INTRODUCCIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO
En los países del continente europeo la
Reforma giró alrededor de algunos héroes prominentes: Lulero, Zwinglio,
Calvino. Pero no fue así en Inglaterra, donde a pesar de la descollante
actuación de varios de los personajes que figurarán en este capítulo, ninguno
puede ser considerado el héroe que hiciera de esta isla el baluarte más fuerte
del protestantismo.
La ruptura de la corona con el Vaticano,
a raíz del divorcio de Enrique VIII, acerca de quién hablaremos más adelante,
fue sabiamente aprovechada por los amigos del Evangelio, pero no es a ese
episodio que se debe la transformación del reino y su conversión a la fe de la
Biblia.
El gran factor que emancipó a Inglaterra
de la tutela de Roma fue la lectura de las Sagradas Escrituras.
El sabio holandés Erasmo, publicó en
Basilea, el año 1517, el Nuevo Testamento griego junto con una traducción
latina. Cuando este libro llegó a Londres, y de ahí pasó a Cambridge y Oxford,
empezó para Inglaterra un nuevo capítulo de su historia. "Es necesario
decía Erasmo que se levante un templo espiritual en medio de la cristiandad
desolada. Los poderosos del mundo ofrecerán para este santuario, mármol, marfil
y oro; yo hombre pobre y pequeño traigo el fundamento"; y ponía delante
del mundo el libro mágico que contiene los escritos apostólicos, impreso por
primera vez en su lengua original. "Si la nave de la iglesia añadía, no va
a ser devorada por la tempestad, una sola ancla la puede salvar; es la Palabra
divina, que salida del seno del Padre, vive, habla y obra todavía en los
escritos evangélicos."
Este Nuevo Testamento fue recibido con
gran entusiasmo por todos los hombres de buena voluntad. Jamás libro alguno
había producido tal sensación. Todos se lo arrebataban de las manos y su
lectura iluminaba los corazones. Pero al mismo tiempo que sus páginas
derramaban bendición para consuelo de unos, producían terrible alarma en otros.
Obispos y frailes comprendieron que se aproximaban para ellos días peligrosos
porque tendrían que dar cuenta al pueblo de sus doctrinas y acciones. Este
libro, decían, engendrará horribles herejías y será la muerte del papado.
Pedían que el libro fuese condenado y prohibido, y que su traductor fuese
expulsado de las escuelas donde enseñaba. "En las plazas públicas se oían
sus ladridos", dijo Erasmo, Los frailes se alarmaban con razón. Es verdad
que el libro estaba escrito en griego y latín, pero su publicación era el
primer paso que anunciaba otro: la publicación de toda la Biblia en la lengua
del pueblo. "Hay que publicar los misterios de Cristo escribía el sabio
holandés y las Sagradas Escrituras traducidas a todos los idiomas deben ser
leídas no sólo por los escoceses e irlandeses sino también por los turcos y los
sarracenos. Es necesario que las cante el labrador cuando va detrás del arado,
que el tejedor las repita al hacer correr la lanzadera, y que el caminante
fatigado, suspendiendo su marcha, se conforte al pie de un árbol por medio de
sus dulces relatos."
Para salvar las apariencias, los frailes
no atacaban el Nuevo Testamento griego sino la traducción latina que lo
acompañaba, poniendo el grito en el cielo porque Erasmo en Mateo 4:17 no dice
hacer penitencia sino convertirse. Una vez que dejaron oír su protesta en los
conventos y escuelas se dirigieron a los que estaban en las alturas. ¿No era
Enrique VIII protector de Erasmo? Hasta él llegaron, pero no con mucho éxito.
El arzobispo Lee, de York, formó una liga de todos aquellos que se oponían a la
lectura del Nuevo Testamento, lo que demuestra que la Palabra de Dios iba
penetrando en muchos corazones y haciendo la obra a que estaba destinada. Toda
la oposición fue inútil; la luz que resplandece en las tinieblas había
resplandecido en aquel reino para nunca más ser apagada.
TOMÁS BILNEY.
La conversión, coronada con el martirio,
de Tomás Bilney, es una muestra de lo que estaba haciendo la lectura del Nuevo
Testamento.
Era un joven doctor de Cambridge,
aventajado estudiante de derecho canónico, de alma seria y conciencia delicada.
Pequeño de estatura, un tanto enfermizo. Preocupado de la salvación de su alma
se entregaba con febril devoción a las prácticas religiosas del catolicismo.
Arrodillado delante de su confesor examinaba rigurosamente su conciencia y se
acusaba de todo lo que reconocía malo en su vida cotidiana. Los sacerdotes le
imponían penitencias que consistían ya en misas costosas, ya en vigilias
prolongadas. Cumplía con todas ellas, pero su alma permanecía siempre sumergida
en las tinieblas y hasta en la desesperación. A menudo tenía dudas sobre la
validez de los actos que realizaba a costa de tanto sacrificio, y desconfiaba
de la sinceridad de los motivos que los sacerdotes tenían para imponérselos. Se
preguntaba si sus directores espirituales estarían en la verdad y si las
doctrinas que enseñaban eran dignas de ser creídas; pero pronto desechaba estos
pensamientos como tentaciones del enemigo.
Un día oyó hablar de un libro nuevo que
era objeto de animados comentarios; se trataba del Nuevo Testamento griego, con
la traducción latina, elegantemente presentado. Venciendo el temor y los
escrúpulos, guiado dijo él más tarde por la mano de Dios, se dirigió adonde So
vendían, temblando adquirió un ejemplar y fue en seguida a encerrarse en su
habitación. Lo abrió y sus ojos cayeron en este versículo: "Palabra fiel
es ésta y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo a
salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero." (I. Tim., 1:15),
"¡Pablo exclamó el primero de los
pecadores, y Pablo con todo está seguro de su salvación!" Volvió a leer y
dijo: "¡Oh sentencia de Pablo, cuan dulce eres a mi alma"! Estas
palabras del gran apóstol a su discípulo Timoteo, quedaron grabadas en su mente
y le instruyeron en el camino de salvación. No sabía lo que le pasaba, se
sentía como si un viento refrigerante corriese por su alma o como si un rico
tesoro fuese puesto en su mano. "Yo también, se dijo, soy como Pablo, más
que Pablo, el más grande de los pecadores. Pero Cristo salva al pecador. Al fin
he oído hablar de Jesús." Todas sus dudas se desvanecieron y su alma halló
reposo en Cristo. Entonces se obró en él una admirable transformación; un gozo
desconocido lo inunda; su conciencia hasta entonces lastimada con las heridas del
pecado se siente curada; en lugar de desesperación tiene paz, esa bendita paz
interior que sobrepuja a todo entendimiento.
Bilney no dejaba de leer el Nuevo
Testamento y su lectura era el maná escondido con que alimentaba y sustentaba
la vida espiritual que por la fe había conseguido.
No se contentó con haber encontrado la
salvación. Pronto quiso que otros pudiesen participar de la misma bendición.
Rogaba a Dios que le diese fuerza para testificar, y ardiente de espíritu
hablaba a sus amigos, abriéndoles el Nuevo Testamento para demostrarles que les
anunciaba la verdad divina.
Llegó en ese tiempo a Cambridge
Guillermo Tyndale, y fue ganado a la causa un joven de dieciocho años llamado
Juan Fryth. Estos dos jóvenes, juntos con Bilney, se pusieron a trabajar con
entusiasmo. Iban progresando en el conocimiento de la verdad; se declararon
contra la absolución sacerdotal y enseñaban que la salvación se consigue por
medio de la fe en Cristo. Bilney comprendió también que no era la consagración
episcopal la que constituía ministro del Evangelio, sino la vocación celestial, y caía de rodillas
clamando a Dios para que viniese en socorro de los que querían dejar el error y
seguir la Palabra y al Espíritu. En su entusiasmo santo sentía arranques de
profeta y decía: "Un tiempo nuevo ha empezado. La asamblea cristiana será
renovada. Alguien; se acerca lo veo lo siento, es Jesucristo el rey; él es
quien llamará a los verdaderos ministros encargados de evangelizar a su
pueblo."
Había en aquellos días en Cambridge un
sacerdote que se distinguía por un fervor que culminaba en el fanatismo. Era
siempre el primero en las procesiones y se le veía llevar con mucho orgullo la
cruz de la Universidad. Se llamaba Hugo Latimer; tenía unos treinta años de
edad y a su celo infatigable unía un humor mordiente que lo usaba para poner en
ridículo a sus adversarios. Como un nuevo Saulo perseguía a los amigos de la Palabra
de Dios y en algunos discursos tuvo tanto éxito que muchos creyeron que había
aparecido el hombre capaz de medirse con Lutero y dar a la iglesia de Roma un
triunfo deslumbrante. Bilney concibió el plan de ganarlo al Evangelio para que
sus dones fuesen puestos al servicio de mejor causa, y para dar comienzo a su
difícil tarea se valió de un procedimiento un tanto extraño. Se dirigió a donde
Latimer se encontraba y le pidió que escuchase su confesión. ¿Qué ocurría? ¡El
campeón de la herejía pide confesarse ante él campeón del papismo! Latimer
creyó que sus discursos habían conseguido convencerle y que una vez sometido
Bilney, harían igual cosa todos sus compañeros. El presunto penitente se
arrodilla delante del satisfecho confesor, pero hace una confesión muy
diferente de la que están acostumbrados a oír los sacerdotes; le refiere cuan
grandes fueron las angustias de su alma y cuan inútiles las obras, ceremonias y
sacramentos para librarlo de ellas. Y en seguida con voz emocionante y
sinceridad contagiosa le habla de cómo encontró la paz cuando dejando todo eso
confió en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Habla a Latimer del
espíritu de adopción que ha recibido y de la dicha que experimenta al poder
llamar a Dios, su padre.
El confesor quedó estupefacto al oír tal
testimonio en lugar de una mecánica confesión. Su corazón se abrió y la palabra
llena de unción del piadoso Bilney penetró hasta lo más íntimo de su ser. Esa
palabra simple pero llena de vida lo traspasó como una espada de dos filos. El
Espíritu de Dios obró en Latimer, la luz de la verdad lo alumbró en aquella hora
por ese medio inesperado. Su conversión fue instantánea como la de Saulo en el
camino a Damasco. Latimer quiso aun levantar alguna objeción, pero pocas
respuestas llenas de amor bastaron para que toda duda se disipase.
"Aprendí más por medio de esta confesión dijo más tarde que antes por
medio de muchas lecturas y en muchos años. Me deleito ahora en la Palabra de
Dios, y dejo a los doctores de escuelas humanas con todas sus
extravagancias."
Una conversión tan notable como la de
Latimer imprimió un nuevo impulso al movimiento evangélico. Desde entonces la
juventud universitaria acudía en masa a escuchar a Bilney, quien tenía por tema
principal de sus enseñanzas la obra perfecta y completa de Cristo, que hace
nula e innecesaria toda otra obra. Pero la eficacia de su predicación dependía
de la oración. Modesto delante de los hombres era confiado delante de Dios, y
día y noche le pedía almas y más almas. Como el Maestro, sentía compasión por
aquellos que andan extraviados, errantes como ovejas sin pastor.
Bilney que había perdido su anterior
timidez desplegaba ahora una admirable actividad misionera, no sólo en
Cambridge sino en otras partes del reino. Él y otro fraile convertido llamado
Arthur, visitaban los conventos y al mismo tiempo que buscaban ganar a los
religiosos, predicaban al pueblo, encontrando muchas veces formidable
oposición. Más de una vez fueron sacados del pulpito por los frailes
enfurecidos y éstos no descansaron hasta conseguir que Bilney fuese arrestado y
conducido a Londres para ser juzgado. Arthur se encargó entonces de llevar
adelante la obra, aunque no por mucho tiempo, porque fue sometido a la misma
prueba que su compañero.
El 27 de noviembre de 1527, el cardenal
Wolsey y un gran número de obispos y teólogos se reunían en Westminster para
juzgar a los dos acusados. Después de abrir el acto el cardenal se retiró
diciendo que asuntos de estado reclamaban su presencia en otro lugar, indicando
antes que debía buscarse que los acusados abjurasen de sus errores y que si no
lo hacían fuesen entregados al poder secular. La retractación o la muerte, tal
era la orden que recibía el obispo que debía presidir el juicio.
Bilney tenía esperanza de salir bien de
esta prueba porque sabía que el obispo era amigo y admirador de Erasmo.
Consiguiendo papel y tinta se puso a escribir en la prisión cartas admirables,
que han sido conservadas, en las que expone que es la lectura del Nuevo
Testamento la que había engendrado en él la doctrina que predica. Bien sabía el
obispo que los acusados estaban mucho más cerca de la verdad cristiana que los
frailes acusadores y deseaba librarlos de la muerte, pero quería hacerlo sin
comprometerse ni correr riesgo. Todas las tentativas para arrancar a Bilney una
retractación encontraron respuesta negativa, pero presionado por el ruego de
sus amigos que no lo abandonaban y con la idea de que viviendo podría servir
mejor a su Maestro, terminó por someterse, cosa que también había hecho Arthur.
Los amigos de Roma triunfaban y una ola de dolor y tristeza invadía las filas
evangélicas.
Llegado el domingo pusieron a Bilney al
frente de una procesión, y el discípulo caído, con la cabeza cubierta y la
mirada hacia el suelo marchaba con paso lento hacia la cruz de San Pablo,
cargando sobre sus espaldas un lío de leña con el cual iba diciendo: "Yo
soy un hereje que merezco ser quemado." Los verdugos se complacen en
humillar a sus víctimas hasta el último grado. Una vez que llegaron al sitio
señalado se oficiaron los ritos establecidos para estos casos de abjuración. Un
predicador habló sobre la penitencia que tenía que hacer el reo y terminado el
acto lo condujeron de nuevo a su prisión. Con su caída se había librado de la
muerte pero no de la cárcel.
Empezó para el desdichado apóstata un
tiempo terrible en la soledad del calabozo, el cual se le asemejaba a un horno
de fuego devorador. En el silencio de la noche creía estar escuchando palabras
de reproche y acusación. Las sombras fatídicas de Caín y de Judas le rodeaban,
y los remordimientos de conciencia no le permitían un instante de paz. Vuelto
en sí se había dado cuenta de su falta y se avergonzaba de sí mismo. Había
querido evitar la muerte y ésta le aparecía a cada instante en él aposento
lúgubre donde lo habían encerrado. En vano trataba de apartar de sí este
horrible espectro. Los amigos que lo habían arrojado a este abismo aparecieron,
y cuando al tratar de consolarlo pronunciaban el nombre del Salvador, aterrorizado
huía al fondo de su calabozo, lanzando gritos como si viera a un enemigo armado
de una lanza. Había renegado de la Palabra de Dios para someterse a los
hombres, y lo único que de ella ahora armonizaba con el estado de su alma, era
aquella imprecación apocalíptica en que los condenados claman a las montañas
diciendo: "¡Caed sobre nosotros y escondednos de la cara de aquel que está
sentado sobre el trono y de la ira del Cordero!" (Apocalipsis, 6:16).
Puesto en libertad volvió a Cambridge,
donde los remordimientos más agudos continuaron persiguiéndole. Pero Cristo con
una mirada lo restauró como en otro tiempo a San Pedro. Se levantó como uno que
resucita de entre los muertos, dijo Latimer.
Una noche se despidió de sus hermanos en
la fe diciéndoles que subiría a Jerusalén y no lo verían más en este mundo.
Tarde, en una noche del año 1531 se puso en marcha y al llegar a Norfolk empezó
a predicar privadamente en las casas de unos antiguos discípulos, para quienes
con su cobarde conducta había sido causa de tropiezo. Consideraba que su primer
deber era confirmarlos en la fe. Una vez que consiguió restaurarlos se puso a
predicar abiertamente en los campos que rodeaban a la ciudad. Prosiguió a
Norwik, donde continuó activamente su ministerio exhortando a los creyentes a
no recibir nunca el consejo de amigos mundanos como él había hecho.
Pronto los frailes tuvieron conocimiento
de sus actividades; lo denunciaron y fue arrestado. Frente a sus jueces y
acusadores mostró una firmeza inquebrantable, confesó resueltamente su fe y
negándose a abjurar fue condenado a morir en la hoguera. La ceremonia de la
degradación se cumplió con mucho aparato. La noche antes de su ejecución cenó
en la prisión con sus amigos y hablaba con toda calma sobre su próxima muerte,
repitiendo jubiloso este texto de Isaías: "Cuando pasares por el fuego no
te quemarás, ni la llama arderá en ti."
A la mañana siguiente, un día sábado,
los oficiales seguidos de una guardia armada se presentaron en la prisión.
Bilney apareció acompañado del Dr. Warner, vicario de Winterton, uno de sus
viejos amigos a quien pidió que estuviese a su lado en sus últimos momentos.
Seguidos de una multitud de espectadores se dirigieron al lugar de la
ejecución, sitio donde muchos lollardos habían sufrido el martirio confesando
su fe en Cristo. Como todavía no habían terminado de preparar la hoguera,
Bilney dirigió la palabra al gentío, exhortando a confiar en Cristo. Cuando
llegó la hora de morir se acercó resueltamente al poste en que tenía que ser
atado y quemado y lo besó. Se puso de rodillas y oró con gran fervor,
terminando con estas palabras de los Salmos: "¡Oh Dios, escucha mi
oración; está atento a mis súplicas!". Tres veces repitió con acento
solemne el otro versículo: "Y no entres en juicio con tu siervo; porque
ante tus ojos ninguna carne se justificará." Terminó con este otro
versículo de los Salmos: "Mi alma tiene sed de ti". Entonces fue
atado al poste con una cadena. Con palabras entrecortadas por la emoción, el
Dr. Warner se despidió de su amigo quien le hizo esta última recomendación:
"Apacienta la grey, apacienta la grey." El mártir se dirigió a la
gente rogándoles que no buscasen vengar su muerte castigando a los frailes que
eran los causantes de ella.
La antorcha fue arrimada a la leña y las
llamas envolvieron el cuerpo de Bilney, a quien se le oyeron pronunciar estas
últimas palabras: "Jesús, creo".
Así murió el primer mártir de la Reforma
en Inglaterra. Murió por predicar la fe del Nuevo Testamento y sostener que
sólo Dios tiene que ser adorado; y que hay un solo Salvador el cual es
Jesucristo; y que el perdón es un don gratuito que se obtiene por medio de la
fe y no de las obras.
GUILLERMO TYNDALE
En las márgenes del Severn, que
desciende de las montañas del país de Gales, hay un hermoso valle rodeado de
árboles seculares, poblado de numerosas y pintorescas aldeas. Una de ellas se
llama North Nibley y se enorgullece de haber sido la cuna de Guillermo Tyndale,
que nació el año 1484. En aquel sitio rodeado de encantos naturales pasó los
primeros años de su infancia, y siendo todavía muy joven, sus padres lo
enviaron a Oxford, ciudad que en aquel siglo ya era célebre por ser el asiento
de su famosa Universidad y los muchos colegios donde se educaban los hijos del
reino. En uno de ellos estudió gramática y lenguas muertas y así fue
adelantando hasta graduarse en la Universidad.
Oxford, donde Erasmo tenía tantos
amigos, fue la ciudad inglesa donde el Nuevo Testamento tuvo mejor acogida. El
joven estudiante atraído por el estudio de las letras leyó este libro que tanto
interés despertaba en la cristiandad. Al principio le interesaba sólo su valor
filológico, pero no tardó en interesarse en lo que tiene de más precioso.
Cuanto más lo leía, más sentía los saludables efectos de esta Palabra llena de
virtud divina; había encontrado un Maestro en quien no había pensado. Estas
páginas que tiene ahora en las manos le hablan de Dios, de Cristo, de la
regeneración, en un tono muy superior y diferente del de los doctores
eclesiásticos. Dotado de un alma noble, de un espíritu atrevido, de una
actividad infatigable, no guardó para sí este inestimable tesoro. Como un nuevo
Arquímedes iba por todas partes diciendo: Eureka, Eureka; y los jóvenes
estudiantes le rodeaban atraídos por la pureza de su vida y el encanto de su conversación.
Los frailes, en cambio, se alarmaron y dieron comienzo a su campaña contra el
libro griego que consideraban semillero de herejías. "Esta gente dijo
Tyndale quería apagar esa luz que ponía de manifiesto su charlatanismo."
Esto ocurría en 1517, el mismo año en que Lutero clavaba sus tesis en las
puertas de la iglesia de Wittemberg. Alemania e Inglaterra empezaban al mismo
tiempo la lucha contra el papado. Tyndale, perseguido por los frailes, salió de
Oxford y se dirigió a Cambridge donde se unió a los que en esta ciudad amaban
la Palabra de Dios.
Poco tiempo después dirigió sus pasos
hacia el valle donde estaba su casa paterna, para hacerse cargo de la educación
de los hijos de un hombre encumbrado llamado Sir John Walsh, señor de la
comarca, en casa de quien se celebraban frecuentes tertulias a las que
concurrían los vecinos más caracterizados, quienes eran agasajados por Lady
Walsh, mujer de mucha cultura y muy fino trato. Tyndale fue introducido a este
círculo y como las conversaciones giraban a menudo sobre los asuntos religiosos
que se discutían en toda la cristiandad, él tomaba buena parte haciendo hablar
a su Nuevo Testamento que siempre llevaba consigo. Los frailes empezaron a
impacientarse al ver que él preceptor de la familia sacaba constantemente a
relucir el librito peligroso. Uno de ellos se lo reprochó un día diciendo:
"¡La Palabra de Dios! No la comprendemos nosotros; ¿cómo puede
comprenderla el pueblo?" "Vosotros no la comprendéis replicó Tyndale
por qué buscáis en ella solamente apoyo para cuestiones necias, como si
leyeseis libros de caballería andante. Las Escrituras son un hilo conductor que
hay que seguir sin desviarse, hasta llegar a Cristo."
Los domingos, Tyndale acostumbraba
predicar en una iglesia situada entre grandes árboles. Sir y Lady Walsh
ocupaban los asientos señoriales, como era costumbre, y los vecinos llenaban el
modesto recinto. Exponía las Escrituras con tanta unción que sus oyentes creían
estar escuchando al mismo San Juan, dice un cronista de aquella época.
Los curas se enardecían y no pudiendo
soportar la popularidad que ganaba el preceptor, hicieron llegar sus protestas
a Sir y Lady Walsh. Éstos le aconsejaron ser más prudente en sus sermones para
no llenarse de enemigos, pero él se limitó a contestar: "¿Qué puedo hacer
yo? ¡No soy yo quien digo estas cosas; es San Pedro, San Pablo, el mismo Señor,
que las dice!", y mostraba el Nuevo Testamento.
La capilla resultaba pequeña para
satisfacer las aspiraciones misioneras del joven preceptor. Empezó a visitar
otros lugares. En Bristol celebraba reuniones en un prado. Pero los monjes
seguían sus pisadas y destruían lo que sembraba. Cuando volvía a los lugares
que había visitado encontraba el campo arruinado por sus adversarios quienes lo
tildaban de hereje y amenazaban con la excomunión a los que se atreviesen a
escucharle. ¿Cómo conseguir dar mayor estabilidad al trabajo? Nació entonces en
él un ardiente deseo que seguramente le venía de Dios: dar al pueblo la Biblia
en su propia lengua. "¡Oh si los cristianos tuviesen la Biblia! Con ella
podrán responder a los sofismas. Sin ella no pueden afirmarse en la
verdad." La traducción de la Biblia al inglés será la obra de su vida.
Sir y Lady Walsh iban tomando cada día
mayor interés en el Evangelio y consecuentemente se alejaban de los sacerdotes,
quienes al ver que iban perdiendo terreno redoblaron sus ataques. Acusaron a
Tyndale de herejía y éste fue citado a comparecer ante una asamblea general del
clero convocada por el obispo de Worcester. Tyndale partió y previendo la lucha
que le esperaba, mientras remontaba el Severn, pedía a Dios que le diese fuerza
para confesar resueltamente la verdad que había conocido.
Una vez que se halló frente a sus
acusadores y enemigos, éstos le insultaron "tratándolo como si fuera un
perro", dice un antiguo documento, pero no pronunciaron contra él ninguna
sentencia, tal vez por no contrariar a los Walsh.
Acosado por todas partes, sentía la
necesidad de consolarse con la comunión de algún hermano en la fe, pero estaban
lejos. Se acordó entonces de un viejo doctor que vivía cerca de Sodbury y fue a
él para abrirle el corazón. El anciano lo miró largamente como si temiese
revelarle algún misterio. "¿No sabes tú le dijo al fin en voz baja que el
Papa es el Anticristo de que hablan las Escrituras? Pero cuidado silencio este
conocimiento podría costarte la vida." Lo mismo que Lutero, llegó a
convencerse de que así era, y esa creencia redobló sus energías de combatiente
contra el error y la autoridad humana.
Su gran ambición era dar la Biblia a su
pueblo, de modo que durante algún tiempo tomó poca participación en la lucha
verbal con los hombres y pasaba largas horas traduciendo. Todas sus
precauciones fueron inútiles, y cuando los frailes supieron en qué pasaba su
tiempo juraron impedir que llevase a cabo su empresa. Tyndale comprendió que se
aproximaba una hora peligrosa; que sería citado, juzgado, condenado y así
impedido de, realizar su magna obra. Necesitaba un lugar donde estar seguro.
"Vd. no podrá librarme de las garras de los sacerdotes dijo a Sir John y
Dios sabe que Vd. se expone guardándome bajo su techo. Permítame que lo
deje." Y habiendo dicho esto juntó sus manuscritos, tomó su Nuevo
Testamento, dio un apretón de manos a sus protectores, abrazó a los niños y
dijo adiós a las márgenes sonrientes del Severn. ¿A dónde irá? Él mismo no lo
sabe. Por fe, avanza como Abraham; una sola cosa le preocupa: que la Biblia sea
traducida y entregada al pueblo.
Llegó a Londres a fines de 1522. Ya
había empezado su carrera de errante pero ignoraba cuántos dolores le
esperaban. Simple, sobrio, atrevido, generoso, no temía ninguna fatiga ni a
ningún peligro. Inflexible en el cumplimiento del deber, ungido del Espíritu,
lleno de amor a sus hermanos, mente privilegiada y orador elocuente, hubiera
brillado en cualquier carrera de la vida, pero era uno de aquellos "de los
cuales el mundo no era digno", y por eso tenía que marchar llevando a
cuestas una cruz pesada.
Recomendado por Sir John y por Henry
Guilford, controlador de las gracias reales, consiguió predicar en San Dustan y
así la doctrina desterrada del Severn aparecía en plena capital. La salvación
gratuita era el tema constante de sus sermones, como lo revelan estas
sentencias: "Es la sangre de Cristo la que abre las puertas del cielo, y
no nuestras obras." "Somos salvados por obras pero no por las que
nosotros hacemos sino por las que Cristo hizo por nosotros."
Fue recibido por el obispo pero no pudo
conseguir ayuda ni protección para realizar su gran proyecto. Lo que no pudo
obtener del prelado se lo proporcionó un negociante llamado Monmouth que lo
había oído predicar, y conocía su triste situación; era uno de los hombres más
piadosos y serviciales de la gran capital y su mesa estaba siempre abierta a
los amigos de las letras y del Evangelio; fue albergado en el hogar de este
hombre. Una vez instalado en la casa de su protector, se entregó de lleno a la
tarea que se había impuesto, y tan preocupado estaba en ella que no quería
distraerse participando de los buenos manjares que le eran presentados, prefiriendo
una severa frugalidad. Parece que llevaba al extremo su simplicidad en el
vestir. Su piedad iba ganando el corazón de Monmouth.
Se levantó en aquel entonces una
persecución eclesiástica contra algunos que amaban la Palabra de Dios y Tyndale
tuvo que la hoguera viniese a interrumpir su trabajo. Si castigan con la muerte
a otros que poseen y leen unos fragmentos de las Sagradas Escrituras, ¿qué no
harán a quien las traduce para propagarlas? Se convencía con dolor de que no
había un lugar en toda Inglaterra donde podría estar seguro y pensó en emigrar
al extranjero. Se encontraba entonces en las aguas del Támesis un buque fletado
para Hamburgo. Monmouth le regaló diez libras esterlinas para el viaje; de
otros amigos recibió también ayuda. Partió para Alemania desde donde al cabo de
algún tiempo, envió a su patria el Evangelio escrito, mediante el cual la luz
de la verdad resplandecería en millares de corazones.
En Hamburgo el Evangelio se predicaba
desde 1521 y un considerable número de personas lo habían abrazado; con estas
entró pronto en relación el inglés emigrado. En una de las tortuosas calles de
la ciudad estableció su modesta morada, y ayudado por Guillermo Roye, se puso a
trabajar en la traducción, viviendo frugalmente con los pocos recursos que había
traído de su patria.
En 1524 envió a Monmouth los dos
primeros Evangelios, y habiendo recibido algunos fondos se fue a Wittemberg,
para poder seguir más tranquilamente su tarea y tal vez para entrar en contacto
con Lutero y los helenistas alemanes.
Poco tiempo después para estar más cerca
de Inglaterra se estableció en Colonia, donde había buenas imprentas que tal
vez se atreviesen a imprimir las Escrituras. Sabiendo que estaba rodeado de
enemigos tomó muchas precauciones para mantenerse escondido.
Pudo entenderse con el impresor, y
pliego tras pliego iba saliendo de la prensa para hacer una reducida tirada de
tres mil ejemplares. Seguía con los ojos la marcha del trabajo y lleno de
optimismo se decía: "Quiera o no quiera el rey, pronto todos los ingleses
alumbrados por el Nuevo Testamento obedecerán a Jesucristo."
El cielo tan brillante repentinamente se
le llenó de espesos y negros nubarrones. Un día el impresor corre a verlo y le
dice que las autoridades acababan de ordenarle suspender la impresión. ¡Había
sido descubierto! Seguramente el rey Enrique VIII, que ha hecho quemar los
libros de Lutero, quiere también quemar el Nuevo Testamento y a su traductor.
¿Qué ocurría? Cochlee, el gran enemigo de la Reforma, habiendo entrado en
relación con los impresores con motivo de una obra que deseaba publicar, oyó
una conversación que despertó sus sospechas. ¿Qué se dijo Inglaterra, esta fiel
sierva del papado, este pueblo el más religioso de la cristiandad, cuyo rey se
ha hecho ilustre por su libro contra Lutero, será invadida por la herejía?
Cochlee prosigue sus diligentes pesquisas; hace frecuentes visitas a los
impresores; les habla amigablemente; los adula; los invita a su casa, y poco a
poco les ganó la confianza. Él mismo no se avergüenza de referir que les daba a
beber en abundancia los ponderados vinos del Rhin; y de este modo les arrancó
el tan deseado secreto. "El Nuevo Testamento le dicen sus alegres
visitantes está traducido al inglés, y tres mil ejemplares están en prensa;
ochenta páginas en cuarto ya están listas; algunos negociantes ingleses pagan
los gastos; cuando la obra esté terminada será llevada a Inglaterra sin que ni
el rey ni el cardenal puedan saberlo ni impedirlo."
La denuncia es hecha y los secuaces del
papado logran detener la impresión. Tyndale se consterna al saberlo. ¿Se
perderá el trabajo de tantos años? Siente un profundo abatimiento. La prueba le
parece superior a sus fuerzas. "¡Oh lobos devoradores exclama predican que
no hay que robar y ellos roban al hombre el pan de vida eterna para alimentarlo
con las cáscaras de sus méritos y buenas obras!" Pero Tyndale era un
hombre que poseía esa fe que traspasa las montañas y no tardó en sentirse
reanimado. Con plena confianza dijo a Roye que lo siguiese. Corre a la
imprenta, recoge los pliegos impresos y los manuscritos, sube a una embarcación
y remonta el río llevándose la futura grandeza de Inglaterra.
Cuando Cochlee y las autoridades
llegaron a la imprenta se enteraron que el hereje se había escapado. ¿Dónde
encontrarlo? Irá, sin duda, a ponerse bajo la protección de algún príncipe
luterano. ¡Prenderlo es imposible! El único recurso que queda es el de impedir
que los libros lleguen a Londres. Escribe en el acto a Enrique VIII, al
cardenal Wolsey y al obispo de Rochester. "Dos ingleses les dice quieren
enviar a vuestro pueblo el Nuevo Testamento en inglés. Dad órdenes a todos los
puertos de Inglaterra para que no puedan introducir la más funesta de las
mercaderías." ¡Tal es el nombre que este ferviente papista daba a la
Palabra de Dios!
Mientras tanto Tyndale con la mano
puesta sobre los pliegos preciosos remonta las aguas corrientosas del río. Pasa
frente a las antiguas y sonrientes aldeas que pueblan las márgenes del Rhin.
Las montañas, las rocas, los bosques sombríos, las ruinas, las iglesias
góticas, las embarcaciones, las aves, las flores, no podían hacer que apartase
su mirada del tesoro que llevaba consigo. Al fin, después de un viaje de tres o
cuatro días, llegó a Worrtis, donde cuatro años antes Lulero había dado fiel
testimonio de su fe y desafiado al emperador, al papa, a la muerte. Como
viajero desconocido descendió del navío y puso su carga sobre la ribera.
En Worms consiguió los servicios de una
imprenta y se entregó de nuevo a su tarea. Para despistar a la Inquisición,
introdujo algunos cambios de forma, y dos ediciones del Nuevo Testamento
estuvieron listas a fines de 1525.
En los primeros días de 1526 los libros
ya estaban embarcados, escondidos entre la mercadería de cinco negociantes
establecidos en ciudades marítimas. Llegaron a su destino y fueron secretamente
depositados en un sitio llamado Steelyard. Surge ahora otro problema: ¿quién se
encargará de hacer que estos libros, fruto de tantos desvelos y sacrificios,
lleguen a las manos del pueblo?
En una calle estrecha de Londres se
levantaba la vieja iglesia de Todos los Santos. Era vicario de la misma un
hombre sincero, de viva imaginación, tímido por naturaleza, pero lleno de un
coraje santo que más tarde lo llevó al martirio. Este cura se llamaba Tomás
Garret, y habiendo aceptado el Evangelio lo estaba predicando en la iglesia
donde desempeñaba sus funciones. Se buscaba un sitio seguro donde guardar los
ejemplares del Nuevo Testamento enviados por Tyndale, y otros libros que se
introducían de Alemania. Garret ofreció esconderlos en su casa y constituirse
en guardián de tan precioso tesoro. Una vez en su poder, día y noche los leía y
reunía secretamente e muchos amigos para explicarles su contenido. Procuraba
sigilosamente vender algunos, y los adquirían tanto laicos como eclesiásticos,
de modo que se diseminan por la gran metrópoli y aun más allá. Deseando llevar
adelante su obra se trasladó a Oxford y consiguió introducir muchos ejemplares
en los círculos estudiantiles. Cuando el cardenal supo lo que estaba sucediendo
reunió a los obispos y juntos tomaron la resolución de impedir que el libro
continuase circulando. Llegaron a enterarse de las actividades de Garret y
mandaron prenderlo. Lo buscaron en la iglesia, en la casa de Monmouth, en todas
partes, pero no aparecía. Un día cuando estaba tranquilamente colocando libros
en Oxford, llegan dos amigos apresuradamente y le dicen: "Huya, huya
cuanto antes, si no será llevado ante el cardenal y de ahí a la torre".
Comprendió que había llegado una hora de peligro y se dirigió sin demora a casa
de Antonio Delaber, donde tenía el depósito de sus libros y se dispuso a huir.
¿A dónde? Delaber tenía un hermano en Dorsetshire, rector en Stabridge, que
necesitaba un vicario. Convinieron en que Garret cambiase de nombre y que fuese
a llenar esa vacante, y como dicho rector era un papista fanático, los
perseguidores no lo buscarían en esa parroquia. Era la única puerta de escape,
y más tarde podría seguir al extranjero. Estaba en marcha, pero en el camino se
puso a reflexionar, y su conciencia se rebeló ante la idea de ocultarse bajo un
falso nombre y vivir a la sombra de un enemigo de la verdad, ocultando sus
convicciones y practicando actos que según la Palabra de Dios eran abominables.
Se detiene. Lucha. Vence el temor a la muerte y retrocede, llegando a Oxford
donde cayó en manos de sus enemigos y más tarde sufrió el martirio.
Tyndale continuaba en el continente
viviendo en Marburgo bajo la protección del príncipe protestante que allí
gobernaba y donde tenía grandes facilidades para proseguir sus tareas de
publicista, pues además de su traducción de la Biblia, compuso muchos escritos
de controversia de un tono altamente subido, pues la actitud de la iglesia
romana le había llevado a la convicción de que ella era la Babilonia
apocalíptica y la ramera embriagada con sangre de santos.
En 1535 Tyndale se hallaba en Amberes,
donde después de tanto rodar había hallado asilo en casa de algunos negociantes
ingleses que le prestaban ayuda. Estaba pasando los días más tranquilos de su
vida cuando fue traicionado por un falso amigo y encerrado en la prisión de
Vilvorde, donde permaneció sufriendo durante un año y ciento treinta y cinco
días. El proceso que se le formó fue muy lento y todo llevado por escrito.
Muchos amigos influyentes trataron de salvarlo, pero nada pudo saciar la sed de
sangre de sus perseguidores. Se ha encontrado una carta escrita por Tyndale al
gobernador de la prisión con el último invierno de su vida en la cual pide que
le den la ropa gruesa que le fue substraída, y la misma contiene este párrafo:
"Pero mayormente ruego y suplico a su clemencia que interceda ante el
procurador para que tenga la bondad de permitirme mi Biblia hebrea, mi
Gramática hebrea y mi Diccionario hebreo, para que pueda pasar el tiempo
estudiando": ¿Quién no ve en este ruego semejanza al de San Pablo cuando
preso en Roma pedía el capote que había dejado en Troas y mayormente los
pergaminos?
La sentencia de muerte fue pronunciada
el 10 de agosto de 1536 y conforme a ella Tyndale fue estrangulado y después
quemado. Su última oración fue ésta: "Señor, abre los ojos del rey de
Inglaterra".
ENRIQUE VIII
Al mismo tiempo que entre la gente
piadosa de Inglaterra la lectura del Nuevo Testamento iba produciendo un
extraordinario movimiento espiritual, en la Corte tenían lugar algunos hechos
que, en la providencia de Dios, estaban destinados a contribuir a la
emancipación religiosa de la nación.
En 1509 subió al trono Enrique VIII. Sus
padres lo habían destinado a la carrera eclesiástica y en su juventud se dedicó
con verdadero entusiasmo al estudio de la teología escolástica, siendo Tomás de
Aquino su autor favorito.
Desde el principio de su reinado se
constituyó en un ardiente defensor del catolicismo y persiguió a los lollardos,
quienes desde los días de Wickliffe, no cegaban de predicar el Evangelio por
las calles, y viajando por toda la isla.
Alarmado por la buena acogida que tenían
en su reino los libros de Lulero y escandalizado por los ataques que éste
dirigía al pontífice romano, quien era para Enrique un verdadero ídolo, salió
al encuentro del reformador alemán diciendo coléricamente: "Yo combatiré a
este Cerbero (monstruo mitológico) salado de las profundidades del infierno, y
si rehúsa retractarse, el fuego consumirá a sus herejías y al mismo
hereje". Tomó la pluma y armado de la Summa Teológica escribió un libro
titulado: "Defensa, de los siete sacramentos contra Martín Lutero".
En esta obra defiende la transubstanciación y todo el sistema sacramental del
papismo. El embajador de Inglaterra en Roma presentó al papa un ejemplar
magníficamente encuadernado y éste quedó tan encantado de su contenido que lo
llamó un diamante del cielo. Preguntó a sus consejeros cómo podía premiar la
meritoria contribución religiosa del "virtuoso" rey; ¿qué título se
le podía otorgar que estuviese a la altura de su piedad y celo religioso? Hubo
varios pareceres, pero prevaleció la idea de concederle el título de
"Defensor de la fe", que llevan hasta hoy los soberanos ingleses.
Desde entonces redobló su celo de perseguidor de protestantes y las cárceles se
llenaron de las víctimas que no conseguían llegar al continente.
Antes de referir otras cosas referentes
a Enrique VIII, presentemos a un personaje que tuvo mucho que ver con los
acontecimientos de su reinado: el cardenal Wolsey. Era hijo de un carnicero de
Ipswich y en la carrera eclesiástica a la cual lo dedicaron sus mayores hizo
rápidos progresos, llegando pronto a ser nombrado obispo de York. Encargado por
el rey de algunas difíciles negociaciones en el extranjero reveló cualidades de
hábil diplomático y desde entonces su influencia en la corte fue inmensa.
Consiguió ser nombrado cardenal y así ya se sentía a un paso de la silla
pontificia. Fue nombrado canciller del reino y era de hecho el verdadero
soberano de Inglaterra, porque no había ningún asunto civil o eclesiástico que
no estuviese bajo su control.
El lujo y la suntuosidad de su palacio
no conocía límites. Tenía una servidumbre de más de 500 personas y algunos
miembros de la nobleza se consideraban muy honrados de pertenecer a ella.
Cuando salía a las calles se vestía de un modo deslumbrante; ropas finísimas de
seda, mantos de púrpura carmesí y zapatos tachonados con piedras preciosas. Iba
acompañado de numerosos sacerdotes que llevaban enormes cruces de plata.
Empleaba su enorme fortuna en proteger
las letras y las artes. Su palacio era el rendezvous de la gente de alto tono,
y la vida que en él se llevaba estaba muy lejos de ser un modelo de virtudes
cristianas.
Carlos V le había prometido su apoyo
para alcanzar el pontificado, pero no cumpliendo con su promesa tuvo el
disgusto en dos ocasiones de ver a otro salir elegido. Hay historiadores que
aseguran que para vengarse del emperador promovió el asunto del divorcio del
rey, que tan alta resonancia tuvo en la historia del mundo.
Enrique VIII se había casado con
Catalina de Aragón, viuda de su hermano Arturo, la cual era sobrina de Carlos
V. Este matrimonio era contrarío a las leyes canónicas, pero se salvó este
obstáculo consiguiendo una dispensa del papa Julio II. ¿Cómo puede el papa, se
preguntaron muchos, autorizar lo que Dios prohíbe?
Después de dieciocho años de matrimonio,
instigado por el cardenal, descontento por no tener un heredero varón, y
locamente enamorado de Ana Bolena, una hermosa dama de la corte, el rey
manifestó tener escrúpulos de conciencia para continuar unido en un matrimonio
que muchos eclesiásticos le decían no era legítimo. Pidió entonces al papa
Clemente VII que lo anulase, pero éste, no queriendo contrariar a Carlos V,
puso muchas dilaciones. El rey por su parte alegaba en su favor que no había
cosa más común en la historia de las naciones que la anulación de matrimonios
reales por parte del Vaticano. Recordaba el de Ladislao y la princesa Beatriz
de Nápoles, acordado por Alejandro VI y también el de Luis XII que se separó de
Juana de Francia.
En esta circunstancia aparece un hombre
que estaba destinado a jugar un papel muy importante en la historia de
Inglaterra: Crammer. Era este un eclesiástico, doctor de Cambridge, que
simpatizaba con las ideas de la Reforma. Aconsejó al rey que se dejase del Papa
y consultase a las Universidades. El rey aceptó el consejo y despachó
comisiones a todas partes y las universidades inglesas, francesas, alemanas e
italianas se declararon por la nulidad de] matrimonio del rey.
Mientras se efectuaban estas consultas,
Crammer que había ganado el favor real, fue nombrado arzobispo de Canterbury,
primado de Inglaterra.
Así Enrique VIII desentendiéndose del
papa logró la anulación de su matrimonio y se casó con Ana Bolena.
Este divorcio real tuvo un largo
alcance, pues terminó con el divorcio de Inglaterra con el papado,
circunstancia que aprovecharon los partidarios de la Reforma para introducir
doctrinas evangélicas en la iglesia del Estado.
El Parlamento promulgó varios edictos
aboliendo los diezmos que se pagaban al papa, prohibiendo toda apelación a
Roma, y finalmente declarando al rey cabeza suprema de la iglesia de
Inglaterra, la que tomaba el nombre de Ecclesia Anglicana.
El rey reunió al alto clero en una
especie de Sínodo donde pronto chocaron las tendencias protestantes con las
católicas. El rey a pesar de romper con el papa permanecía católico en sus
creencias. El partido protestante consiguió que la Biblia fuese publicada con
autorización real y que se colocase un ejemplar en cada iglesia. En 1536 fueron
presentados diez artículos en los que se acentuaba la tendencia protestante que
iba tomando la separación.
El papa excomulgó a Enrique y puso al
reino en entredicho. El rey para demostrar que continuaba permaneciendo
católico hizo promulgar seis artículos anti-protestantes que recibieron la
denominación de "el azote de seis cuerdas". En éstos se amenazaba con
la horca y con la hoguera a quienes se atreviesen a desconocerlos. Eran la
transubstanciación, la privación del cáliz a los laicos, el celibato clerical,
los votos monásticos, la misa y la confesión auricular.
Recrudeció entonces la persecución
contra la fe evangélica y entre las muchas víctimas se encuentra un maestro
llamado Lambert, quemado a fuego lento por haber negado la presencia real en
los símbolos de la cena. Más de quinientos fueron encarcelados.
Enrique VIII, abogado del celibato, tuvo
nada menos que seis esposas. Se cansó pronto de Ana Bolena y acusándola de
infidelidad la hizo decapitar. Al día siguiente de esta tragedia se casó con
Juana Seymour la cual murió. Se casó entonces con Ana de Cleves pero se
disgustó con ella porque amaba la música y hablaba sólo el alemán. Obtuvo el
divorcio y se casó con Catalina Howard. Alegando que había descubierto en ella
faltas cometidas antes del matrimonio la hizo condenar a muerte y se casó, por
sexta vez, con Catalina Parr.
Su reinado fue un reinado de sangre.
Hubo ejecuciones a miles, pues hacía dar muerte a los católicos que se negaban
a desconocer la autoridad del papa, como a los protestantes que se oponían a la
misa. Nunca abandonó las creencias católicas como lo demuestran estos párrafos
de su testamento:
"En nombre de Dios y de la gloriosa
y bienaventurada virgen, nuestra Señora Santa María y de toda la Santa Compañía
Celestial: Nos Enrique, por la gracia de Dios, etc., muy humilde y sinceramente
encomendamos y legamos nuestra alma al Todopoderoso Dios. También rogamos con
toda instancia a la bienaventurada virgen María, Su Madre, con toda la Santa
Compañía Celestial, que oren por nosotros mientras vivamos en este mundo y al
tiempo de salir de él para que podamos alcanzar la vida eterna lo más pronto
posible. También encargamos a nuestros albaceas que hagan limosna a la gente
pobre para que oren por la remisión de nuestros pecados". "Y queremos
que los deanes y canónigos de nuestra capilla de San Jorge, dentro de nuestro
palacio de Windsor, reciban propiedades que den 600 libras esterlinas de rédito
al año, para ellos y sus sucesores, para celebrar misa en dicho altar".
Collier, Eclesiástical History.
No se puede pedir un testamento más
católico ni menos protestante.
Enrique VIII persiguió a los
protestantes todos los días de su reinado, hasta la muerte. Fue cismático pero
fanáticamente católico.
EDUARDO VI
Muerto Enrique VIII, heredó el trono
Eduardo VI, pero como tenía tan sólo diez años de edad fue nombrado un consejo
de regencia, presidido por el duque de Somerset, tío del rey. Este era un hábil
estadista y franco amigo de la Reforma religiosa. El joven rey, que fue llamado
el Josías inglés, no puso obstáculos al programa protestante de las personas
que le rodeaban, de modo que el partido católico fue por completo desalojado
del poder. Crammer comprendió que había llegado la hora oportuna para
introducir en la iglesia muchas reformas saludables de índole evangélica, y
supo hacerlo con tacto y sabiduría. Fueron entonces abolidos los Seis Artículos
que habían sido causa de tantos encarcelamientos y muertes durante el reinado
anterior. Los partidarios de la Reforma que estaban presos fueron puestos en
libertad v muchos volvieron del destierro, entre otros Juan Knox, quien fue
nombrado capellán del rey, cargo que no le agradó debido a sus tendencias
presbiterianas. Crammer eligió los predicadores más fogosos y entusiastas y los
envió para enseñar al pueblo por todas las diócesis, tomó medidas para que la
Biblia fuese más leída y explicada en las iglesias, abolió la misa y las
oraciones en latín, hizo que la comunión sé administrase bajo las especies de
pan y vino, y autorizó el matrimonio de los eclesiásticos.
Se reunió un importante Sínodo en 1551 y
redactó cuarenta y dos artículos de fe, que respondían a los principios del
protestantismo, que fueran reducidos más tarde a treinta y nueve, los que con
algunas modificaciones son los que sirven hasta hoy de norma a la iglesia
Anglicana.
El rey vivió sólo hasta los diecisiete
años, y antes de morir, influenciado por el duque de Northumberland, había
designado a Juana Grey para sucederle en el trono, y así evitar que los
católicos volviesen al poder. La nueva reina no tenía todavía veinte años y se
distinguía tanto por su hermosura como por sus virtudes y cultura. Dominaba
varios idiomas y leía en sus lenguas originales las obras maestras de la
literatura antigua. Seguía por convicción la doctrina evangélica y mantenía
correspondencia sobre temas espirituales con Zwinglio y Bullinger. Al morir
Eduardo VI, los partidarios de la Reforma se apresuraron a colocarla en el
trono, pero la mayoría de los miembros de la nobleza, por respeto al principio
hereditario tan venerado en Inglaterra, se pronunció en favor de María, hija de
Catalina de Aragón, primera esposa de Enrique VIII. La infortunada reina pagó
con su vida el efímero reinado que sólo le duró diez días. Fue encerrada en la
torre de Londres y terminó sus días alentada por la fe evangélica que había
abrazado. Poco antes de ser decapitada envió a su hermana un Nuevo Testamento
con una dedicatoria en la que manifiesta sentimientos cristianos muy tocantes y
serios. Extraemos algunas líneas de la misma: "Te envío, querida hermana,
un libro que aunque exteriormente no está cubierto de oro, no vale menos que
todas las piedras preciosas. Contiene el mensaje bienhechor de Nuestro Señor,
la expresión de su suprema voluntad y de su misericordia para con nosotros,
pobres pecadores. Te enseñará, si lo lees con un sincero deseo de ser salva, el
camino de la vida eterna En cuanto a mí, tengo la seguridad, al abandonar esta
vida mortal, de obtener la vida eterna, que ruego a Dios te conceda también a
ti En el nombre de Dios, no te apartes jamás de la verdadera fe cristiana, ni
aun por salvar tu vida, porque si tú negares la verdad, Dios a su vez te negará
¡Quiera Él introducirme en su gloria, y también a ti, cuando sea su voluntad!
¡Adiós, querida hermana! ¡Espera en Dios! ¡Él te ayudará!".
UNA LEGIÓN DE MÁRTIRES
La princesa María fue proclamada reina
el 17 de julio de 1553. Tenía entonces treinta y siete años de edad. Había sido
educada en el más pronunciado fanatismo romanista. No bien se sentó en el trono
despachó un mensajero a Roma manifestando al papa que se ponía
incondicionalmente a sus pies.
A los que le ofrecieron la corona y
trabajaron para que la obtuviera, les había manifestado hipócritamente que
ninguno sería molestado por sus convicciones religiosas, y que lo único que pedía
era que las suyas fuesen respetadas. Pero una vez en el poder se sacó la
careta, cambió prontamente de tono, y dio a entender que tenía la
inquebrantable resolución de suprimir el protestantismo de su reino.
Su primer cuidado fue el de rodearse de
colaboradores que apoyasen sus planes y los encontró en Gardiner y Bonner. Al
primero hizo nombrar obispo de Winchester y Lord Canciller del reino; y al
segundo obispo de Londres, en reemplazo de Ridley, el futuro mártir. Pidió,
además, al papa que el cardenal Pole, que se encontraba en Italia, fuese
enviado en calidad de legado pontificio.
Todos los oficiales del gobierno que
anteriormente habían mostrado alguna simpatía por la Reforma fueron
substituidos por papistas reconocidos.
El arzobispo Crammer fue no sólo
destituido sino enviado a la torre bajo la acusación de herejía y alta
traición, por haber tenido parte en la elevación al trono de Juana Grey. Fueron
igualmente encarcelados, Ridley, obispo de Londres; Rogers, por haber predicado
un sermón protestante en la catedral de San Pablo; Latimer que era el
predicador más elocuente de Inglaterra; Hooper, de Gloucester, hombre
activísimo que predicaba tres o cuatro veces por día; Coverdale, Bradíord,
Saunders, y otros. Todos los obispos y vicarios sospechosos de antipapismo
fueron destituidos, mayormente los que se habían casado. La misa y otros ritos
que habían sido abolidos, fueron restablecidos, aun antes de que el Parlamento
lo sancionase.
La reina contrajo enlace con el hijo del
emperador Carlos V, más tarde Felipe II, y por este enlace quedaba hecho rey de
Inglaterra. De modo que la nación estaba virtualmente dominada por el papa de
Roma y un príncipe español, lo que causaba no poco disgusto a los amantes de la
independencia y dignidad del reino.
El protestantismo inglés fue sometido a
una prueba dura y severa durante el reinado de María, generalmente llamada la
católica. No menos de cuatrocientas personas fueron ejecutadas por motivos
religiosos. Fox en su famoso y popular libro titulado LOS MÁRTIRES ha referido
con muchos detalles los sufrimientos de estas víctimas de la intolerancia. Son
páginas melancólicas, de dolor y sufrimiento, que sirvieron país mantener
encendido el fervor espiritual del pueblo sajón, los que quisieron extirpar al
Evangelio por medio de la hoguera se equivocaron grandemente, pues escribieron
una página tan gloriosa en la historia del protestantismo, que contribuyó
durante siglos a mantenerlo vigoroso.
En la prolongada rocha de la persecución
brillaron los astros de la fe; y aquéllos para quienes la historia nunca
hubiera tenido un recuerdo, pasaron a formar parte de la gran nube de testigos
que dieron sus vidas antes que negar a su Señor.
Bajo el sangriento reinado de María las
sentencias de muerte se pronunciaban con suma facilidad. Se interrogaba a los
acusados sobre la transubstanciación y el papado; y todo aquel que negaba que
la hostia era realmente el cuerpo de Cristo y el papa el verdadero jefe de la
iglesia, era conducido a la hoguera sin ningún miramiento.
Mencionemos algunos mártires de los que
figuran en la numerosa legión.
JUAN ROGERS.
El 4 de febrero de 1555 Juan Rogers fue
súbitamente despertado del sueño en la lúgubre prisión donde se encontraba
encerrado, esperando que se cumpliese la sentencia que pocas semanas antes había
sido pronunciada en su contra. Se le notificó que había llegado la hora de
morir. Cuando llegó a Smithfield donde se había levantado la hoguera, vio entre
el gentío a su esposa que lo esperaba con un niño en los brazos y diez a su
alrededor. Sólo pudo despedirse de ella con una mirada. Sus perseguidores
habían creído que ante el triste cuadro que le ofrecía su pobre esposa e hijos,
no vacilaría en apostatar de su fe, pero se equivocaron. Confiado en "el
padre de huérfanos y defensor de viudas" se dirigió resueltamente al
poste. La leña ya estaba preparada y todo listo para la ejecución, cuando le
ofrecieron el perdón si se retractaba. "Lo que he predicado respondió
Rogers heroicamentelo sellaré con mi sangre". "Eres un hereje",
le contestaron. "Eso lo sabremos en el último día", respondió. Se
arrimó la antorcha, el fuego se encendió y pronto las llamas lo rodearon.
Levantó las manos al cielo y así las mantuvo hasta que exhaló su ultime
suspiro.
JUAN HOOPER.
Era obispo de Gloucester y había estado
junto con Rogers en el juicio. Pensaba que le tocaría morir a su lado, pero los
romanistas, con la idea de amedrentar a sus admiradores, resolvieron hacerlo
ejecutar en la ciudad donde había actuado. Cuando lo supo saltó de alegría,
porque estaba dispuesto a morir por Cristo en cualquier parte, pero
especialmente en presencia de aquellos a quienes había predicado el Evangelio.
Así coronaría su ministerio con una acción que confirmaría todos sus sermones.
Acompañado por seis soldados de la guardia fue conducido a Gloucester donde le
esperaba una multitud de personas que derramaban lágrimas. Le concedieron un
día de gracia que lo pasó en oración y ayuno, y despidiéndose de los amigos que
acudían a verlo. Se acostó temprano y durmió algunas horas profundamente,
después de las cuales se levantó para ir al encuentro de la muerte. A las 8 de
la mañana, el 9 de febrero de 1555, fue conducido al sitio donde tenía que ser
quemado, el cual estaba cerca de la catedral donde tantas veces había predicado
a la misma gente que ahora se agolpaba para verlo morir.
La multitud era de unas siete mil
personas, pero Hooper no pudo hablarles porque sus verdugos lo habían amenazado
con arrancarle la lengua en cuanto procurase hacerlo, pero su mansedumbre, su
imperturbable tranquilidad, la noble serenidad de su rostro y el coraje
demostrado ante la dura prueba, hablaron con más elocuencia de lo que pudieran
haberlo hecho sus labios.
Frente a la pira se arrodilló y los que
estaban cerca pudieron oír esta oración: "Señor, tú eres un Dios
misericordioso y clemente Redentor. Ten misericordia de mí, miserable e indigno
pecador, según la multitud de tus miseraciones y la grandeza de tu compasión.
Tú subiste al cielo: recíbeme para ser participante de tu gozo, donde te
sientas en igual gloria que el Padre".
Rehusó el perdón que le fue ofrecido si
volvía al seno de la iglesia romana, y entonces fue sujetado con una cadena al
poste, y en medio de los sollozos y lamentos del gentío, se encendió la
hoguera. La leña estaba verde y el fuego era muy lento, y entonces se le oyó
exclamar: "Por amor de Dios, poned más fuego". Se trajeron algunos
atados de leña seca y aunque el fuego se avivó el martirio seguía siendo lento.
Se le oyó entonces decir: "Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí, y
recibe mi alma".
Se agregó entonces una tercera porción
de leña a la hoguera, pero habían pasado tres cuartos de hora antes que el
fuego tomase fuerza. Por fin las llamas le rodearon y Hooper inclinando la
cabeza entregó su vida diciendo: "Señor Jesús, recibe mi espíritu".
Con no menor heroísmo murieron, Lorenzo
Saunder, en Coventry; Rolando Taylor, en Suffolk; y Bradford, en Smithfield.
LOS TRES MÁRTIRES DE
OXFORD.
Tres víctimas ilustres bajo la
persecución de la reina María fueron Latimer, Ridley y Crammer. Los tres habían
discutido con una comisión de los nuevos señores de Inglaterra en septiembre de
1554 y como permaneciesen inconmovibles en las creencias de la fe protestante
relativas a la transubstanciación y al papado, fueron declarados herejes
obstinados y condenados a morir en la hoguera.
Permanecieron más de un año en la cárcel
y en octubre de 1555 se dio orden de que Latimer y Ridley sufrieran la pena a
que estaban sentenciados. La noche antes de su muerte Ridley cenó
tranquilamente con la familia del alcalde de la prisión sin dar señales de
abatimiento por el próximo fin que le esperaba. Mostraba hasta cierta
jovialidad invitando a los que le rodeaban a asistir a sus bodas. "Mañana
decía mi almuerzo será duro, pero estoy cierto que será dulce". Cuando
terminaron de cenar, su hermano quiso pasar la noche a su lado. "No, no
respondió iré a la cama y, Dios mediante, dormiré tan tranquilamente esta noche
como en toda mi vida".
Al día siguiente al ser conducido al
sitio de la ejecución, pasó por la prisión donde Crammer estaba encerrado;
lanzó una mirada ansiosa esperando verle en la ventana para darle su adiós,
pero Crammer en ese momento estaba discutiendo con un fraile. "Cuando supo
que sus compañeros de causa habían pasado, subió apresuradamente al techo de la
cárcel, desde donde pudo presenciar el martirio; y puesto de rodillas rogó a
Dios que los fortaleciese en aquella hora y que lo preparase para seguirles en
la misma prueba.
Ridley vio que Latimer venía detrás de
él. El fogoso campeón de la verdad tenía ya una edad muy avanzada y marchaba
con paso lento, pero con la frente levantada, mostrando así la nobleza de su
carácter. Ridley al verlo corrió a su encuentro, le dio un fuerte abrazo y lo
besó diciendo: "Ten coraje, hermano". Ambos se arrodillaron, oraron y
se cruzaron algunas palabras que nadie oyó.
Fueron asegurados a un poste con una
cadena, y un montón de leña encendida fue arrojada a los pies de Ridley, y entonces
Latimer le dirigió estas palabras que han resonado a través de los siglos:
"Ten coraje, maestro Ridley y pórtate varonilmente: en este día, por la
gracia de Dips, encendemos una luz en Inglaterra, que nunca se apagará".
Crammer también terminó su carrera con
un glorioso martirio, pero tuvo antes una caída humillante. Sus enemigos lo
rodearon de respeto y consideraciones y lo convencieron de que salvando su vida
podía ser muy útil al reino y a la iglesia. Para esto sólo se requería
reconocer la autoridad del papa. "¿Qué mal hay en reconocerla hasta donde
lo permitan las leyes de Dios y de la nación?", le decían los que buscaban
su sumisión. Crammer se dejó vencer y firmó el pliego fatal que sus enemigos le
presentaban. La reina y el cardenal estaban contentísimo» de este triunfo. Esta
renuncia haría más por la causa del papa que todas las hogueras. No por eso
abandonaban la inicua idea de sacrificarlo. El 21 de marzo de 1556 lo sacaron
de la prisión y lo condujeron a la iglesia de Santa María, para que hiciese su
retractación pública. Lo colocaron frente al pulpito vestido con ropas
burlescas en las que se recordaba su carácter eclesiástico. Se cantaron los
Salmos penitenciales y luego el doctor Colé pronunció un sermón exhortando a
Crammer a que hiciese una pública confesión de sus faltas y errores para verse
libre de toda sospecha de herejía. "Lo haré contestó y de muy buena
gana". Se levantó resueltamente y, para gran sorpresa de todos, declaró
que detestaba las doctrinas romanistas y que permanecía firme en la fe
evangélica. "Ahora añadió vengo al asunto que ha turbado mi conciencia más
que cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida". Declaró aquí que se
arrepentía de la sumisión que había firmado y terminó diciendo: "En vista
de que mi mano ofendió, escribiendo en contra de mi corazón, mi mano será la
primera en ser castigada; porque cuando sea conducido a la hoguera, será la
primera en ser quemada".
No había acabado de pronunciar estas
palabras, cuando los romanistas crujiendo los dientes de rabia se arrojaron
sobre él y violentamente lo condujeron a la hoguera que ya tenían preparada,
porque estaba resuelto que lo harían morir ese día a pesar de la retractación
pública que esperaban. En el mismo sitio donde Ridley y Latimer habían sido
quemados estaba el poste donde sería sujetado. No bien se encendió el fuego
extendió su mano a la llama diciendo: "¡Esta indigna mano derecha!"
Así la mantuvo, salvo un instante en que la allegó a la frente para quitarse el
sudor que le corría. Tuvo la fuerza suficiente de mantenerla en el fuego hasta
que se consumió, siempre diciendo: "¡Esta, indigna mano derecha!" Las
llamas envolvieron por completo su cuerpo y llegando su último momento de vida
en esta tierra, levantó los ojos al cielo y pronunció la oración, de Esteban:
"¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!".
ESTABLECIMIENTO DEFINITIVO
DEL PROTESTANTISMO
Al morir la reina María, dejando tras
ella un sangriento derrotero, subió al trono su hermana paterna, Isabel, quien
profesaba la fe protestante, como lo había hecho su difunta madre Ana Bolena.
Inglaterra sintió entonces una sensación de alivio, pues su primera medida fue
poner en libertad a los numerosos presos que esperaban de un momento a otro ser
conducidos de la cárcel a la hoguera.
El día de su coronación, al pasar por
las calles de la capital, le fue presentado un ejemplar de la Biblia que ella
recibió con marcadas señales de aprecio. El pueblo supo entonces que había
empezado para la nación una nueva era y que la religión de la Biblia no sería
perseguida más.
No era tarea fácil restablecer el
protestantismo porque los romanistas estaban atrincherados en las altas
posiciones y se defendían tenazmente y amenazaban también desde el extranjero.
Por otra parte, las figuras prominentes de la Reforma ya no existían, porque
los que no habían perecido bajo la persecución estaban en el destierro. El
clero era en su mayor parte papista y se oponía a toda medida de renovación y
adelanto. Pero la reina supo obrar con prudencia para lograr su objeto.
Estableció la lectura de la Biblia en las iglesias y prohibió la adoración de
la hostia por ser un acto idolátrico.
En este tiempo tuvo gran influencia la
Apología de Jewell que se propagó por todas partes del reino trayendo a los
numerosas lectores el convencimiento de que la iglesia romana era una iglesia
apóstata, contraria en doctrina y espíritu al genuino Cristianismo.
El papa amenazaba con la excomunión y
entredicho, pero no se atrevía a tomar esta enérgica medida sabiendo que sería
de efecto contraproducente. Por fin, Pío V, en 1570, convencido de que toda
esperanza de ganar ese reino estaba perdida, lanzó la terrible bula en la que
declaraba a Isabel usurpadora del reino y a Inglaterra refugio de herejes y de
los peores hombres.
Desde entonces Inglaterra quedó
definitivamente separada del papado y llegó a convertirse en el baluarte más
fuerte del protestantismo.
LA REFORMA EN ESCOCIA:
PATRICIO HAMILTON. JUAN
KNOX. PATRICIO HAMILTON
En el siglo XVI Escocia era un reino
independiente, aunque por motivos de matrimonios reales estaba estrechamente
ligado a Francia. En ninguna otra parte del mundo la iglesia romana tenía más
predominio e influencia. La población entera obedecía sin protestas a los
sacerdotes que la subyugaban económica y espiritualmente. Los obispos, abades y
otros eclesiásticos ocupaban casi todos los cargos públicos; eran ministros,
jueces, maestros, embajadores y hasta jefes militares. Eran dueños de las
pesquerías y de los feudos donde trabajaban los plebeyos en exclusivo provecho
de los eclesiásticos. La mitad del territorio les pertenecía y la otra mitad la
tenían sujeta a elevadas cargas públicas e impuestos onerosos. Ningún país, por
lo tanto, ofrecía un campo menos propicio para la Reforma, y no obstante, en
ningún otro ésta tuvo un triunfo tan completo y duradero.
Algunos rayos de luz habían penetrado en
Escocia en los días de Wicliffe y los lollardos, y hasta el papa llegó a
quejarse de que el reino estaba infectado de herejía. Pero la preponderancia
del catolicismo era tal que esa luz fue pronto apagada.
El país estaba herméticamente cerrado a
la introducción de toda idea contraria a los que lo dominaban, de modo que el
único reformador que podía abrirse camino era la Biblia, la cual penetró en
algunos de sus medioevales castillos allá por el año 1525. Tuvo buena acogida y
era leída también en varios conventos y escuelas, llegando a despertar y
conmover a más de una conciencia adormecida, y sujeta al férreo yugo del dogma
de la autoridad papal.
Recordemos ahora al primer mártir de una
legión gloriosa que selló con la muerte el testimonio de Cristo, antes que la
Reforma fuese establecida.
Patricio Hamilton era un joven de linaje
real, y más que por su nacimiento era noble en mente y corazón. Nació en 1504.
Fue educado en la Universidad de San Andrés y más tarde enviado a París para
perfeccionar sus estudios; y fue en esta ciudad donde recibió los primeros
conocimientos de la verdad evangélica. Pasó después a Marburgo e ingresó al
flamante Colegio que acababa de fundar el landgrave de Hesse, y estudiando bajo
la dirección de Francisco Lambert aceptó de corazón e inteligentemente las
verdades bíblicas que se estaban propagando.
Cuando volvió a su tierra nativa iba
animado del ardiente deseo de dar a conocer el camino de salvación, y aunque
sabía muy bien a cuánto peligro se exponía no se amedrentó. Desde que se puso a
predicar, una espada estaba suspendida sobre su cabeza. No tardó en conseguir
algunos adeptos entre sus parientes y amigos, quienes lo recibían admirados de
su valentía y quedaban prendados de sus modales atractivos y sinceridad de
motivos.
Se puso a trabajar también entre la
gente de los distritos rurales, quienes le oían de buena gana cuando exponía
las Escrituras con claridad y poder espiritual. Dio un paso más adelante cuando
se atrevió a predicar en la iglesia del antiguo palacio de Lintithgow, y ahí
muchos miembros eminentes del clero y personas pertenecientes a la familia real
escucharon al singular predicador que rebajaba el valor de las ceremonias y
ritos, al mismo tiempo que levantaba a Cristo y lo proclamaba único Salvador
del mundo.
Las noticias de las actividades del
evangelista llegaron a oídos del cardenal Beatón, quien comprendió que se
trataba de un caso que tenía que considerar cuidadosamente y con mucha cautela.
Condenar a un despreciado lollardo era cosa fácil, pero ahora se trataba de un
luterano de sangre real, de modo que tenía que adoptar otra táctica. El cruel y
astuto cardenal mandó llamar a Hamilton dando a entender que deseaba reformar
la iglesia para librarla de los males que la afligían y que deseaba contar con
él para tan importante tarea. Hamilton adivinó que el cardenal lo estaba
conduciendo a una emboscada; pero a pesar de los ruegos y lágrimas de sus
amigos se presentó a la cita, la que tuvo lugar en la iglesia de San Andrés,
donde estaba el asiento de la corte eclesiástica. Parece que tenía la
convicción de que su misión era la de servir a Dios y a su país con el
testimonio de su martirio, y esto explicaría la osadía que demostró desde el
principio de sus trabajos. Fue muy bien recibido por el cardenal, y después de
exponerle sus planes le manifestó que quedaba en completa libertad de acción y
que podía exponer sus creencias francamente sin temor de ser molestado.
Después de esta entrevista le salió al
encuentro un famoso canónigo llamado Alesius, hombre joven y pujante, que
deseaba medirse con el hereje que ya empezaba a llamar extraordinariamente la
atención y a causar algunas zozobras a los eclesiásticos. Las discusiones con
Alesius dieron por resultado la conversión de éste, quien dejando caer la
espada que había esgrimido con valor y desesperación, se puso enteramente y de
corazón del lado de Hamilton. La misma cosa ocurrió con Alejandro Campbell,
prior dominicano a quien el cardenal había encargado de persuadir a Hamilton,
con la diferencia de que en este segundo caso hubo sólo un convencimiento
intelectual que no llegó a efectuar un verdadero cambio de corazón.
Pasó un mes de esta manera, discutiendo
sin ser molestado, seguramente porque el clero creía que estando el catolicismo
tan arraigado no corría ningún peligro. Argumentaba con unos y con otros y de
este modo la Palabra de Dios se iba sembrando en muchos círculos.
Pero el plan de sacrificar a Hamilton
estaba ya fraguado y no tardaría en ser puesto en ejecución. La primera medida
tomada fue la de alejar al joven aconsejándole un retiro espiritual; la
segunda, la de vigilar los pasos de un hermano de Hamilton que podía mover
muchas influencias en su favor y evitarle la muerte.
Hamilton fue arrestado y este hecho produjo
mucha sensación, a tal punto que hubo hasta tentativas armadas para librarlo de
las garras de sus enemigos, las cuales no prosperaron.
Una mañana muy temprano tuvo que
comparecer delante de la corte que debía juzgarlo y se le acusó de ser
propagador de trece enseñanzas heréticas. Dos de ellas damos como ejemplo:
"Que el hombre no es justificado por las obras sino por la fe".
"Que las buenas obras no hacen al hombre bueno, sino que el hombre bueno
hace buenas obras".
Se discutieron los artículos que formaban
la base del proceso y fue nombrada por el cardenal una comisión que debía
informar al cabo de algunos días. Para tranquilizar los ánimos, el acusado fue
puesto provisoriamente en libertad.
La comisión no tardó en hacer saber al
cardenal que había terminado su tarea y estaba lista para informar. Se ordenó
entonces que Hamilton fuese nuevamente arrestado para hacerlo comparecer ante
el tribunal; pero como se quería evitar todo tumulto, fue arrestado durante la
noche. Hamilton se hallaba en su alojamiento rodeado de un grupo de amigos con
quienes compartía sobre temas espirituales, cuando repentinamente el silencio
fue interrumpido por la llegada de una patrulla, y el hombre a quien buscaban
fue conducido al castillo, acompañado de algunos amigos a quienes se les
permitió seguirlo.
A la mañana siguiente, el último día de
febrero de 1528, el cardenal tomaba su asiento en el lujoso trono de la
catedral, una de las principales y más ricas del mundo. Cuatro obispos
revestidos de sus mitras y vestimentas del rango, numerosos priores de los
conventos, también muchos abades y canónigos, lo rodeaban. Gran profusión de
cirios y cruces daban al acto gran solemnidad. Entre los priores se hallaba
Alejandro Campbell, quien había declarado privadamente a Hamilton que compartía
sus ideas y principios, pero que demostraba no tener el valor necesario para
ser fiel a su conciencia.
Hamilton fue conducido desde el castillo
y puesto frente a esta asamblea de enemigos y acusadores que tenían que ser
jueces al mismo tiempo. Campbell se levantó y leyó los artículos de la
acusación y después de una breve discusión apostrofó a Hamilton de esta manera:
"¡Hereje! ¿Has dicho tú que es lícito a todos los hombres leer la Palabra
de Dios y especialmente el Nuevo Testamento?" Hamilton respondió
afirmativamente. "¡Hereje! volvió a preguntar ¿Has dicho tú que es inútil
invocar a los santos y en particular a la bienaventurada Virgen María, como
nuestros mediadores para con Dios?" "Yo digo con San Pablo contestó
Hamilton que no hay otro mediador entre nosotros y Dios que su Hijo
Jesucristo". "¡Hereje! volvió a preguntar el prior ¿Dices tú que es
cosa vana decir misas por las almas que han partido de este mundo y que se
hallan en el Purgatorio?" "Hermano le respondió con nobleza el
reformador nunca he leído en las Escrituras de Dios que exista tal Purgatorio,
ni creo que haya otra cosa que pueda limpiar las almas sino la sangre de
Jesucristo". El dominicano levantó la voz y gritó: "¡Hereje
detestable, execrable, hereje impío!" "Basta, hermano, contestó Hamilton
dirigiendo a su acusador una mirada compasiva en tu corazón no piensas que yo
soy hereje".
El cardenal pronunció la fatal sentencia
declarando a Hamilton hereje y condenándole como tal a morir en la hoguera. Fue
conducido de nuevo al castillo y ese mismo día al lugar de la ejecución.
Llevaba el Nuevo Testamento en la mano e iba acompañado de muchos amigos.
Cuando vio el poste se descubrió y levantando los ojos al cielo permaneció unos
instantes en oración. Regaló el Nuevo Testamento a uno de sus amigos y la capa
al sirviente que lo acompañaba diciéndole: "Esto no sirve para el fuego,
pero a ti puede serte útil. Después de esto no puedes esperar nada de mí sino
el ejemplo de mi muerte, que te ruego no la olvides, porque aunque es amarga a
la carne y terrible al hombre, es la entrada a la vida eterna, la cual ninguno
poseerá si niega a Cristo en esta perversa generación".
Con una fuerte cadena fue ligado al
poste y cuando se encendió la leña dijo: "En el nombre de Jesucristo,
entrego mi cuerpo a las llamas y encomiendo mi alma en las manos del
Padre".
Alesio estaba presente y narró más tarde
los detalles del martirio de aquel que lo había llevado al conocimiento de la
verdad.
Campbell también estaba junto a la
hoguera y exhortando al mártir a que se retractara. "¡Hereje! exclamaba
¡conviértete invocando a nuestra Señora! ¡Pronuncia un Salve Regina!"
"¡Apártate de mí, mensajero de Satanás le respondió Hamilton y déjame en
paz!" "¡Sométete al papa volvió a decir el dominicano porque no hay
salvación sino en unión con él". "¡Hombre impío le respondió Hamilton
tú sabes que no es así, porque me lo has dicho a mí mismo! ¡Te entrego al
tribunal de Jesucristo!" Al oír estas palabras el fraile no pudo más y
redargüido por la conciencia huyó al convento donde pocos días después murió
demente por causa del terrible remordimiento de conciencia.
Seis horas hacía ya que Hamilton estaba
atado al poste pero fue quemado con tanta lentitud que aun estaba con vida.
Cuando su fin se acercaba, se le oyó decir: "¿Hasta cuándo, Señor, las
tinieblas cubrirán este reino? ¿Hasta cuándo, Señor, tolerarás la tiranía de
los hombres? ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!"
Así murió el protomártir de la Reforma
en Escocia.
JUAN KNOX
Después del martirio de Patricio
Hamilton los eclesiásticos se creyeron dueños absolutos de la situación, pero
no tardaron en saber que no era así, porque en todas partes surgían nuevos
testigos del Evangelio abogando por la pureza doctrinal y disciplinaria de la
iglesia. Pero los directores espirituales del reino en lugar de escuchar esas
voces las sofocaban en las hogueras, hasta que se levantó Juan Knox, el héroe
de la Reforma en Escocia,
Nació Juan Knox en un suburbio de
Haddington el año 1505. Sus padres, sin ser ricos, disfrutaban de cierto
bienestar y pudieron hacerlo estudiar en la escuela de la población y después
enviarlo a la Universidad de Glasgow.
No contento con conocer sólo fragmentos
de las obras de los padres de la iglesia, se engolfó en los gruesos volúmenes y
así halló en San Jerónimo y San Agustín conocimientos que le llenaban de
alegría y entusiasmo. Jerónimo le inspiró un vivo amor a las Sagradas
Escrituras y San Agustín le enseñó principios teológicos muy superiores a los
que constituían la esencia de la enseñanza católica de su siglo.
De Glasgow pasó a San Andrés donde se
dedicó a la enseñanza de la Filosofía, y como la lectura de la Biblia le
alejaba cada día más de la iglesia romana, empezó a atacar la corrupción
reinante haciéndolo con la vehemencia que le era natural. Pronto se alarmó el
cardenal Beatón, y como Knox comprendiera que corría peligro en ese centro de
autoridad eclesiástica, la Roma de Escocia, se radicó en el sur del país, donde
manifiestamente se declaró protestante y empezó, dice cierto autor, a romper el
manto purpúreo con que se cubría la ramera apocalíptica. Varios señores de
Langniddrie le confiaron la educación de sus hijos, y por medio de ese trabajo
se ganaba la vida. Al mismo tiempo predicaba en una capilla de propiedad
particular a muchas almas que se mostraban hambrientas del pan espiritual.
Cuando Knox se hallaba en Langniddrie,
el cardenal Beatón fue asesinado por una banda de conspiradores. Este hecho fue
motivado por un deseo de venganza personal y estaba sólo indirectamente
relacionado con la Reforma. Pero el castillo en el que el cardenal había
llevado su vida lujuriosa fue tomado por los enemigos de Roma y se convirtió en
el refugio de muchos que en diferentes partes estaban sufriendo persecución a
causa de sus opiniones religiosas. Juan Knox se unió a la gente que estaba en
poder del castillo y como todos sus moradores gustasen de la manera como los
instruía en las verdades de las Escrituras, le pidieron que se consagrase
formalmente a la predicación para secundar a Juan Rough, a quien habían elegido
pastor. Knox se resistía, no considerándose ni apto ni digno para esa noble
tarea, pero en vista de la insistencia de la congregación, y después de mucha
reflexión y oración, se rindió al Señor. Fue fijado el día de la ordenación, y
restableciendo la forma democrática del Nuevo Testamento, Rouge, después de
predicar un sermón alusivo al acto, preguntó a la asamblea si aprobaban esa
vocación, y habiéndose contestado unánimemente por la afirmativa, Knox fue
invitado a ocupar la tribuna, y este hombre que como dijo Grattan, "vino a
interrumpir el silencio del pulpito, y que golpeaba una palabra con el
estruendo de la otra", se sintió tan conmovido en aquella ocasión que le
fue imposible hablar, y prorrumpiendo en un profundo llanto bajó del pulpito y
salió de la reunión para encerrarse a hablar a solas con su, Dios. Pasó varios
días absorto en tan solemnes pensamientos, que sus amigos con dificultad
lograban arrancarle una palabra.
Cuando se puso a la obra no pudo
contentarse con predicar sólo a los que se reunían dentro del castillo. Él
quería ganar a otros; a toda Escocia, y pronto le hallamos sosteniendo una
discusión pública con un sacerdote. En esta discusión demostró fuerte poder
moral, gran capacidad de argumentador y también un admirable dominio del idioma.
La gente quiso oírle y se congregaba con este fin en la capilla parroquial. Sus
sermones explicando las visiones del profeta Daniel conmovían a todos. Sostenía
que el reino que persigue a los santos del Altísimo es el papado, el mismo que
se describe en el Apocalipsis como la Babilonia. "Hamilton dijo uno de los
oyentes cortó las ramas del árbol del romanismo, pero éste ataca sus mismas
raíces."
El 4 de junio de 1547 apareció una
escuadra francesa en la costa donde se levantaba el castillo, y tropas escocesas
lo rodearon por tierra. La causa de los conjurados estaba perdida y éstos
tuvieron que capitular. Knox fue conducido a una galera y encadenado junto al
remo para hacer el duro trabajo de los penados. Cuando en el buque se decía
misa era maltratado porque se negaba a rendir homenaje a la hostia.
Después de un duro cautiverio de
diecinueve meses pudo escapar y establecerse en Inglaterra donde el arzobispo
Cramrner procuraba imprimir carácter protestante a la iglesia de Inglaterra, ya
desligada de Roma. Fue enviado a predicar a diferentes partes del reino y más
tarde fue nombrado capellán del joven rey Eduardo VI. Se le ofreció un
obispado, pero sus convicciones anti-episcopales no le permitieron aceptarlo.
Cuando empezó la persecución bajo la
reina María la católica, pudo huir al continente y se radicó en Ginebra, donde
fue muy bien recibido por Calvino. Los dos hombres eran casi de la misma edad y
coincidían en sus ideas teológicas y eclesiásticas. Pero también eran
diferentes en muchos puntos: Calvino era superior en inteligencia. Knox tenía
más corazón; Calvino amaba más la quietud, Knox la vida agitada; Calvino era
intransigente, Knox mucho más tolerante y enemigo de obstaculizar a los de
otras opiniones.
Pasó a Francfort para pastorear una
iglesia de refugiados ingleses. Volvió a Ginebra y permaneció en esa ciudad
hasta agosto de 1555, fecha en que se aventuró a hacer un viaje hasta donde se
hallaba su esposa, y de ahí hacer una visita a Edimburgo para confirmar en la
fe a muchos que secretamente seguían el Evangelio, reuniéndose en casas
particulares para adorar a Dios y celebrar la santa cena de acuerdo a lo
instituido en el Nuevo Testamento.
Durante esta visita se dio cuenta de que
aun no era posible permanecer en Escocia y regresó a Ginebra donde pastoreó a
la iglesia de los refugiados ingleses. Al salir de Escocia, los enemigos que
habían acariciado la idea de prenderlo, viendo que la víctima, se les había
escapado, lanzaron en su contra una sentencia de condenación en la que le
declaraban hereje y merecedor de ser quemado en la hoguera. Trabajó
ardientemente dos años en Ginebra, pero su corazón estaba en la tierra de su
nacimiento. La semilla sembrada en Escocia empezó a germinar. El número de los
que seguían la fe evangélica se hacía cada vez más numeroso, y entre ellos
había no pocos señores de influencia. Estos lograron arrancar a la reina María
de Guisa una promesa de tolerancia, y entonces Knox fue invitado a regresar a
su patria donde las perspectivas eran brillantes.
En mayo de 1559 desembarcó en Leith. Al
día siguiente, la noticia de su llegada fue llevada al concilio eclesiástico y
luego a la reina. Pocos días después era declarado sujeto fuera de la ley
debido a la sentencia que sobre él pesaba desde su última salida del país. Esta
medida tuvo la virtud de anunciar a toda Escocia que el temible hereje se
hallaba en su puesto de combate desafiando las iras de la adversidad. Los
amigos de la Reforma se sintieron alentados como nunca y resolvieron defenderle
contra la reina, contra el arzobispo, contra todos.
Su predicación encendía de entusiasmo
los corazones y el país entero se conmovía. El edificio del romanismo temblaba
y su ruina era cosa inminente y segura.
En Leith predicó contra la misa y el
culto de las imágenes. Cuando la congregación se retiró, un cura se puso a
decir misa. Un muchacho que estaba presente gritó: ¡Idolatría! El cura no pudo
contenerse y tomó al muchacho a golpes. Este arrojó una piedra la cual fue a
dar sobre una imagen que cayó al suelo hecha pedazos. Hubo gran confusión aumentada
por muchos que estaban afuera. Todavía resonaban en los oídos las denuncias
enérgicas de Knox y la gente con furia iconoclasta se lanzó sobre los altares y
destruyó las imágenes y cuanto objeto de culto católico encontró.
De la Iglesia se dirigieron a los
conventos donde procedieron también con la misma violencia y se apoderaron de
los tesoros, los cuales fueron repartidos cuidadosamente a los pobres para
demostrar que el movimiento obedecía a razones de conciencia y no al de un
saqueo vulgar.
Knox que se alegraba al ver cómo el
culto idolátrico empezaba a sufrir serios contrastes, no aprobó las medidas de
violencia, mayormente cuando temía que provocasen una reacción contra los que
estaban llevando adelante y en buena forma la causa del Evangelio. Los temores
de Knox eran fundados, porque la reina, poniéndose al frente de un ejército de
ocho mil hombres, se propuso desolar la población a fuego y espada, lo que obligó
a los protestantes a armarse reuniendo un ejército de cinco mil hombres.
Felizmente no hubo derramamiento de sangre porque llegaron a un acuerdo antes
de entrar en combate, firmando la paz en Perth.
La Reforma seguía su marcha triunfal por
todos los pueblos y ciudades del reino y ahora lo que hacía falta era dar un
golpe maestro en San Andrés, el gran baluarte del catolicismo. Llegó el momento
en que Knox contó con bastantes amigos como para prepararse a predicar en la
catedral. El arzobispo anunció que si se atrevía a hacerlo, no saldría con
vida; y a fin de defender el edificio, ,1o que consideraba un santuario
sagrado, preparó numerosas fuerzas armadas. Pero los tiempos habían cambiado y
el vaticinio del reformador se cumplió. La catedral se llenó de sus admiradores
y su voz de trueno retumbó bajo las cúpulas seculares. Su gran sermón versó
sobre la purificación del templo y dijo que así como el Señor había arrojado a
los mercaderes con un azote, ahora había que purificar la iglesia para librarla
de su sacerdotalismo, de su idolatría y supersticiones. Cuando el predicador
terminó su discurso y se sentó rendido de cansancio, la Reforma ya había
triunfado en Escocia. Los magistrados y el pueblo resolvieron unánimemente
establecer el culto presbiteriano.
Edimburgo, Glasgow, Crail, Lindores y
otras ciudades tomaron idéntica medida. Se destruyeron los altares y las
imágenes de las iglesias y se suprimieron los conventos contra los cuales era
más fuerte el sentimiento popular.
La paz que había sido estipulada en
Perth duró muy poco tiempo, pues la reina introducía continuamente soldados
franceses, y tramaba, bajo la dirección del papa y algunos monarcas católicos,
un plan para destruir al protestantismo. La guerra civil se encendió en Escocia
y su independencia estaba amenazada. Knox era el alma del partido protestante y
con su predicación y consejos mantenía encendido el fervor religioso y el
patriotismo. La muerte de la reina vino a colocar el poder en manos de los
reformados y así el protestantismo se consolidó, quedando abolida la misa y
otros ritos romanistas.
María Estuardo, viuda de Francisco II,
rey de Francia, fue llamada a ocupar el trono dejado vacante por la muerte de
su madre. Su educación católica y su fuerte predilección por el papado la
colocaron en difícil situación para ser soberana de un pueblo que ya se había
pronunciado calvinista.
Llegó a Escocia en 1561 y el próximo
domingo después de su llegada se celebró misa en su capilla privada. Este acto
indicaba a los protestantes lo que podían esperar de la nueva reina. Knox desde
el pulpito dio la voz de alarma diciendo que esa misa era más peligrosa que lo
que sería el desembarque de diez mil soldados enemigos.
Llegó en esos días de Francia la noticia
de que los Guisa habían efectuado una matanza de hugonotes, y la reina festejó
el acontecimiento con un baile en su palacio. Nuevas protestas de Knox contra
el motivo del baile y contra el baile en sí al que consideraba contrario a las
sanas costumbres cristianas.
La reina citó a Knox a su presencia y le
dijo: "Ud. ha enseñado al pueblo una religión diferente a la que sus
príncipes permiten, y Dios ordena que los súbditos deben obedecer a los
príncipes, por lo tanto Vd. ha enseñado a desobedecer tanto a Dios como a sus
gobernantes".
La reina pensaba que este silogismo no
admitía respuesta, pero Knox pudo destruirlo fácilmente respondiendo:
"Madam: la verdadera religión no tiene su origen y autoridad en los
príncipes sino en el eterno Dios, de modo que los súbditos no tienen que formar
una religión de acuerdo al gusto de los príncipes, porque a menudo los
príncipes son completamente ignorantes de la religión de Dios. Si los judíos
hubieran seguido la religión de Faraón, de quien eran súbditos, ¿qué religión
le pregunto, madam, existiría en el mundo? Y si todos en los días de los apóstoles
hubieran seguido la religión de los emperadores romanos; ¿qué religión habría
en la tierra?".
El coloquio continuó, hablándose sobre
varios tópicos más, y al terminar, la reina declaró que ella sostendría a la
iglesia romana por creer que era la verdadera iglesia de Dios. "Ud. puede
hacerlo contestó el reformador pero eso no hará que la ramera romana sea la
inmaculada esposa de Jesucristo. Yo me comprometo a demostrarle que la
congregación de los judíos que crucificó a Cristo Jesús no estaba tan apartada
de los mandamientos que había recibido de Dios, como lo está apartada, y por
más de quinientos años se viene apartando, la iglesia romana de la pureza de
aquella religión que los apóstoles enseñaron e implantaron".
Los planes de la reina y sus consejeros
para restaurar al romanismo eran desbaratados por la acción enérgica y eficaz
de Knox. Cuando ella vio que nada podría contra la firmeza de los que habían
abrazado la fe evangélica, abdicó, y durante la minoría del rey Jaime, el duque
de Murray fue regente del reino. Éste era gran amigo de Knox. El Parlamento ratificó
el acto de 1560 que declaraba al protestantismo religión nacional.
Los años de 1568 y 69 fueron para el
reformador relativamente apacibles, siendo su principal tarea y gozo predicar
por todas partes a las multitudes que se disputaban el privilegio de
escucharle.
En 1572 llegaron de Francia las
dolorosas nuevas de la horrible matanza de los hugonotes en la noche de San
Bartolomé, en la cual perecieron muchos amigos personales de Knox. El viejo
profeta se sintió rejuvenecido al denunciar desde el pulpito este nuevo crimen
de la ramera embriagada con la sangre de los santos.
El 9 de noviembre de 1572 predicó su
último sermón para instalar a su sucesor. Consciente de que no volvería a estar
frente a su congregación la exhortó a permanecer fiel a la verdad en la cual
había sido instruida. Exhausto y fatigado, con dificultad pudo bajar del
pulpito y caminar hasta su casa, seguido por la gente que deseaba verlo, quizá
por última vez en la vida.
Sus días estaban contados. Todo el mundo
así lo presentía y rodeaban su modesto lecho para oír sus últimas
amonestaciones. Con frecuencia se hacía leer la Biblia y los sermones de
Calvino sobre la Epístola a los Efesios.
El 24 de noviembre, lleno de coraje como
había vivido, entregó su alma al Señor. Frente a sus despojos mortales el
regente Morton pronunció esta frase que se hizo célebre: "Aquí yace aquel
que nunca temió la faz del hombre". Y como dice uno de sus biógrafos,
"nunca temió al hombre porque siempre confió en Dios".