a cosas más sanas y menos peligrosas. Al regresar de Italia escribió un valioso relato de las guerras italianas y se dirigió a los cantones exhortándolos a anular los compromisos firmados con potencias extranjeras para proporcionar soldados suizos. Alegaba que la venta de sangre y de vida era desmoralizadora, pues la juventud regresaba a la patria cargada de vicios y sin aptitudes ni voluntad para el trabajo honrado. Ocurría también que muchas veces tenían que combatir y matarse los unos a los otros, por hallarse al servicio de diferentes naciones que estaban en guerra. Desde el pulpito clamaba contra esta costumbre y denunciaba con términos enérgicos a quienes la favorecían.
Como los antiguos profetas de Israel predicaban sobre todos los asuntos del Estado, denunciaba las injusticias de los gobernantes y abogaba por la honestidad y la justicia. Su voz apasionaba a las multitudes; pero aquellos que estaban comprometidos en los abusos que denunciaba, se convertían en sus enemigos y hacían caer contra él lluvias de calumnias que los papistas no han cesado de repetir, olvidando que en aquel tiempo él era papista también.
Sus luchas y trabajos no le impedían dedicarse al estudio de temas suaves y apacibles, mayormente al de las Escrituras en las que buscaba no solamente el conocimiento exegético de la misma sino la verdad espiritual fue hace sabios para la salvación. Como Lutero, tuvo grandes conflictos de conciencia; se sentía inmerecedor de la misericordia divina, para al mirarse en el espejo de la Palabra de Dios, veía las manchas de su alma pecadora. Pero el arrepentimiento, la fe en Cristo y la oración le trajeron el celestial consuelo que necesitaba. Le parecía que estaban dirigidas personalmente a él estas palabras del Salvador: "Venid a mí los que estáis trabajados y cargados que yo os haré descansar". En 1523 escribió este testimonio: "Hace ocho o nueve años que llegué a la convicción de que hay un solo mediador entre Dios y los hombres, es a saber, Cristo Jesús. Leí en aquel tiempo una emocionante poesía latina del sabio Erasmo de Rotterdam, en que Jesús se lamenta de que no se busque sólo en él la ayuda necesaria, siendo como es, la fuente de todo bien, el único Salvador, la consolación y tesoro de las almas. Fue entonces cuando pensé y dije: Si es así; ¿por qué buscaré el socorro de la criatura? Y a pesar de los otros himnos de Erasmo dirigidos a Santa Ana no pude deshacerme de la idea de que Cristo es el único tesoro de nuestra pobre alma. Desde entonces examiné cuidadosamente las Sagradas Escrituras y las obras de los Padres para encontrar una enseñanza precisa sobre la intercesión de los santos; y nada encontré a ese respecto".
En 1517 dejó el curato de Claris y se trasladó al convento de Einsiedelm, localidad que era el punto a donde llegaban numerosos peregrinos venidos de todas partes, atraídos por la fama de una virgen reputada milagrosa. En la puerta del monasterio se leían estas palabras: "Aquí se obtiene una plena remisión de los pecados".
La credulidad, la superstición, el engaño, la falta de una verdadera piedad, que se veían en ese sitio tenido por sagrado, empezaron a producir en el ánimo de Zwinglio un profundo disgusto para todo lo que se relacionaba con los ritos romanistas. Consagrado a la predicación se esforzaba más que nunca en dirigir las miradas de sus oyentes a la obra redentora de Cristo, señalándola como la única en la cual el pecador puede hallar paz y seguridad, bendiciones estas que nunca se logran en otra persona sea santo o virgen. La Biblia le atraía más y más, y consagraba las mejores obras de su tiempo para meditar en ella. En la Biblioteca de Zurich han sido halladas las Epístolas de San Pablo que él personalmente copió durante este tiempo, a fin de poderlas tener más a mano. Suspiraba por la santidad verdadera de la cual se sentía muy lejos, teniendo que lamentar frecuentes caídas que le llenaban de horror y abatimiento. Refiriéndose a este período de su vida escribió más tarde: "No tenía a nadie que me ayudase a levantarme; muchos, en cambio, me aplastaban al verme caído. Como el perro que vuelve a su vómito, yo volvía al mal que había abandonado. Con profundo dolor y vergüenza descendía a las profundidades de mi corazón y descubría mis llagas y se las mostré a Aquél, ante quien me agrada confesarme, más bien que a los hombres".
La convicción de pecado y necesidad de arrepentimiento que sintió el futuro reformador, la lectura cada día más devota e inteligente de la Biblia, y un concepto más elevado y cristiano del valor de la muerte de Cristo, produjeron la Reforma. El administrador del convento compartía las creencias de Zwinglio, y de común acuerdo hicieron sacar la inscripción ya mencionada que se leía en las puertas del convento y enterrar las reliquias que ahí se adoraban. Establecieron la práctica de leer el Nuevo Testamento en lengua alemana, y permitieron a las monjas y frailes que desearan hacerlo, dar por nulos los votos monásticos y contraer enlace.
Los sermones de Zwinglio eran cada día más de acuerdo con las doctrinas del Nuevo Testamento, y todos los que le escuchaban no tardaron en comprender que era imposible ser fieles a Cristo viviendo bajo la autoridad del papa.

ZWINGLIO AL FRENTE DE LA CATEDRAL DE ZURICH

En 1519 aceptó el cargo de primer predicador de la catedral de Zurich. En esta ciudad se encontraba su amigo y admirador Oswaldo Myconius, hombre que más tarde llegó a ser una columna de la Reforma en Suiza. En Zurich empezó exponiendo desde el pulpito el Evangelio según San Mateo y grandes auditorios acudían a escucharle. Los días de feria cuando la ciudad se llenaba de campesinos, predicaba especialmente para ellos y éstos se disputaban un sitio en la catedral porque oían la Palabra de Dios expuesta con claridad, y en una forma que llegaba a producir frutos de santidad y justicia. Predicaba sobre los episodios más notables de los Evangelios. Sobre esto decía: "La vida de Jesús ha sido escondida al pueblo; yo quiero beber en la fuente fresca de las Escrituras, y sin recurrir a las explicaciones de los doctores daré a mis oyentes lo que yo mismo encontré por medio del estudio y de la oración".
La popularidad de Zwinglio iba en aumento, y tanto las clases cultas como las populares admiraban su talento, descubriendo en él al profeta que encaminaría al pueblo por nuevos rumbos. El terreno se presentaba muy favorable para la campaña emancipadora que pronto se iniciaría. Zurich era un Estado libre y altamente democrático. La Reforma no dependería de la actitud de un príncipe sino de la del pueblo y este pueblo estaba sediento de libertad cristiana. Al papado y a toda la jerarquía eclesiástica le causaba disgusto.
Pero Zwinglio aun no había roto con el papa, de quien recibía una pensión anual de cincuenta florines, que le había acordado con motivo de la campaña que había hecho en el Milanesado, y de donde había vuelto cargado de regalos del papa Julio II. Más larde por motivos de conciencia renunció a esta pensión.
Todavía no había atacado directamente al papado, pero con la predicación del Evangelio estaba minando los cimientos de ese sistema que no lardaría en derrumbarse en Zurich y en oíros cantones de la Suiza. Todos los que escuchaban al fogoso predicador sacaban esta conclusión: Si es el Evangelio lo que leñemos que seguir, están demás las indulgencias papales, las misas, las penitencias; nada leñemos que ver, como cristianos, con el celibato, el monasticismo; las jerarquías eclesiásticas, ele. Lo llamaban luterano, pero no había sido Lutero el instrumento de su conversión. Fue la gracia de Dios y la lectura de la Biblia lo que obró este milagro en su vida. "Antes de que el nombre de Lutero fuese conocido en nuestro país decía yo prediqué el puro Evangelio. ¿Por qué, pues, mis enemigos me llaman luterano? Quieren de este modo injuriarme y desdeñar mi predicación. A Lutero la considero un excelente soldado de la causa de Dios, conocedor de las Escrituras, serio y admirable, como no ha aparecido otro en la tierra desde hace mil años, y nadie, desde la existencia del papado, ha atacado al papa de Roma con armas tan viriles, sin que al decir esto yo quiera tener en poco a oíros. Pero, ¿quién hizo eso? ¿Dios o Lulero? Preguntad al mismo Lutero y él os responderá que fue Dios. Por eso, buenos cristianos, no cambiemos el nombre de Cristo por el de Lutero. Él y yo predicamos la misma doctrina de Cristo sin que nos hayamos concertado, si bien yo no me estimo su igual; en fin, cada uno hace conforme a la medida del don de Dios".
En 1519 Zwinglio pasó por pruebas muy duras, sobre todo la de una grave enfermedad adquirida por contagio, cuando andaba prestando ayuda a los enfermos de una epidemia general. Esta enfermedad le llevó más cerca de Dios, de modo que al sanar entró con más poder y fortaleza al combate cristiano.

MARCHA DE LA REFORMA

Los vendedores de indulgencias hicieron su aparición en Zurich, en mal momento, sin duda, para llevar a cabo su inicuo tráfico. Era como encender la mecha de una bomba que ya estaba bien cargada. Un fraile milanés llamado Bernardo Samson, franciscano, era el encargado de vender el perdón papal. Zwinglio clamó desde el pulpito, y el consejo de la ciudad resolvió que el traficante fuese expulsado del territorio. Zwinglio conocía ya el verdadero perdón y disfrutaba de la seguridad que tienen los que están en Cristo, de modo que al atacar a las indulgencias de papel, lo hacía animado con el más alto espíritu cristiano. "Ningún hombre decía puede perdonar pecados. Cristo solo, que es el verdadero Dios y el verdadero hombre, tiene ese poder. Comprad indulgencias si queréis, pero tened por cierto que no os traen ninguna absolución. Los que venden por dinero la remisión de pecados son compañeros de Simón el mago, amigos de Balaam y embajadores de Satanás".
La guerra al papado ya estaba abiertamente declarada y era el pueblo mismo que la sostenía.
Desde el bando papista fue el obispo de Constanza que rompió el fuego, dirigiendo al consejo de la ciudad una protesta porque no habían sido observados los ayunos de cuaresma, a lo que contestó Zwinglio con sesenta y nueve artículos inspirados en las enseñanzas del Nuevo Testamento.
Los dos partidos estaban en continua lucha; y como el concepto de libertad religiosa no existía, cada uno esperaba que el Estado se pronunciase en contra del otro y pusiese fin a la contienda. El Consejo resolvió que en enero de 1523 tuviese lugar una conferencia pública para escuchar a los representantes de ambos partidos. La asamblea se componía de seiscientos representantes. Zwinglio estaba sentado frente a una mesa sobre la cual se hallaba una Biblia. Al tomar la palabra dijo: "He predicado que la salvación se encuentra solamente en Cristo y a causa de esto en toda la Suiza me llaman hereje, seductor y rebelde. Ahora aquí estoy y conjuro a todos mis acusadores, que me consta se hallan en esta sala, a que se levanten y me muestren la verdad". Los ojos de todos se dirigieron hacia Faber, vicario general del obispado, pero para gran sorpresa de todos declaró que se hallaba presente no para discutir sino como simple espectador y para poder informar a su obispo del estado de las cosas. Zwinglio volvió a conjurar a sus adversarios pero ninguno se levantó. Faber anunció la próxima reunión de un concilio y dijo que todos debían esperar el fallo que daría. A la tarde volvió a reunirse la asamblea siempre con resultado negativo, porque los enemigos de la Reforma continuaron en su hermético silencio.
El consejo entonces declaró que no habiéndose demostrado que la doctrina que Zwinglio predicaba fuese falsa, quedaba en plena libertad do continuar predicándola.
Durante estos días se distribuyó profusamente un tratado que contenía una explicación de las tesis defendidas por el reformador, en el que se exponían las doctrinas que llenaban el ambiente y en el que se hacía una declaración de tolerancia religiosa, cosa desconocida en aquel siglo.
El 16 de octubre de 1523 empezó una segunda discusión pública sobre la misa y el culto de las imágenes. Los obispados, las Universidades y doce cantones fueron invitados a enviar sus representantes. Los doctores católicos resolvieron abstenerse procurando así hacer fracasar el debate por falta de combatientes. No obstante, la asamblea contó con unos novecientos miembros, de los cuales trescientos cincuenta eran sacerdotes. Zwinglio negó a la jerarquía romana el derecho de llamarse iglesia. "Los papas, los cardenales y los concilios no son ni la iglesia universal ni una iglesia particular". Un viejo canónigo tomó la palabra para defender al papa. Sostuvo la claudicación de la conciencia y de la razón, diciendo que el pueblo no debe discutir problemas religiosos sino someterse a lo que determine la autoridad de un concilio. "¡Un concilio!, exclamó Zwinglio. ¿Quiénes formarán ese concilio? El papa y obispos ociosos e ignorantes que harán lo que a ellos les plazca. ¡No! Ese concilio no es la iglesia! Kong y Kussnacht (dos aldeas suizas) son más una iglesia que todos los obispos y papas reunidos".
Varios sacerdotes hablaron en favor del culto de las imágenes, basándose en la costumbre y en la autoridad de la iglesia, pero los evangélicos contestaron con argumentos bíblicos.
Uno de los curas irónicamente dijo: "Hasta aquí he creído a los doctores antiguos, desde hoy voy a creer a los modernos". "No es a nosotros respondió Zwinglio que debes creer, sino a la Palabra de Dios".
El presidente de la asamblea tomó la palabra, y dijo que en vista de lo que había oído declaraba que correspondía al Consejo abolir el culto de las imágenes.
Se pasó luego a tratar el asunto de la misa. Zwinglio la declaró idolátrica y por lo tanto contraria a la verdadera adoración cristiana. Varios sacerdotes se manifestaron en el mismo sentido, y Baltasar Hubmayer, el futuro adalid anabaptista, negó que la misma fuese un sacrificio expresándose así: "Cristo no dijo: ofreced esto, sino haced esto".
Otro anabaptista, Conrado Grebel, se levantó y enérgicamente manifestó que ya ha había discutido mucho y que lo que correspondía era suprimir los abusos de una vez para siempre, tomando medidas radicales y eficaces. En su intrepidez iba más allá que Zwinglio, quien trató de calmarlo respondiendo que el Consejo publicaría un decreto al respecto. Esto era colocar en el Consejo el centro de la autoridad religiosa y por eso Simón Stumpf respondió: "El Espíritu de Dios ya ha decidido este asunto, ¿por qué someterlo al Consejo?"
La conferencia fue del todo favorable a la Reforma, pero Zwinglio no quería ensoberbecerse por la victoria, haciendo tomar medidas violentas; pero sin enconos ni furias iconoclastas fue suprimido el ritual papista y restablecido el culto cristiano en su primitiva sencillez y pureza. En la Pascua de 1524 se celebró por primera vez la santa cena bajo las dos especies, suprimiéndose la media comunión papista.
Casi todos los curas que habían asistido a la conferencia regresaron a sus parroquias dispuestos a seguir más de cerca las enseñanzas de Cristo. La Palabra de Dios empezó a ser predicada en todas partes con gran alegría del pueblo.
Zurich se independizó del obispado de Constanza y el pueblo fue declarado depositario del tesoro del Evangelio: los acontecimientos sucesivos demostraron que éste sabe cumplir con tan sagrado deber mucho mejor que los encumbrados eclesiásticos.
Se tomaron serias disposiciones contra el juego, el lujo desmedido, los vestidos indecentes y contra todo lo que fuese una relajación de las costumbres. Los frailes y monjas salieron de los monasterios y se autorizó el casamiento de los eclesiásticos.
La Reforma se extendió pronto a otros cantones. Berna, Basilea, Saint Gall, Gravis, Grissons y Schaffouse abrieron las puertas al Evangelio. En Berna, en Badén y otras ciudades tuvieron lugar discusiones, abiertas ante el pueblo, que terminaron siempre con la adopción de la Reforma.

LA CONFERENCIA DE MARBURGO

Lutero había abandonado muy lentamente la doctrina romanista de .la transubstanciación y formuló la de la consubstanciación, enseñando que el comulgante recibe junto con el pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Cristo. Otros reformadores, y Zwinglio en particular, enseñaban que los elementos son solamente símbolos representativos y que se participa del cuerpo y de la sangre solo en un sentido espiritual. Sobre estos dos puntos de vista habían escrito ambos reformadores muy apasionadamente.
El príncipe Felipe de Hesse, hombre que se había adherido entusiastamente a la Reforma, quiso unir las dos tendencias porque graves peligros amenazaban a los Estados protestantes, y era urgente hacer desaparecer toda discordia para presentar un frente único a las amenazas de Carlos V que planeaba una guerra para someter por la fuerza a todos los que se habían emancipado del papado. Lutero se oponía a toda alianza con los que negaban la presencia real en los elementos de la santa cena, convencido de que estaban en un error tan grave que los excluía de la iglesia de Cristo.
Creyó Felipe de Hesse que no era tarea difícil efectuar una reconciliación, y propuso que Lutero y Zwinglio tuviesen una conferencia en Marburgo para conseguir ese fin, considerando que una vez conseguida la unidad doctrinal no costaría mucho conseguir la deseada alianza política y militar.
Lutero recibió la invitación con mucha frialdad e hizo todo lo posible para hacer fracasar la conferencia. Zwinglio, en cambio, anhelaba de tal modo la unidad cristiana, que se puso en marcha aun antes de que el consejo de Zurich le acordase el permiso para dejar la ciudad.
Lutero se presentó acompañado de Melanthon y otros teólogos de Wittenberg. Zwinglio por su parte había sido seguido por Oecolampade y varios reformadores suizos.
La primera conferencia tuvo lugar el 2 de octubre de 1529 en uno de los salones del castillo donde los reformadores habían sido alojados. El príncipe, deliberadamente, evitó toda pompa y ceremonia palaciega que despojase al acto de la augusta sobriedad cristiana. Alrededor de una mesa se sentaron él, Lutero, Zwinglio, Melanthon y Oecolampade. El número de personas presentes en el acto era sólo de veinticuatro, que más tarde llegó a unas cincuenta. Lutero tomando un pedazo de tiza inclinó la cabeza y se puso a escribir con mano firme sobre la carpeta de felpa que cubría la mesa. Los ojos de todos miraron el movimiento de aquella mano y pudieron leer estas palabras: Hoc Est Corpus Meum. Esta inscripción le fortifica en su firme convicción y era una advertencia a sus adversarios. Abierta la discusión dijo Lutero: "Declaro que estoy en desacuerdo con mis adversarios respecto a la doctrina de la cena, y que siempre lo estaré. Cristo dijo: Esto es mi cuerpo". Así demostraba Lutero que su mente no estaba abierta para aprender lo que otros pudiesen enseñarle. No habló como el profesor de Estrasburgo, Francisco Lamber, que dijo: "Yo quiero ser una hoja de papel blanco sobre la cual el dedo de Dios escriba la verdad".
A la declaración de Lutero respondió Oecolampade: "No se puede negar que hay figuras en la Palabra de Dios: Juan es Elías, la piedra era Cristo, Yo soy la vid. La expresión esto es mi cuerpo, es una figura de este género".
Tomó la palabra Zwinglio y dijo: "Hay que explicar la Escritura por la Escritura". "Jesús dice que comer corporalmente su carne de nada aprovecha (San Juan 6.), de donde resultaría que en la cena nos daría una cosa inútil". "El alma se alimenta de espíritu y no de carne".
Los argumentos fe, sucedían unos tras otros, puro Lutero quedaba inconmovible en su posición, señalando con el dedo el escrito que tenía por delante y repitiendo: '"Esto es mi cuerpo, esto es mi cuerpo. El diablo no me moverá de aquí. Tratar de comprender es destruir la fe".
Como la discusión iba subiendo de tono, el príncipe, que actuaba como moderador, la interrumpió aprovechando la oportunidad de que llamaban a comer.
Al día siguiente volvieron a reunirse, pero no conseguían llegar a ningún acuerdo. Lutero insistía tanto en repetir la frase esto es mi cuerpo que Zwinglio se impacientó un poco, y poniéndose en pie dijo: "Es inútil discutir de esta manera. Un testarudo podría citar estas palabras del Señor a su madre: he aquí tu hijo, dichas, con referencia a Juan. En vano se le darían explicaciones, él no cesaría de gritar: ¡No!, ¡no! él dijo: Ecce filius tuus, he ahí tu hijo, he ahí tu hijo".
Viendo que nada se adelantaba, Oecolampade dijo que no valía la pena continuar la conferencia. El príncipe tembló al oír esta triste declaración, e invocando mil razones cristianas les rogaba que se pusiesen de acuerdo. Lutero declaró que era imposible. Zwinglio no pudo menos que ponerse a llorar, y sin arribar a ningún acuerdo terminó el coloquio.
Una cosa quedaba bien demostrada para la gloria del protestantismo, y es que los reformadores eran hombres de convicciones firmes, sinceros en sus creencias, y que no obedecían a sus sentimientos personales ni obraban por intereses políticos. Obedecer a Dios, conforme a la conciencia, costase lo que costase, era la divisa de la Reforma.
El príncipe no podía reconciliarse con la idea de que los adalides de la buena causa se separasen en desacuerdo, y continuaba rogando, advirtiendo, exhortando, y conjurando a que se uniesen. Volvieron a tener otra conferencia. "Confesemos nuestra unidad en las cosas en que estamos de acuerdo dijo Zwinglio y respecto a las otras recordemos que somos hermanos. La paz no existirá jamás entre las iglesias si manteniendo todas la doctrina de la salvación por la fe, no se puede diferir en puntos secundarios".
"Sí, sí, contestó el príncipe estáis de acuerdo. Dad testimonio de vuestra unidad y reconoceos como hermanos". Zwinglio dijo entonces a los doctores de Wittenberg: "No hay personas sobre la tierra con quienes yo más quiera estar unido que con vosotros". Lo mismo dijeron sus compañeros.
"Reconocedlos, reconocedlos como hermanos", dijo el príncipe, con el tono del que implora una gracia. Los corazones estaban conmovidos. Zwinglio bañado en lágrimas, extendió su mano a Lutero, pero Lutero la rechazó diciendo: "Vosotros sois de otro espíritu". Tenía razón, porque en esta escena el espíritu de Cristo estaba con los suizos, y el de Elías que pide que baje fuego del cielo, con el reformador alemán y los suyos.
Las conversaciones continuaron, y por fin se encontró un punto sobre el cual empezar la reconciliación. Lutero dijo que aunque no podía unirse a ellos sobre la base de la fe doctrinal, podía hacerlo sobre la de la caridad cristiana. Los suizos no rechazaron este punto de contacto, y enseguida los representantes de ambas tendencias se dieron la diestra de compañerismo. Lutero conmovido dijo: "¡Que la mano de Jesucristo quite de entre nosotros el último obstáculo que nos separa. Hay entre nosotros una buena concordia, y si oramos con perseverancia, la fraternidad vendrá".
Los espíritus se serenaron y los corazones se unieron, y a fin de poder hacer una manifestación ante el mundo, resolvieron redactar y firmar los artículos de fe sobre los cuales estaban de acuerdo. A Lutero le encargaron la difícil tarea de componer este escrito que muy fácilmente podía convertirse en un nuevo elemento de discordia. Lutero se retiró a meditar para poder escribir con calma, y cuando volvió para leer el pliego, que con oración había redactado, todos lo firmaron con regocijo descubriendo que estaban concordes en todo lo que es fundamental y esencial a la salvación, y que aun sobre el artículo de la cena había más puntos de unión que de desacuerdo.

EL DESASTRE DE CAPPEL

Los últimos años de Zwinglio fueron de lucha incesante, tanto en el campo religioso como en el político. Suiza había quedado dividida y en 1529 los soldados de los cantones protestantes estaban frente a los católicos, prontos para librar una sangrienta y feroz batalla. Cada ejército contaba con unos treinta mil hombres, pero la voz del venerable Aebeli que se esforzaba en evitar una guerra fratricida fue escuchada y se firmó un acuerdo sin entrar en combate. Zwinglio no quedó satisfecho porque había confiado en la espada como medio de hacer penetrar el Evangelio en los cantones que permanecían católicos.
Pero la paz firmada no fue durable debido a que cada partido al suplantar al otro, negaba el derecho de libertad de conciencia que figuraba en las bases del tratado firmado. El desacuerdo era cada vez más profundo. Los cantones católicos se consideraron agraviados por las medidas que los protestantes lomaban, y se lanzaron precipitadamente a la guerra, invadiendo el territorio de Zurich. Los protestantes no estaban preparados para la guerra, pero en vista de esta invasión se alistaron a toda prisa y se dispusieron a partir al campo de batalla. En medio de la confusión todos pedían la presencia de Zwinglio. Era antigua costumbre que la bandera cantonal saliese siempre acompañada de un representante de la iglesia, y el reformador no tardó en ir a ocupar su puesto.
Frente a la plaza de la catedral estaba la casa de Zwinglio. A la puerta un caballo lo esperaba. A las once del día se le vio salir con la mirada firme pero cubierta de un velo de tristeza. Acababa de despedirse de su esposa, de sus hijos y de sus amigos íntimos, y estaba con el alma acongojada porque no se hacía ilusiones sobre el porvenir. ¿No era él quien había hecho desencadenar esta tormenta al dejar la atmósfera tranquila del Evangelio para lanzarse al torbellino de las pasiones políticas? Presentía que él sería la primera víctima.
Zwinglio se había casado con Ana Reinhard, y en ella había hallado no sólo la fiel compañera de su vida sino la colaboradora eficiente en su sagrado ministerio. Todas las noches leían juntos la Biblia. Un ejemplar que Zwinglio le había regalado fue hasta el día de su muerte su compañero inseparable. Nadie había sido más celosa que ella en la tarea de propagar este libro y el conocimiento de su doctrina. Ella recibía debajo de su techo, con gran ternura, a los extranjeros que llegaban huyendo de las persecuciones que se levantaban en casi todos los países de Europa. Ella reemplazaba a su esposo en las visitas pastorales, especialmente en el caso de los enfermos pobres para quienes buscaba remedios, alimentos y ropa. Una vez por semana reunía en su casa a las esposas de los otros pastores de la ciudad, y pasaban horas de sana sociabilidad cantando himnos religiosos y leyendo trozos de la Biblia.
Había llegado la hora de separarse de esta esposa santa e ideal. Acompañado por ella y rodeado de sus hijos que llorando se prendían de su ropa para retenerlo, salió de esta casa querida donde había pasado horas tan felices. Al pie del caballo dijo a Ana que bañada en lágrimas estaba con la cabeza sobre su pecho: "Ha llegado la hora en que tenemos que separarnos. Así lo quiere el Señor Amén. ¡Que Dios quede contigo conmigo con los nuestros". La abrazó, y Ana que tenía lúgubres presentimientos rompió el silencio: "¿Nos volveremos a ver?" "Si el Señor lo quiere" respondió el afligido esposo. Ana volvió a hablar: "Cuando regreses, ¿de qué serás portador?" "Después de las tinieblas, la bendición", respondió. Abrazó a sus hijos y montando a caballo partió.
Las miradas del gentío que llenaba la plaza no podían apartarse del ídolo de la ciudad. "Es la última vez que lo veremos", se decían unos a otros.
La columna se puso en marcha, pero no como soldados que van confiados en la victoria sino como quienes presiente una segura derrota.
Cuando ya habían salido de la ciudad la gente que los había despedido regresó a sus hogares sumida en la más profunda tristeza. Ana había visto partir a su esposo, un hijo, un hermano y a un crecido número de parientes y amigos.
Llegados a Cappel se libró la feroz batalla. Las fuerzas católicas, cuatro veces más numerosas que las protestantes, consiguieron una victoria completa. La artillería hizo grandes estragos y en la lucha cuerpo a cuerpo cayeron miles de hombres.
Zwinglio corría por todas partes auxiliando a los heridos, cuando de repente una enorme piedra venida con toda fuerza lo hirió en el cráneo y lo derribó. No bien logró levantarse, nuevos golpes lo hicieron caer, y finalmente, recibiendo una feroz lanzada, cayó para nunca más levantarse. Viendo que estaba cubierto de sangre exclamó: "¡Qué importa esto! ¡Pueden matar el cuerpo, pero no el alma!" Fueron sus últimas palabras.
Recostado debajo de un árbol veía a los soldados correr de una parte a otra y oía sus gritos de furor y de venganza.
Los católicos recorrían el campo de batalla sembrado de muertos y heridos. '"Invocad a los santos y confesaos a nuestros sacerdotes", decían a los protestantes. Algunos por temor a ser ultimados obedecían. A los que rehusaban los traspasaban con la espada hasta darles muerte, Zwinglio con la mirada levantada al cielo oía el gemido de las víctimas.
La noche ya había extendido su negro crespón. Dos soldados llegaron junto a Zwinglio cuando estaba a punto de expirar y le dijeron: "¿Quieres que te traigamos un sacerdote para confesarte?" Con una señal de la cabeza contestó negativamente. "Si no puedes hablar continuaron piensa en la madre de Dios e invoca a los santos". Otra vez movió la cabeza para decir que no. Entonces los soldados se pusieron a maldecirlo. "Sin duda eres uno de los herejes de la ciudad"-dijo un soldado, al tiempo que le levantaba la cabeza para 'mirarle la cara frente a una luz. No había acabado de pronunciar testas palabras cuando asustado la soltó exclamando: "¡Me parece que es Zwinglio!" Un capitán mercenario lo reconoció y gritando: "¡Zwinglio, vil hereje, infame, traidor!" "¡Muere hereje obstinado!", sacó la espada tantas veces vendida al extranjero y le aplicó un golpe mortal en la garganta. Era el 11 de octubre de 1531. "Así escribió Bullinger Urico Zvinglío, fiel pastor de la iglesia de Zurich, fue herido en medio de las ovejas de su rebaño con las cuales permaneció hasta la muerte, y pereció por la mano de un mercenario, por la confesión de la verdadera fe en Cristo, único Salvador, mediador e intercesor de los fieles".
No bien despuntó el día una multitud de enemigos se congregó alrededor del cadáver del reformador. Muchos pedían que fuese cortado en cinco pedazos y enviados a los cinco cantones vencedores. Algunos católicos de mejores sentimientos se opusieron, pidiendo paz para los muertos, pero tuvieron que retirarse ante los gritos de la multitud endemoniada. Al son de los tambores se juzgó al cadáver y fue sentenciado a ser descuartizado por traición y quemado por herejía. El verdugo de Lucerna cumplió la macabra ceremonia. Una vez que fue reducido a cenizas las mezclaron con cenizas de puercos, y la multitud se encargó de pisotearla y lanzarla a los vientos.
La noticia del desastre de Cappel llegó a Zurich y se oyeron por todas partes ayes de desesperación y angustia. Todos se inquietaban por la suerte de los suyos que habían salido al campo de batalla. Ana había oído desde su casa él disparo de la artillería. Esposa y madre, esta noble dama, pasó una noche de angustiosa expectativa.
En el camino de Cappel todos inquirían noticias a los derrotados que habían conseguido huir. Oswaldo Myconius preguntaba sobre la suerte del reformador. De repente se oyó decir: "¡Zwinglio no existe más! ¡Zwinglio ha muerto!" La dolorosa nueva llegó a los oídos de Ana, quien al saberla abrazó a sus hijos y poniéndose de rodillas exclamó sollozando: "¡Oh Padre, no mi voluntad sino la tuya!" No tardaron en llegar otros mensajeros que con cortos intervalos le anunciaron la muerte de su hijo Gerardo, de su hermano Reinhart, de su yerno Wirz, de su cuñado Lutschi y de muchos amigos y conocidos. ¡Todo estaba perdido!

Humillada y reducida, después del desastre de Cappel, la Reforma salió purificada del crisol de la prueba. Los hombres de Dios tuvieron que aprender de Zorobabel que no con ejército ni con fuerza sino con el Espíritu de Jehová se edifican los muros del templo derruido.