CAPÍTULO NOVENO: LA REFORMA EN ESPAÑA.

EL PROTOMÁRTIR DE LA REFORMA EN ESPAÑA

Los libros de Lutero y otros reformadores no tardaron en llegar a España, cosa que fue relativamente fácil debido a que muchos españoles de ilustre linaje, acompañaban al emperador Carlos V a las dietas que periódicamente se celebraban en Alemania, en Flandes y otras regiones donde el protestantismo había logrado implantarse.
Además, muchos de los españoles sentían la necesidad de librar a la cristiandad de la tiranía de los Papas, de la espantosa inmoralidad del clero; de las prácticas; supersticiosas del culto y de los errores doctrinales que desfiguraban por completo al cuerpo de la iglesia.
Prelados ilustres, predicadores afamados, hombres de letras y nobles matronas, recibieron con júbilo la noticia de la rebelión espiritual que se había levantado en el mundo y aceptaron de corazón las verdades evangélicas que durante tantos siglos habían permanecido ocultas. El número de los tales fue considerable, a tal punto que Cipriano de Valera escribió en el prefacio de la edición de su versión de la Biblia, que no había ciudad, villa o lugar en España en qué lío hubiese alguno o algunos a quienes Dios por su infinita misericordia no hubiese alumbrado con la luz de su Evangelio; y que aunque los adversarios habían hecho todo lo posible para apagar esa luz, afrentando con pérdida de bienes, de vida y de honra a muchos, nada habían logrado porque dice "cuanto más afrentan, sambenitan, echan en galeras o cárcel perpetua o queman, tanto más se multiplican".
Confirmando la declaración del escritor protestante, decía el historiador católico González de Ilesas en su Historia Pontifical, que por aquellos días las cárceles, los cadalsos, y las hogueras se habían poblado de personas ilustres muy aventajadas en letras y virtud, y que eran tantos y tales que se creyó que "si dos o tres meses más se hubiera tardado en remediar este daño, se abrasara toda España", con lo que él llama la más áspera desventura, pero que debe llamarse el santo fuego destructor del error y del pecado.
La Reforma estaba golpeando las puertas de España, pero en el preciso momento cuando ella se disponía abrir, se interpuso el monstruo de la intolerancia que con despiadado despotismo encerró en cárceles y consumió en hogueras a una legión de los mejores hijos de este reino.
Mencionemos el primero de estos mártires. Se llamaba Francisco San Román. Pertenecía a una antigua familia de ricos comerciantes de Burgos. Siguiendo la profesión de su familia se dirigió a Flandes en busca de mercaderías, y encontrándose en las ferias bulliciosas de Amberes tuvo el primer conocimiento de la verdad evangélica por la cual más tarde daría su vida. Supo que había muchos negociantes flamencos que en determinadas horas cerraban las puertas de sus tiendas y leían secretamente un libro prohibido, y que solían dirigirse a un sitio muy apartado, en las afueras de la ciudad, para escuchar la predicación de la nueva doctrina que era objeto de tan animados y variados comentarios. Temerosamente escuchó sus conversaciones, pero creyó más acertado apartarse de esta gente peligrosa y buscar la compañía de sus compatriotas, que eran numerosos en aquella ciudad. Pero grande fue su sorpresa cuando supo que ellos también estaban interesados en esa doctrina y que algunos actuaban como verdaderos apóstoles de la misma.
Sus negocios lo llevaron a la ciudad de Brema y pasando un domingo frente a una iglesia oyó cantar con suave melodía un himno religioso. Atraído por ese canto, se atrevió a entrar y escuchó el sermón que pronunció el pastor Jacobo Spreng. Cuando el culto terminó toda la gente se retiró, menos San Román, quien dirigiéndose al pastor, conmovido y con las lágrimas en los ojos, le pidió que le hablase más de la doctrina que por primera vez había oído anunciar. El pastor no sólo hizo esto, sino que lo llevó a su casa y lo hospedó durante tres días, que fueron bien aprovechados hablando sin cesar de las Escrituras que dan testimonio de Cristo y guían a las almas a la fuente de salvación. Cuando salió de aquella casa, el mercader español era poseedor de la perla de gran precio.
Volvió a Amberes llevando consigo los mejores libros de los reformadores y un precioso ejemplar del Nuevo Testamento. Su primer deseo fue el de volver a España para decir a los suyos cuan grandes cosas el Señor había hecho a su alma; pero no le era posible hacerlo, así que se dedicó a evangelizar a los españoles que residían en la importante ciudad flamenca, para lo cual escribió algunos tratados que repartía profusamente, sin pensar en los peligros que le rodeaban.
Los enemigos de la verdad no tardaron en echarle mano y después de quemarle todos sus libros y folletos lo encerraron en una prisión, de la que logró salir, no se sabe cómo, y se dirigió á Lovaina donde encontró a su compatriota Francisco de Encinas, traductor del Nuevo Testamento y acerca de quién hablaremos más adelante.
En este tiempo Carlos V se encontraba en Ratisbona y San Román concibió el audaz proyecto de pedir una audiencia para hablarle del Evangelio e interceder a favor de los que en sus dominios estaban sufriendo persecución por causa de la fe. Sus compatriotas sonrieron al oírle tal ocurrencia, pero él persistió en su propósito hasta conseguir ser recibido por el emperador, no con buen resultado, pues éste después de oírle mandó encerrarlo en una cárcel.
Carlos V durante las guerras de religión con que azotó a los Estados protestantes, llevaba en su comitiva varios carros cargados de prisioneros encadenados entre los que se encontraban cuatro pastores de Alma. San Román fue añadido al número de éstos y cargado de cadenas, durante un año, fue llevado por varios puntos de Alemania, de Italia y por el Norte de África.
Finalmente sus guardianes lo entregaron a la inquisición de Valladolid, y en sus lúgubres prisiones permaneció encerrado hasta el día en que fue sacado para morir en la hoguera.
En este auto de fe predicó el sermón del caso el famoso Bartolomé Carranza, quien así se iniciaba en su destacada actuación de perseguidor de protestantes, pero quien, cuando había llegado a la cúspide de la gloria, siendo cardenal arzobispo de Toledo, primado de España, fue acusado de profesar y propagar las creencias de aquellos a quienes tan tenazmente había antes perseguido. Estuvo doce años en manos de la inquisición pero no tuvo la valentía de ir al martirio y se valió de sus influyentes amigos para conseguir la absolución.
Los frailes que rodeaban a San Román en la hora de la muerte no pudieron quebrantar su firmeza en Cristo. Se ordenó entonces que la hoguera fuese encendida, y cuando quedó desvanecido por los primeros efectos del sufrimiento lo retiraron del fuego para pedirle que abjurase de sus creencias. San Román concentrando en su corazón las fuerzas que aún le quedaban, reafirmó su testimonio y con un rostro radiante de alegría preguntó a los frailes si no tenían envidia de su felicidad. Arrojado de nuevo a las llamas terminó su carrera este heroico español quien pudo decir como San Pablo: "Para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia".
No se conoce la fecha exacta de este auto de fe, pero según Adolfo de Castro en su "Historia de los Protestantes Españoles", debe haber ocurrido en 1545 o 1546.

LOS MÁRTIRES EVANGÉLICOS DE VALLADOLID

Valladolid, capital de Castilla la vieja, era la residencia de la corte, antes que Felipe II la trasladase a Madrid. Era una ciudad bella y populosa. Rodeaban a la Plaza Mayor dieciséis conventos que albergaban a centenares de frailes y monjas.
Los que habían creído en el Evangelio no habían roto abiertamente con el catolicismo, pero se reunían secretamente para la edificación espiritual y estudio de las Sagradas Escrituras en la casa de doña Leonor de Vivero, viuda de Cazalla, persona rica y encumbrada. Su hijo Agustín había estudiado teología en Alcalá, y cuando contaba treinta años el emperador lo llamó a su corte dándole el cargo de capellán. En esta calidad acompañó al monarca por Alemania y Flandes y a fin de poder atacar a los reformistas se puso a leer sus escritos, pero como era hombre sincero y amante de la verdad, llegó a convencerse de que la iglesia romana se había apartado de la verdadera doctrina cristiana y de que los llamados herejes eran los verdaderos ortodoxos, pues profesaban y defendían las mismas creencias que habían tenido los apóstoles.
Cuando volvió a su patria se encontró con don Carlos de Seso, y fue mediante su saludable influencia que las doctrinas que habían penetrado en su mente, penetraron también en el corazón.
Don Carlos de Seso era de origen italiano, pertenecía a la nobleza y había ganado el aprecio y favor de Carlos V por sus valiosos servicios prestados en las guerras. Se casó con una princesa de la familia real española, Isabel de Castilla, y fijó su residencia en el castillo de Villa medina, cerca de Logroño. No se sabe por qué medios llegó al conocimiento del Evangelio, el que abrazó con entero fervor y propagó por todas partes a pesar de las limitaciones que) la intolerancia imponía. Dejó su cargo de corregidor y se radicó en la capital para mejor poder consagrarse a la obra para la cual se sentía llamado de Dios.
Otro de los componentes de la congregación de Valladolid era el dominico Domingo de Rojas, quien había sido iniciado en el estudio de la Biblia por Bartolomé Carranza.
No menos prominentes eran el abogado Antonio Herrezuelo y su joven esposa Leonor de Cisneros, que habían sido ganados a la fe por los trabajos de De Seso.
Otro miembro de la congregación era el platero don Juan García, casado con una mujer mediocre enteramente dominada por los frailes. A ésta empezó a llamarle la atención las salidas frecuentes y secretas de su esposo, y aconsejada por su confesor, lo siguió para saber a dónde se dirigía. Grande fue su sorpresa al verlo entrar en la magnífica casa de doña Leonor, que a la sazón ya había fallecido. La infeliz mujer llevó la noticia a; su confesor y éste a los inquisidores, quienes; en posesión de este dato sorprendieron a los evangélicos cuando estaban reunidos y los redujeron a prisión, lo mismo que a muchos otros sobre quienes recayeron sospechas.
Siguieron los lentos y crueles trámites del juicio inquisitorial y el 22 de mayo de 1559 tuvo lugar el auto de fe en el que treinta personas sufrieron diferentes condenas.
No todos los que pertenecían a la congregación tuvieron la resistencia necesaria para soportar los sufrimientos a que habían sido sometidos en la sala del tormento y aparecen en el auto de fe como arrepentidos, quienes tampoco escapaban a cierto castigo, pues según el concepto de misericordia de los frailes, era mejor darles muerte antes que volviesen a caer en la herejía. La "gracia" que se les concedía era la de ser muertos a garrote antes de ser echados en las llamas, pues a los que se negaban a abjurar se les quemaba sin ninguna consideración.
Pero no todos los que aparecían como reconciliados con la iglesia romana lo eran en realidad, porque falsamente se les hacía aparecer como tales para dar fama a los teólogos que habían tenido a su cargo, junto con los esbirros de la sala del tormento, las tareas de arrancarles una abjuración. Tal es el caso de Agustín Cazalla, quien aparece en este auto como arrepentido, pero de cuya perseverancia hasta el fin, da fe un documento valioso que el historiador E. Christ da a conocer en su interesante libro: "Héroes Españoles de la Fe".
No entraremos a referir la manera cómo cada uno de los mártires afrontó la prueba a que se veían sometidos y sólo mencionaremos el caso de Antonio Herrezuelo, quien había sido encarcelado junto con su joven esposa. Frente a sus jueces había mostrado una firmeza inquebrantable. El día del auto del fe, cuando era conducido al tablado donde oiría la sentencia, tuvo la gran pena de ver a su esposa entre los reconciliados, vestida con el traje no de los que afrontarían la muerte, sino con el de los sentenciados a penas menos severas, que en su caso era el vivir a perpetuidad en una casa de reclusión. Herrezuelo al verla le lanzó una feroz mirada y le dijo: "¿Es éste el aprecio que haces de la doctrina que te he enseñado durante seis años?" Marchando a la hoguera iba repitiendo pasajes de la Biblia que lo consolaban y le daban la oportunidad de dar testimonio de su fe, lo que motivó que le pusieran la mordaza, y así murió con admirable constancia.
Leonor fue conducida a su encierro y a solas con su conciencia y con el recuerdo de su esposo querido sufría un tormento mayor que el de la hoguera que evitó abjurando de la verdad salvadora. ¡Qué contraste el de esa vida, con los seis años de felicidad que había pasado junto a su heroico esposo! Se arrepiente y confiesa de nuevo aquella fe que en un momento de debilidad había negado. Los inquisidores ponen de nuevo toda su arte diabólica para someterla, pero esta vez fracasan, porque la débil mujer se había convertido en una fortaleza inexpugnable. Leonor fue condenada a morir en la hoguera y la feroz sentencia se cumplió el 26 de septiembre de 1568.
En el auto de fe de mayo de 1559 fue quemado también el cadáver de doña Leonor de Vivero, que había muerto algunos años antes y estaba sepultada en la iglesia de San Benito. Su casa que había servido de templo fue derribada y el terreno sembrado con sal. En el mismo sitio se levantó una columna con una lápida que recordaba la causa de aquella desolación. Esta columna existió hasta el año 1809, en que uno de los generales de Napoleón mandó echarla por el suelo, dice Adolfo de Castro.
Otro auto de fe tuvo lugar en Valladolid el 8 de octubre de 1559, en el que perecieron los miembros de la congregación que habían sido arrestados a raíz de la delación de la mujer del platero.
Un enorme tablado había sido levantado para los que tenían que sufrir condenas, a fin de que el macabro espectáculo pudiese ser visto por todos los espectadores que un testigo ocular calculaba en doscientos mil.
Felipe II, con lo más destacado de su corte, estuvo presente y ante la inmensa muchedumbre, poniendo la mano derecha sobre su espada, juró prestar su más eficaz ayuda a la Inquisición.
El reo prominente entre los que tenían que morir era don Carlos de Seso, condenado por hereje pertinaz y dogmatizante. El antes gallardo militar, favorito de Carlos V, tenía ahora el aspecto de un cadáver, debido a los padecimientos de la prisión, Cuando le notificaron que debía morir, pidió papel y tinta y escribió una vibrante profesión de fe. Llorente, que tuvo este documento ante sus ojos, dice: "Es difícil describir el vigor y la energía de las cosas cotí que llenó dos hojas de papel, aunque estaba en presencia de la muerte".
Cuando el cortejo de mártires desfiló delante de la tribuna real, De Seso se dirigió a Felipe II y le dijo: "¿Es así como Su Majestad trata a sus súbditos inocentes?". El rey le contestó con aquella frase que se hizo célebre: "Yo mismo traería la leña a la hoguera, para quemar a mi propio hijo, si fuese culpable como tú".
Junto al poste donde fue quemado reafirmó sus convicciones cristianas, demostrando una serenidad y energía que a todos causó admiración.
Otro mártir destacado fue fray Domingo de Rojas, quien declaró que había sido instruido en la doctrina evangélica por el arzobispo Bartolomé Carranza. Pidió permiso para hablar a su majestad y después de manifestar que no era hereje como el vulgo lo suponía, hizo esta noble confesión de fe evangélica: "Creo en la pasión de Cristo, la que basta para salvar a todo el mundo".
También fueron quemados Juan Sánchez, criado de don Pedro Cazalla, quien confesó abiertamente su fe y dijo que en ella quería vivir y morir; Catalina Reinoso, joven monja de veinte años, verdadera esposa del Señor por quien dio alegremente su vida; Eufrosina Ríos, también monja a quien estrangularon antes de ser quemada; María Guevara y Margarita Santisteban. También monjas que habían conocido la libertad que hay en Cristo; murieron también Pedro Sotelo, Franciscano de Almanza y Pedro de Vivero Cazalla. Una monja de nombre Juana Sánchez había muerto en la cárcel, así que los verdugos se contentaron con desenterrar su cadáver y quemarlo.

RODRIGO VALER

Entre los escritores del siglo XVI que se ocuparon de los hechos que ocurrían entonces en España, relacionados con la causa del Evangelio, debemos mencionar a Cipriano de Valera, fecundo e incisivo autor protestante, a quien debemos muchos de los datos que han servido para escribir la página heroica de aquella jornada. Oigamos lo que dice respecto a Rodrigo Valer: "La ciudad de Sevilla es una de las más civiles y populosas, ricas, antiguas, fructíferas y de más suntuosos edificios que hay en España A esta ciudad ha bendecido el Padre de las misericordias, escogiéndola para que fuese la primera ciudad de nuestra España que en nuestros tiempos conociese los abusos, supersticiones e idolatrías de la iglesia romana". "Cerca del año 1540 vivió en Sevilla un Rodrigo de Valer, natural de Lebrija. Este Valer pasó su juventud, no en virtud ni en ejercicios espirituales, no en leer ni en meditar la Sagrada Escritura, sino en vanos y mundanos ejercicios, como la juventud rica lo suele hacer En medio de estos vanos ejercicios, no se sabe cómo, ni por qué medio Dios lo tocó, trocó y mudó en otro hombre bien diferente del primero, de tal manera que cuanto más había antes amado y seguido sus vanos ejercicios, tanto más después los abominó, detestó y dejó, dándose con todo su corazón y poniendo todas las fuerzas de su cuerpo y de su entendimiento en ejercicios de piedad, leyendo y meditando la Sagrada Escritura.
Muchos no entendiendo el misterio que Dios en Valer obraba, tuvieron tan súbita y tan grande mutación por locura y falta de juicio. Mudado de esta manera Valer, tenía gran dolor y arrepentimiento de su vana vida pasada, y así se empleaba todo en ejercicios de piedad, hablando y tratando siempre de los principales puntos de la religión cristiana, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, y se dió tanto a leerla, que sabía gran parte de coro, la cual aplicaba muy a propósito a lo que trataba. Tenía cada día en Sevilla continuas disputas y debates con clérigos y frailes: les decía en la cara que ellos eran la causa de tanta corrupción Así nuestro Valer, viendo tan noble ciudad como Sevilla, dada a tanta superstición e idolatría, y tan llena; de escribas y fariseos, de tantos clérigos y frailes, disputaba con ellos en las plazas y calles: los reprendía y convencía por la Escritura. El mismo Dios, que antiguamente hizo hablar a San Pablo, hizo hablar a Valer: y como Pablo fue tenido por novelero y loco, así también Valer fue tenido por otro tal. Viéndose los nuevos fariseos tratados de esta manera, le demandaban, de "dónde le hubiese venido aquella sabiduría y noticia de cosas sagradas; de dónde le venía aquella osadía de tratar así tan descaradamente a los eclesiásticos, que son los pilares de la iglesia, siendo él seglar, y no habiendo estudiado, ni dándose a virtud, mas antes habiendo tan mal empleado su juventud en vanidades le Demandaban: ¿Con qué autoridad hacía esto? ¿Quién lo había enviado? ¿Qué señal tenía de su vocación? Estas mismas preguntas hicieron los viejos fariseos a Jesucristo y a sus apóstoles. A estas preguntas respondía Valer Cándida y constantemente. Decía que él había alcanzado aquella noticia de cosas sagradas, no de las hediondas lagunas, sino del Espíritu de Dios que hace que ríos caudalosos de sabiduría corran de los corazones de aquellos que verdaderamente creen en Cristo les Decía que Dios y la causa que trataba, le daban osadía y atrevimiento: decía que este Espíritu de Dios, no estaba atado a ningún estado, por más eclesiástico que fuese. Decía que Cristo lo había enviado.
En conclusión, hablando tan libre y constantemente, fue llamado de los inquisidores. Disputó Valer valerosamente de la verdadera iglesia de Cristo, de sus marcas y señales, de la justificación del hombre y de otros semejantes puntos principales de la religión cristiana. Le Excusó por entonces su locura (como los inquisidores la llamaban) y así lo enviaron: pero le confiscaron primero todo cuanto tenía. Donoso medio para hacer a un loco volver en su seso, quitarle sus bienes. Valer con toda esta pérdida de bienes, no dejó por eso de proseguir como había comenzado". Hasta aquí Cipriano de Valera.
Allá por el año 1545 la Inquisición echó nuevamente mano del predicador1 a quien toda Sevilla escuchaba en las calles y plazas y lo condenó a cárcel perpetua. Cuando junto con los demás presos era llevado a oír misa, se levantaba y contradecía al predicador, lo que demuestra que siempre conservaba sus convicciones. Lo sacaron entonces de la cárcel y lo encerraron en un monasterio donde murió teniendo poco más de cincuenta años.

LA CONGREGACIÓN DE SEVILLA

Eran numerosas en Sevilla las personas que habían sido alumbradas con la luz del Evangelio y todos esperaban que de un momento a otro se produjese un sacudimiento espiritual, pujante e irresistible que arrastrase a la nación entera, rompiendo definitivamente con el papado, como ya había ocurrido en otras naciones del continente.
El Dr. Juan Gil, célebre canónigo, aceptando el consejo del "loco"' Rodrigo de Valer, predicaba en la grandiosa catedral la Palabra de Dios que es viva y más penetrante que toda espada de dos filos, en lugar de las áridas sentencias del escolasticismo. La ciudad entera lo escuchaba de buena gana y Carlos V, queriendo premiar al elocuente predicador, lo nombró obispo de Tortosa. Sus enemigos que ya habían descubierto que Gil predicaba una doctrina que no desdeñaría ni el mismo Calvino, antes que fuese a tomar posesión de su alto cargo, lo encerraron en las prisiones inquisitoriales, de donde sólo salió para morir a consecuencia de las enfermedades contraídas en su húmedo encierro.
Otro hombre eminente que había aceptado el Evangelio era Constantino Ponce de la Fuente, quien unía al don de predicador el de escritor aventajado. Dejó varios libros y tratados valiosos tanto por la buena doctrina que enseñan como por la forma literaria en que están presentados.
La Inquisición logró apoderarse de los libros que Constantino tenía escondidos, que eran en su mayoría obras de los reformadores y un manuscrito de su propia letra que constituía la prueba innegable de que él también estaba de acuerdo con los que se separaban del romanismo. Toda Sevilla quedó estupefacta cuando oyó que el eminente Constantino había sido encerrado en el Castillo de Triana acusado de herejía. Allí lo tuvieron dos años, casi sepultado en un calabozo subterráneo, donde terminó su carrera sufriendo con cristiano heroísmo.
Las personas más desarrolladas en la fe evangélica habían formado una congregación que se reunía secretamente en la casa de una dama encumbrada llamada Isabel de Baena, y era pastoreada por el médico Cristóbal Lozada.
Otro núcleo evangélico había formado en el convento de San Isidro del Campo, perteneciente a los frailes Jerónimos, situado a una legua de la capital en el sitio hoy denominado Santiponce. Los libros de los reformadores habían penetrado en ese claustro y tuvieron buena acogida de parte del prior llamado García Arias, quien los hacía leer y explicaba a los miembros de la orden, con el resultado de que muchos de ellos abrazaron la verdad, entendiendo especialmente la justificación por la fe, que hacía inútiles todos los ritos y penitencias a que estaban acostumbrados. Este García Arias no supo mantenerse a la altura de sus conocimientos, llegando con refinada hipocresía a negar y hasta perseguir las creencias que profesaba y enseñaba en el monasterio, pero su mala conducta pasada la borró con un genuino arrepentimiento cuyos riquísimos frutos los hizo manifiestos confesando su fe con una valentía y sinceridad que sobrepujaba a su anterior cobardía y simulación. Murió en la hoguera la muerte de un noble mártir, y su nombre quedó vinculado al de todos los que en aquella generación combatieron por la fe que fue dada una vez a los santos. Cuando los evangélicos de Sevilla fueron descubiertos, unos ochocientos de ellos fueron encarcelados en el famoso castillo de Triana donde estaban las prisiones del "Santo Oficio". No entramos a referir los sufrimientos de estas víctimas de la intolerancia en la sala del tormento frente a los esbirros y a sus crueles acusadores. Dediquemos, sí, unas líneas al auto de fe que tuvo lugar el 24 de septiembre de 1559 en el que fueron quemados muchos de los evangélicos sevillanos. El médico Cristóbal Lozada fue quemado junto con veinte de sus hermanos en la fe a quienes había suministrado el maná sagrado de la Palabra de Dios, y el prior García Arias murió heroicamente alentando a morir a muchos de los ex frailes de San Isidro del Campo.
María Bohórquez. Una joven de veintiún años figuraba entre los sentenciados a la hoguera. Era María Bohórquez, joven de extraordinario talento y de profunda piedad que había sido discípula del Dr. Juan Gil. Tenía apenas once años cuando empezó a estudiar el griego, lo que le permitió leer los escritos apostólicos en su lengua original. Leía también el hebreo, y el latín lo dominaba como el castellano. La lectura de las obras de los reformadores le había proporcionado un caudal de conocimientos respecto a los dogmas anticristianos del papismo, del modo que podía medirse con cualquier teólogo en temas de controversia. Pero lo que más sobresalía en ella era su genuina humildad y espíritu de mansedumbre, semejante al de su celestial Maestro. El Dr. Gil, que la admiraba, solía decir: "Me siento elevado cada vez que hablo con ella".
Al ser arrestada fue sometida a varios interrogatorios. Dice al respecto Adolfo de Castro: "Disputó con varios jesuitas y dominicanos que inútilmente pretendieron apartarla de sus doctrinas, los cuales quedaron confusos al ver en tan corta edad y en una doncella tal erudición teológica y tales conocimientos de la divina Escritura".
Fue sometida a la tortura tan bárbaramente que se creyó que moriría en ella.
El día del auto de fe, vestida con el infamante sambenito, fue conducida al lugar del suplicio donde saludó a sus hermanos en la fe sentenciados como ella a morir. Mostró su imperturbable serenidad entonando un Salmo, pero ni siquiera ese consuelo le permitieron sus despiadados verdugos y le hicieron poner una fuerte mordaza. Cuando se la quitaron para ofrecerle la oportunidad de abjurar, mostró la misma firmeza que antes, no cediendo ni en un solo punto a las continuas solicitaciones de los frailes que la rodeaban y querían hacerle creer que buscaban su bien eterno. Debido a su edad le dieron la muerte de garrote antes de entregar su cuerpo a las llamas.
"Mucho tiempo hace dice Christque el viento ha llevado sus cenizas; pero si más tarde sus compañeros en la fe pensaran erigir un monumento a la mártir, no habría para él otras palabras más adecuadas que las del Salvador: "María escogió la buena parte".

UNA NAVIDAD SINIESTRA

Otro gran auto de fe fue celebrado en Sevilla el 22 de diciembre de 1560, como parte de los festejos de Navidad. Catorce de los evangélicos fueron quemados vivos, tres en efigie, y otros treinta y cuatro sufrieron diversas condenas. En efigie fueron quemados los doctores Juan, Gil, Constantino Ponce de la Fuente y Juan Pérez de la Pineda. Los dos primeros ya habían muerto a consecuencia de los malos tratos recibidos en la prisión y el tercero había logrado huir al extranjero, desde donde continuaba trabajando en pro de la evangelización de su patria.
Iríamos más allá de los límites de esta obra si entrásemos a dar los nombres de estos mártires y los detalles de su muerte. Dediquemos, no obstante, unas líneas a uno de ellos. Julianillo Hernández. Dice Alfonso de Castro: "Julianillo Hernández fue uno de los protestantes más notables de España, así por los servicios que hizo a la causa como por la agudeza de su ingenio, por su mucha erudición en las sagradas letras y por su valerosa muerte".
Nació en Villaverde y en su niñez pasó con sus padres a Alemania donde aprendió el oficio de impresor. La imprenta lo familiarizó con la literatura evangélica y no tardó en ser uno de los que abrazaron la fe de que hablaban los folletos que imprimía. Regresó a España y se identificó con los, evangélicos de Sevilla y después de algún tiempo se fue a Ginebra para colaborar con Juan Pérez, quien lo tenía en muy alta estima.
Debido a la pequeñez de su cuerpo lo llamaban Julianillo o el chico. Los reformados franceses y suizos, entre quienes era apreciado, lo llamaban Le Petit.
Juan Valdés, Juan Pérez y otros fugitivos habían producido abundante literatura evangélica en lengua española; pero, ¿quién la introduciría en España? Fue Julianillo el que resolvió el problema. Valiéndose de su gran astucia consiguió burlar durante mucho tiempo la vigilancia aduanera e inquisitorial, introduciendo ocultamente dentro de toneles su preciosa mercadería. Viajaba en calidad de arriero, y en el trayecto con suma prudencia iba sembrando la palabra escrita hasta llegar a Sevilla, para dejar el resto de su carga en el convento de San Isidro del Campo.
Pero no faltó un Judas, y el valiente colportor del siglo XVI fue arrojado a los calabozos del castillo de Triana donde sufrió un cautiverio de tres años. Pero no hubo sufrimiento que lograra conmoverlo ni arrancar el gozo de su corazón. Cuando salía de la sala del tormento y era conducido al calabozo, sus hermanos en Cristo desde sus encierros, le oían cantar esta copla:
Vencidos van los frailes;
Vencidos van.
Corridos van los lobos;
Corridos van.
Fue condenado a morir en la hoguera por "hereje, apóstata, contumaz y dogmatizante".
Conducido al quemadero murió triunfante y lleno de paz, exhortando a los otros mártires a morir como verdaderos soldados de Jesucristo.

REFORMISTAS ESPAÑOLES FUGITIVOS

La persecución obligó a los evangélicos españoles a buscar en el extranjero un asilo donde poder adorar a Dios, de acuerdo con el conocimiento de la verdad que habían recibido. Muchos se dirigieron a Londres donde gozaban el favor de la reina Elizabeth, la que les hizo proporcionar una iglesia donde celebrar sus cultos. Otros se dirigieron a Ginebra, ciudad donde actuaba Calvino y que llegó a ser el refugio de los que eran perseguidos en casi todo el continente. En Ginebra loa españoles, al principio, celebraban sus cultos junto con los italianos, actuando de pastor Guillermo Balbani, de Luca, pero más tarde organizaron su propia iglesia pastoreada por Juan Pérez Pineda. Hubo también una congregación española en Amberes, pastoreada por Antonio Corro, la cual se disolvió cuando el duque de Alba tomó la ciudad. Más tarde volvieron a reunirse y tenían de pastor a Casiodoro de Reina. Otros grupos aparecen en Alemania y Francia.
Ocupémonos ahora de algunos de estos fugitivos.
Los Hermanos Valdés. Juan y Alfonso Valdés eran hombres distinguidos y disfrutaban del favor de Carlos V. Eran naturales de la ciudad de Cuenca y habían estudiado en la Universidad de Alcalá de Henares. Por medio de Erasmo, con quien mantenían activa correspondencia, habían llegado a darse cuenta de que la iglesia necesitaba una reforma profunda. Los primeros escritos que produjeron estos hermanos eran más bien de carácter histórico que religioso, pero hacían referencias a las lamentables condiciones del clero, y fueron señalados como peligrosos e infectados de herejía. Ambos hermanos se hallaban viajando por Flandes y Alemania al servicio del emperador, y juzgaron más prudente no regresar a España donde seguramente hubieran caído en poder de la Inquisición.
Juan Valdés se radicó en Nápoles donde ejerció una poderosa influencia espiritual entre los numerosos admiradores que le rodeaban, prendados de su talento y espiritualidad. Poseía una villa en la orilla del mar y en ella se congregaban para escuchar las lecciones bíblicas y pláticas llenas de unción, y alta sabiduría. Los amigos de Valdés llegaron a contarse por miles y entre ellos surgieron algunas de las figuras prominentes del protestantismo italiano.
Sus libros tanto en español como en italiano fueron numerosos, tuvieron gran circulación y han merecido sinceros elogios como modelos de literatura y fuentes de sana enseñanza.
Juan Díaz. Muchos de los escritores protestantes del siglo XVI hacen referencia a este ilustre español, que se distinguió por su profundo amor a la verdad y sólida piedad, manifestada en su vida cristiana.
Al convertirse al Evangelio se identificó con la iglesia reformada de Estrasburgo, donde hizo esta declaración: "Declaro creer en el Redentor, único jefe de la iglesia, único mediador entre Dios y los hombres, y separarme para siempre de la iglesia romana en la que no se encuentra la pura doctrina de Cristo ni la fiel administración de los sacramentos ni la gloriosa libertad de los hijos de Dios".
En 1545 la ciudad de Estrasburgo nombró al teólogo Bucer y a Juan Díaz, representantes ante la dieta imperial que tenía que reunirse en Ratisbona para buscar la reconciliación de católicos y protestantes. A Carlos V le chocó mucho que esa ciudad estuviese representada por un español tan ardiente defensor de la Reforma y encargó a un hombre de su confianza para que pusiese todos los medios a su alcance para hacerlo volver al catolicismo. Desde entonces Díaz se vio asediado por numerosos compatriotas, quienes no lograron conmoverlo en ningún punto de su doctrina.
Díaz tenía un hermano llamado Alfonso, que residía en Roma, fanático exaltado que no podía tolerar que su propio hermano militase en filas contrarias al catolicismo. A fin de reducirlo, hizo un viaje a Alemania y encontró a Juan en Neoburgo, donde estaba atendiendo la publicación de algunas de sus obras. Ambos hermanos hablaron largamente sobre religión y corno Alfonso no lograra conmover a Juan de su firmeza, se dispuso cumplir el diabólico plan de hacerlo asesinar; plan que va había preconcebido en Roma, si el que no lograba atraerlo al seno del catolicismo y para lo cual había venido acompañado de un asesino. Este dio muerte a Juan dándole un feroz hachazo en la cabeza. La noticia consternó a sus numerosos amigos y cuando llegó a oídos de Melanthon, éste exclamó: "¡Caín ha matado a su hermano por segunda vez!".
Los asesinos fueron prendidos en Inspruck por orden del emperador, que se mostró indignado de tal acción, pero a instancias de sus consejeros y en particular de los cardenales de Trento y de Ausburgo fueron puestos en libertad.
Los Hermanos Encinas. Jaime y Francisco Encinas eran naturales de Burgos e hicieron sus estudios en Alcalá de Henares, donde el erudito Pedro de Leemes los inició en el estudio de las Sagradas Escrituras.
En 1540 se dirigieron a Lovaina para terminar sus estudios y tuvieron la dicha de encontrar maestros adictos a la Reforma, quienes los confirmaron en la verdad evangélica.
En 1541 Jaime se estableció en París, pero obedeciendo órdenes paternales, en 1546, se fue a Roma donde cayó en poder de la Inquisición y fue quemado vivo después de dar fiel testimonio de su fe delante de sus jueces, del colegio de cardenales y del papa Pablo III. Fue el primer mártir de la Reforma del siglo XVI en Italia.
Su hermano Francisco se radicó en Wittenberg con el propósito de perfeccionarse en las lenguas originales de la Biblia. Fue huésped de Melanthon y se dedicó a traducir al castellano el Nuevo Testamento. Hallándose en Bélgica se atrevió a publicar su traducción, lo que sirvió de pretexto a los jesuitas para hacerlo encarcelar. Sus numerosos amigos procuraron en vano conseguir su libertad, pero felizmente antes de que se pronunciase la sentencia en su contra, logró huir de la prisión, huida que parece fue facilitada por las mismas autoridades. Consiguió llegar a Wittenberg y tuvo el gozo de pasar otra temporada bajo el techo de Melanthon, de donde salió llevando de este ilustre amigo una carta para Teodoro Vitus, predicador de Nuremberg, que decía: "Francisco Dryander (Encinas), español, mi huésped, es un hombre sabio, serio, dotado de un rara virtud, que muestra un celo filosófico en toda tarea; quiere verte, lo mismo que a Jerónimo Baumgartner. Me haréis gran placer si lo abrazáis como si fuese a mí mismo".
Estuvo también en Inglaterra, donde fue muy bien recibido por el arzobispo Cranmer, quien lo hizo nombrar profesor de griego en la Universidad de Cambridge.
En 1552 fue a Ginebra para conocer personalmente a Calvin o, con quien estaba relacionado por correspondencia. Después de algunos meses se fue a Estrasburgo donde falleció el 30 de diciembre de ese mismo año.
RAIMUNDO GONZÁLEZ MONTES. Era en Sevilla uno de los compañeros de Constantino Ponce de la Fuente y del doctor Egidio. Fue encarcelado a raíz de la persecución que hemos referido y conoció los métodos y rigores del llamado "Santo Oficio", pero más afortunado que los otros prisioneros logró huir de la cárcel y dirigirse al extranjero. En 1558 se hallaba en Inglaterra de donde pasó a Alemania y se relacionó con los hombres más destacados de la Reforma. En este tiempo escribió en latín su famosa obra "Artes de la Inquisición Española", que fue traducida a varios idiomas. Esta obra es una fuente valiosa de información sobre los procedimientos inquisitoriales y sufrimientos a que se vieron expuestos los evangélicos españoles de aquella época. El tribunal de Sevilla lo condenó a ser quemado, pero hallándose prófugo lo quemaron en efigie.
JUAN PÉREZ PINEDA. Nació en Montilla, Andalucía, a fines del siglo XV. En 1526 actuaba en Roma en calidad de secretario del embajador de España, duque de Sesa. Fue en este tiempo, cuando aún no eran conocidas sus inclinaciones a favor de la Reforma, que consiguió del papa que Erasmo no fuese excomulgado. Al regresar a España fue nombrado director del Colegia de la Doctrina, en el que estudiaban jóvenes de las principales familias sevillanas. Sus ideas llegaron a ser conocidas, pero antes de ser prendido logró huir de su patria y se radicó en Ginebra, donde, en 1556, publicó su traducción del Nuevo Testamento. En el prefacio dice: "Sintiéndome muy obligado al servicio de los de mi nación, según la vocación con que me llamó el Señor a la anunciación de su Evangelio, me pareció que no había medio más propio para cumplir, si no en todo, a lo menos en parte, con mi deseo y obligación que dárselo en su propia lengua".
Cuando en 1558 se organizó en Ginebra la iglesia de los fugitivos españoles, Juan Pérez fue elegido pastor.
Entre otras obras que escribió merecen especial mención Breve Tratado de Doctrina y Epístola Consolatoria. Acerca de esta última obra dice Menéndez y Pelayo: "Es notable por la dulzura de los sentimientos y lo apacible y reposado del estilo".
Más tarde hallamos a Juan Pérez identificado con los hugonotes de Francia. Falleció en París en 1567.
CASIODORO DE REINA. Nació en Sevilla, de estirpe morisca, y estudió en un monasterio. Fue ganado a la fe evangélica por Ponce de León y el doctor Gil. A raíz de la persecución de 1559 se vio obligado a huir de España, cosa que pudo hacer con mucha dificultad. Residió en Londres hasta el año 1564, presidiendo en esa ciudad los cultos que celebraban los fugitivos españoles. En Inglaterra fue acogido muy cordialmente aún en los círculos aristocráticos y hasta por la familia real. El embajador de España se quejaba de esto y escribía a Felipe II: "He llegado a saber que han cedido a los herejes españoles una casa grande del obispo de Londres". Residió también en Amberes, pasando por tiempos de mucha estrechez, pero fue protegido por el acaudalado judío español Marcos Pérez, quien había abrazado la fe cristiana con verdadero fervor. En esta ciudad su tarea principal fue la de terminar su inmortal traducción de la Biblia la que se publicó en 1569. Murió en Francfort donde actuaba como pastor de los emigrados luteranos.
CIPRIANO DE VALERA. Era uno de los frailes del convento de San Isidro del Campo, en Sevilla, donde había penetrado la luz del Evangelio. Valera fue uno de los que la recibieron con más entusiasmo y verdadero fervor religioso. Tenía veinticinco años cuando tuvo que huir de su patria a la cual nunca más pudo volver y de la cual nunca se olvidó. Estuvo radicado en Ginebra, en Holanda y en Inglaterra, desplegando una encomiable actividad cristiana y produciendo valiosos escritos de controversia. Entre sus obras figuran principalmente los "Dos Tratados, del Papa y de la Misa" aparecido el primero en 1588 y el segundo en 1599. En 1597 publicó la traducción de la "Institución de la Religión Cristiana" de Calvino, de quien era gran admirador.

Buena como era la versión de la Biblia hecha por Reina, no dejaba de ser susceptible de muchas mejoras. Para llevarlas a cabo el infatigable Valera trabajó durante veinte años. En 1596 publicó una edición del Nuevo Testamento, haciendo muy pocas alteraciones y en 1602 publicó en Amsterdam la Biblia completa, aun con los apócrifos. Dar la Palabra de Dios a su pueblo había sido la aspiración de su vida, como había sido la de su antecesor Casiodoro de Reina. La Biblia por ellos producida perdura a través de los siglos, y para siempre será considerada una de las obras monumentales de la filología y de la lengua castellana.