CAPÍTULO 7: AÑO 1054—1305. D. C.

HILDEBRANDO.

Entramos ahora en el período comprendido entre los años 1054 y 1305, o sea desde el pontificado de Gregorio VII hasta el traslado de la corte papal de Roma a Aviñón (Francia), donde permaneció unos setenta años.
Este período se caracteriza por el gran aumento de las órdenes monásticas, tanto de hombres como de mujeres, las que llenaban las naciones de Europa, contribuyendo a empobrecerlas y a fomentar la ignorancia, sin que esto quiera decir que no hubo entre los frailes hombres de verdadero talento y de sincera piedad, que formaban un marcado contraste con la gran mayoría compuesta de personas groseras, inmorales y entregadas a la holgazanería.
También floreció el escolasticismo, representado por muchos pensadores de fama, tales como Anselmo, Abelardo, Pedro Lombard, Buenaventura, Escoto, Tomás de Aquino y muchos otros, quienes a pesar de su ciega e incondicional sumisión al triste estado de cosas reinantes, contribuyeron a mantener el amor al estudio, procurando demostrar con la razón lo que habían aceptado por la fe.
El papado continúa absorbiendo todo, y haciéndose cada vez más fuerte y temible. Sostenido por los monarcas que le prestan su incondicional apoyo, aspira a dominarlo todo, no permitiendo ninguna acción importante ni en el mundo eclesiástico ni en el político que no llevase su sello de aprobación.
Entre los papas, el que más se distinguió fue el famoso Hildebrando, reconocido entre los romanistas como una de las mayores glorias del pontificado, sin que por esto otros dejen de calificarlo de arrogante, despótico, y ajeno de todo espíritu cristiano. La Iglesia de Roma fue gobernada por él, mucho antes de ser elevado al trono papal. Con su ingenio, astucia e influencia, colocaba en el pontificado a la persona que era de su agrado, y tenía tal ascendiente que nada se hacía en Roma sin que Hildebrando fuese primeramente consultado.
El espíritu de supremacía era su norma. La sumisión absoluta a la autoridad constituía el todo de su sistema.
Nadie podía hablar sin el consentimiento de Roma, y aun los más fuertes monarcas de la tierra tenían que someterse a las determinaciones de la llamada iglesia.
Al ser elegido papa, tomó el nombre de Gregorio VII, y consagró toda la fuerza de su autoridad a hacer efectivo el celibato. Había aún en su tiempo muchos sacerdotes casados, y fue contra éstos que dirigió sus anatemas, ordenando que todos abandonasen a sus esposas. Muchos hogares fueron desolados y muchos corazones quebrantados, pero el despótico pontífice no supo lo que era misericordia, y el celibato clerical quedó definitivamente establecido, en contra de las leyes de Dios, los preceptos apostólicos, y los más nobles sentimientos de la naturaleza.
Las pretensiones de Gregorio se ven en estas palabras dirigidas a Guillermo I de Inglaterra: "Como los dos luminares puestos por el Creador en el firmamento de los cielos para dar luz a sus criaturas, así también ha establecido dos grandes poderes sobre la tierra por los cuales todos tienen que ser gobernados y librados de error. Estos dos poderes son el pontificio y el real; pero el primero es el mayor y el último el menor".
Estas pretensiones a tan elevada supremacía encontraron alguna resistencia. Los hijos de la libertad jamás cedieron por completo el terreno a los déspotas, ni aun en los días más sombríos de la historia. Ya en secreto o ya en público, se oían las voces de protesta contra aquel que reclamaba para sí un honor que sólo puede ser dado al Creador y jamás a la criatura. Pero estas voces eran acalladas antes de que pudiesen causar trastorno al orgullo pontifical.
La humillación del rey germano Enrique IV, demuestra a qué punto había llegado el poder de los papas. Este monarca se sintió ofendido por las atribuciones que se tomaba el papa y le dirigió una nota en la que desconocía su poder y lo llamaba un falso monje. En respuesta Gregorio VII reunió un concilio (febrero 1076) y excomulgó al rey y a todos los que le sostenían, librando del juramento de fidelidad a todos sus súbditos, y declarando vacante el trono. La influencia del pontificado era tal que su decisión bastaba para que un monarca poderoso no pudiese sostenerse en el trono si sobre él pesaba la excomunión. Un hombre de carácter hubiera preferido perderlo todo antes que humillarse; pero Enrique IV no poseía aquellas cualidades varoniles que hacen fuerte al hombre ante la soberbia de los tiranos. Al verse abandonado y viendo que la estabilidad de su reino dependía de su reconciliación con el papa, resolvió humillarse pidiendo perdón.
No temía los efectos religiosos del anatema, sino el ver a sus súbditos tomar las armas en su contra. Atravesó los Alpes en pleno invierno para ir a implorar clemencia papal. Gregorio VII se hallaba entonces en el castillo de Canosa, con la viuda Matilde, condesa de Toscana; y el rey tuvo que dirigirse a ese punto. El papa, al principio, se negó a recibirlo, pero el rey humillado, vestido de saco, descalzo y con la cabeza descubierta, permaneció tres días frente a las ventanas del castillo, muerto de hambre y duro de frío, hasta que al cuarto día el orgulloso prelado le permitió entrar. El rey cayó humillado a los pies del papa pidiendo perdón, el cual se lo concedió bajo duras condiciones y promesas de fidelidad incondicional.
Después que Enrique IV se halló de nuevo en su país vino la reacción, y Gregorio VII tuvo más tarde que recoger el fruto de lo que había sembrado. Al retirarse el rey del castillo de Canosa no estaba tan humillado como parecía. Su corazón guardaba rencores secretos y esperaba que llegase el día oportuno para la venganza.
Cuando el papa vio que el partido del rey se hacía cada vez más poderoso y que su influencia iba declinando, excomulgó de nuevo a Enrique IV y en su reemplazo nombró al duque Rodolfo de Suabia. Pronto el país se vio envuelto en una sangrienta guerra civil; y tanto los eclesiásticos como los civiles tomaban parte en la furiosa contienda. Los obispos adictos al rey se reunieron en Brixen y excomulgando al papa, eligieron en su lugar al que figura en la historia con la denominación de antipapa Clemente II. En una batalla librada en Merseburg, en octubre de 1080, el rey triunfó sobre el ejército enemigo y de allí se dirigió a Roma, atacando varias veces la ciudad. Gregorio, desde adentro, lanzaba sus excomuniones y maldiciones contra el ejército invasor, el cual finalmente logró apoderarse de la ciudad, en la Pascua del año 1084, y Enrique después de su entrada triunfal fue coronado Emperador.
El papa se refugió en el castillo de San Ángelo y luego en Salerno, donde murió empedernido, declarando que no quería perdonar al emperador ni al papa Clemente II. Se creía un mártir, y lleno de orgullo exclamaba: "Amé la justicia y aborrecí la iniquidad; por eso muero desterrado".

AMOLDO DE BRESCIA.

Amoldo de Brescia es uno de los más ilustres entre todos los que en este período tuvieron la valentía de oponerse a las blasfemas pretensiones del papado. Su obra fue más bien política que religiosa, pero no cabe duda que el fervor de su elocuencia procedía de sus profundas convicciones cristianas y su gran amor al verdadero evangelio. En su juventud viajó por Francia y fue discípulo del célebre Abelardo, de quien aprendió a pensar libremente y a ser varonil ante los adversarios de sus ideas.
Al volver a Italia, se puso a predicar en las calles de Brescia con tal ardor y elocuencia que atraía a las multitudes. Su hábito de fraile no le impedía pronunciarse abiertamente enemigo de las costumbres de los claustros y abogar por la vida natural, pura, y libre de las imposiciones de la moda y de la lujuria. Insistía en que el reino de Cristo no es de este mundo, atacando no sólo el poder temporal de los papas, sino la posesión de riquezas por parte del clero y órdenes monásticas. Combatía la doctrina de la transubstanciación y el bautismo de los párvulos. Estas verdades eran presentadas al pueblo que lo escuchaba atónito, y las propagaba no con mero espíritu de oposición, sino como formando parte de un sistema de reformas que era menester introducir para salvar al cristianismo, que se ahogaba bajo el peso de la tiranía del poder temporal y de los errores doctrinales. Pedía que el clero renunciase a las riquezas, y viviendo templadamente, se consagrara a una misión puramente espiritual, y que fuese sostenido no por el estado, sino por las contribuciones del pueblo ere yente.
Sus conciudadanos lo escuchaban con admiración y respeto, y lo veneraban como el apóstol de la libertad nacional y religiosa, que les había sido usurpada por los pretendidos representantes de Cristo El clero se alarmó ante las conmociones que se producían; y en el Concilio general de Letrán, reunido en el año 1139, Amoldo de Brescia fue condenado a guardar perpetuo silencio. El papa Inocencio II condenó sus doctrinas, y las autoridades de Brescia se disponían a proceder contra el valiente reformador; pero éste logró escaparse atravesando los Alpes, y momentáneamente halló un asilo seguro en el cantón de Zurich. Allí reanudó sus tareas, pero la persecución le obligó a huir.
Después de visitar varios países, llegó a Roma para hacer oír su protesta en el centro mismo del poder que atacaba. Protegido por el pueblo y por algunos nobles, pudo hacer resonar su palabra elocuente, durante diez años, en la ciudad de las siete colinas, exhortando a los romanos a defender sus derechos, restaurando el poder civil y quitando al papa el dominio temporal. Sus ideas fueron ganando cada vez un poco más de terreno, hasta que la ciudad se halló en completa revolución. El pontífice no podía ya sofocar las aspiraciones populares.
Los jefes del movimiento democrático reclamaban que se devolviese al pueblo sus derechos civiles, y viendo el papa que el pueblo estaba resuelto a tomar medidas enérgicas, huyó de Roma y se refugió en una fortaleza vecina. Cuando Arnoldo supo que el papa había huido, entró en la ciudad y con sus discursos mantenía e intensificaba el fuego que ardía en el pecho de aquel pueblo, que pedía libertad. Pintaba con colores vivos los sufrimientos de las víctimas de la tiranía clerical y los conjuraba a que como hombres y como romanos resolviesen no permitir jamás que el pontífice volviese a traspasar los muros de la ciudad. El pueblo, encabezado por los nobles, atacó violentamente a los cardenales y al clero que aún permanecían en Roma. Incendiaron los palacios e hicieron a los habitantes jurar fidelidad al nuevo sistema de gobierno.
El pontífice, mientras tanto, había organizado un ejército y poniéndose al frente de él, logró dominar la insurrección y sentarse de nuevo en el trono. Pero los amigos de Arnoldo, que eran numerosos, continuaban ocasionando serios trastornos al papado, pero cuando Adriano IV fue elegido papa, el único inglés que ocupó el trono pontificio, hizo a Arnoldo una nueva forma de guerra. Ni bien ocurrió el primer tumulto, el papa suspendió los sacramentos e hizo cesar todos los servicios religiosos de la ciudad, mandando cerrar las iglesias. Esta medida produjo todos los efectos que esperaba Adriano IV, haciendo variar por completo la mente popular, a tal punto que los principales dirigentes del movimiento tuvieron que huir de Roma.
Pero el papa no se contentaba con la paz y quería a todo trance ver castigados a los rebeldes; y a fin de conseguirlo, instigó a Federico Barbarossa para que hiciese salir de su refugio a Arnoldo. El cardenal Gerardo, en el año 1155, consiguió prender a Arnoldo y éste pronto fue estrangulado y quemado en Roma, en presencia de una multitud indiferente que veía, sin conmoverse, morir al demagogo incansable que había sembrado a manos llenas la simiente de la libertad y de la justicia, y a quien antes habían escuchado con marcadas pruebas de veneración y entusiasmo. Sus cenizas fueron arrojadas al Tíber.
Es imposible no admirar el genio, la perseverancia y la energía de Arnoldo. Se necesitaba ser un hombre de gran corazón y de mente iluminada para hacer lo que él hizo y predicar lo que él predicó en aquellos días de tanta oscuridad, y rodeado de tantos peligros.
Los discípulos de Arnoldo supieron recoger la herencia que les legara; y separados de Roma por completo, y conocidos bajo la denominación de arnoldistas, pudieron continuar la obra durante mucho tiempo, manteniendo ardiente y viva la protesta contra los errores y abominaciones del papado.

LAS CRUZADAS.

La Edad Media registra un hecho único en la historia universal, grande y extraordinario, que ocupó el pensamiento europeo durante siglos; las Cruzadas a la Tierra Santa, que empezaron en el año 1096, y se prolongaron hasta el año 1270. Consistían en expediciones guerreras, destinadas a arrancar al dominio musulmán los lugares históricos que fueron escenario de la vida y obra de Jesucristo. En éstas tomaron parte casi todas las naciones de Europa y se componían de personas de todas las categorías sociales, que por primera vez se unían en una empresa común, arrojándose ciegamente al peligro bajo el impulso de un mismo anhelo. Este hecho, aun cuando tiene algo de admirable y noble, puede considerarse como la mayor locura cometida por el género humano.
Las Cruzadas fueron ocho, pero de éstas, solamente las tres primeras responden directamente al objeto con que se iniciaron, pues la cuarta se convirtió ya en una obra política; y las restantes no revisten ni la importancia ni el carácter de las primeras.
Ya desde siglos anteriores los cristianos acostumbraban ir a Palestina para visitar los lugares que evocan tan sagrados recuerdos, pero al caer estos parajes en poder de los discípulos de Mahoma, estas peregrinaciones se hicieron sumamente dificultosas y ofrecían no pocos peligros. De ahí surgió la idea de abatir el poder musulmán en aquellas tierras.
También influyó poderosamente el peligro que ofrecía la presencia de tan atrevidos conquistadores en territorios tan cercanos a Europa. Este continente se hallaba constantemente expuesto a una invasión, de modo que para hacerla menos posible, convenía hacer retroceder a los musulmanes arrojándolos de Palestina y de toda el Asia Menor. Se dan también como causas secundarias el deseo de los papas de aumentar su influencia por medio de la unión de la Iglesia griega a la latina; el interés mezquino del clero que se apoderaba de los bienes que ofrecían los cruzados que marchaban sin esperanza de volver; la conveniencia que tenían los monarcas en alejar a los turbulentos, apoderándose de sus bienes, cuando morían en las cruzadas; el espíritu aventurero de muchos señores, que deliraban por hacerse notables en estas guerras llamadas santas, y conquistar para ellos nuevos estados en el Oriente; y la miseria espantosa en que se encontraba el pueblo europeo el cual anhelaba entrar en alguna empresa que le diese la esperanza de cambiar de situación.
Muchos indudablemente estaban animados por un espíritu de devoción y creían erróneamente que con esa empresa estaban sirviendo a Dios, ignorando que el reino de Cristo no es de este mundo; y que la conquista de territorios hechos objeto de idolatría, no tiene nada que ver con la naturaleza del cristianismo. El papa ofrecía indulgencias plenarias a los que luchasen contra los infieles, y los adictos al papismo creían tener en esto un medio eficaz de hallar la remisión de sus pecados.

PRIMERA CRUZADA

El levantamiento de la PRIMERA CRUZADA fue la obra de un monje llamado Pedro el Ermitaño. Era natural de Amiens.
En su juventud fue soldado. Se hizo monje después de enviudar. Al tropezar con grandes dificultades en una peregrinación que hizo a Palestina, y al ver la profanación que hacían los musulmanes de los lugares donde había vivido y muerto el Salvador, regresó a Europa indignado y resuelto a no descansar hasta que aquellas tierras fuesen conquistadas por naciones que profesaban el cristianismo.
M. Michaud, en su Historia de las Cruzadas, dice así: "El ermitaño Pedro cruzó Italia, pasó los Alpes, recorrió Francia y la mayor parte de Europa abrasando todos los corazones con el celo que le devoraba. Viajaba montado en una muía, con el crucifijo en la mano, los pies descalzos, la cabeza descubierta, llevando el cuerpo ceñido con una soga y cubierto con un ropón de la tela más basta. El pueblo admiraba la singular pobreza de su traje, pero la austeridad de sus costumbres, su caridad y la moral que predicaba hacían que se le reverenciase como a un santo. El ermitaño iba de ciudad en ciudad, y de provincia en provincia pidiendo a los unos valor y a los otros compasión, y ora subía a los pulpitos de los templos, ora predicaba en las calles y en las plazas públicas, y su elocuencia vivaz, apasionada y matizada de apostrofes vehementes, arrebataba a las muchedumbres".
Mientras el ermitaño andaba en estas giras, Alejo Comneno, al verse estrechado por los musulmanes que amenazaban al Occidente, pidió ayuda al papa para contrarrestar el peligroso avance. Había llegado el momento de traducir en hechos la prédica fogosa de Pedro el Ermitaño. Urbano II reúne entonces un concilio en Clermont (Francia), y excita con su elocuencia a la inmensa multitud allí reunida, ofreciendo indulgencias plenarias a todos los que quisiesen tomar las armas para la conquista de la Tierra Santa. El fuego del entusiasmo y la locura partidista que se suele apoderar de las masas, se manifestó allí como en muy pocas partes; y todos, al grito de "Dios lo quiere", se disponen a formar parte de la atrevida expedición.
Una vez resueltos a realizar la cruzada empezaron los preparativos, pero el pueblo, impaciente, no quiso esperar a que todo estuviese listo, según los cálculos de los entendidos en cuestiones militares. Sin orden, sin disciplina, mal armados, bajo el ciego impulso del fanatismo, y encabezados por Pedro el Ermitaño, y un noble sin bienes de fortuna, llamado Gualterio, sin hacienda, más de cien mil personas, entre obreros, sacerdotes, jóvenes y ancianos, mujeres y niños, y algunos militares, se pusieron en marcha. Al pasar por Alemania, los devotos les prestaron ayuda, pero al llegar a Hungría y Bulgaria, empezaron a verse en serios apuros por absoluta falta de recursos. No les quedaba más remedio que saquear las poblaciones para no morir de hambre por el camino. Así vino a ser, que aquella multitud de pretendidos defensores del cristianismo, iba por todas partes destruyendo, sembrando el pánico, y causando a todos los pacíficos pobladores grandes amarguras. Las poblaciones empezaron a armarse y a defenderse en contra de esos visitantes tan importunos y millares fueron pasados a degüello.
El número iba reduciéndose a medida que avanzaban, y los que pudieron escapar de la muerte llegaron a Constantinopla en el más deplorable y lastimoso estado.
El emperador, para librar a sus estados de esa plaga, los hizo transportar al Asia Menor, para que siguiesen a Palestina, pero pronto cayeron en poder de las tropas del sultán de Nicea, y casi todos fueron bárbaramente degollados. Pedro el Ermitaño logró escaparse y regresar a Constantinopla desalentado, aunque no del todo, ante el fracaso de su temeraria empresa.
Pero mientras esto ocurría, los caballeros habían seguido lenta pero pacientemente sus preparativos, y bien armados y bien provistos formaron tres poderosos ejércitos que se organizaron, uno en Francia, al mando de Godofredo, el cual se dirigió por el valle del Danubio; otro que se encaminó por Italia con rumbo a Constantinopla, y el tercero guiado por el conde de Tolosa, marchó por Lombardía. Era el año 1095. Estos tres ejércitos se componían de un millón de personas, incluyendo las mujeres y niños que se habían unido, y todos se reunieron en Constantinopla, ciudad que había sido designada base de las operaciones.
Era una invasión colosal. Parecía que la Europa entera iba a caer sobre Oriente. El emperador que los había llamado en su auxilio, se hallaba molesto, y para deshacerse de ellos les facilitó todos los medios de transporte de que disponía. La guerra empezó con el sitio de Nicea. Poco tiempo después los cruzados obtuvieron una gran victoria en Dorileo, donde se apoderaron de un gran botín. Sufriendo penalidades indecibles, atravesaron la Cilicia y llegaron hasta la rica y populosa Antioquia, la perla del Oriente, la cual después de nueve meses de sitio, cayó en poder de los cruzados.
Pero no tardaron los musulmanes en sitiar a Antioquia y cuando la ciudad estaba a punto de rendirse, un sacerdote encontró una lanza, y diciendo que era "la santa lanza", reanimó los corazones abatidos de los sitiados, quienes atacaron vigorosamente a los musulmanes arrollándolos a pesar de la inferioridad numérica de sus fuerzas. Edesa estuvo pronto en poder de los cruzados. El resto del ejército se dirigió triunfante a Jerusalén. Al llegar cerca de la ciudad se arrodillaron y besaron la tierra dando gracias a Dios por las victorias obtenidas.
Jerusalén estaba bien defendida, pero el valor y tenacidad de los cruzados venció todos los obstáculos, y después de un sitio que duró cinco semanas, los sitiados tuvieron que resignarse a la derrota, y Jerusalén fue tomada el 15 de julio de 1099. "La carnicería de habitantes judíos y mahometanos fue tal dice un historiador que en el Templo de Salomón la sangre llegaba hasta las rodillas y bridas de los caballos". Otro historiador, el inglés Jones, se expresa así: "Nada valieron sus armas al valiente ni la sumisión a los tímidos; no se tuvo en cuenta ni edad ni sexo; los niños perecieron por la misma espada que traspasaba a la madre suplicante. Las calles de Jerusalén estaban cubiertas de montones de cadáveres, y los lamentos de agonía y desesperación se oían en todas las casas al mismo tiempo que los triunfantes guerreros, cansados de matar, dejaban las armas todavía ensangrentadas y se adelantaban descalzos y de rodillas, al sepulcro del Príncipe de la Paz".
Una vez conquistada toda Palestina se organizó un reino con Jerusalén por capital. Godofredo fue hecho rey, pero no quiso usar corona de oro allí donde el Salvador había sido coronado de espinas. Pedro el Ermitaño asistió a la solemne asamblea, y la multitud se echó a sus pies reconociéndolo como al libertador. Desde entonces desaparece del escenario de este mundo: el deseo de su corazón ya estaba realizado.
Godofredo murió un año después de la conquista y le sucedieron Balduino I y II, quienes pudieron proseguir con éxito las conquistas de los cruzados, logrando apoderarse de San Juan de Arce, de Tiro, de Sidón, y otros puntos importantes. Pero en los reinados de Foulques y Balduino III empezó la decadencia del reino de Jerusalén.

SEGUNDA CRUZADA

Atacados por los musulmanes y tomada por éstos la ciudad de Edesa, los defensores de Jerusalén se vieron en la necesidad de pedir auxilio a los poderes europeos, dando esto lugar a la SEGUNDA CRUZADA, cincuenta años después de la primera.
Bernardo, un monje del Cister, fue el encargado de predicar esta nueva cruzada. Era un hombre que, por su fama de santidad, su saber y su elocuencia, podía despertar el fervor y entusiasmo de las multitudes. Recorrió Francia y Alemania, obteniendo un éxito asombroso, y consiguió que los mismos monarcas pusiesen sus espadas al servicio de la causa. Luís VII, rey de Francia, fue el primero en decidirse. Se dice que este monarca en una guerra había hecho incendiar el pueblo de Vitry y mil trescientas personas perecieron abrasadas en el templo. Tenía por este hecho profundos remordimientos de conciencia, y creyendo que podía expiar este delito involuntario, obedeciendo al llamado de San Bernardo, se dispuso a ir en socorro de Jerusalén. El rey alemán, Conrado III, conmovido profundamente por Bernardo, también se puso al frente de la cruzada.
Conrado fue el primero en partir, sin esperar a unir sus fuerzas a las del rey de Francia. Después de vencer los obstáculos que le oponía el emperador de Oriente, consiguió llegar al Asia Menor, pero fue sorprendido y completamente derrotado en los desfiladeros de Licaonia. Ante esta derrota tuvo que huir y refugiarse en Constantinopla.
Por su parte, el rey de Francia, queriendo evitar los desastres que tuvo Conrado, se dirigió por la costa del Asia Menor, pero también fue derrotado en Panfilia.
Desembarcó en Antioquia con su ejército diezmado, se unió luego con Conrado, y después de sitiar sin resultado a Damasco, regresaron los dos a Europa, sin haber ganado ni una sola batalla importante y viendo deshechos sus ejércitos que subían a 400.000 hombres.
Bernardo, que en nombre de Dios les había prometido la victoria, se vio completamente desacreditado ante Europa, que le había escuchado entusiasmada, y para justificarse acusaba a los combatientes de no haber sido dignos de aquella empresa.

TERCERA CRUZADA

En 1187 Jerusalén cayó en poder de los mahometanos, quienes se apoderaron de las principales plazas de la Tierra Santa, venciendo completamente a los cristianos en la feroz batalla de Tiberíade. Esta derrota causó verdadera consternación en Europa y Guillermo, arzobispo de Tiro, que había presenciado estos hechos, vino a predicar, por orden del papa, la guerra santa, con el fin de redimir de nuevo a Jerusalén. Esto dio lugar a que se organizase la TERCERA CRUZADA, al servicio de la cual se pusieron los monarcas más poderosos de Europa: Felipe Augusto II, de Francia; Ricardo Corazón de León, de Inglaterra y Federico Barbarroja, de Alemania. El papa estableció una contribución destinada a sufragar los gastos de la expedición.
Federico Barbarroja al frente de 100.000 hombres, fue el primero en partir. Su marcha era triunfal a pesar de todas las dificultades del penoso trayecto. Venció al sultán de Iconio, pero poco tiempo después, se ahogó al atravesar a nado un río de Cilicia, y esto desalentó a su ejército. No obstante pudieron llegar a Jerusalén, conducidos por el hijo de Barbarroja, que tomó el comando de la expedición, y pudieron reunirse a los otros cruzados.
Los reyes de Inglaterra y Francia, cesando momentáneamente sus querellas, se embarcaron, el primero en Marsella y el segundo en Génova, y se reunieron en Mesina con la idea de proseguir juntos. Pero por causas pueriles se enemistaron y siguieron separadamente. Llegados a San Juan de Acre se apoderaron de la plaza, distinguiéndose en el asalto el rey de Inglaterra. Corazón de León. Felipe Augusto II regresó a Francia, y Corazón de León quedó solo para proseguir la campaña. Venció en Arsur, pero viendo que la toma de Jerusalén requería más fuerzas que las que él disponía, hizo un pacto con los musulmanes en el que éstos se comprometían a no molestar a los peregrinos que fuesen a la Palestina.

CUARTA CRUZADA

A principios del siglo decimotercero, año 1202, se iniciaron nuevos trabajos en favor de una CUARTA CRUZADA.
El iniciador fue el papa Inocencio III, y el predicador Fulques de Neuilly. El pueblo no respondió con el mismo entusiasmo de otras ocasiones, y los monarcas tampoco se pusieron al frente del movimiento. Balduino, conde de Flandes; Bonifacio, marqués de Monferrato y Dándalo de Venecia, fueron los que respondieron al llamamiento, pero no animados por el fervor religioso, sino por ambiciones de gloria y predominio. Desde el primer momento esta cruzada degeneró en una empresa aventurera. La desunión entre los dirigentes del movimiento se notó desde el primer momento, y se acentuó al llegar a Constantinopla.
Tuvieron que regresar sin llegar a Palestina ni librar una sola batalla con los musulmanes. Diez años más tarde tuvo lugar el extraño episodio, puesto en duda por algunos historiadores, que se llama la cruzada de los niños. Un muchacho llamado Esteban se levantó anunciando que Dios le ordenaba organizar un ejército de niños para pelear con los musulmanes. Unos treinta mil respondieron a su llamado. Creían que milagrosamente desaparecerían todos los obstáculos y esperaban que el mar se abriera ante su paso, como cuando los israelitas se hallaron frente al Mar Rojo. Algunos mercaderes malvados se ofrecieron para llevarlos gratis, "por amor de Dios", pero una vez embarcados, en lugar de llevarlos a Palestina los llevaron a Alejandría, donde fueron vendidos en los mercados de esclavos, sin que se volviese a oír más acerca de la mayor parte de ellos. Sólo un número limitado recuperó más tarde la libertad.
En la misma época unos veinte mil se organizaron en Alemania con el mismo fin, y eran dirigidos por un tal Nicolás. Se dirigieron a Génova con el intento de embarcarse en ese puerto, pero las privaciones a que se vieron reducidos les obligaron a dispersarse.

QUINTA CRUZADA

LA QUINTA CRUZADA fue también infructuosa. El papa Inocencio III quería ponerse personalmente al frente de ella, pero murió en el año 1216 cuando se hacían los preparativos. Juan de Briena, rey titular de Jerusalén; Andrés II, rey de Hungría; y Guido de Lusiñan, rey de Chipre fueron los hombres que tomaron la dirección del poco popular movimiento. Ni bien llegaron a Palestina, el rey de Hungría abandonó la empresa regresando a su país.
Poco tiempo después murió el rey de Chipre y quedó solo Juan de Briena, quien llevó la guerra a Egipto y consiguió apoderarse de Damieta, pero las inundaciones del Nilo le obligaron a entregar la plaza, terminando así la cruzada sin ningún resultado.

SEXTA CRUZADA.

Federico II, emperador de Alemania, inició la sexta cruzada. Partió de Brindisi al frente de su ejército en el año 1227, pero tuvo que regresar pronto por haberse declarado la peste en sus tropas. Al año siguiente emprendió de nuevo la expedición y habiendo llegado a Palestina consiguió que los musulmanes le entregasen los pueblos de Belén y Nazaret y la ciudad de Jerusalén, pero como en el pacto se permitía a los musulmanes tener una mezquita dentro de esta última ciudad, se atrajo el odio de los templarios y del clero.
SÉTIMA CRUZADA
La séptima y octava cruzadas, las dos últimas, fueron dirigidas por el rey de Francia Luís IX, quien durante una grave enfermedad había hecho voto de llevar sus armas a la Tierra Santa, en caso de sanar. En 1248 se embarcó con sus tropas y llegó a la isla de Chipre, donde pasó el invierno. Al llegar la primavera se dirigió a Egipto y logró apoderarse de Damieta; pero al intentar penetrar en el interior del país, el terreno lleno de canales, la desorganización de sus soldados, el hambre y la peste, le obligaron a retroceder perdiendo la mayor parte de sus fuerzas. Fue hecho prisionero de los mahometanos, de quienes se libró devolviendo la plaza de Damieta y pagando por su rescate un millón de besantes de oro.

OCTAVA CRUZADA

La octava cruzada fue también llevada a cabo por Luís IX. Al desembarcar cerca de las ruinas de Cartago, en el año 1270 se declaró una epidemia en las tropas, muriendo el mismo rey, después de dar sus últimos consejos a su hijo Felipe, quien no tardó en regresar a Francia.
Así terminaron aquellas cruzadas que habían empezado con gran entusiasmo unos doscientos años antes y en las cuales se calcula que perecieron tres millones de personas.

VALDENSES Y ALBIGENSES

Durante la Edad Media, y especialmente en los siglos doce y trece, hallamos un importante movimiento evangélico que se extiende por Francia, Italia, España y otros países de Europa. Lo componían numerosas comunidades de cristianos que, separándose de la iglesia papal, se esforzaban por restaurar el cristianismo puramente evangélico, y luchaban heroicamente por la fe que fue dada una vez a los santos. Eran generalmente conocidos bajo la denominación de valdenses y albigenses, y a éstos hay que saber distinguir de las sectas que profesaban las doctrinas de los maniqueos, y que por lo tanto no pueden ser clasificadas entre los elementos que representaban el simple y primitivo cristianismo. Muchos historiadores, de quienes tendríamos motivos de esperar mayor exactitud, no han sabido hacer diferencia entre sectas y sectas, y hacen aparecer a los valdenses y albigenses profesando creencias que nunca profesaron.
El origen de este movimiento está bastante envuelto en el misterio que rodea a todos los problemas históricos de aquella época. No ha faltado quien ha creído que los valdenses remontaban a los tiempos apostólicos, pero esta teoría es hoy desechada por falta de documentos en qué apoyarla. Se ha preguntado dónde nació el movimiento, y quién fue el originador del mismo. Los estudios serios que han ocupado la actividad indagadora de buenos escritores llevan a la conclusión de que el movimiento no tuvo origen en un solo país ni es fruto de los trabajos de un solo hombre. Así como la Reforma, en el siglo XVI, se levantó simultáneamente en Francia, Alemania, Suiza, etc.; y tuvo por instrumentos a Farel, Lutero, Zwinglio, etc., obrando independientemente unos de otros, bajo el impulso del mismo deseo de Reforma, así también el movimiento valdense nació simultáneamente en varios países, bajo la acción de diferentes hombres. Entre éstos figuran principalmente Pedro de Bruys, en Tolosa, en el año 1109; Enrique de Quny, en Mans, en el año 1116; Amoldo de Brescia, en Italia, en el año 1135; y Pedro Valdo, en Lyón, en el año 1173.
En espíritu, el movimiento era el mismo en todas partes, y cuando sus adherentes, huyendo de la persecución, llegaban a otro país, encontraban hermanos que los recibían con los brazos abiertos.
El nombre de valdense aparece por primera vez sostiene el historiador valdense Gay en el año 1180, en el informe sobre una discusión que tuvo lugar en Narbona, escrito por Bernardo de Fontcaud, titulado Contra Vallenses et Árlanos. La forma primitiva de este nombre, "vallenses", excluye la idea de que pueda derivar de Pedro Valdo, y hace más bien suponer que su inventor lo haya hecho derivar de Vallis, nombre latino de Lavaur, fortaleza de los evangélicos en aquel tiempo, de donde habían venido a Narbona, los que tomaron parte en la discusión. Gay, sin embargo, se inclina a creer que si el nombre vállense, se convirtió en valúense, fue debido no sólo a la evolución fonética, sino como un homenaje a Pedro Valdo, el personaje más importante de la comunidad.
Procuremos ahora bosquejar la vida y trabajos de los hombres más sobresalientes del inmenso movimiento.

PEDRO DE BRUYS

A fines del siglo xi y a principios del XII, aparece este intrépido y vehemente misionero, que dirigía a los que se unían bajo el estandarte del evangelio para protestar y luchar contra los errores del papismo. Era cura en una pequeña parroquia de los Alpes, y de ahí se dirigió a otras parroquias, aldeas y ciudades predicando en forma tal, que llenaba de asombro a todos los que le oían. Rechazaba la autoridad de la iglesia y de los padres, no reconociendo como obligatorias más doctrinas y costumbres que las que podían demostrarse con la Biblia. Se oponía con energía al bautismo de los párvulos, sosteniendo que no era bautismo lo que se recibía antes de tener la fe personal qué sólo puede darle significación, y por consiguiente aquellas personas que se unían al movimiento que representaba, eran bautizadas sin tener en cuenta si habían recibido el bautismo en la niñez. Dice Neander: "Los seguidores de Pedro de Bruys, rehusaban ser llamados anabaptistas, un nombre que les era dado por la razón mencionada: porque el único bautismo, decían, que podían mirar como verdadero, era un bautismo unido al conocimiento y a la fe."
Atacaba la misa y la transustanciación, sosteniendo que el sacrificio de Cristo no puede repetirse, y que esta doctrina tiene por objeto mantener el predominio sacerdotal sobre el pueblo. "No creáis decía a esos falsos guías, obispos y sacerdotes; porque os engañan, como en otras cosas también, en el servicio del altar, cuando falsamente pretenden que hacen el cuerpo de Cristo y lo presentan a vosotros para la salvación de vuestras almas."
Luchaba contra toda forma de idolatría, y mayormente contra la adoración de la cruz, a la que llamaba leño maldito instrumento del suplicio del Hijo de Dios, que se debe destruir en todas partes donde uno lo vea. En su oposición a esta forma exterior de manifestar los sentimientos religiosos, los petrobrusianos llegaban a extremos que en nada favorecían la buena causa que defendían. Los que veían el desprecio que hacían de la cruz, no siempre tenían preparación suficiente para comprender que aquel acto no implicaba el rechazo de la obra redentora del Calvario. Un viernes santo juntaron todas las cruces que pudieron hallar, y las quemaron delante de una multitud. Con seguridad que esta protesta contra la superstición de que era objeto la cruz, no pudo ser entendida por los que presenciaron el acto, y sus autores habrán sido tenidos por sacrílegos detestables.
Pedía la demolición de todos los edificios dedicados al culto público. Conviene recordar que los templos levantados por el romanismo en esta época de grosera superstición, eran tenidos no como simples edificios construidos para la comodidad de congregarse, sino como santuarios, a los que se acudía en busca de gracias que se suponía no podían hallarse en otra parte. Pedro de Bruys enseñaba que las bendiciones divinas no están ligadas a un determinado lugar de cultos, que la oración sincera es tan eficaz en un taller o en un mercado como en un templo, y que es tan agradable a Dios si sube desde un altar como de un pesebre. Al atacar la magnificencia de los templos atacaba también la pompa de las ceremonias, el canto en lengua desconocida y la música teatral.
Enseñaba que la Iglesia debe componerse de personas regeneradas que puedan vivir de acuerdo con la profesión de fe que hacen. No reconocía como iglesias a esas agrupaciones de personas que llevan el nombre de Cristo pero que no conocen la eficacia de una vida pura y santa.
Nadie debe pretender ser miembro de una iglesia a menos de ser un verdadero creyente que vive piadosamente y testifica con su conducta en favor del poder regenerador del evangelio.
Por no encontrarlo en el Nuevo Testamento, combatía el culto a los muertos, lo mismo que las oraciones, ayunos y ofrendas por los mismos, sosteniendo que "todo depende de la conducta del hombre durante su vida; esto es lo que decide sobre su destino futuro. Nada que se haga por él después de su muerte puede serle de beneficio."
Las doctrinas de Pedro de Bruys, a la base de las cuales estaba el evangelio y el rechazo de toda tradición humana, han sido resumidos en estos cinco puntos:
1. El bautismo administrado solamente a los adultos creyentes. Bautizaba a los católicos cuando se convertían.
2. Acerca de la eucaristía negaba absolutamente que el sacerdote o cualquier otra persona pudiesen cambiar la hostia en cuerpo de Cristo.
3. Los sufragios, oraciones, limosnas, etc., por los muertos, los rechazaba como de ningún valor.
4. Era contrario a la erección de templos, diciendo que la Iglesia se componía de "piedras vivas", es decir de fieles que procuran hacer la voluntad de Dios.
5. La cruz, instrumento de tortura, en la que Cristo murió, no debe ser adorada, ni venerada, sino detestada, rota y quemada.
Durante veinte años, este infatigable soldado de la verdad, no cesó de predicar viajando por todas partes de la Francia Meridional. Un día llegó a San Giles, cerca de Nimes, asiento de un rico convento de frailes. Sin temor a las consecuencias se puso a reunir cruces y con ellas levantó una hoguera. La multitud enfurecida se apoderó de él y lo hizo morir, siendo quemado vivo, probablemente en el año 1124. Así terminó gloriosamente su carrera terrenal, este hombre que no supo lo que era temor, y quien en días de espantosas tinieblas y tempestades mantuvo encendido el faro del evangelio para conducir las almas al puerto de segura salvación.

ENRIQUE DE CLUNY

Se cree que este apóstol evangélico de la Edad Media era oriundo de Italia, probablemente de los valles del Piamonte. Se le conoce en la historia bajo el nombre de Enrique de Lausana, por haber principiado su obra en esta ciudad de la Suiza, en el año 1116, y también es llamado Enrique de Cluny, porque fue monje de esta ciudad.
La vida monacal que abrazó en su juventud no tardó en llenarle de disgusto, al ver el enorme contraste que ofrecía con la actividad apostólica, y no pudiendo conformarse a la inacción corruptora, arrojó de sí su manto de benedictino para consagrarse a la obra misionera, yendo de ciudad en ciudad para sembrar la palabra de la verdad evangélica.
Los datos que poseemos acerca de su persona y obra, los hallamos en los escritos de sus adversarios, de modo que es difícil formarse una idea correcta de su carácter; pero bastan para saber que era uno de aquellos hombres que guiados por la lectura del Nuevo Testamento, procuraban predicar las doctrinas del cristianismo primitivo, atacando con energía las creencias y ceremonias del papismo. Dice Neander: "Derivó su conocimiento de las verdades de la fe, del Nuevo Testamento más que de los escritos de los padres y teólogos de su tiempo. El ideal de los trabajos apostólicos lo estimulaba, y se esforzaba por imitarlos. Su corazón estaba inflamado de un vivo celo de amor que lo interesaba en las necesidades religiosas del pueblo, que se encontraba completamente descuidado o extraviado por un clero nada digno."
Era hombre modestísimo y piadoso, a tal punto que sus mismos enemigos se veían obligados a reconocerlo así, temían más a la influencia de su vida santa que a las doctrinas que predicaba. Durante unos diez años recorrió varias provincias predicando con éxito extraordinario. En todas partes acudían multitudes a escucharle, no sólo por oír su elocuencia ardiente, sino para recibir luz y consuelo espiritual. Predicaba abiertamente contra la depravación del clero y también contra las costumbres licenciosas del pueblo, sin tener en cuenta a ninguna clase de la sociedad.
Sus auditorios estaban compuestos de hombres y mujeres de todas las condiciones, y era tal el poder espiritual que acompañaba a sus sermones llamando a la gente al arrepentimiento que en todas partes muchos resolvían dar las espaldas al mundo corrompido para empezar una vida nueva de acuerdo con los sanos preceptos del evangelio.
Acompañado de dos predicadores italianos, caminaba descalzo en todas las estaciones del año, llevando un bastón en forma de cruz. Llegó a Mans y consiguió que el obispo Hildetaert le permitiese predicar en los templos. Sus sermones produjeron una impresión profunda. Las multitudes acudían a escucharle. El clero se sintió ofendido ante los dardos que lanzaba Enrique, y el mismo obispo que lo había recibido afablemente se le puso en contra. Empezaron a desacreditarlo ante el pueblo, diciendo que era un lobo vestido de oveja, y que bajo el manto de santidad ocultaba una refinada hipocresía. Pero Enrique les respondía con argumentos más eficaces, apelando siempre a la Palabra de Dios para demostrar la necesidad de reformar las doctrinas y costumbres de los cristianos.
Cuando se le prohibió predicar, el pueblo mostró su profundo disgusto, diciendo que nunca habían oído a un predicador que como él pudiese mover los más duros corazones y despertar las conciencias adormecidas. Pero nada pudo hacer cambiar la resolución del obispo, y Enrique tuvo que salir de la ciudad. Aparece entonces en Poitiers, Perigueux, Burdeos y Tolosa. Su separación de Roma era cada vez más pronunciada, y la persecución que se levanta contra su obra y persona le convence de que toda comunión de la luz con las tinieblas es imposible.
Expuso sus ideas en un escrito que tuvo una extensa circulación, pero que no ha llegado hasta nosotros. Los que se adherían a él ya no podían quedar confundidos con la multitud inconversa. El bautismo de los nuevos convertidos demuestra que no quedaba ningún vínculo que los uniese al romanismo. La gente los llamaba apostólicos. Sus misioneros salían a recorrer las provincias más lejanas, sin poseer nada, y viviendo de las ofrendas de las personas que simpatizaban con el movimiento.
El éxito de Enrique en el sur de Francia, alarmó al alto clero, y lo hicieron encarcelar. Llevado por el arzobispo de Arles al Concilio de Pisa, en el año 1134, fue condenado como hereje, y encerrado en un convento. No se sabe cómo, pero consiguió escaparse. Reaparece en el sur de Francia y se pone de nuevo al frente de la obra, sin amedrentarse de los adversarios. Durante diez años predica y trabaja activamente en Tolosa, Albí y otros pueblos vecinos, donde el favor de algunos pudientes que simpatizaban con la causa le libra de caer en manos de sus enemigos. Alfonso, conde de Tolosa, le miraba como a un santo, y tenía en él mucha confianza, y la relativa libertad de que gozaban las iglesias fundadas por Enrique, hizo que aumentasen considerablemente en número, habiendo entre los convertidos muchos curas y personas de influencia social.
El papa mandó a Albí un legado para interesar a los príncipes en una campaña inquisitorial contra el movimiento evangélico. Se dice que el pueblo salió a recibirlo con una procesión de asnos. Cuando se supo en Roma la manera cómo el legado había sido recibido, y no pudiendo el papa contar con el apoyo del brazo secular, apeló al gran santo de la época, Bernardo de Claraval. Cuando éste llegó a Albí entró a conferenciar con los principales hombres del movimiento. No tenemos más datos sobre las discusiones que tuvieron lugar, sino los mismos que escribieron los romanistas, pero a pesar de todo, es fácil ver que los argumentos rebuscados de las doctrinas humanas, se despedazaban al chocar con la sólida roca de las doctrinas de la Palabra de Dios.
Bernardo no hacía sino lamentar el fracaso de sus inútiles tentativas. "¡Cuánto mal ha hecho decía y hace todos los días, a la Iglesia de Dios, como lo hemos sabido y visto nosotros mismos, el hereje Enrique! Los templos están vacíos, el pueblo sin sacerdotes, los sacerdotes sin honra y los cristianos sin Cristo. Las iglesias son reputadas sinagogas; se niega que el santuario de Dios sea santo; los sacramentos no son más tenidos como sagrados, los días de fiesta privados de toda solemnidad; los hombres mueren en sus pecados y las almas son llevadas, una tras otra, ante el tribunal sin estar reconciliadas por medio de la penitencia, ni munidas de la santa comunión. Se niega la vida a los niños al negárseles la gracia del bautismo."
Bernardo se dirigió al conde de Tolosa anunciando que se dirigía a sus dominios para atacar a Enrique, a quien lo llenaba de nombres insultantes: "Parto para el país donde este monstruo hace estragos y donde nadie le resiste. Porque aun cuando su impiedad es conocida en la mayor parte de las ciudades del reino, encuentra a vuestro lado un asilo, donde sin temor, y bajo vuestra protección, destruye el rebaño de Cristo".
Cuando Bernardo vio que sus argumentos y amenazas no lograban convertir a nadie, procuró ganar algo por medio de la fuerza. Enrique fue arrestado, y en el año 1148 condenado por el Concilio de Reinas a prisión perpetua, porque el arzobispo se negaba a dar su consentimiento para que fuese condenado a muerte. No se sabe cuánto tiempo permaneció encarcelado, pero como no se oye más acerca de él, se cree que terminó sus días, como prisionero de Cristo Jesús, en las tenebrosidades de alguna cárcel subterránea.

PEDRO VALDO

Un joven negociante llamado Pedro, nativo de una localidad llamada Valde, se estableció en Lyón, Francia, por el año 1152. Entregado por completo a las especulaciones comerciales, vio prosperar sus negocios, a tal punto que al cabo de los años era uno de los grandes ricachos de la comercial ciudad. Era casado, tenía dos hijas, y las atenciones domésticas y comerciales ocupaban todo su tiempo.
En el año 1160, un amigo íntimo, con quien estaba conversando, cayó muerto repentinamente, y este incidente produjo en él una impresión tal, que desde aquel momento, dejando a un lado sus febriles ocupaciones comerciales, se puso a pensar seriamente en su salvación.
El conocimiento limitado que tenía de las cosas religiosas no lograba darle aquella paz y seguridad que satisfacen el alma ansiosa. Sus anhelos se hacían cada vez más intensos, y en busca de luz fue a uno de los sacerdotes de la ciudad, preguntándole cuál era el camino seguro para llegar al cielo. El sacerdote le respondió que había muchos caminos, pero que el más seguro era el de poner en práctica las palabras del Señor al joven rico cuando le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo". Se cree que el cura le contestó así con algo de ironía, sabiendo que Valdo era hombre de gran fortuna, pero seguramente no esperaba que esas palabras iban a encontrar tanto eco en el corazón del rico negociante.
Valdo creyó oír un mandamiento de Dios dirigido a él personalmente, y resolvió deshacerse de sus bienes terrenales empleándolos para aliviar las necesidades de los pobres. Hizo esto no bajo el impulso de un falso entusiasmo, sino deliberadamente, con calma y con buen acierto, para que el sacrificio que se imponía fuese realmente útil a sus semejantes. Dio a su esposa e hijas lo que necesitaban, y el resto, parte fue distribuyendo entre los más necesitados de la ciudad, y parte destinaba a emplear personas que hiciesen traducciones y copias de las Sagradas Escrituras. Encargó a dos eclesiásticos que vertiesen el Nuevo Testamento del latín a la lengua vulgar.
Uno de ellos fue Esteban de Ansa, hombre muy versado en las cuestiones filológicas, y otro Bernardo Ydros, hábil escribiente que trasladaba al pergamino lo que su compañero le dictaba. Valdo se puso a leer con gran interés estos maravillosos escritos que eran agua viva para su alma sedienta, y pan para su corazón hambriento. Esta lectura le confirmaba más y más en la noble resolución que había tomado. Quería imitar a los apóstoles, y vivir no más consagrado a los negocios de esta vida pasajera, sino para ser rico en aquellas riquezas que no se corrompen y que los ladrones no hurtan.
No quiso tampoco poner la luz debajo del almud, sino que mandó hacer muchas copias del evangelio para que su lectura fuese causa de bendiciones a otros. El número de personas que tomaban interés en esta lectura era cada vez mayor, y sin pensar en separarse de la Iglesia de Roma, se reunían para leer juntos y celebrar cultos espirituales. Se apoderó de ellos un fuerte espíritu de propaganda y toda la ciudad y sus alrededores se llenaron del conocimiento del evangelio. Sin buscarlo, vino inevitable el choque con la iglesia papal, dentro de cuyo seno aun permanecían Valdo y sus adeptos.
El contraste entre el cristianismo del Nuevo Testamento y el de la iglesia papal, era demasiado pronunciado para que fuera posible un acuerdo. El clero empezó a mirar con recelo a estos hombres humildes que de dos en dos, descalzos y pobremente vestidos iban por todas partes predicando la palabra. El arzobispo Guichard concluyó por citarlos, y creyendo que de un solo golpe podía sofocar el movimiento, les prohibió predicar. Valdo entonces apeló al papa, esperando, como más tarde Lutero, que la justicia de su causa sería reconocida. En Roma compareció junto con uno de sus colaboradores ante el concilio de Letrán, en marzo de 1179.
El papa Alejandro III los trató amablemente y se interesó en la obra que hacían, tal vez abrigando el pensamiento de que los pobres de Lyón, como los llamaban, podrían permanecer dentro del seno de la Iglesia y quedar convertidos en algo parecido a una orden monástica. Pero los padres que componían el concilio les fueron hostiles y rehusaron acordarles la autorización de predicar. Gualterio Mapes, un fraile franciscano inglés, que se hallaba presente, escribió un relato acerca de la petición de estos valdenses: "No tienen dice residencia fija. Andan por todas partes descalzos, de dos en dos, vestidos con ropa de lana, no poseen bienes; pero como los apóstoles, tienen todas las cosas en común; siguiendo a aquel que no tuvo dónde reclinar la cabeza".
El concilio nombró una comisión para que examinase el caso. El franciscano mencionado era miembro de esta comisión. Dice que procuró saber cuáles eran sus conocimientos y su ortodoxia, y los halló sumamente ignorantes, y halló extraño que el concilio les prestase atención. Pero el hecho es que en lugar de examinar a los valdenses sobre la Palabra de Dios y las doctrinas vitales del cristianismo, los examinadores les hicieron una serie de preguntas escolásticas sobre el uso de ciertos términos y frases del lenguaje eclesiástico, conduciéndolos por las sendas intrincadas de las especulaciones trinitarias. Los valdenses, felizmente, nunca habían aprendido estas cosas inútiles, y de ahí la comisión resolvió expedirse aconsejando que se les prohibiese predicar.
Vueltos a Lyón, los hermanos tuvieron que resolver qué actitud asumirían, y hallando que es menester obedecer antes a Dios que a los hombres, resolvieron seguir predicando aún a despecho de las prohibiciones del arzobispo y del papa. Convencidos de que nada podían esperar de este mundo, resolvieron romper definitivamente los vínculos que aun los ligaban al romanismo, y empezaron aún bajo la persecución, a sentir los beneficios de la libertad cristiana.
En el año 1181 fue lanzada contra ellos la definitiva excomunión papal, pero durante algunos años pudieron eludir sus consecuencias, gracias a las poderosas amistades que tenían en la ciudad, donde Valdo era generalmente estimado. Pero después de la promulgación del Canon del Concilio de Verona, en el año 1184, que condenaba a los pobres de Lyón, se vieron en la necesidad de salir de la ciudad y esparcirse por toda Europa, lo que hacían sembrando la simiente santa del evangelio por todas partes, como en siglos anteriores lo había hecho la Iglesia de Jerusalén al ser perseguida por Heredes.
Pedro Valdo, huyendo de la intolerancia y del despotismo clerical llegó hasta Bohemia, donde terminó sus días en el año 1217, después de cincuenta y siete años de servicios al Señor.

EXTENSIÓN DEL MOVIMIENTO VALDENSE

"Uno se formaría una idea muy errónea dice Gay de la importancia de la separación valdense del siglo XII, si se la redujese a las dimensiones de una secta oscura trabajando en una esfera limitada. ¡No! Fue más bien un poderoso movimiento que se extendió rápidamente y arrancó al papado centenares de miles de fíeles en toda la Europa. Es así como se explican los temores del papado y las medidas extremas de represión que inventó para defenderse".
Los valdenses, animados de un santo celo misionero llegaron a España y se establecieron especialmente en las provincias del Norte. El hecho de que dos concilios y tres reyes se hayan ocupado de expulsarlos, demuestra que su número tenía que ser considerable. El clero era impotente para detener el avance, y alarmado, pidió al papa Celestino III que tomase medidas en contra del movimiento.
El papa entonces mandó un legado, en el año 1194, quien convocó una asamblea de prelados y nobles, la cual se reunió en Lérida, asistiendo personalmente el mismo rey Alfonso II. Allí se confirmaron los decretos papales contra los herejes, y se promulgó otro nuevo concebido en estos términos: "Ordenamos a todo valdense que, en vista de que están excomulgados de la santa iglesia, enemigos declarados de este reino, tienen que abandonarlo, e igualmente a los demás estados de nuestros dominios. En virtud de esta orden, cualquiera que desde hoy se permita recibir en su casa a los susodichos valdenses, asistir a sus perniciosos discursos, proporcionarles alimentos, atraerá por esto la indignación de Dios todopoderoso y la nuestra; sus bienes serán confiscados sin apelación, y será castigado como culpable del delito de lesa majestad Además cualquier noble o plebeyo que encuentre dentro de nuestros estados a uno de estos miserables, sepa que si los ultraja, los maltrata y los persigue, no hará con esto nada que no nos sea agradable".
Este terrible decreto fue renovado tres años después en el Concilio de Gerona, por Pedro II, quien lo hizo firmar por todos los gobernadores y jueces del reino. Desde entonces la persecución se hizo sentir con violencia, y en una sola ejecución, 114 valdenses fueron quemados vivos. Muchos, sin embargo, lograron esconderse y seguir secretamente la obra de Dios en el reino de León, en Vizcaya, y en Cataluña. Eran muy estimados por el pueblo a causa de la vida y costumbres austeras que llevaban, y hasta se menciona al obispo de Huesca, uno de los más notables prelados de Aragón, como protector decidido de los perseguidos valdenses.
Pero Roma no descansaba en su funesta obra de hacer guerra a los santos, y la persecución se renovaba constantemente, llegando a su más alto desarrollo allá por el año 1237, en el vizcondado de Cerdeña y Castellón, y en el distrito de Urgel. Cuarenta y cinco de estos humildes siervos de la Palabra de Dios fueron arrestados, y quince de ellos quemados vivos en la hoguera. El odio llegó a tal punto, que hicieron quemar en la hoguera los cadáveres de muchos sospechosos de herejía, que habían fallecido en años anteriores, entre los que figuraban Amoldo, vizconde de Castellón y Ernestina, condesa de Foix.
En Francia el movimiento era extenso y fuerte. En Tolosa, Beziers, Castres, Lavaur, Narbona y otras ciudades del mediodía, tanto los nobles como los plebeyos, eran en su mayoría valdenses o albigenses. El papa Inocencio III alarmado, empleó toda clase de medidas para sofocarlos y detener su avance por Europa. Los emisarios papales nada podían conseguir ni con sus discusiones ni con sus amenazas. El mismo "santo" Domingo fue encargado por el papa de suprimir la herejía, y la falta de éxito les llevó a proclamar la cruzada de la que hablaremos más adelante.
En el Delfinado se establecieron los valdenses al ser expulsados de Lyón, y en medio de constantes persecuciones supieron mantenerse unidos y proseguir vigorosamente la obra de amor por la que exponían sus vidas y sus bienes.
En Alsacia y Lorena, hubo desde el año 1200, tres grandes centros de actividad misionera; en Toul, el obispo Eudes ordenaba a sus fieles a que prendiesen a todos los waldoys y los trajesen encadenados ante el tribunal episcopal; en Metz, el barba (pastor) Crespín y sus numerosos hermanos confundían al obispo Bertrán, quien en vano se esforzaba por suprimirlos; en Estrasburgo, los inquisidores mantenían siempre encendido el fuego de la intolerancia contra la propaganda activa que hacía el barba Juan, el presbítero y más de 500 hermanos que componían la iglesia mártir de esa ciudad.
En Alemania, los valdenses sembraban la Palabra de norte a sur y de este a oeste. Tres siglos después se hallaban los frutos de sus heroicos esfuerzos.
En Bohemia, donde se supone que el mismo Pedro Valdo terminó su gloriosa carrera, los resultados de las misiones fueron fecundos. A mediados del siglo XIII, los cristianos que habían sacudido el yugo del papismo eran tan numerosos, que el inquisidor Passau nombraba cuarenta y dos localidades ocupadas por los valdenses.
En Austria era también muy activa la obra de propaganda, y a principios del siglo XIV, el inquisidor Krens hacía quemar 130 valdenses. Se cree que el número de éstos en Austria no bajaba de 80.000.
En Italia los valdenses estaban diseminados y bien establecidos en todas partes de la península. Tenían propiedades en los grandes centros y un ministerio itinerante perfectamente organizado. En Lombardía los discípulos de Amoldo de Brescia se habían unido a los pobres de Lyón, y bajo la dirección espiritual de Hugo Speroni mantenían viva la protesta contra la corrupción del romanismo. En Milán poseían una escuela que era el centro de una gran actividad misionera.
En Calabria se establecieron muchos valdenses del Piamonte desde el año 1300, en las vastas posesiones de Fuscaldo, en Montalto, para cultivar la tierra, y transformaron en un jardín esa región inculta, construyendo también algunas villas, como ser San Sixto y Guardia. Habían conseguido cierta tolerancia, y se les permitía celebrar secretamente sus cultos con tal de que pagaran los diezmos al clero.
En tres de los valles del Piamonte Lucerna, Perusa y San Martín los valdenses se establecieron en las primeras décadas del siglo. Los documentos históricos a que se puede recurrir actualmente no autorizan a sostener que los habitasen antes de esta época, aunque muchos lo suponen. Es la región que ocupa el principal lugar en la historia de este pueblo, porque mientras en otras partes fueron exterminados o perdieron su existencia como pueblo distinto, en los valles ya mencionados se han conservado hasta nuestros días. Se supone que se establecieron en los valles después de la expulsión de Lyón. Encontraron esa región muy poco habitada y al principio disfrutaron la relativa tranquilidad, pero en 1297 empezaron las persecuciones que a pesar de ser crueles y constantes no lograron abatir ni dominar al ejército heroico que fue llamado "el Israel de los Alpes" y que mantuvo el culto de Dios verdadero en aquellos días de densas tinieblas y groseras supersticiones.

VIDA RELIGIOSA DE LOS VALDENSES

Ahora que hemos bosquejado el origen y desarrollo del movimiento valdense, nos ocuparemos de las creencias y costumbres de este pueblo admirable.
Sus trabajos misioneros eran el fruto de una consagración general de todos los miembros de las iglesias y se llevaban a cabo planes bien definidos y sistemáticamente ejecutados. La base de todas las operaciones era el hospicio o casa valdense; en todas las ciudades donde podían, los valdenses tenían una casa atendida por un rector, y hermanas que se ocupaban del trabajo interno, en la que los misioneros itinerantes encontraban no sólo hospedaje sino un lugar de culto, donde convocaban a los creyentes del distrito para oír la predicación de los barbas o pastores. Cuando se sentaban a comer pronunciaban la siguiente oración: "El Dios que bendijo a los cinco panes de cebada y a los dos peces para sus discípulos en el desierto, bendiga los alimentos que están sobre esta mesa y los que serán traídos". Al levantarse de la mesa decían:
"Dios recompense abundantemente a todos los que nos hacen bien, y que después de darnos lo material, nos dé el pan espiritual. ¡Que siempre esté con nosotros!"
El inquisidor de Passau presenta a los colportores valdenses viajando de pueblo en pueblo, vendiendo mercaderías para ganar entrada en las casas y así poder anunciar el evangelio, después de preparar sabiamente el terreno. A las casas ricas entraban ofreciendo joyas.
Después de mostrar los anillos, prendedores, aros y otras prendas, si les preguntaban qué otras joyas tenían, contestaban: "Sí, tenemos joyas más preciosas que las que ustedes han visto, se las mostraremos si se comprometen a no denunciarnos al clero:" Cuando obtenían la promesa formal de que se mantendría el secreto, proseguían:
"Tenemos una piedra preciosa, tan brillante que por su luz el hombre puede ver a Dios, y tan radiante que puede encender el amor de Dios en el corazón del que la posee". Así continuaban hablando hasta presentar el pergamino sobre el que estaban escritos algunos trozos de la Palabra de Dios.
El culto entre ellos consistía principalmente en la lectura del Nuevo Testamento, seguido de explicaciones y exhortaciones. Terminaban repitiendo de rodillas el Padre Nuestro. La lectura de la Biblia ocupaba un lugar muy importante en la vida de este pueblo. El inquisidor antes mencionado pone en sus labios estas palabras: "Entre nosotros enseñan los hombres y las mujeres, y los alumnos de una semana ya enseñan a otros Entre los católicos se encuentra difícilmente un maestro que pueda repetir de memoria, letra por letra, tres capítulos de la Biblia; pero entre nosotros, es difícil hallar un hombre o una mujer que no pueda repetir todo el Nuevo Testamento, en su idioma nativo".
Las creencias religiosas de los valdenses, según se desprende de sus escritos y de los de sus adversarios, han sido estudiadas a fondo y expuestas por Juan Francisco Gay en su tesis teológica presentada a la Academia de Lausana, en 1844. De ese estudio resulta que las doctrinas valdenses eran en el fondo las mismas que profesan las iglesias evangélicas actualmente.
Las Sagradas Escrituras eran para ellos la única regla de fe y práctica; todo lo que podía demostrarse por medio de ella era aceptado como divinamente revelado, pero lo que se enseñaba sin esa base era rechazado como doctrina de hombres e innovaciones peligrosas. Sostenían que las Escrituras debían ser leídas por todos los creyentes y no sólo por los que tenían el don de enseñar la doctrina Condenaban como absurdo el uso de una lengua desconocida en los actos del culto. La fe verdadera está siempre acompañada de buenas obras, pero no son las obras las que salvan. El pecador es justificado delante de Dios solamente por la fe en Cristo Jesús. Lo que se llama "méritos" hechos por los hombres, no pueden expiar el pecado y dar la salvación.
La misa es una abominación a Dios; Cristo fue ofrecido una sola vez por los pecados de muchos. Las indulgencias que concede la iglesia romana no tienen ningún valor. El purgatorio no existe. Todo lo que se hace por la salvación de los muertos son cosas inútiles. Repetir oraciones en una lengua desconocida es un acto sin beneficio. Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres, según la enseñanza de San Pablo en su Primera Epístola a Timoteo, y otros pasajes de la Biblia. En lugar de invocar a los santos debemos imitar sus virtudes. El culto de los santos y de las imágenes es una idolatría que Dios desaprueba.
Sólo es iglesia verdadera aquella que profesa la doctrina pura, que se distingue por la santidad de sus miembros, y administra las ordenanzas del bautismo y de la santa cena en conformidad con la institución primitiva. La Iglesia de Roma no es la iglesia de Jesucristo; es la ramera apocalíptica, embriagada con la sangre de los santos, y hay que salir de ella para escapar de los castigos que sobrevendrán a los que participan de sus abominaciones.
El papa es el hombre de pecado e hijo de perdición, mencionado en Segunda Tesalonicenses, capitulo segundo.
La gracia de Dios se recibe por medio de la fe y no por virtud sacramental. La consagración sacramental no obra la pretendida transubstanciación. La adoración de la hostia es un acto idolátrico. La misa es un sacrilegio que fue inventado para abolir la cena del Señor. Hay que confesar los pecados a Dios. Las penitencias no son necesarias; Cristo perdonaba y enviaba en paz a los pecadores sin imponerles penitencias. Hay que rechazar los ritos papistas del matrimonio. La extremaunción no fue establecida ni por Cristo ni por los apóstoles. No hay sacerdotes en las iglesias cristianas del Nuevo Testamento.
Todos los creyentes son profetas y deben asegurarse, por medio de las Escrituras, de la verdad que predican. Todos los creyentes son reyes y sacerdotes, espiritualmente hablando, y deben tomar parte en el gobierno de la iglesia que no reconoce autoridad clerical despótica.
Basados en el sermón del monte, interpretado literalmente, condenaban el juramento civil, el servicio militar, la pena capital y todo derramamiento de sangre y peleas.
A la pureza doctrinal unían la santidad de la vida que confundía a sus más encarnizados enemigos. Oigamos lo que el inquisidor de Passau dice acerca de ellos: "Uno puede conocerlos por sus costumbres y sus conversaciones. Ordenados y moderados evitan el orgullo en el vestido, que son de telas ni viles ni lujosas. No se meten en negocios, a fin de no verse expuestos a mentir, a jurar ni engañar. Como obreros viven del trabajo de sus manos.
Sus mismos maestros son tejedores o zapateros. No acumulan riquezas y se contentan de lo necesario. Son castos, sobre todo los lioneses, y moderados en sus comidas. No frecuentan las tabernas ni los bailes, porque no aman esa clase de frivolidades. Procuran no enojarse.
Siempre trabajan y, sin embargo, hallan tiempo para estudiar y enseñar. Se les conoce también por sus conversaciones que son a la vez sabias y discretas; huyen de la maledicencia y se abstienen de dichos ociosos y burlones, así como de la mentira. No juran y ni siquiera dicen es verdad, o ciertamente, porque para ellos eso equivale a jurar".
¡Admirable sabiduría de Dios que dispuso que el elogio de sus siervos fuese escrito por sus mismos verdugos, y es conservado a través de los siglos, hasta nuestros días!

ANTIGUA LITERATURA VALDENSE

Las bibliotecas públicas de muchas de las grandes ciudades de Europa poseen preciosos manuscritos sobre pergamino que contienen escritos valdenses de gran antigüedad. Hay ejemplares manuscritos del Nuevo Testamento valdense en las bibliotecas de París, Estrasburgo, Munich, Zurich, Grenoble, Dublín, Cambridge y Ginebra.
Los valdenses del siglo XIII. Tenían su propio dialecto, al cual, desde su origen, tradujeron los libros de las Sagradas Escrituras. También escribieron muchos libros y tratados de los cuales se conservan algunos hasta hoy. El dialecto que hablaban es semejante al italiano, francés y español, como se puede ver en la siguiente frase:
La ley velha deffent solamen perjurar, Ma la novella di al pos tot non jurar".
La mayor parte de estos escritos son sermones o tratados de edificación sobre temas como éstos: El Padre Nuestro;
Los Diez Mandamientos; Los Siete Dones del Espíritu Santo; El Purgatorio y la Penitencia; El Anticristo; Las Virtudes; Las Penas y los Goces del Paraíso; La Invocación de los Santos, etc.
Citaremos algunos párrafos de El Anticristo, en el cual se ve que los valdenses tenían sobre este punto la misma idea que siglos más tarde fue creencia en todas las iglesias reformadas, es decir, que cuando el Nuevo Testamento habla del Anticristo no se refiere a un individuo sino a un sistema de maldad y de error, el cual se ha manifestado en la Iglesia de Roma. Dice así, entre otras cosas: "El Anticristo es una falsedad o engaño barnizado con la apariencia de verdad, y de la justicia de Cristo y de su esposa, pero en oposición al camino de verdad, justicia, fe, esperanza, caridad, como a la moral. No se trata de una persona en particular, establecida en algún rango, oficio o ministerio, sino de un sistema de falsedad que se opone a la verdad, cubriéndose y adornándose con apariencia de hermosura y piedad, pero inconveniente a la iglesia de Cristo, como puede verse por los nombres, los oficios, las Escrituras, los sacramentos y varias otras cosas.
El sistema de iniquidad así completado con sus ministros, grandes y chicos, sostenidos por los que son inducidos a seguirlo con corazón malo y ojos vendados es la congregación, que en conjunto compone lo que se llama Anticristo o Babilonia, la cuarta bestia, la ramera, el hombre de pecado, el hijo de perdición. Sus ministros son llamados falsos profetas, maestros mentirosos, ministros de tinieblas, el espíritu de error, la ramera apocalíptica, la madre de las fornicaciones, nubes sin agua, árboles sin hojas, dos veces muertos, desarraigados, estrellas erráticas, baalamitas y egipcios".
"Es llamado Anticristo porque cubierto con los nombres de Cristo y de su iglesia y miembros fieles, combate la salvación que Cristo hizo, y que es verdaderamente administrada en su Iglesia, y de cuya salvación los creyentes participan por medio de la fe, la esperanza y el amor. Se opone a la verdad por medio de la sabiduría de este mundo, por medio de la falsa religión por medio de la santidad aparente, por medio de los poderes eclesiásticos, por la tiranía secular, y por las riquezas, honores, dignidades, con los placeres y comodidades de este mundo.
Hay que tener muy en cuenta que el Anticristo no podía existir sin que concurriesen estas cosas, formando un sistema de hipocresía y de falsedad, con los sabios de este mundo, las órdenes religiosas, los fariseos, ministros y doctores; el poder secular, con la mezcla del pueblo mundano. Porque el Anticristo estaba concebido en los días de los apóstoles, estaba entonces en su infancia, imperfecto, no terminado, rudo, sin forma y mudo. Necesitaba estos ministros hipócritas y ordenanzas humanas y la exhibición exterior de órdenes religiosas que más tarde obtuvo. Como no tenía riquezas ni otros medios necesarios para atraer ministros a su servicio, y que le permitiesen multiplicar, defender y proteger sus adherentes, y también necesitaba poder secular para obligar a otros a dejar la verdad y abrazar la mentira.
Pero al crecer sus miembros, esto es, sus ciegos y disimuladores ministros, y sujetos mundanos, llegó por fin a la edad madura, cuando hombres con los corazones ligados a este mundo, ciegos en fe, multiplicados en la iglesia, y por la unión de la iglesia y el estado, consiguió tener en sus manos el poder de ambos".
"Cristo nunca tuvo peor enemigo; tan capaz de pervertir el camino de la verdad en mentira, a tal punto que la verdadera iglesia y sus hijos fuesen hollados bajo sus pies.
El culto que pertenece sólo a Dios, el Anticristo lo transfirió a sí mismo a la criatura muerta, macho y hembra imágenes, esqueletos y reliquias. El sacramento de la eucaristía está convertido en un objeto de adoración, y se prohíbe adorar sólo a Dios. Despoja al Señor de sus méritos, y la suficiencia de su gracia en la justificación, regeneración, remisión de pecados, santificación, establecida por la fe y alimento espiritual; atribuyéndose estas cosas a su propia autoridad, a forma de palabras, a sus obras, a la intercesión de santos, y al fuego del purgatorio".
"Enseña a bautizar niños a la fe, y atribuye a esto la obra de la regeneración; confundiendo así la obra del Espíritu Santo con el rito externo del bautismo, y sobre esta base concede órdenes, y hace descansar todo su cristianismo. Hace depender toda la religión y la santidad en ir a misa, y ha mezclado toda clase de ceremonias, judías, paganas y cristianas; y así el pueblo está privado de alimentos espirituales, apartado de la verdadera religión y de los mandamientos de Dios, y confiado en vanas y presuntuosas esperanzas. Todas sus obras son hechas para ser vistas de los hombres y poder engullir con insaciable avaricia, y por eso todas las cosas se ponen en venta".
"Por lo que se ha dicho, podemos ver en qué consiste la perversidad y maldad del Anticristo, y que Dios manda a su pueblo separarse de él, y unirse a la santa ciudad de Jerusalén. Y habiendo sido la voluntad de Dios que conociésemos estas cosas, por medio de sus siervos, creyendo que es su voluntad revelada, según las Sagradas Escrituras, y amonestados por los mandamientos del Señor, nosotros, interior y exteriormente, nos separamos del Anticristo".
De los escritos valdenses más notables, mencionaremos los siguientes:
1. La Barca. Contiene 56 estrofas de 6 versos cada una, representando la vida del creyente bajo la figura de una barca navegando hacia el puerto celestial. Los viajeros llegan salvos solamente si toman a Jesucristo por piloto y confían en sus méritos. Es la misma idea que se expresa en nuestro himno titulado La Nave Evangelista.
2. Le Novel Sermón. Consta de 408 versos divididos en 21 párrafos. Llama la atención sobre los caminos engañosos del mundo y expone la necesidad de servir a Cristo.
3. Le Novel Confort. Es una exhortación dirigida a los cristianos para que vivan separados del mundo, y demuestra que el evangelio es el único camino seguro de salvación.
4. La Noble Leyczon. Consta de 479 versos. Es una exposición de las tres leyes dadas por Dios: la ley natural, la ley Mosaica y la ley evangélica. Se presenta a los apóstoles de Cristo como modelos de abnegación y pobreza voluntaria. En sus días los que deseaban vivir piadosamente estaban constantemente expuestos a persecución, lo que se expresa en esta estrofa: "Que non vogli maudir in jurar, ni mentir, N'occir, ne avoutrar, ne prendre de altrui, Ne s'avengear deli suo ennemi, Loz Ksom gu'es Vaudes e los feson morir.
Es decir, que cuando hay alguno "que no quiere maldecir, ni jurar, ni mentir, ni matar, ni adulterar, ni robar, ni vengarse de sus enemigos, dicen que es valdense y lo hacen morir".
1. Lo Payre Etemal. Es una oración que reproduce frecuentemente pasajes de los Salmos. Está dividida en 156 versos que forman 52 estrofas.
2. Lo Despreczi del Mona. Son 115 versos sobre el deber del cristiano de vivir completamente separado del mundo, sin dejarse seducir por el amor a las cosas materiales.
3. L'Evangeli deli Quatre Semencz. Es un poema basado en la parábola del sembrador, describiendo el fin que tuvo la simiente del evangelio.

LA CRUZADA CONTRA LOS ALBIGENSES.

Los albigenses eran la rama del gran movimiento valdense que se desarrolló en el sur de Francia, y este nombre les fue dado por ser numerosos en la ciudad de Albi. Cuando los papas lanzaban sus bulas fulminantes contra ellos, los llamaban indistintamente albigenses y valdenses, y la misma cosa hacían los inquisidores.
Eran tan numerosos que la ciudad de Tolosa, y unas diez y ocho ciudades del Languedoc, de Provenza, y del Delfinado estaban tan llenas de ellos que se alarmó la corte pontificia, y el papa Inocencio III resolvió exterminarlos. Este papa, que es reconocido como una de las glorias del catolicismo, era un hombre ambicioso y despótico. Pretendía tener dominio absoluto sobre todos los monarcas de la tierra, y se sentía molesto al ver el progreso de lo que él llamaba herejía, en países que su ambición colocaba bajo su control.
En 1198 envió al sur de Francia a dos frailes cistercienses, Rainer y Guido, bien recomendados a los obispos de aquellos parajes, para que les prestasen toda clase de ayuda en el desempeño de su cometido. Estos frailes a quienes el papa había conferido poderes ilimitados, tenían que procurar convencer a los albigenses, y si no tenían éxito, pronunciarían contra ellos la excomunión. Los nobles y las autoridades quedarían obligados a expulsarlos del país después de confiscarles todos sus bienes; y si se atrevían a regresar, tenían que ser castigados más severamente.
Aquellos que recibiesen a los herejes o les diesen cualquier clase de protección, sufrirían el mismo castigo que ellos. En caso necesario tenían que apelar a la espada, y el papa ofrecía a todos los que ayudasen a los legados en esta forma, las mismas indulgencias que se concedían a los peregrinos que visitaban la supuesta tumba de Santiago de Compostela. Es curioso observar los argumentos que empleaba el papa para justificar estas crueles medidas. Decía que los albigenses tenían que ser tratados como ladrones, porque aunque no tocaban los bienes materiales de otros, al procurar apartarles de la Iglesia de Roma, les robaban sus bienes espirituales; el que quita al hombre su fe le roba su vida, porque el hombre vive por su fe. ¡Mucho se interesaba Inocencio III en la fe y la vida espiritual del pueblo!
Los enviados del papa tuvieron varias conferencias con los pastores albigenses y discutieron juntos los puntos doctrinales en que estaban en desacuerdo, pero como los albigenses no reconocían otra autoridad que la voluntad del Señor revelada en las Escrituras, y los legados apelaban a la autoridad del papa y de los concilios, toda reconciliación resultaba imposible. En una de estas conferencias que tuvo lugar en 1207, en Monteal, cerca de Carcassone, Diego de Osma, obispo español y el famoso "santo" Domingo, discutieron con un pastor llamado Arnoldo Hot, quien sostuvo las siguientes tesis: la Iglesia de Roma no es la esposa de Cristo, ni la iglesia santa, sino la Babilonia Apocalíptica, embriagada con la sangre de los santos y mártires; que su doctrina es doctrina de Satanás, su constitución no es santa, ni fundada por Cristo; la misa, en la forma como es celebrada, no tuvo su origen en Cristo ni en los apóstoles.
Nada podían lograr los representantes del papa por estas conferencias, que sólo lograban confirmar más a los albigenses en su fe. Entonces quisieron inducir a Raimundo, conde de Tolosa, a emplear medidas violentas, pero este conde ya porque simpatizase con las doctrinas valdenses, ya porque fuese hombre tolerante, no quería poner su espada al servicio de los emisarios de Roma. Fue entonces excomulgado y toda la actividad clerical se concentró contra él. Ocurrió en este tiempo que uno de los legados del papa, Pedro de Castelnau, fue asesinado, y se acusaba al conde de Tolosa de haber sido el promotor de este hecho. Basados en este pretexto, empezaron a predicar la cruzada, apelando contra los pacíficos albigenses a los mismos medios que habían empleado contra los sarracenos. El 28 de mayo de 1209 el papa Inocencio III firmó la bula instituyendo la cruzada y ofreciendo privilegios e indulgencias a todos los que tomasen las armas en esta guerra de exterminio. ¡Vociferaban porque un fraile había sido muerto, y no vacilaban en sancionar el asesinato de miles de inocentes!
Poco tiempo después Amoldo de Citeaux pasaba revista en Lyón, a un ejército de 300.000 cruzados que dieron principio a esa guerra de pillaje, de fanatismo y crueldad, que el muy católico Chateaubriand tuvo el valor de declarar que fue "uno de los episodios más abominables de la historia", y que se prolongó veinte años, desolando aquella floreciente región de Francia.
La resistencia del conde de Tolosa duró poco tiempo, pero la prosiguió su sobrino Rogelio, hasta que cayó en poder de los cruzados. No podemos entrar aquí en todos los detalles de esta larga guerra, pero vamos a referir los hechos principales.
Cuando el inmenso alud de cruzados avanzaba sobre Beziers, comprendiendo Rogelio que toda resistencia era inútil y que la ciudad y sus habitantes serían destruidos, salió de la ciudad y se arrojó a los pies del legado, pidiéndole que no hiciese perecer a sus súbditos, de los cuales la mayor parte no eran albigenses. El obispo católico de la ciudad hizo otro tanto e intercedió por su pueblo, pero todo fue inútil ante la sed de sangre y ambición de pillaje. El ataque se llevó a cabo matando a hombres, mujeres y niños. Cesarius cuenta que cuando estaban por entrar en la ciudad, Amoldo, sabiendo que había muchos católicos que podían perecer, preguntó al legado papal qué debía de hacer, y éste le contestó: "Matad a todos. Dios reconocerá a los suyos".
Rogelio consiguió escaparse y llegar a la vecina ciudad de Carcassonne, la cual también pronto fue sitiada. Esta ciudad estaba fortificada y no podía ser tomada sino después de un sitio prolongado. Los habitantes albigenses y católicos, sabiendo que la consigna era matar a todos, para que no quedase ningún hereje confundido entre otros, se dispusieron para la defensa. Morir por morir, preferían morir combatiendo por sus derechos a entregarse sin resistencia. Mientras tanto, las huestes de los cruzados aumentaban en número y no menos de 300.000 se dispusieron a llevar el ataque a la ciudad.
La lucha fue reñida, y los defensores de la ciudad mostraron gran valentía, pero la superioridad numérica de los cruzados era tal que concluyeron por tomar la plaza y matar a todos los que no lograron huir, por un camino subterráneo que conducía a las afueras. "Era un espectáculo sombrío y triste dice un escritor ver la mudanza y partida, acompañada de suspiros, lágrimas y lamentaciones, al pensamiento de que tenían que abandonar sus habitaciones y sus bienes terrenales, y salir en busca de un escape incierto; los padres conduciendo a sus hijos, y los más robustos cargando con los más débiles; y sobre todo oír las lamentaciones tristísimas de las mujeres".
Después de este acontecimiento, el marqués de Monferrato, quien había actuado en las cruzadas contra los musulmanes, fue nombrado jefe de las fuerzas, para dar al movimiento un carácter más militar y hacer posible la conquista sin tan enormes pérdidas de gente. Cubierto con la máscara de la religión que ocultaba su corazón sanguinario y sus bajos apetitos, el nuevo jefe fue tan cruel y despiadado que el mismo papa desaprobó su conducta. Atacó el castillo de Minerva, una fortificación natural cerca de Narbona, diciendo que era un lugar abominable porque en él no se había cantado una misa desde hacía treinta años.
Por falta de agua tuvo que rendirse el marqués de Termes. Le exigían que abjurase de su fe y entrase en el seno de la Iglesia Romana, y como él rehusase, lo encerraron en una prisión donde murió poco tiempo después a consecuencias del mal trato que le daban.
Su esposa, su hermana y una hija joven se mantuvieron firmes en la fe y sucumbieron quemadas vivas en la hoguera después de ser cruelmente atormentadas. Un día el duque mandó que ciento ochenta personas fuesen arrojadas a las llamas.
En el año 1211 fue tomada la ciudad de Albi. El 3 de mayo de 1212, Lavaur, la gran fortaleza albigense, cayó en poder de los cruzados, y sus habitantes tuvieron el mismo fin que los de las otras ciudades que habían sido tomadas. Aimeric y su hermana Geralda, señores de Lavaur, sucumbieron luchando por el pueblo. Él fue ahorcado ignominiosamente y ella arrojada a una fosa donde la apedrearon hasta morir.
El rey de Francia Luís VIII se unió con sus fuerzas a los cruzados y se apoderó de Aviñón. Los atacantes se dirigieron luego a Tolosa, donde sucumbió Monfort. La ciudad fue tomada en el año 1221.
La guerra continuó durante varios años más, hasta que se firmó el tratado de París, en 1229, pero la inquisición instituida por "santo" Domingo continuó la obra de persecución. Los albigenses que no sucumbieron en las hogueras o por la espada se diseminaron por muchas partes de Europa donde continuaron su obra, siendo conocidos bajo el nombre de valdenses.
Sirvan estos hechos para demostrar el carácter perseguidor e intolerante del romanismo, y para hacernos ver que son fieles las palabras en las cuales Dios promete alentar a sus siervos en medio de las apreturas de este mundo.
"La Palabra del Señor permanece para siempre". Nada pudieron hacer 300 años de persecución bajo Roma pagana, y nada pudo Roma papal embriagándose con la sangre de los santos y mártires del Señor Jesús. Y hasta que el Señor venga, haciendo frente a todos los embates de la persecución, de la incredulidad, de la burla, del fanatismo y del error, los cristianos continuarán siendo testigos del poder del evangelio, alentados por aquel que dijo: "He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo"

En su libro La Reforma Religiosa del siglo XVI, que podemos considerar como el segundo tomo de esta obra, el autor sigue hablando de la marcha del cristianismo en el glorioso período de la. Reforma.