CAPÍTULO QUINTO: LA REFORMA EN INGLATERRA Y ESCOCIA.

INTRODUCCIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO

En los países del continente europeo la Reforma giró alrededor de algunos héroes prominentes: Lulero, Zwinglio, Calvino. Pero no fue así en Inglaterra, donde a pesar de la descollante actuación de varios de los personajes que figurarán en este capítulo, ninguno puede ser considerado el héroe que hiciera de esta isla el baluarte más fuerte del protestantismo.
La ruptura de la corona con el Vaticano, a raíz del divorcio de Enrique VIII, acerca de quién hablaremos más adelante, fue sabiamente aprovechada por los amigos del Evangelio, pero no es a ese episodio que se debe la transformación del reino y su conversión a la fe de la Biblia.
El gran factor que emancipó a Inglaterra de la tutela de Roma fue la lectura de las Sagradas Escrituras.
El sabio holandés Erasmo, publicó en Basilea, el año 1517, el Nuevo Testamento griego junto con una traducción latina. Cuando este libro llegó a Londres, y de ahí pasó a Cambridge y Oxford, empezó para Inglaterra un nuevo capítulo de su historia. "Es necesario decía Erasmo que se levante un templo espiritual en medio de la cristiandad desolada. Los poderosos del mundo ofrecerán para este santuario, mármol, marfil y oro; yo hombre pobre y pequeño traigo el fundamento"; y ponía delante del mundo el libro mágico que contiene los escritos apostólicos, impreso por primera vez en su lengua original. "Si la nave de la iglesia añadía, no va a ser devorada por la tempestad, una sola ancla la puede salvar; es la Palabra divina, que salida del seno del Padre, vive, habla y obra todavía en los escritos evangélicos."
Este Nuevo Testamento fue recibido con gran entusiasmo por todos los hombres de buena voluntad. Jamás libro alguno había producido tal sensación. Todos se lo arrebataban de las manos y su lectura iluminaba los corazones. Pero al mismo tiempo que sus páginas derramaban bendición para consuelo de unos, producían terrible alarma en otros. Obispos y frailes comprendieron que se aproximaban para ellos días peligrosos porque tendrían que dar cuenta al pueblo de sus doctrinas y acciones. Este libro, decían, engendrará horribles herejías y será la muerte del papado. Pedían que el libro fuese condenado y prohibido, y que su traductor fuese expulsado de las escuelas donde enseñaba. "En las plazas públicas se oían sus ladridos", dijo Erasmo, Los frailes se alarmaban con razón. Es verdad que el libro estaba escrito en griego y latín, pero su publicación era el primer paso que anunciaba otro: la publicación de toda la Biblia en la lengua del pueblo. "Hay que publicar los misterios de Cristo escribía el sabio holandés y las Sagradas Escrituras traducidas a todos los idiomas deben ser leídas no sólo por los escoceses e irlandeses sino también por los turcos y los sarracenos. Es necesario que las cante el labrador cuando va detrás del arado, que el tejedor las repita al hacer correr la lanzadera, y que el caminante fatigado, suspendiendo su marcha, se conforte al pie de un árbol por medio de sus dulces relatos."
Para salvar las apariencias, los frailes no atacaban el Nuevo Testamento griego sino la traducción latina que lo acompañaba, poniendo el grito en el cielo porque Erasmo en Mateo 4:17 no dice hacer penitencia sino convertirse. Una vez que dejaron oír su protesta en los conventos y escuelas se dirigieron a los que estaban en las alturas. ¿No era Enrique VIII protector de Erasmo? Hasta él llegaron, pero no con mucho éxito. El arzobispo Lee, de York, formó una liga de todos aquellos que se oponían a la lectura del Nuevo Testamento, lo que demuestra que la Palabra de Dios iba penetrando en muchos corazones y haciendo la obra a que estaba destinada. Toda la oposición fue inútil; la luz que resplandece en las tinieblas había resplandecido en aquel reino para nunca más ser apagada.

TOMÁS BILNEY.

La conversión, coronada con el martirio, de Tomás Bilney, es una muestra de lo que estaba haciendo la lectura del Nuevo Testamento.
Era un joven doctor de Cambridge, aventajado estudiante de derecho canónico, de alma seria y conciencia delicada. Pequeño de estatura, un tanto enfermizo. Preocupado de la salvación de su alma se entregaba con febril devoción a las prácticas religiosas del catolicismo. Arrodillado delante de su confesor examinaba rigurosamente su conciencia y se acusaba de todo lo que reconocía malo en su vida cotidiana. Los sacerdotes le imponían penitencias que consistían ya en misas costosas, ya en vigilias prolongadas. Cumplía con todas ellas, pero su alma permanecía siempre sumergida en las tinieblas y hasta en la desesperación. A menudo tenía dudas sobre la validez de los actos que realizaba a costa de tanto sacrificio, y desconfiaba de la sinceridad de los motivos que los sacerdotes tenían para imponérselos. Se preguntaba si sus directores espirituales estarían en la verdad y si las doctrinas que enseñaban eran dignas de ser creídas; pero pronto desechaba estos pensamientos como tentaciones del enemigo.
Un día oyó hablar de un libro nuevo que era objeto de animados comentarios; se trataba del Nuevo Testamento griego, con la traducción latina, elegantemente presentado. Venciendo el temor y los escrúpulos, guiado dijo él más tarde por la mano de Dios, se dirigió adonde So vendían, temblando adquirió un ejemplar y fue en seguida a encerrarse en su habitación. Lo abrió y sus ojos cayeron en este versículo: "Palabra fiel es ésta y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero." (I. Tim., 1:15),
"¡Pablo exclamó el primero de los pecadores, y Pablo con todo está seguro de su salvación!" Volvió a leer y dijo: "¡Oh sentencia de Pablo, cuan dulce eres a mi alma"! Estas palabras del gran apóstol a su discípulo Timoteo, quedaron grabadas en su mente y le instruyeron en el camino de salvación. No sabía lo que le pasaba, se sentía como si un viento refrigerante corriese por su alma o como si un rico tesoro fuese puesto en su mano. "Yo también, se dijo, soy como Pablo, más que Pablo, el más grande de los pecadores. Pero Cristo salva al pecador. Al fin he oído hablar de Jesús." Todas sus dudas se desvanecieron y su alma halló reposo en Cristo. Entonces se obró en él una admirable transformación; un gozo desconocido lo inunda; su conciencia hasta entonces lastimada con las heridas del pecado se siente curada; en lugar de desesperación tiene paz, esa bendita paz interior que sobrepuja a todo entendimiento.
Bilney no dejaba de leer el Nuevo Testamento y su lectura era el maná escondido con que alimentaba y sustentaba la vida espiritual que por la fe había conseguido.
No se contentó con haber encontrado la salvación. Pronto quiso que otros pudiesen participar de la misma bendición. Rogaba a Dios que le diese fuerza para testificar, y ardiente de espíritu hablaba a sus amigos, abriéndoles el Nuevo Testamento para demostrarles que les anunciaba la verdad divina.
Llegó en ese tiempo a Cambridge Guillermo Tyndale, y fue ganado a la causa un joven de dieciocho años llamado Juan Fryth. Estos dos jóvenes, juntos con Bilney, se pusieron a trabajar con entusiasmo. Iban progresando en el conocimiento de la verdad; se declararon contra la absolución sacerdotal y enseñaban que la salvación se consigue por medio de la fe en Cristo. Bilney comprendió también que no era la consagración episcopal la que constituía ministro del Evangelio, sino     la vocación celestial, y caía de rodillas clamando a Dios para que viniese en socorro de los que querían dejar el error y seguir la Palabra y al Espíritu. En su entusiasmo santo sentía arranques de profeta y decía: "Un tiempo nuevo ha empezado. La asamblea cristiana será renovada. Alguien; se acerca lo veo lo siento, es Jesucristo el rey; él es quien llamará a los verdaderos ministros encargados de evangelizar a su pueblo."
Había en aquellos días en Cambridge un sacerdote que se distinguía por un fervor que culminaba en el fanatismo. Era siempre el primero en las procesiones y se le veía llevar con mucho orgullo la cruz de la Universidad. Se llamaba Hugo Latimer; tenía unos treinta años de edad y a su celo infatigable unía un humor mordiente que lo usaba para poner en ridículo a sus adversarios. Como un nuevo Saulo perseguía a los amigos de la Palabra de Dios y en algunos discursos tuvo tanto éxito que muchos creyeron que había aparecido el hombre capaz de medirse con Lutero y dar a la iglesia de Roma un triunfo deslumbrante. Bilney concibió el plan de ganarlo al Evangelio para que sus dones fuesen puestos al servicio de mejor causa, y para dar comienzo a su difícil tarea se valió de un procedimiento un tanto extraño. Se dirigió a donde Latimer se encontraba y le pidió que escuchase su confesión. ¿Qué ocurría? ¡El campeón de la herejía pide confesarse ante él campeón del papismo! Latimer creyó que sus discursos habían conseguido convencerle y que una vez sometido Bilney, harían igual cosa todos sus compañeros. El presunto penitente se arrodilla delante del satisfecho confesor, pero hace una confesión muy diferente de la que están acostumbrados a oír los sacerdotes; le refiere cuan grandes fueron las angustias de su alma y cuan inútiles las obras, ceremonias y sacramentos para librarlo de ellas. Y en seguida con voz emocionante y sinceridad contagiosa le habla de cómo encontró la paz cuando dejando todo eso confió en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Habla a Latimer del espíritu de adopción que ha recibido y de la dicha que experimenta al poder llamar a Dios, su padre.
El confesor quedó estupefacto al oír tal testimonio en lugar de una mecánica confesión. Su corazón se abrió y la palabra llena de unción del piadoso Bilney penetró hasta lo más íntimo de su ser. Esa palabra simple pero llena de vida lo traspasó como una espada de dos filos. El Espíritu de Dios obró en Latimer, la luz de la verdad lo alumbró en aquella hora por ese medio inesperado. Su conversión fue instantánea como la de Saulo en el camino a Damasco. Latimer quiso aun levantar alguna objeción, pero pocas respuestas llenas de amor bastaron para que toda duda se disipase. "Aprendí más por medio de esta confesión dijo más tarde que antes por medio de muchas lecturas y en muchos años. Me deleito ahora en la Palabra de Dios, y dejo a los doctores de escuelas humanas con todas sus extravagancias."
Una conversión tan notable como la de Latimer imprimió un nuevo impulso al movimiento evangélico. Desde entonces la juventud universitaria acudía en masa a escuchar a Bilney, quien tenía por tema principal de sus enseñanzas la obra perfecta y completa de Cristo, que hace nula e innecesaria toda otra obra. Pero la eficacia de su predicación dependía de la oración. Modesto delante de los hombres era confiado delante de Dios, y día y noche le pedía almas y más almas. Como el Maestro, sentía compasión por aquellos que andan extraviados, errantes como ovejas sin pastor.
Bilney que había perdido su anterior timidez desplegaba ahora una admirable actividad misionera, no sólo en Cambridge sino en otras partes del reino. Él y otro fraile convertido llamado Arthur, visitaban los conventos y al mismo tiempo que buscaban ganar a los religiosos, predicaban al pueblo, encontrando muchas veces formidable oposición. Más de una vez fueron sacados del pulpito por los frailes enfurecidos y éstos no descansaron hasta conseguir que Bilney fuese arrestado y conducido a Londres para ser juzgado. Arthur se encargó entonces de llevar adelante la obra, aunque no por mucho tiempo, porque fue sometido a la misma prueba que su compañero.
El 27 de noviembre de 1527, el cardenal Wolsey y un gran número de obispos y teólogos se reunían en Westminster para juzgar a los dos acusados. Después de abrir el acto el cardenal se retiró diciendo que asuntos de estado reclamaban su presencia en otro lugar, indicando antes que debía buscarse que los acusados abjurasen de sus errores y que si no lo hacían fuesen entregados al poder secular. La retractación o la muerte, tal era la orden que recibía el obispo que debía presidir el juicio.
Bilney tenía esperanza de salir bien de esta prueba porque sabía que el obispo era amigo y admirador de Erasmo. Consiguiendo papel y tinta se puso a escribir en la prisión cartas admirables, que han sido conservadas, en las que expone que es la lectura del Nuevo Testamento la que había engendrado en él la doctrina que predica. Bien sabía el obispo que los acusados estaban mucho más cerca de la verdad cristiana que los frailes acusadores y deseaba librarlos de la muerte, pero quería hacerlo sin comprometerse ni correr riesgo. Todas las tentativas para arrancar a Bilney una retractación encontraron respuesta negativa, pero presionado por el ruego de sus amigos que no lo abandonaban y con la idea de que viviendo podría servir mejor a su Maestro, terminó por someterse, cosa que también había hecho Arthur. Los amigos de Roma triunfaban y una ola de dolor y tristeza invadía las filas evangélicas.
Llegado el domingo pusieron a Bilney al frente de una procesión, y el discípulo caído, con la cabeza cubierta y la mirada hacia el suelo marchaba con paso lento hacia la cruz de San Pablo, cargando sobre sus espaldas un lío de leña con el cual iba diciendo: "Yo soy un hereje que merezco ser quemado." Los verdugos se complacen en humillar a sus víctimas hasta el último grado. Una vez que llegaron al sitio señalado se oficiaron los ritos establecidos para estos casos de abjuración. Un predicador habló sobre la penitencia que tenía que hacer el reo y terminado el acto lo condujeron de nuevo a su prisión. Con su caída se había librado de la muerte pero no de la cárcel.
Empezó para el desdichado apóstata un tiempo terrible en la soledad del calabozo, el cual se le asemejaba a un horno de fuego devorador. En el silencio de la noche creía estar escuchando palabras de reproche y acusación. Las sombras fatídicas de Caín y de Judas le rodeaban, y los remordimientos de conciencia no le permitían un instante de paz. Vuelto en sí se había dado cuenta de su falta y se avergonzaba de sí mismo. Había querido evitar la muerte y ésta le aparecía a cada instante en él aposento lúgubre donde lo habían encerrado. En vano trataba de apartar de sí este horrible espectro. Los amigos que lo habían arrojado a este abismo aparecieron, y cuando al tratar de consolarlo pronunciaban el nombre del Salvador, aterrorizado huía al fondo de su calabozo, lanzando gritos como si viera a un enemigo armado de una lanza. Había renegado de la Palabra de Dios para someterse a los hombres, y lo único que de ella ahora armonizaba con el estado de su alma, era aquella imprecación apocalíptica en que los condenados claman a las montañas diciendo: "¡Caed sobre nosotros y escondednos de la cara de aquel que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero!" (Apocalipsis, 6:16).
Puesto en libertad volvió a Cambridge, donde los remordimientos más agudos continuaron persiguiéndole. Pero Cristo con una mirada lo restauró como en otro tiempo a San Pedro. Se levantó como uno que resucita de entre los muertos, dijo Latimer.
Una noche se despidió de sus hermanos en la fe diciéndoles que subiría a Jerusalén y no lo verían más en este mundo. Tarde, en una noche del año 1531 se puso en marcha y al llegar a Norfolk empezó a predicar privadamente en las casas de unos antiguos discípulos, para quienes con su cobarde conducta había sido causa de tropiezo. Consideraba que su primer deber era confirmarlos en la fe. Una vez que consiguió restaurarlos se puso a predicar abiertamente en los campos que rodeaban a la ciudad. Prosiguió a Norwik, donde continuó activamente su ministerio exhortando a los creyentes a no recibir nunca el consejo de amigos mundanos como él había hecho.
Pronto los frailes tuvieron conocimiento de sus actividades; lo denunciaron y fue arrestado. Frente a sus jueces y acusadores mostró una firmeza inquebrantable, confesó resueltamente su fe y negándose a abjurar fue condenado a morir en la hoguera. La ceremonia de la degradación se cumplió con mucho aparato. La noche antes de su ejecución cenó en la prisión con sus amigos y hablaba con toda calma sobre su próxima muerte, repitiendo jubiloso este texto de Isaías: "Cuando pasares por el fuego no te quemarás, ni la llama arderá en ti."
A la mañana siguiente, un día sábado, los oficiales seguidos de una guardia armada se presentaron en la prisión. Bilney apareció acompañado del Dr. Warner, vicario de Winterton, uno de sus viejos amigos a quien pidió que estuviese a su lado en sus últimos momentos. Seguidos de una multitud de espectadores se dirigieron al lugar de la ejecución, sitio donde muchos lollardos habían sufrido el martirio confesando su fe en Cristo. Como todavía no habían terminado de preparar la hoguera, Bilney dirigió la palabra al gentío, exhortando a confiar en Cristo. Cuando llegó la hora de morir se acercó resueltamente al poste en que tenía que ser atado y quemado y lo besó. Se puso de rodillas y oró con gran fervor, terminando con estas palabras de los Salmos: "¡Oh Dios, escucha mi oración; está atento a mis súplicas!". Tres veces repitió con acento solemne el otro versículo: "Y no entres en juicio con tu siervo; porque ante tus ojos ninguna carne se justificará." Terminó con este otro versículo de los Salmos: "Mi alma tiene sed de ti". Entonces fue atado al poste con una cadena. Con palabras entrecortadas por la emoción, el Dr. Warner se despidió de su amigo quien le hizo esta última recomendación: "Apacienta la grey, apacienta la grey." El mártir se dirigió a la gente rogándoles que no buscasen vengar su muerte castigando a los frailes que eran los causantes de ella.
La antorcha fue arrimada a la leña y las llamas envolvieron el cuerpo de Bilney, a quien se le oyeron pronunciar estas últimas palabras: "Jesús, creo".
Así murió el primer mártir de la Reforma en Inglaterra. Murió por predicar la fe del Nuevo Testamento y sostener que sólo Dios tiene que ser adorado; y que hay un solo Salvador el cual es Jesucristo; y que el perdón es un don gratuito que se obtiene por medio de la fe y no de las obras.

GUILLERMO TYNDALE

En las márgenes del Severn, que desciende de las montañas del país de Gales, hay un hermoso valle rodeado de árboles seculares, poblado de numerosas y pintorescas aldeas. Una de ellas se llama North Nibley y se enorgullece de haber sido la cuna de Guillermo Tyndale, que nació el año 1484. En aquel sitio rodeado de encantos naturales pasó los primeros años de su infancia, y siendo todavía muy joven, sus padres lo enviaron a Oxford, ciudad que en aquel siglo ya era célebre por ser el asiento de su famosa Universidad y los muchos colegios donde se educaban los hijos del reino. En uno de ellos estudió gramática y lenguas muertas y así fue adelantando hasta graduarse en la Universidad.
Oxford, donde Erasmo tenía tantos amigos, fue la ciudad inglesa donde el Nuevo Testamento tuvo mejor acogida. El joven estudiante atraído por el estudio de las letras leyó este libro que tanto interés despertaba en la cristiandad. Al principio le interesaba sólo su valor filológico, pero no tardó en interesarse en lo que tiene de más precioso. Cuanto más lo leía, más sentía los saludables efectos de esta Palabra llena de virtud divina; había encontrado un Maestro en quien no había pensado. Estas páginas que tiene ahora en las manos le hablan de Dios, de Cristo, de la regeneración, en un tono muy superior y diferente del de los doctores eclesiásticos. Dotado de un alma noble, de un espíritu atrevido, de una actividad infatigable, no guardó para sí este inestimable tesoro. Como un nuevo Arquímedes iba por todas partes diciendo: Eureka, Eureka; y los jóvenes estudiantes le rodeaban atraídos por la pureza de su vida y el encanto de su conversación. Los frailes, en cambio, se alarmaron y dieron comienzo a su campaña contra el libro griego que consideraban semillero de herejías. "Esta gente dijo Tyndale quería apagar esa luz que ponía de manifiesto su charlatanismo." Esto ocurría en 1517, el mismo año en que Lutero clavaba sus tesis en las puertas de la iglesia de Wittemberg. Alemania e Inglaterra empezaban al mismo tiempo la lucha contra el papado. Tyndale, perseguido por los frailes, salió de Oxford y se dirigió a Cambridge donde se unió a los que en esta ciudad amaban la Palabra de Dios.
Poco tiempo después dirigió sus pasos hacia el valle donde estaba su casa paterna, para hacerse cargo de la educación de los hijos de un hombre encumbrado llamado Sir John Walsh, señor de la comarca, en casa de quien se celebraban frecuentes tertulias a las que concurrían los vecinos más caracterizados, quienes eran agasajados por Lady Walsh, mujer de mucha cultura y muy fino trato. Tyndale fue introducido a este círculo y como las conversaciones giraban a menudo sobre los asuntos religiosos que se discutían en toda la cristiandad, él tomaba buena parte haciendo hablar a su Nuevo Testamento que siempre llevaba consigo. Los frailes empezaron a impacientarse al ver que él preceptor de la familia sacaba constantemente a relucir el librito peligroso. Uno de ellos se lo reprochó un día diciendo: "¡La Palabra de Dios! No la comprendemos nosotros; ¿cómo puede comprenderla el pueblo?" "Vosotros no la comprendéis replicó Tyndale por qué buscáis en ella solamente apoyo para cuestiones necias, como si leyeseis libros de caballería andante. Las Escrituras son un hilo conductor que hay que seguir sin desviarse, hasta llegar a Cristo."
Los domingos, Tyndale acostumbraba predicar en una iglesia situada entre grandes árboles. Sir y Lady Walsh ocupaban los asientos señoriales, como era costumbre, y los vecinos llenaban el modesto recinto. Exponía las Escrituras con tanta unción que sus oyentes creían estar escuchando al mismo San Juan, dice un cronista de aquella época.
Los curas se enardecían y no pudiendo soportar la popularidad que ganaba el preceptor, hicieron llegar sus protestas a Sir y Lady Walsh. Éstos le aconsejaron ser más prudente en sus sermones para no llenarse de enemigos, pero él se limitó a contestar: "¿Qué puedo hacer yo? ¡No soy yo quien digo estas cosas; es San Pedro, San Pablo, el mismo Señor, que las dice!", y mostraba el Nuevo Testamento.
La capilla resultaba pequeña para satisfacer las aspiraciones misioneras del joven preceptor. Empezó a visitar otros lugares. En Bristol celebraba reuniones en un prado. Pero los monjes seguían sus pisadas y destruían lo que sembraba. Cuando volvía a los lugares que había visitado encontraba el campo arruinado por sus adversarios quienes lo tildaban de hereje y amenazaban con la excomunión a los que se atreviesen a escucharle. ¿Cómo conseguir dar mayor estabilidad al trabajo? Nació entonces en él un ardiente deseo que seguramente le venía de Dios: dar al pueblo la Biblia en su propia lengua. "¡Oh si los cristianos tuviesen la Biblia! Con ella podrán responder a los sofismas. Sin ella no pueden afirmarse en la verdad." La traducción de la Biblia al inglés será la obra de su vida.
Sir y Lady Walsh iban tomando cada día mayor interés en el Evangelio y consecuentemente se alejaban de los sacerdotes, quienes al ver que iban perdiendo terreno redoblaron sus ataques. Acusaron a Tyndale de herejía y éste fue citado a comparecer ante una asamblea general del clero convocada por el obispo de Worcester. Tyndale partió y previendo la lucha que le esperaba, mientras remontaba el Severn, pedía a Dios que le diese fuerza para confesar resueltamente la verdad que había conocido.
Una vez que se halló frente a sus acusadores y enemigos, éstos le insultaron "tratándolo como si fuera un perro", dice un antiguo documento, pero no pronunciaron contra él ninguna sentencia, tal vez por no contrariar a los Walsh.
Acosado por todas partes, sentía la necesidad de consolarse con la comunión de algún hermano en la fe, pero estaban lejos. Se acordó entonces de un viejo doctor que vivía cerca de Sodbury y fue a él para abrirle el corazón. El anciano lo miró largamente como si temiese revelarle algún misterio. "¿No sabes tú le dijo al fin en voz baja que el Papa es el Anticristo de que hablan las Escrituras? Pero cuidado silencio este conocimiento podría costarte la vida." Lo mismo que Lutero, llegó a convencerse de que así era, y esa creencia redobló sus energías de combatiente contra el error y la autoridad humana.
Su gran ambición era dar la Biblia a su pueblo, de modo que durante algún tiempo tomó poca participación en la lucha verbal con los hombres y pasaba largas horas traduciendo. Todas sus precauciones fueron inútiles, y cuando los frailes supieron en qué pasaba su tiempo juraron impedir que llevase a cabo su empresa. Tyndale comprendió que se aproximaba una hora peligrosa; que sería citado, juzgado, condenado y así impedido de, realizar su magna obra. Necesitaba un lugar donde estar seguro. "Vd. no podrá librarme de las garras de los sacerdotes dijo a Sir John y Dios sabe que Vd. se expone guardándome bajo su techo. Permítame que lo deje." Y habiendo dicho esto juntó sus manuscritos, tomó su Nuevo Testamento, dio un apretón de manos a sus protectores, abrazó a los niños y dijo adiós a las márgenes sonrientes del Severn. ¿A dónde irá? Él mismo no lo sabe. Por fe, avanza como Abraham; una sola cosa le preocupa: que la Biblia sea traducida y entregada al pueblo.
Llegó a Londres a fines de 1522. Ya había empezado su carrera de errante pero ignoraba cuántos dolores le esperaban. Simple, sobrio, atrevido, generoso, no temía ninguna fatiga ni a ningún peligro. Inflexible en el cumplimiento del deber, ungido del Espíritu, lleno de amor a sus hermanos, mente privilegiada y orador elocuente, hubiera brillado en cualquier carrera de la vida, pero era uno de aquellos "de los cuales el mundo no era digno", y por eso tenía que marchar llevando a cuestas una cruz pesada.
Recomendado por Sir John y por Henry Guilford, controlador de las gracias reales, consiguió predicar en San Dustan y así la doctrina desterrada del Severn aparecía en plena capital. La salvación gratuita era el tema constante de sus sermones, como lo revelan estas sentencias: "Es la sangre de Cristo la que abre las puertas del cielo, y no nuestras obras." "Somos salvados por obras pero no por las que nosotros hacemos sino por las que Cristo hizo por nosotros."
Fue recibido por el obispo pero no pudo conseguir ayuda ni protección para realizar su gran proyecto. Lo que no pudo obtener del prelado se lo proporcionó un negociante llamado Monmouth que lo había oído predicar, y conocía su triste situación; era uno de los hombres más piadosos y serviciales de la gran capital y su mesa estaba siempre abierta a los amigos de las letras y del Evangelio; fue albergado en el hogar de este hombre. Una vez instalado en la casa de su protector, se entregó de lleno a la tarea que se había impuesto, y tan preocupado estaba en ella que no quería distraerse participando de los buenos manjares que le eran presentados, prefiriendo una severa frugalidad. Parece que llevaba al extremo su simplicidad en el vestir. Su piedad iba ganando el corazón de Monmouth.
Se levantó en aquel entonces una persecución eclesiástica contra algunos que amaban la Palabra de Dios y Tyndale tuvo que la hoguera viniese a interrumpir su trabajo. Si castigan con la muerte a otros que poseen y leen unos fragmentos de las Sagradas Escrituras, ¿qué no harán a quien las traduce para propagarlas? Se convencía con dolor de que no había un lugar en toda Inglaterra donde podría estar seguro y pensó en emigrar al extranjero. Se encontraba entonces en las aguas del Támesis un buque fletado para Hamburgo. Monmouth le regaló diez libras esterlinas para el viaje; de otros amigos recibió también ayuda. Partió para Alemania desde donde al cabo de algún tiempo, envió a su patria el Evangelio escrito, mediante el cual la luz de la verdad resplandecería en millares de corazones.
En Hamburgo el Evangelio se predicaba desde 1521 y un considerable número de personas lo habían abrazado; con estas entró pronto en relación el inglés emigrado. En una de las tortuosas calles de la ciudad estableció su modesta morada, y ayudado por Guillermo Roye, se puso a trabajar en la traducción, viviendo frugalmente con los pocos recursos que había traído de su patria.
En 1524 envió a Monmouth los dos primeros Evangelios, y habiendo recibido algunos fondos se fue a Wittemberg, para poder seguir más tranquilamente su tarea y tal vez para entrar en contacto con Lutero y los helenistas alemanes.
Poco tiempo después para estar más cerca de Inglaterra se estableció en Colonia, donde había buenas imprentas que tal vez se atreviesen a imprimir las Escrituras. Sabiendo que estaba rodeado de enemigos tomó muchas precauciones para mantenerse escondido.
Pudo entenderse con el impresor, y pliego tras pliego iba saliendo de la prensa para hacer una reducida tirada de tres mil ejemplares. Seguía con los ojos la marcha del trabajo y lleno de optimismo se decía: "Quiera o no quiera el rey, pronto todos los ingleses alumbrados por el Nuevo Testamento obedecerán a Jesucristo."
El cielo tan brillante repentinamente se le llenó de espesos y negros nubarrones. Un día el impresor corre a verlo y le dice que las autoridades acababan de ordenarle suspender la impresión. ¡Había sido descubierto! Seguramente el rey Enrique VIII, que ha hecho quemar los libros de Lutero, quiere también quemar el Nuevo Testamento y a su traductor. ¿Qué ocurría? Cochlee, el gran enemigo de la Reforma, habiendo entrado en relación con los impresores con motivo de una obra que deseaba publicar, oyó una conversación que despertó sus sospechas. ¿Qué se dijo Inglaterra, esta fiel sierva del papado, este pueblo el más religioso de la cristiandad, cuyo rey se ha hecho ilustre por su libro contra Lutero, será invadida por la herejía? Cochlee prosigue sus diligentes pesquisas; hace frecuentes visitas a los impresores; les habla amigablemente; los adula; los invita a su casa, y poco a poco les ganó la confianza. Él mismo no se avergüenza de referir que les daba a beber en abundancia los ponderados vinos del Rhin; y de este modo les arrancó el tan deseado secreto. "El Nuevo Testamento le dicen sus alegres visitantes está traducido al inglés, y tres mil ejemplares están en prensa; ochenta páginas en cuarto ya están listas; algunos negociantes ingleses pagan los gastos; cuando la obra esté terminada será llevada a Inglaterra sin que ni el rey ni el cardenal puedan saberlo ni impedirlo."
La denuncia es hecha y los secuaces del papado logran detener la impresión. Tyndale se consterna al saberlo. ¿Se perderá el trabajo de tantos años? Siente un profundo abatimiento. La prueba le parece superior a sus fuerzas. "¡Oh lobos devoradores exclama predican que no hay que robar y ellos roban al hombre el pan de vida eterna para alimentarlo con las cáscaras de sus méritos y buenas obras!" Pero Tyndale era un hombre que poseía esa fe que traspasa las montañas y no tardó en sentirse reanimado. Con plena confianza dijo a Roye que lo siguiese. Corre a la imprenta, recoge los pliegos impresos y los manuscritos, sube a una embarcación y remonta el río llevándose la futura grandeza de Inglaterra.
Cuando Cochlee y las autoridades llegaron a la imprenta se enteraron que el hereje se había escapado. ¿Dónde encontrarlo? Irá, sin duda, a ponerse bajo la protección de algún príncipe luterano. ¡Prenderlo es imposible! El único recurso que queda es el de impedir que los libros lleguen a Londres. Escribe en el acto a Enrique VIII, al cardenal Wolsey y al obispo de Rochester. "Dos ingleses les dice quieren enviar a vuestro pueblo el Nuevo Testamento en inglés. Dad órdenes a todos los puertos de Inglaterra para que no puedan introducir la más funesta de las mercaderías." ¡Tal es el nombre que este ferviente papista daba a la Palabra de Dios!
Mientras tanto Tyndale con la mano puesta sobre los pliegos preciosos remonta las aguas corrientosas del río. Pasa frente a las antiguas y sonrientes aldeas que pueblan las márgenes del Rhin. Las montañas, las rocas, los bosques sombríos, las ruinas, las iglesias góticas, las embarcaciones, las aves, las flores, no podían hacer que apartase su mirada del tesoro que llevaba consigo. Al fin, después de un viaje de tres o cuatro días, llegó a Worrtis, donde cuatro años antes Lulero había dado fiel testimonio de su fe y desafiado al emperador, al papa, a la muerte. Como viajero desconocido descendió del navío y puso su carga sobre la ribera.
En Worms consiguió los servicios de una imprenta y se entregó de nuevo a su tarea. Para despistar a la Inquisición, introdujo algunos cambios de forma, y dos ediciones del Nuevo Testamento estuvieron listas a fines de 1525.
En los primeros días de 1526 los libros ya estaban embarcados, escondidos entre la mercadería de cinco negociantes establecidos en ciudades marítimas. Llegaron a su destino y fueron secretamente depositados en un sitio llamado Steelyard. Surge ahora otro problema: ¿quién se encargará de hacer que estos libros, fruto de tantos desvelos y sacrificios, lleguen a las manos del pueblo?
En una calle estrecha de Londres se levantaba la vieja iglesia de Todos los Santos. Era vicario de la misma un hombre sincero, de viva imaginación, tímido por naturaleza, pero lleno de un coraje santo que más tarde lo llevó al martirio. Este cura se llamaba Tomás Garret, y habiendo aceptado el Evangelio lo estaba predicando en la iglesia donde desempeñaba sus funciones. Se buscaba un sitio seguro donde guardar los ejemplares del Nuevo Testamento enviados por Tyndale, y otros libros que se introducían de Alemania. Garret ofreció esconderlos en su casa y constituirse en guardián de tan precioso tesoro. Una vez en su poder, día y noche los leía y reunía secretamente e muchos amigos para explicarles su contenido. Procuraba sigilosamente vender algunos, y los adquirían tanto laicos como eclesiásticos, de modo que se diseminan por la gran metrópoli y aun más allá. Deseando llevar adelante su obra se trasladó a Oxford y consiguió introducir muchos ejemplares en los círculos estudiantiles. Cuando el cardenal supo lo que estaba sucediendo reunió a los obispos y juntos tomaron la resolución de impedir que el libro continuase circulando. Llegaron a enterarse de las actividades de Garret y mandaron prenderlo. Lo buscaron en la iglesia, en la casa de Monmouth, en todas partes, pero no aparecía. Un día cuando estaba tranquilamente colocando libros en Oxford, llegan dos amigos apresuradamente y le dicen: "Huya, huya cuanto antes, si no será llevado ante el cardenal y de ahí a la torre". Comprendió que había llegado una hora de peligro y se dirigió sin demora a casa de Antonio Delaber, donde tenía el depósito de sus libros y se dispuso a huir. ¿A dónde? Delaber tenía un hermano en Dorsetshire, rector en Stabridge, que necesitaba un vicario. Convinieron en que Garret cambiase de nombre y que fuese a llenar esa vacante, y como dicho rector era un papista fanático, los perseguidores no lo buscarían en esa parroquia. Era la única puerta de escape, y más tarde podría seguir al extranjero. Estaba en marcha, pero en el camino se puso a reflexionar, y su conciencia se rebeló ante la idea de ocultarse bajo un falso nombre y vivir a la sombra de un enemigo de la verdad, ocultando sus convicciones y practicando actos que según la Palabra de Dios eran abominables. Se detiene. Lucha. Vence el temor a la muerte y retrocede, llegando a Oxford donde cayó en manos de sus enemigos y más tarde sufrió el martirio.
Tyndale continuaba en el continente viviendo en Marburgo bajo la protección del príncipe protestante que allí gobernaba y donde tenía grandes facilidades para proseguir sus tareas de publicista, pues además de su traducción de la Biblia, compuso muchos escritos de controversia de un tono altamente subido, pues la actitud de la iglesia romana le había llevado a la convicción de que ella era la Babilonia apocalíptica y la ramera embriagada con sangre de santos.
En 1535 Tyndale se hallaba en Amberes, donde después de tanto rodar había hallado asilo en casa de algunos negociantes ingleses que le prestaban ayuda. Estaba pasando los días más tranquilos de su vida cuando fue traicionado por un falso amigo y encerrado en la prisión de Vilvorde, donde permaneció sufriendo durante un año y ciento treinta y cinco días. El proceso que se le formó fue muy lento y todo llevado por escrito. Muchos amigos influyentes trataron de salvarlo, pero nada pudo saciar la sed de sangre de sus perseguidores. Se ha encontrado una carta escrita por Tyndale al gobernador de la prisión con el último invierno de su vida en la cual pide que le den la ropa gruesa que le fue substraída, y la misma contiene este párrafo: "Pero mayormente ruego y suplico a su clemencia que interceda ante el procurador para que tenga la bondad de permitirme mi Biblia hebrea, mi Gramática hebrea y mi Diccionario hebreo, para que pueda pasar el tiempo estudiando": ¿Quién no ve en este ruego semejanza al de San Pablo cuando preso en Roma pedía el capote que había dejado en Troas y mayormente los pergaminos?
La sentencia de muerte fue pronunciada el 10 de agosto de 1536 y conforme a ella Tyndale fue estrangulado y después quemado. Su última oración fue ésta: "Señor, abre los ojos del rey de Inglaterra".

ENRIQUE VIII

Al mismo tiempo que entre la gente piadosa de Inglaterra la lectura del Nuevo Testamento iba produciendo un extraordinario movimiento espiritual, en la Corte tenían lugar algunos hechos que, en la providencia de Dios, estaban destinados a contribuir a la emancipación religiosa de la nación.
En 1509 subió al trono Enrique VIII. Sus padres lo habían destinado a la carrera eclesiástica y en su juventud se dedicó con verdadero entusiasmo al estudio de la teología escolástica, siendo Tomás de Aquino su autor favorito.
Desde el principio de su reinado se constituyó en un ardiente defensor del catolicismo y persiguió a los lollardos, quienes desde los días de Wickliffe, no cegaban de predicar el Evangelio por las calles, y viajando por toda la isla.
Alarmado por la buena acogida que tenían en su reino los libros de Lulero y escandalizado por los ataques que éste dirigía al pontífice romano, quien era para Enrique un verdadero ídolo, salió al encuentro del reformador alemán diciendo coléricamente: "Yo combatiré a este Cerbero (monstruo mitológico) salado de las profundidades del infierno, y si rehúsa retractarse, el fuego consumirá a sus herejías y al mismo hereje". Tomó la pluma y armado de la Summa Teológica escribió un libro titulado: "Defensa, de los siete sacramentos contra Martín Lutero". En esta obra defiende la transubstanciación y todo el sistema sacramental del papismo. El embajador de Inglaterra en Roma presentó al papa un ejemplar magníficamente encuadernado y éste quedó tan encantado de su contenido que lo llamó un diamante del cielo. Preguntó a sus consejeros cómo podía premiar la meritoria contribución religiosa del "virtuoso" rey; ¿qué título se le podía otorgar que estuviese a la altura de su piedad y celo religioso? Hubo varios pareceres, pero prevaleció la idea de concederle el título de "Defensor de la fe", que llevan hasta hoy los soberanos ingleses. Desde entonces redobló su celo de perseguidor de protestantes y las cárceles se llenaron de las víctimas que no conseguían llegar al continente.
Antes de referir otras cosas referentes a Enrique VIII, presentemos a un personaje que tuvo mucho que ver con los acontecimientos de su reinado: el cardenal Wolsey. Era hijo de un carnicero de Ipswich y en la carrera eclesiástica a la cual lo dedicaron sus mayores hizo rápidos progresos, llegando pronto a ser nombrado obispo de York. Encargado por el rey de algunas difíciles negociaciones en el extranjero reveló cualidades de hábil diplomático y desde entonces su influencia en la corte fue inmensa. Consiguió ser nombrado cardenal y así ya se sentía a un paso de la silla pontificia. Fue nombrado canciller del reino y era de hecho el verdadero soberano de Inglaterra, porque no había ningún asunto civil o eclesiástico que no estuviese bajo su control.
El lujo y la suntuosidad de su palacio no conocía límites. Tenía una servidumbre de más de 500 personas y algunos miembros de la nobleza se consideraban muy honrados de pertenecer a ella. Cuando salía a las calles se vestía de un modo deslumbrante; ropas finísimas de seda, mantos de púrpura carmesí y zapatos tachonados con piedras preciosas. Iba acompañado de numerosos sacerdotes que llevaban enormes cruces de plata.
Empleaba su enorme fortuna en proteger las letras y las artes. Su palacio era el rendezvous de la gente de alto tono, y la vida que en él se llevaba estaba muy lejos de ser un modelo de virtudes cristianas.
Carlos V le había prometido su apoyo para alcanzar el pontificado, pero no cumpliendo con su promesa tuvo el disgusto en dos ocasiones de ver a otro salir elegido. Hay historiadores que aseguran que para vengarse del emperador promovió el asunto del divorcio del rey, que tan alta resonancia tuvo en la historia del mundo.
Enrique VIII se había casado con Catalina de Aragón, viuda de su hermano Arturo, la cual era sobrina de Carlos V. Este matrimonio era contrarío a las leyes canónicas, pero se salvó este obstáculo consiguiendo una dispensa del papa Julio II. ¿Cómo puede el papa, se preguntaron muchos, autorizar lo que Dios prohíbe?
Después de dieciocho años de matrimonio, instigado por el cardenal, descontento por no tener un heredero varón, y locamente enamorado de Ana Bolena, una hermosa dama de la corte, el rey manifestó tener escrúpulos de conciencia para continuar unido en un matrimonio que muchos eclesiásticos le decían no era legítimo. Pidió entonces al papa Clemente VII que lo anulase, pero éste, no queriendo contrariar a Carlos V, puso muchas dilaciones. El rey por su parte alegaba en su favor que no había cosa más común en la historia de las naciones que la anulación de matrimonios reales por parte del Vaticano. Recordaba el de Ladislao y la princesa Beatriz de Nápoles, acordado por Alejandro VI y también el de Luis XII que se separó de Juana de Francia.
En esta circunstancia aparece un hombre que estaba destinado a jugar un papel muy importante en la historia de Inglaterra: Crammer. Era este un eclesiástico, doctor de Cambridge, que simpatizaba con las ideas de la Reforma. Aconsejó al rey que se dejase del Papa y consultase a las Universidades. El rey aceptó el consejo y despachó comisiones a todas partes y las universidades inglesas, francesas, alemanas e italianas se declararon por la nulidad de] matrimonio del rey.
Mientras se efectuaban estas consultas, Crammer que había ganado el favor real, fue nombrado arzobispo de Canterbury, primado de Inglaterra.
Así Enrique VIII desentendiéndose del papa logró la anulación de su matrimonio y se casó con Ana Bolena.
Este divorcio real tuvo un largo alcance, pues terminó con el divorcio de Inglaterra con el papado, circunstancia que aprovecharon los partidarios de la Reforma para introducir doctrinas evangélicas en la iglesia del Estado.
El Parlamento promulgó varios edictos aboliendo los diezmos que se pagaban al papa, prohibiendo toda apelación a Roma, y finalmente declarando al rey cabeza suprema de la iglesia de Inglaterra, la que tomaba el nombre de Ecclesia Anglicana.
El rey reunió al alto clero en una especie de Sínodo donde pronto chocaron las tendencias protestantes con las católicas. El rey a pesar de romper con el papa permanecía católico en sus creencias. El partido protestante consiguió que la Biblia fuese publicada con autorización real y que se colocase un ejemplar en cada iglesia. En 1536 fueron presentados diez artículos en los que se acentuaba la tendencia protestante que iba tomando la separación.
El papa excomulgó a Enrique y puso al reino en entredicho. El rey para demostrar que continuaba permaneciendo católico hizo promulgar seis artículos anti-protestantes que recibieron la denominación de "el azote de seis cuerdas". En éstos se amenazaba con la horca y con la hoguera a quienes se atreviesen a desconocerlos. Eran la transubstanciación, la privación del cáliz a los laicos, el celibato clerical, los votos monásticos, la misa y la confesión auricular.
Recrudeció entonces la persecución contra la fe evangélica y entre las muchas víctimas se encuentra un maestro llamado Lambert, quemado a fuego lento por haber negado la presencia real en los símbolos de la cena. Más de quinientos fueron encarcelados.
Enrique VIII, abogado del celibato, tuvo nada menos que seis esposas. Se cansó pronto de Ana Bolena y acusándola de infidelidad la hizo decapitar. Al día siguiente de esta tragedia se casó con Juana Seymour la cual murió. Se casó entonces con Ana de Cleves pero se disgustó con ella porque amaba la música y hablaba sólo el alemán. Obtuvo el divorcio y se casó con Catalina Howard. Alegando que había descubierto en ella faltas cometidas antes del matrimonio la hizo condenar a muerte y se casó, por sexta vez, con Catalina Parr.
Su reinado fue un reinado de sangre. Hubo ejecuciones a miles, pues hacía dar muerte a los católicos que se negaban a desconocer la autoridad del papa, como a los protestantes que se oponían a la misa. Nunca abandonó las creencias católicas como lo demuestran estos párrafos de su testamento:
"En nombre de Dios y de la gloriosa y bienaventurada virgen, nuestra Señora Santa María y de toda la Santa Compañía Celestial: Nos Enrique, por la gracia de Dios, etc., muy humilde y sinceramente encomendamos y legamos nuestra alma al Todopoderoso Dios. También rogamos con toda instancia a la bienaventurada virgen María, Su Madre, con toda la Santa Compañía Celestial, que oren por nosotros mientras vivamos en este mundo y al tiempo de salir de él para que podamos alcanzar la vida eterna lo más pronto posible. También encargamos a nuestros albaceas que hagan limosna a la gente pobre para que oren por la remisión de nuestros pecados". "Y queremos que los deanes y canónigos de nuestra capilla de San Jorge, dentro de nuestro palacio de Windsor, reciban propiedades que den 600 libras esterlinas de rédito al año, para ellos y sus sucesores, para celebrar misa en dicho altar". Collier, Eclesiástical History.
No se puede pedir un testamento más católico ni menos protestante.
Enrique VIII persiguió a los protestantes todos los días de su reinado, hasta la muerte. Fue cismático pero fanáticamente católico.

EDUARDO VI

Muerto Enrique VIII, heredó el trono Eduardo VI, pero como tenía tan sólo diez años de edad fue nombrado un consejo de regencia, presidido por el duque de Somerset, tío del rey. Este era un hábil estadista y franco amigo de la Reforma religiosa. El joven rey, que fue llamado el Josías inglés, no puso obstáculos al programa protestante de las personas que le rodeaban, de modo que el partido católico fue por completo desalojado del poder. Crammer comprendió que había llegado la hora oportuna para introducir en la iglesia muchas reformas saludables de índole evangélica, y supo hacerlo con tacto y sabiduría. Fueron entonces abolidos los Seis Artículos que habían sido causa de tantos encarcelamientos y muertes durante el reinado anterior. Los partidarios de la Reforma que estaban presos fueron puestos en libertad v muchos volvieron del destierro, entre otros Juan Knox, quien fue nombrado capellán del rey, cargo que no le agradó debido a sus tendencias presbiterianas. Crammer eligió los predicadores más fogosos y entusiastas y los envió para enseñar al pueblo por todas las diócesis, tomó medidas para que la Biblia fuese más leída y explicada en las iglesias, abolió la misa y las oraciones en latín, hizo que la comunión sé administrase bajo las especies de pan y vino, y autorizó el matrimonio de los eclesiásticos.
Se reunió un importante Sínodo en 1551 y redactó cuarenta y dos artículos de fe, que respondían a los principios del protestantismo, que fueran reducidos más tarde a treinta y nueve, los que con algunas modificaciones son los que sirven hasta hoy de norma a la iglesia Anglicana.
El rey vivió sólo hasta los diecisiete años, y antes de morir, influenciado por el duque de Northumberland, había designado a Juana Grey para sucederle en el trono, y así evitar que los católicos volviesen al poder. La nueva reina no tenía todavía veinte años y se distinguía tanto por su hermosura como por sus virtudes y cultura. Dominaba varios idiomas y leía en sus lenguas originales las obras maestras de la literatura antigua. Seguía por convicción la doctrina evangélica y mantenía correspondencia sobre temas espirituales con Zwinglio y Bullinger. Al morir Eduardo VI, los partidarios de la Reforma se apresuraron a colocarla en el trono, pero la mayoría de los miembros de la nobleza, por respeto al principio hereditario tan venerado en Inglaterra, se pronunció en favor de María, hija de Catalina de Aragón, primera esposa de Enrique VIII. La infortunada reina pagó con su vida el efímero reinado que sólo le duró diez días. Fue encerrada en la torre de Londres y terminó sus días alentada por la fe evangélica que había abrazado. Poco antes de ser decapitada envió a su hermana un Nuevo Testamento con una dedicatoria en la que manifiesta sentimientos cristianos muy tocantes y serios. Extraemos algunas líneas de la misma: "Te envío, querida hermana, un libro que aunque exteriormente no está cubierto de oro, no vale menos que todas las piedras preciosas. Contiene el mensaje bienhechor de Nuestro Señor, la expresión de su suprema voluntad y de su misericordia para con nosotros, pobres pecadores. Te enseñará, si lo lees con un sincero deseo de ser salva, el camino de la vida eterna En cuanto a mí, tengo la seguridad, al abandonar esta vida mortal, de obtener la vida eterna, que ruego a Dios te conceda también a ti En el nombre de Dios, no te apartes jamás de la verdadera fe cristiana, ni aun por salvar tu vida, porque si tú negares la verdad, Dios a su vez te negará ¡Quiera Él introducirme en su gloria, y también a ti, cuando sea su voluntad! ¡Adiós, querida hermana! ¡Espera en Dios! ¡Él te ayudará!".

UNA LEGIÓN DE MÁRTIRES

La princesa María fue proclamada reina el 17 de julio de 1553. Tenía entonces treinta y siete años de edad. Había sido educada en el más pronunciado fanatismo romanista. No bien se sentó en el trono despachó un mensajero a Roma manifestando al papa que se ponía incondicionalmente a sus pies.
A los que le ofrecieron la corona y trabajaron para que la obtuviera, les había manifestado hipócritamente que ninguno sería molestado por sus convicciones religiosas, y que lo único que pedía era que las suyas fuesen respetadas. Pero una vez en el poder se sacó la careta, cambió prontamente de tono, y dio a entender que tenía la inquebrantable resolución de suprimir el protestantismo de su reino.
Su primer cuidado fue el de rodearse de colaboradores que apoyasen sus planes y los encontró en Gardiner y Bonner. Al primero hizo nombrar obispo de Winchester y Lord Canciller del reino; y al segundo obispo de Londres, en reemplazo de Ridley, el futuro mártir. Pidió, además, al papa que el cardenal Pole, que se encontraba en Italia, fuese enviado en calidad de legado pontificio.
Todos los oficiales del gobierno que anteriormente habían mostrado alguna simpatía por la Reforma fueron substituidos por papistas reconocidos.
El arzobispo Crammer fue no sólo destituido sino enviado a la torre bajo la acusación de herejía y alta traición, por haber tenido parte en la elevación al trono de Juana Grey. Fueron igualmente encarcelados, Ridley, obispo de Londres; Rogers, por haber predicado un sermón protestante en la catedral de San Pablo; Latimer que era el predicador más elocuente de Inglaterra; Hooper, de Gloucester, hombre activísimo que predicaba tres o cuatro veces por día; Coverdale, Bradíord, Saunders, y otros. Todos los obispos y vicarios sospechosos de antipapismo fueron destituidos, mayormente los que se habían casado. La misa y otros ritos que habían sido abolidos, fueron restablecidos, aun antes de que el Parlamento lo sancionase.
La reina contrajo enlace con el hijo del emperador Carlos V, más tarde Felipe II, y por este enlace quedaba hecho rey de Inglaterra. De modo que la nación estaba virtualmente dominada por el papa de Roma y un príncipe español, lo que causaba no poco disgusto a los amantes de la independencia y dignidad del reino.
El protestantismo inglés fue sometido a una prueba dura y severa durante el reinado de María, generalmente llamada la católica. No menos de cuatrocientas personas fueron ejecutadas por motivos religiosos. Fox en su famoso y popular libro titulado LOS MÁRTIRES ha referido con muchos detalles los sufrimientos de estas víctimas de la intolerancia. Son páginas melancólicas, de dolor y sufrimiento, que sirvieron país mantener encendido el fervor espiritual del pueblo sajón, los que quisieron extirpar al Evangelio por medio de la hoguera se equivocaron grandemente, pues escribieron una página tan gloriosa en la historia del protestantismo, que contribuyó durante siglos a mantenerlo vigoroso.
En la prolongada rocha de la persecución brillaron los astros de la fe; y aquéllos para quienes la historia nunca hubiera tenido un recuerdo, pasaron a formar parte de la gran nube de testigos que dieron sus vidas antes que negar a su Señor.
Bajo el sangriento reinado de María las sentencias de muerte se pronunciaban con suma facilidad. Se interrogaba a los acusados sobre la transubstanciación y el papado; y todo aquel que negaba que la hostia era realmente el cuerpo de Cristo y el papa el verdadero jefe de la iglesia, era conducido a la hoguera sin ningún miramiento.
Mencionemos algunos mártires de los que figuran en la numerosa legión.

JUAN ROGERS.

El 4 de febrero de 1555 Juan Rogers fue súbitamente despertado del sueño en la lúgubre prisión donde se encontraba encerrado, esperando que se cumpliese la sentencia que pocas semanas antes había sido pronunciada en su contra. Se le notificó que había llegado la hora de morir. Cuando llegó a Smithfield donde se había levantado la hoguera, vio entre el gentío a su esposa que lo esperaba con un niño en los brazos y diez a su alrededor. Sólo pudo despedirse de ella con una mirada. Sus perseguidores habían creído que ante el triste cuadro que le ofrecía su pobre esposa e hijos, no vacilaría en apostatar de su fe, pero se equivocaron. Confiado en "el padre de huérfanos y defensor de viudas" se dirigió resueltamente al poste. La leña ya estaba preparada y todo listo para la ejecución, cuando le ofrecieron el perdón si se retractaba. "Lo que he predicado respondió Rogers heroicamentelo sellaré con mi sangre". "Eres un hereje", le contestaron. "Eso lo sabremos en el último día", respondió. Se arrimó la antorcha, el fuego se encendió y pronto las llamas lo rodearon. Levantó las manos al cielo y así las mantuvo hasta que exhaló su ultime suspiro.

JUAN HOOPER.

Era obispo de Gloucester y había estado junto con Rogers en el juicio. Pensaba que le tocaría morir a su lado, pero los romanistas, con la idea de amedrentar a sus admiradores, resolvieron hacerlo ejecutar en la ciudad donde había actuado. Cuando lo supo saltó de alegría, porque estaba dispuesto a morir por Cristo en cualquier parte, pero especialmente en presencia de aquellos a quienes había predicado el Evangelio. Así coronaría su ministerio con una acción que confirmaría todos sus sermones. Acompañado por seis soldados de la guardia fue conducido a Gloucester donde le esperaba una multitud de personas que derramaban lágrimas. Le concedieron un día de gracia que lo pasó en oración y ayuno, y despidiéndose de los amigos que acudían a verlo. Se acostó temprano y durmió algunas horas profundamente, después de las cuales se levantó para ir al encuentro de la muerte. A las 8 de la mañana, el 9 de febrero de 1555, fue conducido al sitio donde tenía que ser quemado, el cual estaba cerca de la catedral donde tantas veces había predicado a la misma gente que ahora se agolpaba para verlo morir.
La multitud era de unas siete mil personas, pero Hooper no pudo hablarles porque sus verdugos lo habían amenazado con arrancarle la lengua en cuanto procurase hacerlo, pero su mansedumbre, su imperturbable tranquilidad, la noble serenidad de su rostro y el coraje demostrado ante la dura prueba, hablaron con más elocuencia de lo que pudieran haberlo hecho sus labios.
Frente a la pira se arrodilló y los que estaban cerca pudieron oír esta oración: "Señor, tú eres un Dios misericordioso y clemente Redentor. Ten misericordia de mí, miserable e indigno pecador, según la multitud de tus miseraciones y la grandeza de tu compasión. Tú subiste al cielo: recíbeme para ser participante de tu gozo, donde te sientas en igual gloria que el Padre".
Rehusó el perdón que le fue ofrecido si volvía al seno de la iglesia romana, y entonces fue sujetado con una cadena al poste, y en medio de los sollozos y lamentos del gentío, se encendió la hoguera. La leña estaba verde y el fuego era muy lento, y entonces se le oyó exclamar: "Por amor de Dios, poned más fuego". Se trajeron algunos atados de leña seca y aunque el fuego se avivó el martirio seguía siendo lento. Se le oyó entonces decir: "Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí, y recibe mi alma".
Se agregó entonces una tercera porción de leña a la hoguera, pero habían pasado tres cuartos de hora antes que el fuego tomase fuerza. Por fin las llamas le rodearon y Hooper inclinando la cabeza entregó su vida diciendo: "Señor Jesús, recibe mi espíritu".
Con no menor heroísmo murieron, Lorenzo Saunder, en Coventry; Rolando Taylor, en Suffolk; y Bradford, en Smithfield.

LOS TRES MÁRTIRES DE OXFORD.

Tres víctimas ilustres bajo la persecución de la reina María fueron Latimer, Ridley y Crammer. Los tres habían discutido con una comisión de los nuevos señores de Inglaterra en septiembre de 1554 y como permaneciesen inconmovibles en las creencias de la fe protestante relativas a la transubstanciación y al papado, fueron declarados herejes obstinados y condenados a morir en la hoguera.
Permanecieron más de un año en la cárcel y en octubre de 1555 se dio orden de que Latimer y Ridley sufrieran la pena a que estaban sentenciados. La noche antes de su muerte Ridley cenó tranquilamente con la familia del alcalde de la prisión sin dar señales de abatimiento por el próximo fin que le esperaba. Mostraba hasta cierta jovialidad invitando a los que le rodeaban a asistir a sus bodas. "Mañana decía mi almuerzo será duro, pero estoy cierto que será dulce". Cuando terminaron de cenar, su hermano quiso pasar la noche a su lado. "No, no respondió iré a la cama y, Dios mediante, dormiré tan tranquilamente esta noche como en toda mi vida".
Al día siguiente al ser conducido al sitio de la ejecución, pasó por la prisión donde Crammer estaba encerrado; lanzó una mirada ansiosa esperando verle en la ventana para darle su adiós, pero Crammer en ese momento estaba discutiendo con un fraile. "Cuando supo que sus compañeros de causa habían pasado, subió apresuradamente al techo de la cárcel, desde donde pudo presenciar el martirio; y puesto de rodillas rogó a Dios que los fortaleciese en aquella hora y que lo preparase para seguirles en la misma prueba.
Ridley vio que Latimer venía detrás de él. El fogoso campeón de la verdad tenía ya una edad muy avanzada y marchaba con paso lento, pero con la frente levantada, mostrando así la nobleza de su carácter. Ridley al verlo corrió a su encuentro, le dio un fuerte abrazo y lo besó diciendo: "Ten coraje, hermano". Ambos se arrodillaron, oraron y se cruzaron algunas palabras que nadie oyó.
Fueron asegurados a un poste con una cadena, y un montón de leña encendida fue arrojada a los pies de Ridley, y entonces Latimer le dirigió estas palabras que han resonado a través de los siglos: "Ten coraje, maestro Ridley y pórtate varonilmente: en este día, por la gracia de Dips, encendemos una luz en Inglaterra, que nunca se apagará".
Crammer también terminó su carrera con un glorioso martirio, pero tuvo antes una caída humillante. Sus enemigos lo rodearon de respeto y consideraciones y lo convencieron de que salvando su vida podía ser muy útil al reino y a la iglesia. Para esto sólo se requería reconocer la autoridad del papa. "¿Qué mal hay en reconocerla hasta donde lo permitan las leyes de Dios y de la nación?", le decían los que buscaban su sumisión. Crammer se dejó vencer y firmó el pliego fatal que sus enemigos le presentaban. La reina y el cardenal estaban contentísimo» de este triunfo. Esta renuncia haría más por la causa del papa que todas las hogueras. No por eso abandonaban la inicua idea de sacrificarlo. El 21 de marzo de 1556 lo sacaron de la prisión y lo condujeron a la iglesia de Santa María, para que hiciese su retractación pública. Lo colocaron frente al pulpito vestido con ropas burlescas en las que se recordaba su carácter eclesiástico. Se cantaron los Salmos penitenciales y luego el doctor Colé pronunció un sermón exhortando a Crammer a que hiciese una pública confesión de sus faltas y errores para verse libre de toda sospecha de herejía. "Lo haré contestó y de muy buena gana". Se levantó resueltamente y, para gran sorpresa de todos, declaró que detestaba las doctrinas romanistas y que permanecía firme en la fe evangélica. "Ahora añadió vengo al asunto que ha turbado mi conciencia más que cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida". Declaró aquí que se arrepentía de la sumisión que había firmado y terminó diciendo: "En vista de que mi mano ofendió, escribiendo en contra de mi corazón, mi mano será la primera en ser castigada; porque cuando sea conducido a la hoguera, será la primera en ser quemada".
No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando los romanistas crujiendo los dientes de rabia se arrojaron sobre él y violentamente lo condujeron a la hoguera que ya tenían preparada, porque estaba resuelto que lo harían morir ese día a pesar de la retractación pública que esperaban. En el mismo sitio donde Ridley y Latimer habían sido quemados estaba el poste donde sería sujetado. No bien se encendió el fuego extendió su mano a la llama diciendo: "¡Esta indigna mano derecha!" Así la mantuvo, salvo un instante en que la allegó a la frente para quitarse el sudor que le corría. Tuvo la fuerza suficiente de mantenerla en el fuego hasta que se consumió, siempre diciendo: "¡Esta, indigna mano derecha!" Las llamas envolvieron por completo su cuerpo y llegando su último momento de vida en esta tierra, levantó los ojos al cielo y pronunció la oración, de Esteban: "¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!".

ESTABLECIMIENTO DEFINITIVO DEL PROTESTANTISMO

Al morir la reina María, dejando tras ella un sangriento derrotero, subió al trono su hermana paterna, Isabel, quien profesaba la fe protestante, como lo había hecho su difunta madre Ana Bolena. Inglaterra sintió entonces una sensación de alivio, pues su primera medida fue poner en libertad a los numerosos presos que esperaban de un momento a otro ser conducidos de la cárcel a la hoguera.
El día de su coronación, al pasar por las calles de la capital, le fue presentado un ejemplar de la Biblia que ella recibió con marcadas señales de aprecio. El pueblo supo entonces que había empezado para la nación una nueva era y que la religión de la Biblia no sería perseguida más.
No era tarea fácil restablecer el protestantismo porque los romanistas estaban atrincherados en las altas posiciones y se defendían tenazmente y amenazaban también desde el extranjero. Por otra parte, las figuras prominentes de la Reforma ya no existían, porque los que no habían perecido bajo la persecución estaban en el destierro. El clero era en su mayor parte papista y se oponía a toda medida de renovación y adelanto. Pero la reina supo obrar con prudencia para lograr su objeto. Estableció la lectura de la Biblia en las iglesias y prohibió la adoración de la hostia por ser un acto idolátrico.
En este tiempo tuvo gran influencia la Apología de Jewell que se propagó por todas partes del reino trayendo a los numerosas lectores el convencimiento de que la iglesia romana era una iglesia apóstata, contraria en doctrina y espíritu al genuino Cristianismo.
El papa amenazaba con la excomunión y entredicho, pero no se atrevía a tomar esta enérgica medida sabiendo que sería de efecto contraproducente. Por fin, Pío V, en 1570, convencido de que toda esperanza de ganar ese reino estaba perdida, lanzó la terrible bula en la que declaraba a Isabel usurpadora del reino y a Inglaterra refugio de herejes y de los peores hombres.
Desde entonces Inglaterra quedó definitivamente separada del papado y llegó a convertirse en el baluarte más fuerte del protestantismo.

LA REFORMA EN ESCOCIA:

PATRICIO HAMILTON. JUAN KNOX. PATRICIO HAMILTON

En el siglo XVI Escocia era un reino independiente, aunque por motivos de matrimonios reales estaba estrechamente ligado a Francia. En ninguna otra parte del mundo la iglesia romana tenía más predominio e influencia. La población entera obedecía sin protestas a los sacerdotes que la subyugaban económica y espiritualmente. Los obispos, abades y otros eclesiásticos ocupaban casi todos los cargos públicos; eran ministros, jueces, maestros, embajadores y hasta jefes militares. Eran dueños de las pesquerías y de los feudos donde trabajaban los plebeyos en exclusivo provecho de los eclesiásticos. La mitad del territorio les pertenecía y la otra mitad la tenían sujeta a elevadas cargas públicas e impuestos onerosos. Ningún país, por lo tanto, ofrecía un campo menos propicio para la Reforma, y no obstante, en ningún otro ésta tuvo un triunfo tan completo y duradero.
Algunos rayos de luz habían penetrado en Escocia en los días de Wicliffe y los lollardos, y hasta el papa llegó a quejarse de que el reino estaba infectado de herejía. Pero la preponderancia del catolicismo era tal que esa luz fue pronto apagada.
El país estaba herméticamente cerrado a la introducción de toda idea contraria a los que lo dominaban, de modo que el único reformador que podía abrirse camino era la Biblia, la cual penetró en algunos de sus medioevales castillos allá por el año 1525. Tuvo buena acogida y era leída también en varios conventos y escuelas, llegando a despertar y conmover a más de una conciencia adormecida, y sujeta al férreo yugo del dogma de la autoridad papal.
Recordemos ahora al primer mártir de una legión gloriosa que selló con la muerte el testimonio de Cristo, antes que la Reforma fuese establecida.
Patricio Hamilton era un joven de linaje real, y más que por su nacimiento era noble en mente y corazón. Nació en 1504. Fue educado en la Universidad de San Andrés y más tarde enviado a París para perfeccionar sus estudios; y fue en esta ciudad donde recibió los primeros conocimientos de la verdad evangélica. Pasó después a Marburgo e ingresó al flamante Colegio que acababa de fundar el landgrave de Hesse, y estudiando bajo la dirección de Francisco Lambert aceptó de corazón e inteligentemente las verdades bíblicas que se estaban propagando.
Cuando volvió a su tierra nativa iba animado del ardiente deseo de dar a conocer el camino de salvación, y aunque sabía muy bien a cuánto peligro se exponía no se amedrentó. Desde que se puso a predicar, una espada estaba suspendida sobre su cabeza. No tardó en conseguir algunos adeptos entre sus parientes y amigos, quienes lo recibían admirados de su valentía y quedaban prendados de sus modales atractivos y sinceridad de motivos.
Se puso a trabajar también entre la gente de los distritos rurales, quienes le oían de buena gana cuando exponía las Escrituras con claridad y poder espiritual. Dio un paso más adelante cuando se atrevió a predicar en la iglesia del antiguo palacio de Lintithgow, y ahí muchos miembros eminentes del clero y personas pertenecientes a la familia real escucharon al singular predicador que rebajaba el valor de las ceremonias y ritos, al mismo tiempo que levantaba a Cristo y lo proclamaba único Salvador del mundo.
Las noticias de las actividades del evangelista llegaron a oídos del cardenal Beatón, quien comprendió que se trataba de un caso que tenía que considerar cuidadosamente y con mucha cautela. Condenar a un despreciado lollardo era cosa fácil, pero ahora se trataba de un luterano de sangre real, de modo que tenía que adoptar otra táctica. El cruel y astuto cardenal mandó llamar a Hamilton dando a entender que deseaba reformar la iglesia para librarla de los males que la afligían y que deseaba contar con él para tan importante tarea. Hamilton adivinó que el cardenal lo estaba conduciendo a una emboscada; pero a pesar de los ruegos y lágrimas de sus amigos se presentó a la cita, la que tuvo lugar en la iglesia de San Andrés, donde estaba el asiento de la corte eclesiástica. Parece que tenía la convicción de que su misión era la de servir a Dios y a su país con el testimonio de su martirio, y esto explicaría la osadía que demostró desde el principio de sus trabajos. Fue muy bien recibido por el cardenal, y después de exponerle sus planes le manifestó que quedaba en completa libertad de acción y que podía exponer sus creencias francamente sin temor de ser molestado.
Después de esta entrevista le salió al encuentro un famoso canónigo llamado Alesius, hombre joven y pujante, que deseaba medirse con el hereje que ya empezaba a llamar extraordinariamente la atención y a causar algunas zozobras a los eclesiásticos. Las discusiones con Alesius dieron por resultado la conversión de éste, quien dejando caer la espada que había esgrimido con valor y desesperación, se puso enteramente y de corazón del lado de Hamilton. La misma cosa ocurrió con Alejandro Campbell, prior dominicano a quien el cardenal había encargado de persuadir a Hamilton, con la diferencia de que en este segundo caso hubo sólo un convencimiento intelectual que no llegó a efectuar un verdadero cambio de corazón.
Pasó un mes de esta manera, discutiendo sin ser molestado, seguramente porque el clero creía que estando el catolicismo tan arraigado no corría ningún peligro. Argumentaba con unos y con otros y de este modo la Palabra de Dios se iba sembrando en muchos círculos.
Pero el plan de sacrificar a Hamilton estaba ya fraguado y no tardaría en ser puesto en ejecución. La primera medida tomada fue la de alejar al joven aconsejándole un retiro espiritual; la segunda, la de vigilar los pasos de un hermano de Hamilton que podía mover muchas influencias en su favor y evitarle la muerte.
Hamilton fue arrestado y este hecho produjo mucha sensación, a tal punto que hubo hasta tentativas armadas para librarlo de las garras de sus enemigos, las cuales no prosperaron.
Una mañana muy temprano tuvo que comparecer delante de la corte que debía juzgarlo y se le acusó de ser propagador de trece enseñanzas heréticas. Dos de ellas damos como ejemplo: "Que el hombre no es justificado por las obras sino por la fe". "Que las buenas obras no hacen al hombre bueno, sino que el hombre bueno hace buenas obras".
Se discutieron los artículos que formaban la base del proceso y fue nombrada por el cardenal una comisión que debía informar al cabo de algunos días. Para tranquilizar los ánimos, el acusado fue puesto provisoriamente en libertad.
La comisión no tardó en hacer saber al cardenal que había terminado su tarea y estaba lista para informar. Se ordenó entonces que Hamilton fuese nuevamente arrestado para hacerlo comparecer ante el tribunal; pero como se quería evitar todo tumulto, fue arrestado durante la noche. Hamilton se hallaba en su alojamiento rodeado de un grupo de amigos con quienes compartía sobre temas espirituales, cuando repentinamente el silencio fue interrumpido por la llegada de una patrulla, y el hombre a quien buscaban fue conducido al castillo, acompañado de algunos amigos a quienes se les permitió seguirlo.
A la mañana siguiente, el último día de febrero de 1528, el cardenal tomaba su asiento en el lujoso trono de la catedral, una de las principales y más ricas del mundo. Cuatro obispos revestidos de sus mitras y vestimentas del rango, numerosos priores de los conventos, también muchos abades y canónigos, lo rodeaban. Gran profusión de cirios y cruces daban al acto gran solemnidad. Entre los priores se hallaba Alejandro Campbell, quien había declarado privadamente a Hamilton que compartía sus ideas y principios, pero que demostraba no tener el valor necesario para ser fiel a su conciencia.
Hamilton fue conducido desde el castillo y puesto frente a esta asamblea de enemigos y acusadores que tenían que ser jueces al mismo tiempo. Campbell se levantó y leyó los artículos de la acusación y después de una breve discusión apostrofó a Hamilton de esta manera: "¡Hereje! ¿Has dicho tú que es lícito a todos los hombres leer la Palabra de Dios y especialmente el Nuevo Testamento?" Hamilton respondió afirmativamente. "¡Hereje! volvió a preguntar ¿Has dicho tú que es inútil invocar a los santos y en particular a la bienaventurada Virgen María, como nuestros mediadores para con Dios?" "Yo digo con San Pablo contestó Hamilton que no hay otro mediador entre nosotros y Dios que su Hijo Jesucristo". "¡Hereje! volvió a preguntar el prior ¿Dices tú que es cosa vana decir misas por las almas que han partido de este mundo y que se hallan en el Purgatorio?" "Hermano le respondió con nobleza el reformador nunca he leído en las Escrituras de Dios que exista tal Purgatorio, ni creo que haya otra cosa que pueda limpiar las almas sino la sangre de Jesucristo". El dominicano levantó la voz y gritó: "¡Hereje detestable, execrable, hereje impío!" "Basta, hermano, contestó Hamilton dirigiendo a su acusador una mirada compasiva en tu corazón no piensas que yo soy hereje".
El cardenal pronunció la fatal sentencia declarando a Hamilton hereje y condenándole como tal a morir en la hoguera. Fue conducido de nuevo al castillo y ese mismo día al lugar de la ejecución. Llevaba el Nuevo Testamento en la mano e iba acompañado de muchos amigos. Cuando vio el poste se descubrió y levantando los ojos al cielo permaneció unos instantes en oración. Regaló el Nuevo Testamento a uno de sus amigos y la capa al sirviente que lo acompañaba diciéndole: "Esto no sirve para el fuego, pero a ti puede serte útil. Después de esto no puedes esperar nada de mí sino el ejemplo de mi muerte, que te ruego no la olvides, porque aunque es amarga a la carne y terrible al hombre, es la entrada a la vida eterna, la cual ninguno poseerá si niega a Cristo en esta perversa generación".
Con una fuerte cadena fue ligado al poste y cuando se encendió la leña dijo: "En el nombre de Jesucristo, entrego mi cuerpo a las llamas y encomiendo mi alma en las manos del Padre".
Alesio estaba presente y narró más tarde los detalles del martirio de aquel que lo había llevado al conocimiento de la verdad.
Campbell también estaba junto a la hoguera y exhortando al mártir a que se retractara. "¡Hereje! exclamaba ¡conviértete invocando a nuestra Señora! ¡Pronuncia un Salve Regina!" "¡Apártate de mí, mensajero de Satanás le respondió Hamilton y déjame en paz!" "¡Sométete al papa volvió a decir el dominicano porque no hay salvación sino en unión con él". "¡Hombre impío le respondió Hamilton tú sabes que no es así, porque me lo has dicho a mí mismo! ¡Te entrego al tribunal de Jesucristo!" Al oír estas palabras el fraile no pudo más y redargüido por la conciencia huyó al convento donde pocos días después murió demente por causa del terrible remordimiento de conciencia.
Seis horas hacía ya que Hamilton estaba atado al poste pero fue quemado con tanta lentitud que aun estaba con vida. Cuando su fin se acercaba, se le oyó decir: "¿Hasta cuándo, Señor, las tinieblas cubrirán este reino? ¿Hasta cuándo, Señor, tolerarás la tiranía de los hombres? ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!"
Así murió el protomártir de la Reforma en Escocia.

JUAN KNOX

Después del martirio de Patricio Hamilton los eclesiásticos se creyeron dueños absolutos de la situación, pero no tardaron en saber que no era así, porque en todas partes surgían nuevos testigos del Evangelio abogando por la pureza doctrinal y disciplinaria de la iglesia. Pero los directores espirituales del reino en lugar de escuchar esas voces las sofocaban en las hogueras, hasta que se levantó Juan Knox, el héroe de la Reforma en Escocia,
Nació Juan Knox en un suburbio de Haddington el año 1505. Sus padres, sin ser ricos, disfrutaban de cierto bienestar y pudieron hacerlo estudiar en la escuela de la población y después enviarlo a la Universidad de Glasgow.
No contento con conocer sólo fragmentos de las obras de los padres de la iglesia, se engolfó en los gruesos volúmenes y así halló en San Jerónimo y San Agustín conocimientos que le llenaban de alegría y entusiasmo. Jerónimo le inspiró un vivo amor a las Sagradas Escrituras y San Agustín le enseñó principios teológicos muy superiores a los que constituían la esencia de la enseñanza católica de su siglo.
De Glasgow pasó a San Andrés donde se dedicó a la enseñanza de la Filosofía, y como la lectura de la Biblia le alejaba cada día más de la iglesia romana, empezó a atacar la corrupción reinante haciéndolo con la vehemencia que le era natural. Pronto se alarmó el cardenal Beatón, y como Knox comprendiera que corría peligro en ese centro de autoridad eclesiástica, la Roma de Escocia, se radicó en el sur del país, donde manifiestamente se declaró protestante y empezó, dice cierto autor, a romper el manto purpúreo con que se cubría la ramera apocalíptica. Varios señores de Langniddrie le confiaron la educación de sus hijos, y por medio de ese trabajo se ganaba la vida. Al mismo tiempo predicaba en una capilla de propiedad particular a muchas almas que se mostraban hambrientas del pan espiritual.
Cuando Knox se hallaba en Langniddrie, el cardenal Beatón fue asesinado por una banda de conspiradores. Este hecho fue motivado por un deseo de venganza personal y estaba sólo indirectamente relacionado con la Reforma. Pero el castillo en el que el cardenal había llevado su vida lujuriosa fue tomado por los enemigos de Roma y se convirtió en el refugio de muchos que en diferentes partes estaban sufriendo persecución a causa de sus opiniones religiosas. Juan Knox se unió a la gente que estaba en poder del castillo y como todos sus moradores gustasen de la manera como los instruía en las verdades de las Escrituras, le pidieron que se consagrase formalmente a la predicación para secundar a Juan Rough, a quien habían elegido pastor. Knox se resistía, no considerándose ni apto ni digno para esa noble tarea, pero en vista de la insistencia de la congregación, y después de mucha reflexión y oración, se rindió al Señor. Fue fijado el día de la ordenación, y restableciendo la forma democrática del Nuevo Testamento, Rouge, después de predicar un sermón alusivo al acto, preguntó a la asamblea si aprobaban esa vocación, y habiéndose contestado unánimemente por la afirmativa, Knox fue invitado a ocupar la tribuna, y este hombre que como dijo Grattan, "vino a interrumpir el silencio del pulpito, y que golpeaba una palabra con el estruendo de la otra", se sintió tan conmovido en aquella ocasión que le fue imposible hablar, y prorrumpiendo en un profundo llanto bajó del pulpito y salió de la reunión para encerrarse a hablar a solas con su, Dios. Pasó varios días absorto en tan solemnes pensamientos, que sus amigos con dificultad lograban arrancarle una palabra.
Cuando se puso a la obra no pudo contentarse con predicar sólo a los que se reunían dentro del castillo. Él quería ganar a otros; a toda Escocia, y pronto le hallamos sosteniendo una discusión pública con un sacerdote. En esta discusión demostró fuerte poder moral, gran capacidad de argumentador y también un admirable dominio del idioma. La gente quiso oírle y se congregaba con este fin en la capilla parroquial. Sus sermones explicando las visiones del profeta Daniel conmovían a todos. Sostenía que el reino que persigue a los santos del Altísimo es el papado, el mismo que se describe en el Apocalipsis como la Babilonia. "Hamilton dijo uno de los oyentes cortó las ramas del árbol del romanismo, pero éste ataca sus mismas raíces."
El 4 de junio de 1547 apareció una escuadra francesa en la costa donde se levantaba el castillo, y tropas escocesas lo rodearon por tierra. La causa de los conjurados estaba perdida y éstos tuvieron que capitular. Knox fue conducido a una galera y encadenado junto al remo para hacer el duro trabajo de los penados. Cuando en el buque se decía misa era maltratado porque se negaba a rendir homenaje a la hostia.
Después de un duro cautiverio de diecinueve meses pudo escapar y establecerse en Inglaterra donde el arzobispo Cramrner procuraba imprimir carácter protestante a la iglesia de Inglaterra, ya desligada de Roma. Fue enviado a predicar a diferentes partes del reino y más tarde fue nombrado capellán del joven rey Eduardo VI. Se le ofreció un obispado, pero sus convicciones anti-episcopales no le permitieron aceptarlo.
Cuando empezó la persecución bajo la reina María la católica, pudo huir al continente y se radicó en Ginebra, donde fue muy bien recibido por Calvino. Los dos hombres eran casi de la misma edad y coincidían en sus ideas teológicas y eclesiásticas. Pero también eran diferentes en muchos puntos: Calvino era superior en inteligencia. Knox tenía más corazón; Calvino amaba más la quietud, Knox la vida agitada; Calvino era intransigente, Knox mucho más tolerante y enemigo de obstaculizar a los de otras opiniones.
Pasó a Francfort para pastorear una iglesia de refugiados ingleses. Volvió a Ginebra y permaneció en esa ciudad hasta agosto de 1555, fecha en que se aventuró a hacer un viaje hasta donde se hallaba su esposa, y de ahí hacer una visita a Edimburgo para confirmar en la fe a muchos que secretamente seguían el Evangelio, reuniéndose en casas particulares para adorar a Dios y celebrar la santa cena de acuerdo a lo instituido en el Nuevo Testamento.
Durante esta visita se dio cuenta de que aun no era posible permanecer en Escocia y regresó a Ginebra donde pastoreó a la iglesia de los refugiados ingleses. Al salir de Escocia, los enemigos que habían acariciado la idea de prenderlo, viendo que la víctima, se les había escapado, lanzaron en su contra una sentencia de condenación en la que le declaraban hereje y merecedor de ser quemado en la hoguera. Trabajó ardientemente dos años en Ginebra, pero su corazón estaba en la tierra de su nacimiento. La semilla sembrada en Escocia empezó a germinar. El número de los que seguían la fe evangélica se hacía cada vez más numeroso, y entre ellos había no pocos señores de influencia. Estos lograron arrancar a la reina María de Guisa una promesa de tolerancia, y entonces Knox fue invitado a regresar a su patria donde las perspectivas eran brillantes.
En mayo de 1559 desembarcó en Leith. Al día siguiente, la noticia de su llegada fue llevada al concilio eclesiástico y luego a la reina. Pocos días después era declarado sujeto fuera de la ley debido a la sentencia que sobre él pesaba desde su última salida del país. Esta medida tuvo la virtud de anunciar a toda Escocia que el temible hereje se hallaba en su puesto de combate desafiando las iras de la adversidad. Los amigos de la Reforma se sintieron alentados como nunca y resolvieron defenderle contra la reina, contra el arzobispo, contra todos.
Su predicación encendía de entusiasmo los corazones y el país entero se conmovía. El edificio del romanismo temblaba y su ruina era cosa inminente y segura.
En Leith predicó contra la misa y el culto de las imágenes. Cuando la congregación se retiró, un cura se puso a decir misa. Un muchacho que estaba presente gritó: ¡Idolatría! El cura no pudo contenerse y tomó al muchacho a golpes. Este arrojó una piedra la cual fue a dar sobre una imagen que cayó al suelo hecha pedazos. Hubo gran confusión aumentada por muchos que estaban afuera. Todavía resonaban en los oídos las denuncias enérgicas de Knox y la gente con furia iconoclasta se lanzó sobre los altares y destruyó las imágenes y cuanto objeto de culto católico encontró.
De la Iglesia se dirigieron a los conventos donde procedieron también con la misma violencia y se apoderaron de los tesoros, los cuales fueron repartidos cuidadosamente a los pobres para demostrar que el movimiento obedecía a razones de conciencia y no al de un saqueo vulgar.
Knox que se alegraba al ver cómo el culto idolátrico empezaba a sufrir serios contrastes, no aprobó las medidas de violencia, mayormente cuando temía que provocasen una reacción contra los que estaban llevando adelante y en buena forma la causa del Evangelio. Los temores de Knox eran fundados, porque la reina, poniéndose al frente de un ejército de ocho mil hombres, se propuso desolar la población a fuego y espada, lo que obligó a los protestantes a armarse reuniendo un ejército de cinco mil hombres. Felizmente no hubo derramamiento de sangre porque llegaron a un acuerdo antes de entrar en combate, firmando la paz en Perth.
La Reforma seguía su marcha triunfal por todos los pueblos y ciudades del reino y ahora lo que hacía falta era dar un golpe maestro en San Andrés, el gran baluarte del catolicismo. Llegó el momento en que Knox contó con bastantes amigos como para prepararse a predicar en la catedral. El arzobispo anunció que si se atrevía a hacerlo, no saldría con vida; y a fin de defender el edificio, ,1o que consideraba un santuario sagrado, preparó numerosas fuerzas armadas. Pero los tiempos habían cambiado y el vaticinio del reformador se cumplió. La catedral se llenó de sus admiradores y su voz de trueno retumbó bajo las cúpulas seculares. Su gran sermón versó sobre la purificación del templo y dijo que así como el Señor había arrojado a los mercaderes con un azote, ahora había que purificar la iglesia para librarla de su sacerdotalismo, de su idolatría y supersticiones. Cuando el predicador terminó su discurso y se sentó rendido de cansancio, la Reforma ya había triunfado en Escocia. Los magistrados y el pueblo resolvieron unánimemente establecer el culto presbiteriano.
Edimburgo, Glasgow, Crail, Lindores y otras ciudades tomaron idéntica medida. Se destruyeron los altares y las imágenes de las iglesias y se suprimieron los conventos contra los cuales era más fuerte el sentimiento popular.
La paz que había sido estipulada en Perth duró muy poco tiempo, pues la reina introducía continuamente soldados franceses, y tramaba, bajo la dirección del papa y algunos monarcas católicos, un plan para destruir al protestantismo. La guerra civil se encendió en Escocia y su independencia estaba amenazada. Knox era el alma del partido protestante y con su predicación y consejos mantenía encendido el fervor religioso y el patriotismo. La muerte de la reina vino a colocar el poder en manos de los reformados y así el protestantismo se consolidó, quedando abolida la misa y otros ritos romanistas.
María Estuardo, viuda de Francisco II, rey de Francia, fue llamada a ocupar el trono dejado vacante por la muerte de su madre. Su educación católica y su fuerte predilección por el papado la colocaron en difícil situación para ser soberana de un pueblo que ya se había pronunciado calvinista.
Llegó a Escocia en 1561 y el próximo domingo después de su llegada se celebró misa en su capilla privada. Este acto indicaba a los protestantes lo que podían esperar de la nueva reina. Knox desde el pulpito dio la voz de alarma diciendo que esa misa era más peligrosa que lo que sería el desembarque de diez mil soldados enemigos.
Llegó en esos días de Francia la noticia de que los Guisa habían efectuado una matanza de hugonotes, y la reina festejó el acontecimiento con un baile en su palacio. Nuevas protestas de Knox contra el motivo del baile y contra el baile en sí al que consideraba contrario a las sanas costumbres cristianas.
La reina citó a Knox a su presencia y le dijo: "Ud. ha enseñado al pueblo una religión diferente a la que sus príncipes permiten, y Dios ordena que los súbditos deben obedecer a los príncipes, por lo tanto Vd. ha enseñado a desobedecer tanto a Dios como a sus gobernantes".
La reina pensaba que este silogismo no admitía respuesta, pero Knox pudo destruirlo fácilmente respondiendo: "Madam: la verdadera religión no tiene su origen y autoridad en los príncipes sino en el eterno Dios, de modo que los súbditos no tienen que formar una religión de acuerdo al gusto de los príncipes, porque a menudo los príncipes son completamente ignorantes de la religión de Dios. Si los judíos hubieran seguido la religión de Faraón, de quien eran súbditos, ¿qué religión le pregunto, madam, existiría en el mundo? Y si todos en los días de los apóstoles hubieran seguido la religión de los emperadores romanos; ¿qué religión habría en la tierra?".
El coloquio continuó, hablándose sobre varios tópicos más, y al terminar, la reina declaró que ella sostendría a la iglesia romana por creer que era la verdadera iglesia de Dios. "Ud. puede hacerlo contestó el reformador pero eso no hará que la ramera romana sea la inmaculada esposa de Jesucristo. Yo me comprometo a demostrarle que la congregación de los judíos que crucificó a Cristo Jesús no estaba tan apartada de los mandamientos que había recibido de Dios, como lo está apartada, y por más de quinientos años se viene apartando, la iglesia romana de la pureza de aquella religión que los apóstoles enseñaron e implantaron".
Los planes de la reina y sus consejeros para restaurar al romanismo eran desbaratados por la acción enérgica y eficaz de Knox. Cuando ella vio que nada podría contra la firmeza de los que habían abrazado la fe evangélica, abdicó, y durante la minoría del rey Jaime, el duque de Murray fue regente del reino. Éste era gran amigo de Knox. El Parlamento ratificó el acto de 1560 que declaraba al protestantismo religión nacional.
Los años de 1568 y 69 fueron para el reformador relativamente apacibles, siendo su principal tarea y gozo predicar por todas partes a las multitudes que se disputaban el privilegio de escucharle.
En 1572 llegaron de Francia las dolorosas nuevas de la horrible matanza de los hugonotes en la noche de San Bartolomé, en la cual perecieron muchos amigos personales de Knox. El viejo profeta se sintió rejuvenecido al denunciar desde el pulpito este nuevo crimen de la ramera embriagada con la sangre de los santos.
El 9 de noviembre de 1572 predicó su último sermón para instalar a su sucesor. Consciente de que no volvería a estar frente a su congregación la exhortó a permanecer fiel a la verdad en la cual había sido instruida. Exhausto y fatigado, con dificultad pudo bajar del pulpito y caminar hasta su casa, seguido por la gente que deseaba verlo, quizá por última vez en la vida.
Sus días estaban contados. Todo el mundo así lo presentía y rodeaban su modesto lecho para oír sus últimas amonestaciones. Con frecuencia se hacía leer la Biblia y los sermones de Calvino sobre la Epístola a los Efesios.

El 24 de noviembre, lleno de coraje como había vivido, entregó su alma al Señor. Frente a sus despojos mortales el regente Morton pronunció esta frase que se hizo célebre: "Aquí yace aquel que nunca temió la faz del hombre". Y como dice uno de sus biógrafos, "nunca temió al hombre porque siempre confió en Dios".