EL PROTOMÁRTIR DE LA REFORMA EN ESPAÑA
Los libros de Lutero y otros
reformadores no tardaron en llegar a España, cosa que fue relativamente fácil
debido a que muchos españoles de ilustre linaje, acompañaban al emperador
Carlos V a las dietas que periódicamente se celebraban en Alemania, en Flandes
y otras regiones donde el protestantismo había logrado implantarse.
Además, muchos de los españoles sentían
la necesidad de librar a la cristiandad de la tiranía de los Papas, de la
espantosa inmoralidad del clero; de las prácticas; supersticiosas del culto y
de los errores doctrinales que desfiguraban por completo al cuerpo de la
iglesia.
Prelados ilustres, predicadores
afamados, hombres de letras y nobles matronas, recibieron con júbilo la noticia
de la rebelión espiritual que se había levantado en el mundo y aceptaron de
corazón las verdades evangélicas que durante tantos siglos habían permanecido
ocultas. El número de los tales fue considerable, a tal punto que Cipriano de
Valera escribió en el prefacio de la edición de su versión de la Biblia, que no
había ciudad, villa o lugar en España en qué lío hubiese alguno o algunos a
quienes Dios por su infinita misericordia no hubiese alumbrado con la luz de su
Evangelio; y que aunque los adversarios habían hecho todo lo posible para
apagar esa luz, afrentando con pérdida de bienes, de vida y de honra a muchos,
nada habían logrado porque dice "cuanto más afrentan, sambenitan, echan en
galeras o cárcel perpetua o queman, tanto más se multiplican".
Confirmando la declaración del escritor
protestante, decía el historiador católico González de Ilesas en su Historia
Pontifical, que por aquellos días las cárceles, los cadalsos, y las hogueras se
habían poblado de personas ilustres muy aventajadas en letras y virtud, y que
eran tantos y tales que se creyó que "si dos o tres meses más se hubiera
tardado en remediar este daño, se abrasara toda España", con lo que él
llama la más áspera desventura, pero que debe llamarse el santo fuego
destructor del error y del pecado.
La Reforma estaba golpeando las puertas
de España, pero en el preciso momento cuando ella se disponía abrir, se
interpuso el monstruo de la intolerancia que con despiadado despotismo encerró
en cárceles y consumió en hogueras a una legión de los mejores hijos de este
reino.
Mencionemos el primero de estos
mártires. Se llamaba Francisco San Román. Pertenecía a una antigua familia de
ricos comerciantes de Burgos. Siguiendo la profesión de su familia se dirigió a
Flandes en busca de mercaderías, y encontrándose en las ferias bulliciosas de
Amberes tuvo el primer conocimiento de la verdad evangélica por la cual más
tarde daría su vida. Supo que había muchos negociantes flamencos que en
determinadas horas cerraban las puertas de sus tiendas y leían secretamente un
libro prohibido, y que solían dirigirse a un sitio muy apartado, en las afueras
de la ciudad, para escuchar la predicación de la nueva doctrina que era objeto
de tan animados y variados comentarios. Temerosamente escuchó sus
conversaciones, pero creyó más acertado apartarse de esta gente peligrosa y
buscar la compañía de sus compatriotas, que eran numerosos en aquella ciudad.
Pero grande fue su sorpresa cuando supo que ellos también estaban interesados
en esa doctrina y que algunos actuaban como verdaderos apóstoles de la misma.
Sus negocios lo llevaron a la ciudad de
Brema y pasando un domingo frente a una iglesia oyó cantar con suave melodía un
himno religioso. Atraído por ese canto, se atrevió a entrar y escuchó el sermón
que pronunció el pastor Jacobo Spreng. Cuando el culto terminó toda la gente se
retiró, menos San Román, quien dirigiéndose al pastor, conmovido y con las
lágrimas en los ojos, le pidió que le hablase más de la doctrina que por
primera vez había oído anunciar. El pastor no sólo hizo esto, sino que lo llevó
a su casa y lo hospedó durante tres días, que fueron bien aprovechados hablando
sin cesar de las Escrituras que dan testimonio de Cristo y guían a las almas a
la fuente de salvación. Cuando salió de aquella casa, el mercader español era
poseedor de la perla de gran precio.
Volvió a Amberes llevando consigo los
mejores libros de los reformadores y un precioso ejemplar del Nuevo Testamento.
Su primer deseo fue el de volver a España para decir a los suyos cuan grandes
cosas el Señor había hecho a su alma; pero no le era posible hacerlo, así que
se dedicó a evangelizar a los españoles que residían en la importante ciudad
flamenca, para lo cual escribió algunos tratados que repartía profusamente, sin
pensar en los peligros que le rodeaban.
Los enemigos de la verdad no tardaron en
echarle mano y después de quemarle todos sus libros y folletos lo encerraron en
una prisión, de la que logró salir, no se sabe cómo, y se dirigió á Lovaina
donde encontró a su compatriota Francisco de Encinas, traductor del Nuevo
Testamento y acerca de quién hablaremos más adelante.
En este tiempo Carlos V se encontraba en
Ratisbona y San Román concibió el audaz proyecto de pedir una audiencia para
hablarle del Evangelio e interceder a favor de los que en sus dominios estaban
sufriendo persecución por causa de la fe. Sus compatriotas sonrieron al oírle
tal ocurrencia, pero él persistió en su propósito hasta conseguir ser recibido
por el emperador, no con buen resultado, pues éste después de oírle mandó
encerrarlo en una cárcel.
Carlos V durante las guerras de religión
con que azotó a los Estados protestantes, llevaba en su comitiva varios carros
cargados de prisioneros encadenados entre los que se encontraban cuatro
pastores de Alma. San Román fue añadido al número de éstos y cargado de
cadenas, durante un año, fue llevado por varios puntos de Alemania, de Italia y
por el Norte de África.
Finalmente sus guardianes lo entregaron
a la inquisición de Valladolid, y en sus lúgubres prisiones permaneció
encerrado hasta el día en que fue sacado para morir en la hoguera.
En este auto de fe predicó el sermón del
caso el famoso Bartolomé Carranza, quien así se iniciaba en su destacada
actuación de perseguidor de protestantes, pero quien, cuando había llegado a la
cúspide de la gloria, siendo cardenal arzobispo de Toledo, primado de España,
fue acusado de profesar y propagar las creencias de aquellos a quienes tan
tenazmente había antes perseguido. Estuvo doce años en manos de la inquisición
pero no tuvo la valentía de ir al martirio y se valió de sus influyentes amigos
para conseguir la absolución.
Los frailes que rodeaban a San Román en
la hora de la muerte no pudieron quebrantar su firmeza en Cristo. Se ordenó
entonces que la hoguera fuese encendida, y cuando quedó desvanecido por los
primeros efectos del sufrimiento lo retiraron del fuego para pedirle que
abjurase de sus creencias. San Román concentrando en su corazón las fuerzas que
aún le quedaban, reafirmó su testimonio y con un rostro radiante de alegría
preguntó a los frailes si no tenían envidia de su felicidad. Arrojado de nuevo
a las llamas terminó su carrera este heroico español quien pudo decir como San
Pablo: "Para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia".
No se conoce la fecha exacta de este
auto de fe, pero según Adolfo de Castro en su "Historia de los
Protestantes Españoles", debe haber ocurrido en 1545 o 1546.
LOS MÁRTIRES EVANGÉLICOS DE
VALLADOLID
Valladolid, capital de Castilla la
vieja, era la residencia de la corte, antes que Felipe II la trasladase a
Madrid. Era una ciudad bella y populosa. Rodeaban a la Plaza Mayor dieciséis
conventos que albergaban a centenares de frailes y monjas.
Los que habían creído en el Evangelio no
habían roto abiertamente con el catolicismo, pero se reunían secretamente para
la edificación espiritual y estudio de las Sagradas Escrituras en la casa de
doña Leonor de Vivero, viuda de Cazalla, persona rica y encumbrada. Su hijo
Agustín había estudiado teología en Alcalá, y cuando contaba treinta años el
emperador lo llamó a su corte dándole el cargo de capellán. En esta calidad
acompañó al monarca por Alemania y Flandes y a fin de poder atacar a los
reformistas se puso a leer sus escritos, pero como era hombre sincero y amante
de la verdad, llegó a convencerse de que la iglesia romana se había apartado de
la verdadera doctrina cristiana y de que los llamados herejes eran los
verdaderos ortodoxos, pues profesaban y defendían las mismas creencias que
habían tenido los apóstoles.
Cuando volvió a su patria se encontró
con don Carlos de Seso, y fue mediante su saludable influencia que las
doctrinas que habían penetrado en su mente, penetraron también en el corazón.
Don Carlos de Seso era de origen
italiano, pertenecía a la nobleza y había ganado el aprecio y favor de Carlos V
por sus valiosos servicios prestados en las guerras. Se casó con una princesa
de la familia real española, Isabel de Castilla, y fijó su residencia en el
castillo de Villa medina, cerca de Logroño. No se sabe por qué medios llegó al
conocimiento del Evangelio, el que abrazó con entero fervor y propagó por todas
partes a pesar de las limitaciones que) la intolerancia imponía. Dejó su cargo
de corregidor y se radicó en la capital para mejor poder consagrarse a la obra
para la cual se sentía llamado de Dios.
Otro de los componentes de la
congregación de Valladolid era el dominico Domingo de Rojas, quien había sido
iniciado en el estudio de la Biblia por Bartolomé Carranza.
No menos prominentes eran el abogado
Antonio Herrezuelo y su joven esposa Leonor de Cisneros, que habían sido
ganados a la fe por los trabajos de De Seso.
Otro miembro de la congregación era el
platero don Juan García, casado con una mujer mediocre enteramente dominada por
los frailes. A ésta empezó a llamarle la atención las salidas frecuentes y
secretas de su esposo, y aconsejada por su confesor, lo siguió para saber a
dónde se dirigía. Grande fue su sorpresa al verlo entrar en la magnífica casa
de doña Leonor, que a la sazón ya había fallecido. La infeliz mujer llevó la
noticia a; su confesor y éste a los inquisidores, quienes; en posesión de este
dato sorprendieron a los evangélicos cuando estaban reunidos y los redujeron a
prisión, lo mismo que a muchos otros sobre quienes recayeron sospechas.
Siguieron los lentos y crueles trámites
del juicio inquisitorial y el 22 de mayo de 1559 tuvo lugar el auto de fe en el
que treinta personas sufrieron diferentes condenas.
No todos los que pertenecían a la
congregación tuvieron la resistencia necesaria para soportar los sufrimientos a
que habían sido sometidos en la sala del tormento y aparecen en el auto de fe
como arrepentidos, quienes tampoco escapaban a cierto castigo, pues según el
concepto de misericordia de los frailes, era mejor darles muerte antes que
volviesen a caer en la herejía. La "gracia" que se les concedía era
la de ser muertos a garrote antes de ser echados en las llamas, pues a los que
se negaban a abjurar se les quemaba sin ninguna consideración.
Pero no todos los que aparecían como
reconciliados con la iglesia romana lo eran en realidad, porque falsamente se
les hacía aparecer como tales para dar fama a los teólogos que habían tenido a
su cargo, junto con los esbirros de la sala del tormento, las tareas de
arrancarles una abjuración. Tal es el caso de Agustín Cazalla, quien aparece en
este auto como arrepentido, pero de cuya perseverancia hasta el fin, da fe un
documento valioso que el historiador E. Christ da a conocer en su interesante
libro: "Héroes Españoles de la Fe".
No entraremos a referir la manera cómo
cada uno de los mártires afrontó la prueba a que se veían sometidos y sólo
mencionaremos el caso de Antonio Herrezuelo, quien había sido encarcelado junto
con su joven esposa. Frente a sus jueces había mostrado una firmeza
inquebrantable. El día del auto del fe, cuando era conducido al tablado donde
oiría la sentencia, tuvo la gran pena de ver a su esposa entre los
reconciliados, vestida con el traje no de los que afrontarían la muerte, sino
con el de los sentenciados a penas menos severas, que en su caso era el vivir a
perpetuidad en una casa de reclusión. Herrezuelo al verla le lanzó una feroz
mirada y le dijo: "¿Es éste el aprecio que haces de la doctrina que te he
enseñado durante seis años?" Marchando a la hoguera iba repitiendo pasajes
de la Biblia que lo consolaban y le daban la oportunidad de dar testimonio de
su fe, lo que motivó que le pusieran la mordaza, y así murió con admirable
constancia.
Leonor fue conducida a su encierro y a
solas con su conciencia y con el recuerdo de su esposo querido sufría un
tormento mayor que el de la hoguera que evitó abjurando de la verdad salvadora.
¡Qué contraste el de esa vida, con los seis años de felicidad que había pasado
junto a su heroico esposo! Se arrepiente y confiesa de nuevo aquella fe que en
un momento de debilidad había negado. Los inquisidores ponen de nuevo toda su
arte diabólica para someterla, pero esta vez fracasan, porque la débil mujer se
había convertido en una fortaleza inexpugnable. Leonor fue condenada a morir en
la hoguera y la feroz sentencia se cumplió el 26 de septiembre de 1568.
En el auto de fe de mayo de 1559 fue
quemado también el cadáver de doña Leonor de Vivero, que había muerto algunos
años antes y estaba sepultada en la iglesia de San Benito. Su casa que había
servido de templo fue derribada y el terreno sembrado con sal. En el mismo
sitio se levantó una columna con una lápida que recordaba la causa de aquella
desolación. Esta columna existió hasta el año 1809, en que uno de los generales
de Napoleón mandó echarla por el suelo, dice Adolfo de Castro.
Otro auto de fe tuvo lugar en Valladolid
el 8 de octubre de 1559, en el que perecieron los miembros de la congregación
que habían sido arrestados a raíz de la delación de la mujer del platero.
Un enorme tablado había sido levantado
para los que tenían que sufrir condenas, a fin de que el macabro espectáculo
pudiese ser visto por todos los espectadores que un testigo ocular calculaba en
doscientos mil.
Felipe II, con lo más destacado de su
corte, estuvo presente y ante la inmensa muchedumbre, poniendo la mano derecha
sobre su espada, juró prestar su más eficaz ayuda a la Inquisición.
El reo prominente entre los que tenían
que morir era don Carlos de Seso, condenado por hereje pertinaz y dogmatizante.
El antes gallardo militar, favorito de Carlos V, tenía ahora el aspecto de un
cadáver, debido a los padecimientos de la prisión, Cuando le notificaron que
debía morir, pidió papel y tinta y escribió una vibrante profesión de fe. Llorente,
que tuvo este documento ante sus ojos, dice: "Es difícil describir el
vigor y la energía de las cosas cotí que llenó dos hojas de papel, aunque
estaba en presencia de la muerte".
Cuando el cortejo de mártires desfiló
delante de la tribuna real, De Seso se dirigió a Felipe II y le dijo: "¿Es
así como Su Majestad trata a sus súbditos inocentes?". El rey le contestó
con aquella frase que se hizo célebre: "Yo mismo traería la leña a la
hoguera, para quemar a mi propio hijo, si fuese culpable como tú".
Junto al poste donde fue quemado
reafirmó sus convicciones cristianas, demostrando una serenidad y energía que a
todos causó admiración.
Otro mártir destacado fue fray Domingo
de Rojas, quien declaró que había sido instruido en la doctrina evangélica por
el arzobispo Bartolomé Carranza. Pidió permiso para hablar a su majestad y
después de manifestar que no era hereje como el vulgo lo suponía, hizo esta
noble confesión de fe evangélica: "Creo en la pasión de Cristo, la que
basta para salvar a todo el mundo".
También fueron quemados Juan Sánchez,
criado de don Pedro Cazalla, quien confesó abiertamente su fe y dijo que en
ella quería vivir y morir; Catalina Reinoso, joven monja de veinte años,
verdadera esposa del Señor por quien dio alegremente su vida; Eufrosina Ríos,
también monja a quien estrangularon antes de ser quemada; María Guevara y
Margarita Santisteban. También monjas que habían conocido la libertad que hay
en Cristo; murieron también Pedro Sotelo, Franciscano de Almanza y Pedro de
Vivero Cazalla. Una monja de nombre Juana Sánchez había muerto en la cárcel,
así que los verdugos se contentaron con desenterrar su cadáver y quemarlo.
RODRIGO VALER
Entre los escritores del siglo XVI que
se ocuparon de los hechos que ocurrían entonces en España, relacionados con la
causa del Evangelio, debemos mencionar a Cipriano de Valera, fecundo e incisivo
autor protestante, a quien debemos muchos de los datos que han servido para
escribir la página heroica de aquella jornada. Oigamos lo que dice respecto a Rodrigo
Valer: "La ciudad de Sevilla es una de las más civiles y populosas, ricas,
antiguas, fructíferas y de más suntuosos edificios que hay en España A esta
ciudad ha bendecido el Padre de las misericordias, escogiéndola para que fuese
la primera ciudad de nuestra España que en nuestros tiempos conociese los
abusos, supersticiones e idolatrías de la iglesia romana". "Cerca del
año 1540 vivió en Sevilla un Rodrigo de Valer, natural de Lebrija. Este Valer
pasó su juventud, no en virtud ni en ejercicios espirituales, no en leer ni en
meditar la Sagrada Escritura, sino en vanos y mundanos ejercicios, como la
juventud rica lo suele hacer En medio de estos vanos ejercicios, no se sabe
cómo, ni por qué medio Dios lo tocó, trocó y mudó en otro hombre bien diferente
del primero, de tal manera que cuanto más había antes amado y seguido sus vanos
ejercicios, tanto más después los abominó, detestó y dejó, dándose con todo su
corazón y poniendo todas las fuerzas de su cuerpo y de su entendimiento en
ejercicios de piedad, leyendo y meditando la Sagrada Escritura.
Muchos no entendiendo el misterio que
Dios en Valer obraba, tuvieron tan súbita y tan grande mutación por locura y
falta de juicio. Mudado de esta manera Valer, tenía gran dolor y
arrepentimiento de su vana vida pasada, y así se empleaba todo en ejercicios de
piedad, hablando y tratando siempre de los principales puntos de la religión
cristiana, leyendo y meditando la Sagrada Escritura, y se dió tanto a leerla,
que sabía gran parte de coro, la cual aplicaba muy a propósito a lo que
trataba. Tenía cada día en Sevilla continuas disputas y debates con clérigos y
frailes: les decía en la cara que ellos eran la causa de tanta corrupción Así
nuestro Valer, viendo tan noble ciudad como Sevilla, dada a tanta superstición
e idolatría, y tan llena; de escribas y fariseos, de tantos clérigos y frailes,
disputaba con ellos en las plazas y calles: los reprendía y convencía por la
Escritura. El mismo Dios, que antiguamente hizo hablar a San Pablo, hizo hablar
a Valer: y como Pablo fue tenido por novelero y loco, así también Valer fue
tenido por otro tal. Viéndose los nuevos fariseos tratados de esta manera, le
demandaban, de "dónde le hubiese venido aquella sabiduría y noticia de
cosas sagradas; de dónde le venía aquella osadía de tratar así tan
descaradamente a los eclesiásticos, que son los pilares de la iglesia, siendo
él seglar, y no habiendo estudiado, ni dándose a virtud, mas antes habiendo tan
mal empleado su juventud en vanidades le Demandaban: ¿Con qué autoridad hacía
esto? ¿Quién lo había enviado? ¿Qué señal tenía de su vocación? Estas mismas
preguntas hicieron los viejos fariseos a Jesucristo y a sus apóstoles. A estas
preguntas respondía Valer Cándida y constantemente. Decía que él había
alcanzado aquella noticia de cosas sagradas, no de las hediondas lagunas, sino
del Espíritu de Dios que hace que ríos caudalosos de sabiduría corran de los
corazones de aquellos que verdaderamente creen en Cristo les Decía que Dios y
la causa que trataba, le daban osadía y atrevimiento: decía que este Espíritu
de Dios, no estaba atado a ningún estado, por más eclesiástico que fuese. Decía
que Cristo lo había enviado.
En conclusión, hablando tan libre y
constantemente, fue llamado de los inquisidores. Disputó Valer valerosamente de
la verdadera iglesia de Cristo, de sus marcas y señales, de la justificación
del hombre y de otros semejantes puntos principales de la religión cristiana.
Le Excusó por entonces su locura (como los inquisidores la llamaban) y así lo
enviaron: pero le confiscaron primero todo cuanto tenía. Donoso medio para
hacer a un loco volver en su seso, quitarle sus bienes. Valer con toda esta
pérdida de bienes, no dejó por eso de proseguir como había comenzado".
Hasta aquí Cipriano de Valera.
Allá por el año 1545 la Inquisición echó
nuevamente mano del predicador1 a quien toda Sevilla escuchaba en las calles y
plazas y lo condenó a cárcel perpetua. Cuando junto con los demás presos era
llevado a oír misa, se levantaba y contradecía al predicador, lo que demuestra
que siempre conservaba sus convicciones. Lo sacaron entonces de la cárcel y lo
encerraron en un monasterio donde murió teniendo poco más de cincuenta años.
LA CONGREGACIÓN DE SEVILLA
Eran numerosas en Sevilla las personas
que habían sido alumbradas con la luz del Evangelio y todos esperaban que de un
momento a otro se produjese un sacudimiento espiritual, pujante e irresistible
que arrastrase a la nación entera, rompiendo definitivamente con el papado,
como ya había ocurrido en otras naciones del continente.
El Dr. Juan Gil, célebre canónigo,
aceptando el consejo del "loco"' Rodrigo de Valer, predicaba en la
grandiosa catedral la Palabra de Dios que es viva y más penetrante que toda
espada de dos filos, en lugar de las áridas sentencias del escolasticismo. La
ciudad entera lo escuchaba de buena gana y Carlos V, queriendo premiar al
elocuente predicador, lo nombró obispo de Tortosa. Sus enemigos que ya habían
descubierto que Gil predicaba una doctrina que no desdeñaría ni el mismo
Calvino, antes que fuese a tomar posesión de su alto cargo, lo encerraron en
las prisiones inquisitoriales, de donde sólo salió para morir a consecuencia de
las enfermedades contraídas en su húmedo encierro.
Otro hombre eminente que había aceptado
el Evangelio era Constantino Ponce de la Fuente, quien unía al don de
predicador el de escritor aventajado. Dejó varios libros y tratados valiosos
tanto por la buena doctrina que enseñan como por la forma literaria en que
están presentados.
La Inquisición logró apoderarse de los
libros que Constantino tenía escondidos, que eran en su mayoría obras de los
reformadores y un manuscrito de su propia letra que constituía la prueba
innegable de que él también estaba de acuerdo con los que se separaban del
romanismo. Toda Sevilla quedó estupefacta cuando oyó que el eminente
Constantino había sido encerrado en el Castillo de Triana acusado de herejía.
Allí lo tuvieron dos años, casi sepultado en un calabozo subterráneo, donde
terminó su carrera sufriendo con cristiano heroísmo.
Las personas más desarrolladas en la fe
evangélica habían formado una congregación que se reunía secretamente en la
casa de una dama encumbrada llamada Isabel de Baena, y era pastoreada por el
médico Cristóbal Lozada.
Otro núcleo evangélico había formado en
el convento de San Isidro del Campo, perteneciente a los frailes Jerónimos,
situado a una legua de la capital en el sitio hoy denominado Santiponce. Los
libros de los reformadores habían penetrado en ese claustro y tuvieron buena
acogida de parte del prior llamado García Arias, quien los hacía leer y
explicaba a los miembros de la orden, con el resultado de que muchos de ellos
abrazaron la verdad, entendiendo especialmente la justificación por la fe, que
hacía inútiles todos los ritos y penitencias a que estaban acostumbrados. Este
García Arias no supo mantenerse a la altura de sus conocimientos, llegando con
refinada hipocresía a negar y hasta perseguir las creencias que profesaba y
enseñaba en el monasterio, pero su mala conducta pasada la borró con un genuino
arrepentimiento cuyos riquísimos frutos los hizo manifiestos confesando su fe
con una valentía y sinceridad que sobrepujaba a su anterior cobardía y
simulación. Murió en la hoguera la muerte de un noble mártir, y su nombre quedó
vinculado al de todos los que en aquella generación combatieron por la fe que
fue dada una vez a los santos. Cuando los evangélicos de Sevilla fueron
descubiertos, unos ochocientos de ellos fueron encarcelados en el famoso
castillo de Triana donde estaban las prisiones del "Santo Oficio". No
entramos a referir los sufrimientos de estas víctimas de la intolerancia en la
sala del tormento frente a los esbirros y a sus crueles acusadores. Dediquemos,
sí, unas líneas al auto de fe que tuvo lugar el 24 de septiembre de 1559 en el
que fueron quemados muchos de los evangélicos sevillanos. El médico Cristóbal
Lozada fue quemado junto con veinte de sus hermanos en la fe a quienes había
suministrado el maná sagrado de la Palabra de Dios, y el prior García Arias
murió heroicamente alentando a morir a muchos de los ex frailes de San Isidro
del Campo.
María Bohórquez. Una joven de veintiún
años figuraba entre los sentenciados a la hoguera. Era María Bohórquez, joven
de extraordinario talento y de profunda piedad que había sido discípula del Dr.
Juan Gil. Tenía apenas once años cuando empezó a estudiar el griego, lo que le
permitió leer los escritos apostólicos en su lengua original. Leía también el
hebreo, y el latín lo dominaba como el castellano. La lectura de las obras de
los reformadores le había proporcionado un caudal de conocimientos respecto a
los dogmas anticristianos del papismo, del modo que podía medirse con cualquier
teólogo en temas de controversia. Pero lo que más sobresalía en ella era su
genuina humildad y espíritu de mansedumbre, semejante al de su celestial Maestro.
El Dr. Gil, que la admiraba, solía decir: "Me siento elevado cada vez que
hablo con ella".
Al ser arrestada fue sometida a varios
interrogatorios. Dice al respecto Adolfo de Castro: "Disputó con varios
jesuitas y dominicanos que inútilmente pretendieron apartarla de sus doctrinas,
los cuales quedaron confusos al ver en tan corta edad y en una doncella tal
erudición teológica y tales conocimientos de la divina Escritura".
Fue sometida a la tortura tan
bárbaramente que se creyó que moriría en ella.
El día del auto de fe, vestida con el
infamante sambenito, fue conducida al lugar del suplicio donde saludó a sus
hermanos en la fe sentenciados como ella a morir. Mostró su imperturbable
serenidad entonando un Salmo, pero ni siquiera ese consuelo le permitieron sus
despiadados verdugos y le hicieron poner una fuerte mordaza. Cuando se la
quitaron para ofrecerle la oportunidad de abjurar, mostró la misma firmeza que
antes, no cediendo ni en un solo punto a las continuas solicitaciones de los
frailes que la rodeaban y querían hacerle creer que buscaban su bien eterno.
Debido a su edad le dieron la muerte de garrote antes de entregar su cuerpo a
las llamas.
"Mucho tiempo hace dice Christque
el viento ha llevado sus cenizas; pero si más tarde sus compañeros en la fe
pensaran erigir un monumento a la mártir, no habría para él otras palabras más
adecuadas que las del Salvador: "María escogió la buena parte".
UNA NAVIDAD SINIESTRA
Otro gran auto de fe fue celebrado en
Sevilla el 22 de diciembre de 1560, como parte de los festejos de Navidad.
Catorce de los evangélicos fueron quemados vivos, tres en efigie, y otros
treinta y cuatro sufrieron diversas condenas. En efigie fueron quemados los
doctores Juan, Gil, Constantino Ponce de la Fuente y Juan Pérez de la Pineda.
Los dos primeros ya habían muerto a consecuencia de los malos tratos recibidos
en la prisión y el tercero había logrado huir al extranjero, desde donde
continuaba trabajando en pro de la evangelización de su patria.
Iríamos más allá de los límites de esta
obra si entrásemos a dar los nombres de estos mártires y los detalles de su
muerte. Dediquemos, no obstante, unas líneas a uno de ellos. Julianillo
Hernández. Dice Alfonso de Castro: "Julianillo Hernández fue uno de los
protestantes más notables de España, así por los servicios que hizo a la causa
como por la agudeza de su ingenio, por su mucha erudición en las sagradas
letras y por su valerosa muerte".
Nació en Villaverde y en su niñez pasó
con sus padres a Alemania donde aprendió el oficio de impresor. La imprenta lo
familiarizó con la literatura evangélica y no tardó en ser uno de los que
abrazaron la fe de que hablaban los folletos que imprimía. Regresó a España y
se identificó con los, evangélicos de Sevilla y después de algún tiempo se fue
a Ginebra para colaborar con Juan Pérez, quien lo tenía en muy alta estima.
Debido a la pequeñez de su cuerpo lo
llamaban Julianillo o el chico. Los reformados franceses y suizos, entre
quienes era apreciado, lo llamaban Le Petit.
Juan Valdés, Juan Pérez y otros
fugitivos habían producido abundante literatura evangélica en lengua española;
pero, ¿quién la introduciría en España? Fue Julianillo el que resolvió el
problema. Valiéndose de su gran astucia consiguió burlar durante mucho tiempo
la vigilancia aduanera e inquisitorial, introduciendo ocultamente dentro de
toneles su preciosa mercadería. Viajaba en calidad de arriero, y en el trayecto
con suma prudencia iba sembrando la palabra escrita hasta llegar a Sevilla,
para dejar el resto de su carga en el convento de San Isidro del Campo.
Pero no faltó un Judas, y el valiente
colportor del siglo XVI fue arrojado a los calabozos del castillo de Triana
donde sufrió un cautiverio de tres años. Pero no hubo sufrimiento que lograra
conmoverlo ni arrancar el gozo de su corazón. Cuando salía de la sala del
tormento y era conducido al calabozo, sus hermanos en Cristo desde sus
encierros, le oían cantar esta copla:
Vencidos van los frailes;
Vencidos van.
Corridos van los lobos;
Corridos van.
Fue condenado a morir en la hoguera por "hereje,
apóstata, contumaz y dogmatizante".
Conducido al quemadero murió triunfante
y lleno de paz, exhortando a los otros mártires a morir como verdaderos
soldados de Jesucristo.
REFORMISTAS ESPAÑOLES
FUGITIVOS
La persecución obligó a los evangélicos
españoles a buscar en el extranjero un asilo donde poder adorar a Dios, de
acuerdo con el conocimiento de la verdad que habían recibido. Muchos se
dirigieron a Londres donde gozaban el favor de la reina Elizabeth, la que les
hizo proporcionar una iglesia donde celebrar sus cultos. Otros se dirigieron a
Ginebra, ciudad donde actuaba Calvino y que llegó a ser el refugio de los que
eran perseguidos en casi todo el continente. En Ginebra loa españoles, al
principio, celebraban sus cultos junto con los italianos, actuando de pastor
Guillermo Balbani, de Luca, pero más tarde organizaron su propia iglesia
pastoreada por Juan Pérez Pineda. Hubo también una congregación española en
Amberes, pastoreada por Antonio Corro, la cual se disolvió cuando el duque de
Alba tomó la ciudad. Más tarde volvieron a reunirse y tenían de pastor a
Casiodoro de Reina. Otros grupos aparecen en Alemania y Francia.
Ocupémonos ahora de algunos de estos
fugitivos.
Los Hermanos Valdés. Juan y Alfonso Valdés
eran hombres distinguidos y disfrutaban del favor de Carlos V. Eran naturales
de la ciudad de Cuenca y habían estudiado en la Universidad de Alcalá de
Henares. Por medio de Erasmo, con quien mantenían activa correspondencia,
habían llegado a darse cuenta de que la iglesia necesitaba una reforma
profunda. Los primeros escritos que produjeron estos hermanos eran más bien de
carácter histórico que religioso, pero hacían referencias a las lamentables
condiciones del clero, y fueron señalados como peligrosos e infectados de
herejía. Ambos hermanos se hallaban viajando por Flandes y Alemania al servicio
del emperador, y juzgaron más prudente no regresar a España donde seguramente
hubieran caído en poder de la Inquisición.
Juan Valdés se radicó en Nápoles donde
ejerció una poderosa influencia espiritual entre los numerosos admiradores que
le rodeaban, prendados de su talento y espiritualidad. Poseía una villa en la
orilla del mar y en ella se congregaban para escuchar las lecciones bíblicas y
pláticas llenas de unción, y alta sabiduría. Los amigos de Valdés llegaron a
contarse por miles y entre ellos surgieron algunas de las figuras prominentes
del protestantismo italiano.
Sus libros tanto en español como en
italiano fueron numerosos, tuvieron gran circulación y han merecido sinceros
elogios como modelos de literatura y fuentes de sana enseñanza.
Juan Díaz. Muchos de los escritores
protestantes del siglo XVI hacen referencia a este ilustre español, que se
distinguió por su profundo amor a la verdad y sólida piedad, manifestada en su
vida cristiana.
Al convertirse al Evangelio se
identificó con la iglesia reformada de Estrasburgo, donde hizo esta
declaración: "Declaro creer en el Redentor, único jefe de la iglesia,
único mediador entre Dios y los hombres, y separarme para siempre de la iglesia
romana en la que no se encuentra la pura doctrina de Cristo ni la fiel
administración de los sacramentos ni la gloriosa libertad de los hijos de
Dios".
En 1545 la ciudad de Estrasburgo nombró
al teólogo Bucer y a Juan Díaz, representantes ante la dieta imperial que tenía
que reunirse en Ratisbona para buscar la reconciliación de católicos y
protestantes. A Carlos V le chocó mucho que esa ciudad estuviese representada
por un español tan ardiente defensor de la Reforma y encargó a un hombre de su
confianza para que pusiese todos los medios a su alcance para hacerlo volver al
catolicismo. Desde entonces Díaz se vio asediado por numerosos compatriotas,
quienes no lograron conmoverlo en ningún punto de su doctrina.
Díaz tenía un hermano llamado Alfonso,
que residía en Roma, fanático exaltado que no podía tolerar que su propio
hermano militase en filas contrarias al catolicismo. A fin de reducirlo, hizo
un viaje a Alemania y encontró a Juan en Neoburgo, donde estaba atendiendo la
publicación de algunas de sus obras. Ambos hermanos hablaron largamente sobre
religión y corno Alfonso no lograra conmover a Juan de su firmeza, se dispuso
cumplir el diabólico plan de hacerlo asesinar; plan que va había preconcebido
en Roma, si el que no lograba atraerlo al seno del catolicismo y para lo cual
había venido acompañado de un asesino. Este dio muerte a Juan dándole un feroz
hachazo en la cabeza. La noticia consternó a sus numerosos amigos y cuando
llegó a oídos de Melanthon, éste exclamó: "¡Caín ha matado a su hermano
por segunda vez!".
Los asesinos fueron prendidos en
Inspruck por orden del emperador, que se mostró indignado de tal acción, pero a
instancias de sus consejeros y en particular de los cardenales de Trento y de
Ausburgo fueron puestos en libertad.
Los Hermanos Encinas. Jaime y Francisco
Encinas eran naturales de Burgos e hicieron sus estudios en Alcalá de Henares,
donde el erudito Pedro de Leemes los inició en el estudio de las Sagradas
Escrituras.
En 1540 se dirigieron a Lovaina para terminar
sus estudios y tuvieron la dicha de encontrar maestros adictos a la Reforma,
quienes los confirmaron en la verdad evangélica.
En 1541 Jaime se estableció en París,
pero obedeciendo órdenes paternales, en 1546, se fue a Roma donde cayó en poder
de la Inquisición y fue quemado vivo después de dar fiel testimonio de su fe
delante de sus jueces, del colegio de cardenales y del papa Pablo III. Fue el
primer mártir de la Reforma del siglo XVI en Italia.
Su hermano Francisco se radicó en
Wittenberg con el propósito de perfeccionarse en las lenguas originales de la
Biblia. Fue huésped de Melanthon y se dedicó a traducir al castellano el Nuevo
Testamento. Hallándose en Bélgica se atrevió a publicar su traducción, lo que
sirvió de pretexto a los jesuitas para hacerlo encarcelar. Sus numerosos amigos
procuraron en vano conseguir su libertad, pero felizmente antes de que se
pronunciase la sentencia en su contra, logró huir de la prisión, huida que
parece fue facilitada por las mismas autoridades. Consiguió llegar a Wittenberg
y tuvo el gozo de pasar otra temporada bajo el techo de Melanthon, de donde
salió llevando de este ilustre amigo una carta para Teodoro Vitus, predicador
de Nuremberg, que decía: "Francisco Dryander (Encinas), español, mi
huésped, es un hombre sabio, serio, dotado de un rara virtud, que muestra un
celo filosófico en toda tarea; quiere verte, lo mismo que a Jerónimo
Baumgartner. Me haréis gran placer si lo abrazáis como si fuese a mí
mismo".
Estuvo también en Inglaterra, donde fue
muy bien recibido por el arzobispo Cranmer, quien lo hizo nombrar profesor de
griego en la Universidad de Cambridge.
En 1552 fue a Ginebra para conocer
personalmente a Calvin o, con quien estaba relacionado por correspondencia.
Después de algunos meses se fue a Estrasburgo donde falleció el 30 de diciembre
de ese mismo año.
RAIMUNDO GONZÁLEZ MONTES. Era en Sevilla uno de los compañeros
de Constantino Ponce de la Fuente y del doctor Egidio. Fue encarcelado a raíz
de la persecución que hemos referido y conoció los métodos y rigores del
llamado "Santo Oficio", pero más afortunado que los otros prisioneros
logró huir de la cárcel y dirigirse al extranjero. En 1558 se hallaba en
Inglaterra de donde pasó a Alemania y se relacionó con los hombres más
destacados de la Reforma. En este tiempo escribió en latín su famosa obra
"Artes de la Inquisición Española", que fue traducida a varios
idiomas. Esta obra es una fuente valiosa de información sobre los
procedimientos inquisitoriales y sufrimientos a que se vieron expuestos los evangélicos
españoles de aquella época. El tribunal de Sevilla lo condenó a ser quemado,
pero hallándose prófugo lo quemaron en efigie.
JUAN PÉREZ PINEDA. Nació en Montilla, Andalucía, a fines
del siglo XV. En 1526 actuaba en Roma en calidad de secretario del embajador de
España, duque de Sesa. Fue en este tiempo, cuando aún no eran conocidas sus
inclinaciones a favor de la Reforma, que consiguió del papa que Erasmo no fuese
excomulgado. Al regresar a España fue nombrado director del Colegia de la
Doctrina, en el que estudiaban jóvenes de las principales familias sevillanas.
Sus ideas llegaron a ser conocidas, pero antes de ser prendido logró huir de su
patria y se radicó en Ginebra, donde, en 1556, publicó su traducción del Nuevo
Testamento. En el prefacio dice: "Sintiéndome muy obligado al servicio de
los de mi nación, según la vocación con que me llamó el Señor a la anunciación
de su Evangelio, me pareció que no había medio más propio para cumplir, si no
en todo, a lo menos en parte, con mi deseo y obligación que dárselo en su
propia lengua".
Cuando en 1558 se organizó en Ginebra la
iglesia de los fugitivos españoles, Juan Pérez fue elegido pastor.
Entre otras obras que escribió merecen
especial mención Breve Tratado de Doctrina y Epístola Consolatoria. Acerca de
esta última obra dice Menéndez y Pelayo: "Es notable por la dulzura de los
sentimientos y lo apacible y reposado del estilo".
Más tarde hallamos a Juan Pérez
identificado con los hugonotes de Francia. Falleció en París en 1567.
CASIODORO DE REINA. Nació en Sevilla, de estirpe morisca, y
estudió en un monasterio. Fue ganado a la fe evangélica por Ponce de León y el
doctor Gil. A raíz de la persecución de 1559 se vio obligado a huir de España,
cosa que pudo hacer con mucha dificultad. Residió en Londres hasta el año 1564,
presidiendo en esa ciudad los cultos que celebraban los fugitivos españoles. En
Inglaterra fue acogido muy cordialmente aún en los círculos aristocráticos y
hasta por la familia real. El embajador de España se quejaba de esto y escribía
a Felipe II: "He llegado a saber que han cedido a los herejes españoles
una casa grande del obispo de Londres". Residió también en Amberes,
pasando por tiempos de mucha estrechez, pero fue protegido por el acaudalado
judío español Marcos Pérez, quien había abrazado la fe cristiana con verdadero
fervor. En esta ciudad su tarea principal fue la de terminar su inmortal
traducción de la Biblia la que se publicó en 1569. Murió en Francfort donde
actuaba como pastor de los emigrados luteranos.
CIPRIANO DE VALERA. Era uno de los frailes del convento de
San Isidro del Campo, en Sevilla, donde había penetrado la luz del Evangelio.
Valera fue uno de los que la recibieron con más entusiasmo y verdadero fervor
religioso. Tenía veinticinco años cuando tuvo que huir de su patria a la cual
nunca más pudo volver y de la cual nunca se olvidó. Estuvo radicado en Ginebra,
en Holanda y en Inglaterra, desplegando una encomiable actividad cristiana y
produciendo valiosos escritos de controversia. Entre sus obras figuran
principalmente los "Dos Tratados, del Papa y de la Misa" aparecido el
primero en 1588 y el segundo en 1599. En 1597 publicó la traducción de la
"Institución de la Religión Cristiana" de Calvino, de quien era gran
admirador.
Buena como era la versión de la Biblia
hecha por Reina, no dejaba de ser susceptible de muchas mejoras. Para llevarlas
a cabo el infatigable Valera trabajó durante veinte años. En 1596 publicó una
edición del Nuevo Testamento, haciendo muy pocas alteraciones y en 1602 publicó
en Amsterdam la Biblia completa, aun con los apócrifos. Dar la Palabra de Dios
a su pueblo había sido la aspiración de su vida, como había sido la de su
antecesor Casiodoro de Reina. La Biblia por ellos producida perdura a través de
los siglos, y para siempre será considerada una de las obras monumentales de la
filología y de la lengua castellana.