CAPÍTULO 2: AÑO 100—200. D. C.

ADELANTOS DEL CRISTIANISMO.

Ha transcurrido tan sólo poco más de medio siglo desde que los discípulos recibieron la gloriosa misión de ser testigos de Cristo en el mundo. Entramos ahora en el segundo siglo de nuestra era. Los primeros combatientes cristianos descansan ya de sus trabajos, y sus descendientes espirituales se aprestan para la lucha, dispuestos a seguir dando testimonio de lo que Cristo hizo por medio de su muerte y resurrección, y de lo que hace en el corazón de todos aquellos que le reciben con fe.
Al llegar a esta segunda etapa de la triunfante marcha del cristianismo, quedamos sorprendidos de la rapidez con que el evangelio ha penetrado en todos los países de la tierra, alcanzando las masas y ganando multitudes de almas que entran por la fe en el camino de la vida eterna.
Aquellos que al principio fueron sólo un puñado de hombres y mujeres en Judea, se han convertido en una legión inmensa que todo lo llena, haciendo penetrar los rayos luminosos de la verdad divina aun en los antros más tenebrosos de la vida pagana.
El historiador Gibbon atribuye esta rápida propagación del cristianismo a varias causas, entre las cuales señala "la moral pura y austera de los cristianos" y "la unión y disciplina" de la naciente república espiritual. En efecto, nada podía impresionar tanto a un mundo en estado de putrefacción, como aquella santidad y costumbres limpias del pueblo de Dios; y en medio de las discordias e intrigas del mundo, la unidad y disciplina voluntaria de los cristianos, tenía forzosamente que ser un poder de atracción.
Difícil es calcular a qué número habían llegado los cristianos en el segundo siglo, pero la historia nos ha conservado bastantes datos sobre el número de países donde actuaban, y por algunas expresiones de escritores de aquel tiempo, podemos inferir que el crecimiento numérico era asombroso.
En Asia, vemos que aun en Judea reaparecen los cristianos después de la tremenda desolación que sufrió el país.
Muchos de los miembros de la iglesia que habían huido a Pella, regresaron a Jerusalén, reconstruida en parte, con el nombre de Elía Capitolina, y allí los hallamos actuando bajo el cuidado pastoral de un tal Simeón, que se cree era pariente del Señor. En Cesárea, ciudad situada en Samaria, floreció por varios siglos una próspera comunidad cristiana. En Siria, Asia Menor, Galacia, y Mesopotamia, eran numerosísimas las iglesias diseminadas por todas las ciudades y aldeas. Hay también indicios de vida cristiana en Persia, Media, Partía, y Bactriana. Poco tiempo después vemos que el evangelio había llegado hasta Armenia, Arabia, y hasta algunas provincias de la India.
En África, fue Egipto el primer país que tuvo conocimiento del evangelio. Se atribuye a San Marcos la fundación de la iglesia de Alejandría, la cual llegó a ser un poderoso baluarte espiritual en aquella ciudad culta y famosa. De Egipto, el evangelio pasó a la Cirenaica y a Etiopía. En Cartago y regiones circunvecinas sabemos, por las obras de Tertuliano, que en la segunda mitad del siglo segundo, el número de cristianos era considerable.
Los paganos llegaron a alarmarse al ver cuán rápidamente ganaban prosélitos en todas las clases sociales, tanto en los centros de población como en el campo.
En Europa, las persecuciones de Nerón y Domiciano favorecieron indirectamente la propagación del cristianismo. Los que huyeron de Roma buscaron asilos seguros, no cesaban de sembrar la palabra, y por todas partes ésta crecía y fructificaba. En Italia, las congregaciones eran innumerables. En España había también iglesias. En Francia, sabemos que había iglesias pues ya en el año 177 se levantó una violenta persecución contra las de Lyón y Viena. En Alemania y Bretaña se hallan cristianos a mediados del segundo siglo. En las regiones donde habían trabajado los apóstoles, siguen prosperando las iglesias; en Atenas, Filipos, Tesalónica, Esmirna, etc.
Justino Mártir, escribiendo en el segundo siglo, dice: "No hay una sola raza de hombres, ya sean bárbaros o griegos, o de cualquier otro nombre, nómades errantes o pastores viviendo en tiendas, entre los cuales no se hagan oraciones y acciones de gracias en el nombre del crucificado Jesús.
En un pasaje de Ireneo, escrito más o menos en la misma época que el que acabamos de citar, se habla de iglesias en Alemania, Francia, España, Egipto, Libia, y otras regiones.
A fines del segundo siglo, Tertuliano, al escribir su famosa Apología, ya podía decir a los paganos: "Somos solamente de ayer, y hemos llenado todo lugar entre vosotros; ciudades, islas, fortalezas, pueblos, mercados, campos, tribus, compañías, senado, foro; no os hemos dejado sino los templos de vuestros dioses". "Si los cristianos se retirasen de las comunidades paganas agrega vosotros (los paganos) quedaríais horrorizados de la soledad en que os encontraríais, en un silencio y estupor como el de un mundo muerto".
Es probable que Tertuliano use aquí un lenguaje un tanto hiperbólico; pero sus palabras demuestran que los cristianos habían ganado mucho terreno y que el testimonio del Señor era dado vigorosamente por una verdadera multitud de testigos enérgicos, fieles y resueltos.

PERSECUCIONES.

"Si tenemos en cuenta la pureza de la religión cristiana  dice Gibbon la santidad de sus preceptos morales, y la inocente y austera vida de la mayoría de los que durante los primeros siglos, abrazaron la fe del evangelio, supondríamos naturalmente que una doctrina tan benévola, sería recibida con reverencia, aun por el mundo incrédulo".
¿Qué motivos tuvo el Imperio Romano pues, para levantarse contra los cristianos? Recordemos que las ideas de libertad religiosa eran completamente limitadas, y que las leyes sólo permitían aquellas religiones que oficial o tradicionalmente tenían la aprobación de un Estado. En Roma se practicaban todas las formas de culto imaginables. Los judíos eran tolerados, igualmente que los otros pueblos de la tierra, en la práctica de su culto. Pero se trataba de religiones nacionales que se confinaban a un determinado pueblo. Los romanos mismos estaban obligados a practicar el culto nacional, y los casos cuando se apartaban de esta regla eran tan excepcionales que pasaban inadvertidos a los funcionarios públicos. Se dice que en Roma para el pueblo todas las religiones eran igualmente buenas; para los filósofos, todas igualmente falsas; y para el estado, todas igualmente útiles. Toda religión que no afectase a la idea romana del Estado podía vivir dentro de los límites del imperio; pero la libertad religiosa, en el sentido moderno de la palabra, no era compatible con las instituciones reinantes. El choque era inevitable, y las persecuciones estallaron.
Los cristianos predicaron que "no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos", sino el nombre de Jesús. Todas las demás religiones eran así declaradas sin valor. La predicación de la religión cristiana era, de hecho, un ataque a la religión del Estado, y a todas las demás. Roma podía tolerar la multitud de dioses, porque creían que de su protección dependía la grandeza nacional, pero no podía tolerar a un pueblo que se declaraba enemigo de todos los cultos y que decía que los dioses eran falsos e imaginarios. La verdad no es perseguidora ni inquisitorial pero es exclusivista. La verdad no puede pactar con el error; así el cristianismo no podía ponerse de acuerdo con el paganismo y sentía que debía atacarlo, y sin tregua luchar en su contra. Bastaba anunciar las doctrinas de Cristo para que esto fuese un ataque al paganismo, y la sola presencia de los cristianos era una elocuente condenación de aquel sistema.
La santidad de los cristianos fue una de las causas que también contribuyó a despertar el odio de los enemigos de la verdad. Así como muchos se sentían atraídos por la vida pura que llevaban los discípulos de Cristo, otros sentían que aquella conducta ejemplar era un ataque violento a la relajación de las costumbres e inmoralidades manifiestas del mundo. Jesús había dicho a sus discípulos: "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece". San Pablo dijo: "La mente carnal es enemistad contra Dios", y, "todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución".
Roma veía que los cristianos se retiraban del circo y de los demás espectáculos. Los centros de diversiones no tenían para ellos ningún atractivo, y aquellas cosas que los del mundo amaban tanto, eran menospreciadas por la palabra y el ejemplo de los cristianos.
El cristianismo era de carácter agresivo, y esto también contribuyó a que fuese objeto de odio. El mundo puede tolerar a los cristianos apagados e inactivos, pero muestra su aspereza para con los que están animados del espíritu de proselitismo. Julio Paulo, un jurisconsulto romano, dice:
"Todos los que introducen nuevas religiones de tendencias y carácter desconocidos, por las que se conmueva el ánimo de los hombres, si pertenecen a la clase elevada, tienen que ser desterrados, y si a las clases bajas, condenados a muerte". Los cristianos, para quienes su misión era la de ser testigos ante el mundo, no cesaban de hacer una activa propaganda, y todo lo llenaban del evangelio de Cristo, y de ahí que Roma se levantase furiosa en su contra.
Los cristianos eran también aborrecidos a causa de que se aislaban, apartándose del resto de los hombres. La vida limpia a la que se sentían llamados era imposible viviendo mezclados con una sociedad corrompida. No por misantropía, como se lo figuraba Tácito, sino por limpieza de costumbres, tenían que formar una sociedad separada.
En ninguna clase de hombres el espíritu social es tan pronunciado como entre los verdaderos cristianos; pero esta sociabilidad tiene que ser santa, y por eso no la pueden practicar con los que aman las cosas sucias, tan comunes en esta vida, y tan amadas por los hijos del siglo.
Esto hacía que los cristianos fuesen mal entendidos, y se les mirase como a enemigos de la sociedad y del estado. Roma se sintió amenazada por el movimiento cristiano.
Sus grandiosos templos quedarían vacíos si las iglesias se multiplicaban. Allí donde Estado y religión eran dos palabras pero una sola cosa, el avance del cristianismo significaba, junto con la decadencia del paganismo, la de las instituciones romanas. Entonces aquel imperio, que todo lo subyugaba, pensó que le sería fácil detener la marcha del cristianismo por medio de la espada. Roma, a la que el profeta Daniel en visión contemplo bajo la imagen de una bestia espantosa que todo lo devora y desmenuza, se levanta entonces para hacer guerra a los santos.

CONSULTA DE PLINIO A TRAJANO.

Un concepto extraviado respecto a las funciones del Estado en asuntos religiosos, convirtió en perseguidores de las iglesias a muchos emperadores que en la historia figuran como buenos gobernantes. Al perseguir, creían que estaban defendiendo los derechos legítimos del Estado. "Uno de éstos fue Trajano.
Una consulta que le hizo Plinio al Menor, gobernador de Bitinia, dirigida el año 110, es un valioso documento de origen pagano, que ayuda a conocer el concepto que se habían formado de los cristianos, y la clase de pruebas a las cuales éstos se veían constantemente sometidos. Plinio, no queriendo en este asunto proceder bajo su propia responsabilidad, consulta a su emperador. Es cierto que Trajano había promulgado varios edictos contra las sociedades secretas, y las asambleas cristianas estaban incluidas en esta categoría, según las ideas erróneas que tenían los magistrados. Transcribimos aquí la consulta de Plinio a Trajano: "Es mi costumbre, señor, someter a vos todo asunto acerca del cual tengo alguna duda. ¿Quién, en verdad, puede dirigir mis escrúpulos o instruir mi ignorancia?
"Nunca me he hallado presente al juicio de cristianos, y por eso no sé por qué razones, o hasta qué punto se acostumbra comúnmente castigarlos, y hacer indagaciones.
Mis dudas no han sido pocas, sobre si se debe hacer distinción de edades, o si se debe proceder igualmente con los jóvenes como con los ancianos, si se debe perdonar a los arrepentidos, o si uno que ha sido cristiano debe obtener alguna ventaja por haber dejado de serlo, si el hombre en sí mismo, sin otro delito, o si los delitos necesarios ligados al nombre deben ser causa de castigo.
Mientras, en los casos de aquellos que han sido traídos ante mí en calidad de cristianos, mi conducta ha sido ésta: Les he preguntado si eran o no cristianos. A los que profesaban serlo, les hice la pregunta dos o tres veces, amenazándoles con la pena suprema. A los que insistieron, ordené que fuesen ejecutados. Porque, en verdad, no pude dudar, cualquiera que fuese la naturaleza de lo que ellos profesan, que su pertinacia a todo trance y obstinación inflexible, debían ser castigadas.
Hubo otros que tenían idéntica locura, respecto a quienes, por ser ciudadanos romanos, escribí que tenían que ser enviados a Roma para ser juzgados. Como a menudo sucede, la misma tramitación de este asunto, aumentó pronto el área de las acusaciones, y ocurrieron otros casos más. Recibimos un anónimo conteniendo los nombres de muchas personas. A los que negaron ser o haber sido cristianos, habiendo invocado a los dioses, y habiendo ofrecido vino e incienso ante vuestra estatua, la que para este fin había hecho traer junto con las imágenes de los dioses, además, habiendo ultrajado a Cristo, cosas a ninguna de las cuales se dice, es posible forzar a que hagan los que son real y verdaderamente cristianos, a éstos me pareció propio poner en libertad.
Otros de los nombrados por el delator admitieron que eran cristianos, y pronto después lo negaron, añadiendo que habían sido cristianos, pero que habían dejado de serlo, algunos tres años, otros muchos años, algunos de ellos más de veinte años, antes. Todos éstos no sólo adoraron vuestra Imagen y efigies de los dioses, sino que también ultrajaron a Cristo. Afirmaron, sin embargo, que todo su delito o extravío había consistido en esto: habían tenido la costumbre de reunirse en un día determinado, antes de la salida del sol, y dirigir, por turno, una forma de invocación a Cristo, como a un dios; también hacían pacto juramentado, no con propósitos malos, sino con el de no cometer hurtos o robos, ni adulterio, ni mentir, ni negar un depósito que les hubiera sido confiado. Terminadas estas ceremonias se separaban para volver a reunirse con el fin de tomar alimentos, comunes y de calidad inocente.
Sin embargo cesaron de hacer esto después de mi edicto, en el cual, siguiendo vuestras órdenes, he prohibido la existencia de fraternidades. Esto me hizo pensar que era de suma necesidad inquirir, aun por medio de la tortura, de dos jóvenes llamadas diaconisas, lo que había de cierto. No pude descubrir otra cosa sino una mala y extravagante superstición: por consiguiente, habiendo suspendido mis investigaciones, he recurrido a vuestros consejos. En verdad, el asunto me ha parecido digno de consulta, sobre todo a causa del número de personas comprometidas.
Porque, muchos de toda edad y de todo rango, y de ambos sexos, se encuentran y se encontrarán en peligro. No sólo las ciudades están contagiadas de esta superstición, sino también las aldeas y el campo; pero parece posible detenerla y curarla. En verdad, es suficiente claro que los templos, que estaban casi enteramente desiertos, han empezado a ser frecuentados, y los ritos religiosos de costumbre, que fueron interrumpidos empiezan a efectuarse de nuevo, y la carne de los animales sacrificados encuentra venta, para la cual hasta ahora se podía hallar muy pocos compradores. De todo esto es fácil formarse una idea sobre el gran número de personas que se pueden reformar, si se les da lugar a arrepentimiento".
Plinio fue un hombre que ha dejado fama de bondad, rectitud y buen trato para con sus esclavos. Pero, según su propio testimonio, hacía ejecutar sin miramientos a los que insistían en su testimonio cristiano, e hizo torturar a dos pobres diaconisas para arrancarles confesiones comprometedoras. Hacía esto con personas a quienes él no podía acusar de ningún delito común, sino sólo de no querer conformarse a las prácticas de la religión del Estado. Esta carta nos da a conocer, por la propia declaración de un pagano, cuánto tenían que sufrir los testigos de la cruz, y si tal era el trato que recibían de hombres como Plinio y Trajano, ya podemos figurarnos lo que habrá sido bajo Nerón y Domiciano.
La vida santa de los creyentes resalta aun a los ojos de sus encarnizados enemigos. "Que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros", leían en una de las Epístolas de Pablo, y es notable que aquellos mismos que los torturaban y condenaban a muerte, no sólo no hallaban delitos que imputarles, sino que se veían obligados a reconocer que eran personas intachables en su conducta. Con razón se ha dicho que la carta de Plinio a Trajano es la primera apología cristiana que fue escrita, y esto por la pluma de un pagano.
Hay que notar que Plinio no entendía bien a los cristianos. Lo que dice sobre el juramento que hacían no puede ser sino una mala interpretación de los propósitos que los cristianos hacían públicamente en las reuniones.
El emperador Trajano contestó a Plinio que aprobaba el modo como había procedido, indicándole, además, que no había que perseguir a los cristianos; pero que cuando fuesen denunciados, si no mostraban arrepentimiento sacrificando a los dioses, había que castigarlos, y que no debía recibir acusaciones anónimas.
Ahora entraremos a ocuparnos de uno de los mártires más ilustres de aquel tiempo, cuyo fiel testimonio llega hasta nosotros como un eco de la fidelidad y del valor de los santos en Cristo Jesús, que fueron llamados a morir por su nombre.

IGNACIO DE ANTIOQUIA.

Ignacio conoció al apóstol Juan en su juventud, y de él aprendió la verdad cristiana. Durante cuarenta años actuó como pastor de la floreciente iglesia de Antioquia, en la cual era estimado por sus virtudes y preciosos dones espirituales. En la tercera persecución general que tuvo lugar bajo Trajano, fue prendido en Antioquia, y el año 110 conducido a Roma para sufrir el martirio en el anfiteatro.
Refiramos la historia de su martirio, citando las palabras de Crisóstomo, tomadas de una homilía que pronunció en Antioquia en conmemoración de Ignacio.
Una guerra cruel se había encendido contra las iglesias, y como si la tierra estuviese dominada por una atroz tiranía, los fieles eran tomados en las plazas públicas, sin que tuvieran otro crimen que reprocharles que el de haber abandonado el error para entrar en las veredas de la piedad, de haber renunciado a las supersticiones de los demonios, de reconocer al Dios verdadero, y adorar a su Hijo Unigénito, La religión que profesaban esos ardientes partidarios, les hacía merecedores de coronas, aplausos y honores; y sin embargo, era por causa de la religión que los castigaban, que les hacían sufrir mil formas de suplicio a los que habían abrazado la fe, y mayormente a los que dirigían las iglesias; porque el demonio, lleno de astucia y malicia, creía que venciendo a los pastores le sería fácil dominar al rebaño.
Pero el que confunde los designios de los malvados, quiso mostrarle que no son los hombres los que gobiernan las iglesias, sino que es él mismo que dirige a los creyentes de todo país, y permitió que los pastores fuesen entregados al suplicio, para que viese que su muerte, lejos de detener los progresos del evangelio, no hacían sino extender su reino, y mostrarle que la doctrina cristiana no procede de los hombres, sino que su fuente está en los cielos; que es Dios quien gobierna todas las iglesias del mundo, y que es imposible triunfar cuando se hace la guerra al Altísimo".
Al ser condenado Ignacio, se resolvió que fuese llevado a Roma para morir en el circo. Fue conducido por diez soldados, a los que él llamaba diez leopardos, a causa del deleite que tenían en hacerle sufrir toda clase de crueldades. Las iglesias que había entre Antioquia y Roma, salían al encuentro del peregrino mártir, y se agrupaban en torno suyo para verlo, saludarlo y animarle. En Esmirna, tuvo el gozo de encontrarse con Policarpo. Sobre el trayecto de Antioquia a Roma, dice Crisóstomo: "Otra astucia de Satanás consistía en no hacer morir a los pastores en las iglesias donde actuaban, sino que los transportaba a un país lejano. Creía debilitarlos, privándolos de las cosas necesarias, y cansándolos en la larga ruta. Fue así como hizo con el bienaventurado Ignacio. Lo obligó a pasar de Antioquia a Roma, haciéndole ver una distancia enorme, y esperando abatir su constancia por las dificultades de un viaje largo y penoso.
Pero él ignoraba que teniendo a Jesús por compañero de ese viaje, se haría más robusto, daría más pruebas de la fuerza de su alma, y confirmaría las iglesias en la fe. Las ciudades acudían de todas partes, al camino, para animar a este valiente atleta, le traían víveres en abundancia, los sostenían por medio de sus oraciones y enviándole delegados. Y ellas mismas recibían no poca consolación viendo al mártir correr hacia la muerte con el afán de un cristiano llamado al reino de los cielos; su mismo viaje y el ardor y la serenidad de su rostro, hacían ver a todos los fieles de esas ciudades que no era a la muerte que iba sino a una vida nueva, a la posesión del reino celestial. Instruía a las ciudades que había en el camino, tanto por su mismo viaje como por los discursos; y lo que sucedió a los judíos con Pablo cuando lo cargaron de cadenas para enviarlo a Roma, creyendo enviarlo a la muerte, mientras estaban enviando un maestro a los judíos que habitaban en Roma, se cumplió de nuevo con Ignacio, y de un modo aun más notable; porque no solamente para los cristianos que habitaban en Roma, sino para todas las ciudades del trayecto, fue un maestro admirable, un maestro que les enseñaba a no hacer caso de esta vida pasajera, a no tener en cuenta para nada las cosas visibles, a no suspirar sino por los bienes futuros, a mirar los cielos, a no atemorizarse por ningún mal ni por ninguna de las penas de esta vida. Esas eran las enseñanzas que daba, y otras más, a todos los pueblos por los cuales pasaba.
"Era un sol que se levantaba en el Oriente y corría al Occidente, derramando más luz que el astro que nos alumbra. Este astro lanza desde arriba rayos sensibles y materias; Ignacio brillaba aquí abajo, instruyendo las almas, alumbrándolas con una luz espiritual. El sol avanza hacia las regiones del poniente, luego se oculta y deja al mundo en las tinieblas; era avanzando hacia las mismas regiones que Ignacio se levantaba, y que derramando mayor claridad, hacía mayor bien a los que estaban en la ruta. Cuando entró en Roma enseñó a esta ciudad idólatra una filosofía cristiana, y Dios quiso que allí terminase sus días, para que su muerte fuese una lección a todos los romanos''.
Sobre su muerte en el inmenso Coliseo de la gran capital del Imperio, dice: "No fue condenado a morir fuera de la ciudad, ni en la prisión, ni en un lugar apartado; pero sufrió el martirio en la solemnidad de los juegos, en presencia de toda la ciudad congregada para ese espectáculo, siendo dado como presa a las bestias feroces que lanzaron contra él. Murió de esta manera, para que levantando un trofeo contra el demonio, en presencia de todos los espectadores, tuviesen envidia de tales combates, y se mostrasen llenos de admiración ante el coraje que le hacía morir sin pena, y hasta con satisfacción. Veía con alegría a las bestias feroces, no como quien tenía que morir, sino como quien estaba llamado a una vida mejor y más espiritual".
Fue también una obra muy importante la que hizo Ignacio al escribir cartas a las iglesias durante su viaje. Es en éstas que se hallan los datos principales sobre su martirio. Es lamentable que los sostenedores del papado hayan fraguado epístolas que atribuyen a Ignacio, y aun adulterado las auténticas. Uno de los problemas más controvertidos sobre la literatura cristiana del segundo siglo es el relacionado con la autenticidad de las cartas que se atribuyen a Ignacio. La crítica actualmente rechaza como apócrifas cinco de éstas y admite siete como genuinas.

POLICARPO DE ESMIRNA,

Después de Trajano, subió al trono Adriano, durante cuyo reinado hubo también persecuciones parciales, levantadas generalmente por el populacho incitado por sacerdotes. Al emperador Adriano sucedió Antonio Pío, en el año 138, quien se distinguió por su rectitud y bondad. Los cristianos no fueron perseguidos por él, y hasta es probable que haya dado órdenes expresas de que no fuesen molestados a causa de la fe. Esto no impidió que algunas iglesias de Asia fuesen asoladas por el adversario, lo que indujo a Justino Mártir a dirigirle su primera Apología, la cual parece que influyó para mantener la paz de las iglesias durante los veintitrés años de su reinado.
El año 161 subió al trono Marco Aurelio, bajo cuyo reinado tuvo lugar la cuarta persecución general. Es sorprendente que este monarca filósofo, al que la Historia puede presentar como ejemplo de buen gobernante, haya manchado su conducta con persecuciones tan crueles como extensas. Sus ideas religiosas y filosóficas lo extraviaron. Creía sinceramente en la existencia de los dioses, y las muchas calamidades públicas que azotaron el Imperio las creyeron enviadas por éstos como castigo por la actitud hostil de los cristianos al paganismo. Los edictos de persecución ordenaban que los cristianos fuesen sometidos a la tortura para lograr que ofreciesen sacrificios a los dioses.
La persecución se hizo sentir por todas partes, pero fue en Asia particularmente donde las iglesias tuvieron que sufrir atrocidades inauditas. Se unían contra los cristianos, los sacerdotes de culto nacional, el populacho enfurecido, los judíos influyentes de las ciudades y los magistrados.
Mencionaremos ahora dos de las víctimas más ilustres de aquella persecución bajo Marco Aurelio: Policarpo y Justino Mártir.
Policarpo era uno de los discípulos de San Juan. Conoció el evangelio en los años tempranos de su vida, y se consagró de todo corazón a pastorear la iglesia de Esmirna, en la que actuó durante muchos años. Era venerado de todos, no sólo por sus canas, sino también por la piedad manifiesta en su vida, y el espíritu cristiano que animaba todos sus actos.
En el año 167 la persecución se levantó violenta contra las iglesias de toda la región que circunda a Esmirna. El procónsul de Asia, hasta entonces no había mostrado hostilidad, pero fue arrastrado en esta mala corriente por los sacerdotes paganos y los judíos intolerantes. Su método consistía en hacer una exhibición de los instrumentos de tortura, y de los animales salvajes a los cuales serían arrojados los que no quisieran abjurar. Si con esto no conseguía atemorizar a los cristianos, los condenaba a muerte.
En medio de indescriptibles tormentos, que horrorizaban aun a los mismos espectadores paganos, los cristianos mostraban una tranquilidad y resignación que los verdugos no podían comprender. Existe una carta que la iglesia de Esmirna envió a las iglesias hermanas, en la cual se halla un relato detallado de los sufrimientos a que fueron expuestos, y de la manera como supieron llevarlos con resignación y constancia. "Nos parecía dice la iglesia que en medio de los sufrimientos estaban ausentes del cuerpo, o que el Señor estaba al lado de ellos y caminaba entre ellos, y que reposando en la gracia de Cristo, despreciaban los tormentos de este mundo".
No es extraño que en estas circunstancias ocurriesen algunos casos de fanatismo. Se dice que un cierto frigio llamado Quinto, se presentó ante el tribunal del procónsul declarando que era cristiano y que quería sufrir por su fe, pero cuando le mostraron las bestias salvajes su ánimo falso cedió y ofreció sacrificios a los ídolos jurando por el genio del emperador. La iglesia desaprobó este acto de extravagancia, porque el evangelio no enseña a buscar la muerte voluntariamente.
La ciudad quería el martirio del más ilustre y más conocido de los siervos del Señor. La multitud clamaba pidiendo que Policarpo fuese arrojado a las fieras. Cuando el noble anciano lo supo, pensó en quedarse quieto esperando lo que Dios determinase acerca de su persona, pero los hermanos le rogaron que se ocultase en una aldea vecina. No bien hubo llegado Policarpo, aparecieron los soldados buscándole, pues había sido traicionado por uno de los que estaban enterados de su huida. Pudo escaparse aun esta vez, pero las autoridades sometiendo a la tortura a dos esclavos, lograron que uno declarase dónde se hallaba.
Cuando Policarpo se vio frente a sus perseguidores, comprendió que su fin estaba cerca, y dijo: "Hágase la voluntad de Dios". Pidió que diesen de comer y beber a los soldados que habían venido a prenderle, pidiendo a ellos solamente que le permitiesen pasar una hora en oración con su Dios, pero su corazón estaba tan lleno que durante dos horas continuas habló con su Padre celestial, pidiendo de él la fuerza que necesitaba para sufrir el martirio. Los paganos estaban conmovidos ante la actitud del noble varón de Dios.
Los oficiales llevaron a Policarpo a la ciudad, montado en un asno. Le salió al encuentro el principal magistrado policial, quien le hizo subir en su coche y dirigiéndose a él amablemente le dijo: "¿Qué mal puede haber en decir, 'Mi Señor el emperador', y en sacrificar, y así salvar la vida?" Policarpo no respondía, pero como insistiese le contestó que no estaba dispuesto a seguir sus consejos. Cuando vieron que no podían persuadirle se enfurecieron contra él, y empezaron a maltratarlo, hasta arrojarlo al suelo desde el carro en que iban, y a consecuencia del golpe sufrió contusiones en una pierna.
Al comparecer delante del procónsul, éste le dijo que tuviese compasión de su edad avanzada, que jurase por el genio del emperador y que diese pruebas de arrepentimiento, uniéndose a los gritos de la multitud que clamaba: "Afuera con los impíos". Policarpo miró serenamente a la multitud, y, señalándola con un ademán resuelto, dijo, "Afuera con los impíos". El procónsul entonces le dice: "Jura, maldice a Cristo, y te pongo en libertad". El anciano le respondió: "Ochenta y seis años lo he servido y El no me ha hecho sino bien, ¿cómo puedo maldecirlo, a mi Señor y Salvador?" El procónsul seguía el interrogatorio y Policarpo le dice entonces: "Bueno, si deseas saber lo que soy, te digo francamente que soy cristiano. Si quieres saber en qué consiste la doctrina cristiana, señala una hora para oírme."
El procónsul entonces, demostrando que quería salvar al anciano, y que no compartía las ideas de la multitud le dijo: "Persuade al pueblo". Policarpo respondió: "Yo me siento ligado a dar cuenta delante de ti, porque nuestra religión nos enseña a honrar a los magistrados establecidos por Dios, en lo que no afecte a nuestra salvación. Pero tocante a éstos, creo que son indignos de que me defienda delante de ellos".
Aquí el procónsul le amenazó con las bestias y con la pira, pero como no consiguió mover el ánimo del fiel testigo de Cristo, mandó que los heraldos pregonasen en el circo: "Policarpo ha confesado ser cristiano''. Esto equivalía a decir que había sido condenado a muerte. Entonces la multitud empezó a dar gritos de júbilo y a decir: "Este es el que enseña en contra de los dioses, el padre de los cristianos, el enemigo de las divinidades, el que enseña a abandonar el culto de los dioses, y a no ofrecerles sacrificio". El procónsul accedió al pedido de los judíos y paganos de que Policarpo fuese quemado vivo, y ellos mismos se apresuraron a traer la leña para levantar la hoguera. Cuando querían asegurarlo al poste de la pira les dijo: "Dejadme así, el que me ha dado fuerzas para venir al encuentro de las llamas, también me dará fuerzas para permanecer firme en el poste". Antes de que encendiesen el fuego, oró con fervor diciendo: "¡OH Señor, Todopoderoso, Dios, Padre de tu amado hijo Jesucristo, de quien hemos recibido tu conocimiento, Dios de los ángeles, y de toda la creación, de la raza humana y de los santos que viven en tu presencia, te alabo de que me hayas tenido por digno, en este día y en esta hora, de tener parte en el número de tus testigos, en la copa de Cristo!". Así partió a estar con el Señor aquel que le amó y sirvió fielmente durante muchos años y en medio de tantas pruebas.
La muerte de este mártir dio ánimo a los cristianos. Al verle morir tan serenamente veían cumplidas en él las promesas de Cristo, de estar siempre con los suyos. Todo estaba ordenado por la sabiduría divina, para que la iglesia tuviese pruebas evidentes de que Cristo no la dejaría ni desampararía cuando tuviese que testificar con el martirio.
Su muerte sirvió también para hacerles comprender mejor la naturaleza de la misión cristiana, lo que expresan en la carta que hemos mencionado, escribiendo estas palabras: "El esperaba ser desatado, imitando en esto a Nuestro Señor, y dejándonos un ejemplo que seguir, para que no miremos sólo a lo que conduce a nuestra propia salvación, sino que seamos de utilidad a nuestro prójimo. Porque ésta es la naturaleza del verdadero amor: buscar no sólo nuestra salvación, sino la salvación de todos nuestros hermanos".
La muerte triunfante de Policarpo aplacó la ira de los perseguidores, y la iglesia de Esmirna entró en un período de paz y prosperidad espiritual.

JUSTINO MÁRTIR.

Como filósofo cristiano, apologista, incansable sembrador de la palabra y mártir, Justino ocupa un lugar prominente entre los cristianos del segundo siglo.
Nació de padres paganos en la antigua Siquem de Samaria, en los días cuando el último apóstol entraba en el reposo de los santos. Desde muy temprano empezó a mostrar una sed insaciable de verdad, y su afán por hallarla ha hecho que se le compare al mercader de la parábola de la perla de gran precio. Las creencias populares de las religiones dominantes le causaban disgusto, comprendiendo que eran sólo invenciones de hombres supersticiosos o interesados, que sólo podían satisfacer a los espíritus indiferentes. Buscó entonces la verdad en las escuelas de los filósofos, conversando con aquellos que demostraban poseer ideas más sublimes que las que alimentaban a las multitudes extraviadas. Miraba a todos lados buscando el faro que podría guiarle al anhelado puerto de la sabiduría. Golpeaba a las puertas de todas las escuelas filosóficas.
Hoy lo hallamos en contacto con un sabio y mañana con otro, "pero sólo podían hablarle de un Creador que gobierna y dirige las cosas grandes del Universo, pero según ellos, es indiferente a las necesidades individuales del hombre. De la escuela de los estoicos pasa a la de Pitágoras, pero siempre se halla envuelto en la niebla de vanas especulaciones, sin hallar en la filosofía aquella luz que su alma anhela. Viaja incesantemente de país en país, buscando los mejores frutos del saber humano. Ora está en Roma, ora en Atenas, ora en Alejandría, pero en busca de la misma cosa, siempre deseando conocer la verdad y tener luz sobre los insondables problemas que surgen ante el universo, la vida, la muerte y la eternidad. Por fin creyó haber llegado a la meta de sus peregrinaciones abrazando las enseñanzas de Platón, por medio de las cuales llegó a entrever las sublimidades de un Dios personal. Estaba en los umbrales, pero la puerta continuaba cerrada desoyendo sus clamores.
El Dios de Platón no era tampoco el que podía satisfacer a un hombre que tenía hambre y sed de justicia. Su alma no podía alimentarse con áridos silogismos y vanas disputas de palabras. Tenía, pues, que seguir buscando lo que su alma necesitaba. Era Dios que guiaba a su futuro siervo por la senda de la sabiduría humana para que se diese cuenta de que en ella no reside la suprema bendición de Dios.
El poderoso testimonio que los cristianos daban en sus días le impresionó mucho, y al verles morir tan valientemente por su fe, se puso a pensar si no serían ellos los poseedores de la bendición que él buscaba. No le era posible creer que aquel sublime martirologio, aquellas fervientes plegarias frente a la muerte, aquella activa y desinteresada propaganda de su fe, fuese obra de fanáticos y mucho menos de personas malas, como el vulgo se lo figuraba. Alguna fuerza divina, algún poder para él desconocido, alguna causa por él ignorada, en fin, un algo tenía que haber, que infundiese tan dulces esperanzas, que crease tanto heroísmo, y que diese animación y vida al movimiento que no habían podido detener las espadas inclementes de los Césares, ni las fieras salvajes del anfiteatro.
Caminando un día, pensativo, por las orillas del mar, vestido con su toga de filósofo, encontró a un anciano venerable, que le impresionó por su imponente aspecto y por la bondad de su carácter. Reconociendo en el manto que Justino era uno de los que buscan la verdad, aquel anciano se le acercó procurando entablar conversación.
Era un cristiano que andaba buscando la oportunidad de cumplir con el mandato del Maestro de llevar el evangelio a toda criatura. Ni bien empezó a hablarle logró tocar la cuerda más sensible del corazón de Justino. Le dijo que la filosofía promete lo que no puede dar. Entonces le habló de las sagradas Escrituras, que encierran todo el consejo de Dios, y le indicó la conveniencia de leerlas atentamente, añadiendo: "ruega a Dios que abra tu corazón para ver la luz, porque sin la voluntad de Dios y de su hijo Jesucristo, ningún hombre alcanzará la verdad". El corazón de Justino ardía dentro de él al oír las palabras tan a punto de su interlocutor.
Fue entonces cuando se decidió a estudiar asiduamente las Escrituras del Antiguo Testamento. Las profecías le llenaron de admiración. La manera como éstas se cumplieron, le convenció de que aquellos hombres que las escribieron habían sido inspirados por Dios. Los Evangelios lo pusieron en contacto con aquel que pudo decir: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida". Pudo oír las palabras de aquel que habló como ningún otro habló, conocer los hechos de aquel que obró como ningún otro obró, y leer la vida del que vivió como ningún otro vivió. Las Escrituras le guiaron a Cristo, en quien halló la verdadera filosofía, y desde ese momento, Justino aparece militando entre los despreciados discípulos del que murió en una cruz.
En aquellos tiempos no se conocía la distinción moderna de clérigos y legos. No había una clase determinada de cristianos que monopolizase la predicación. Todos los que tenían el don lo hacían indistintamente, ya fuesen o no, obispos de la congregación. Justino, pues, sin abandonar la toga de filósofo que le daba acceso a los paganos, se consagró a predicar la verdad, no ya como uno que la buscaba sino como uno que la poseía. No cesaba de trabajar para que muchos viniesen al conocimiento del evangelio, pues creía que el que conoce la verdad y no hace a otros participantes de ella, será juzgado severamente por Dios. Toda su carrera, desde su conversión a su martirio, estuvo en armonía con esta creencia. Día tras día se le podía ver en las plazas, rodeado de grupos de personas que le escuchaban ansiosos. Los que pasaban se sentían atraídos por su toga, y después de la corriente salutación: "salve, filósofo", se quedaban a escucharle. Cumplía así el dicho de Salomón acerca de la Sabiduría: "En las alturas, junto al camino, a las encrucijadas de las veredas se para, a la entrada de las puertas da voces". Así era uno de los instrumentos poderosos en las manos del Señor, para hacer llegar a las multitudes el conocimiento del evangelio.
Como escritor, Justino puede ser considerado uno de los más notables de los tiempos primitivos del cristianismo. Algunas de sus obras han llegado hasta nosotros. Refiriéndose a sus escritos, dice el profesor escocés James Orr: "El mayor de los apologistas de este período, cuyos trabajos aún se conservan, es Justino Mártir. De él poseemos dos Apologías dirigidas a Antonio Pío y al Senado Romano (año 150), y el Diálogo con Trifón, un judío, escrito algo más tarde.
LA PRIMERA APOLOGÍA de Justino es una pieza argumentativa concebida noblemente, y admirablemente presentada. Consta de tres partes la primera refuta los cargos hechos contra los cristianos; la segunda prueba la verdad de la religión cristiana, principalmente por medio de las profecías; la tercera explica la naturaleza del culto cristiano.
LA SEGUNDA APOLOGÍA fue motivada por un vergonzoso caso de persecución bajo Urbico, el prefecto. El diálogo con Trifón es el relato de una larga discusión en Éfeso, con un judío liberal, y hace frente a las objeciones que hace al cristianismo".
Los escritos de Justino tienen el mérito de revelarnos cuáles eran las creencias y costumbres de aquella época. Refiriéndose al poder regenerador del evangelio, dice: "Podemos señalar a muchos entre nosotros, que de hombres violentos y tiranos, fueron cambiados por un poder victorioso". "Yo hallé en la doctrina de Cristo la única filosofía segura y saludable, porque tiene en sí el poder de encaminar a los que se apartan de la senda recua y es dulce la porción que tienen aquellos que la practican.
Que la doctrina es más dulce que la miel, es evidente por el hecho de que los que son formados en ella, no niegan el nombre del Maestro aunque tengan que morir". "Nosotros que antes seguíamos artes mágicas, nos dedicamos al bien y al único Dios; que teníamos como la mejor cosa la adquisición de riquezas y posesiones, ahora tenemos todas las cosas en común, y comunicamos mutuamente en las necesidades; que nos odiábamos y destruíamos el uno al otro, y que a causa de las costumbres diferentes, no nos sentábamos junto al mismo fuego con personas de otras tribus, ahora, desde que vino Cristo, vivimos familiarmente con ellos, y oramos por nuestros enemigos, y procuramos persuadir a los que nos aborrecen injustamente, para que vivan conforme a los buenos preceptos de Cristo, a fin de que juntamente con nosotros, sean hechos participantes de la misma gozosa esperanza del galardón de Dios, ordenador de todo''.
Sobre el culto cristiano en aquella época dice: "El día llamado del sol, todos los que viven en las ciudades o en el campo, se juntan en un lugar y se leen las Memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas, tanto como el tiempo lo permite; entonces el que preside, enseña y exhorta a imitar estas buenas cosas. Luego nos levantamos juntos y oramos (en otro pasaje menciona también el canto); traen pan, vino y agua, y el que preside ofrece oraciones y acciones de gracias según su don, y el pueblo dice amén". "Nos reunimos en el día del sol, porque es el día cuando Dios creó el mundo, y Jesucristo resucitó de entre los muertos".
Vemos que el culto no era ritualista ni ceremonioso, sino que consistía en la lectura de las Escrituras, la explicación de la misma, las oraciones, el canto y la participación de la cena bajo dos especies, y que tenía lugar, principalmente, el primer día de la semana.
Refiriéndose a la beneficencia cristiana, dice: "Los ricos entre nosotros ayudan a los necesitados; cada uno da lo que cree justo; y lo que se colecta es puesto aparte por el que preside, quien alivia a los huérfanos y a las viudas y a los que están enfermos o necesitados; o a los que están presos o son forasteros entre nosotros; en una palabra, cuida de los necesitados".
La actividad de Justino no pudo menos que despertar el odio de los adversarios. Un filósofo contrario a sus ideas deseando deshacerse de él, denunció que era cristiano, y junto con seis hermanos más, tuvo que comparecer ante las autoridades. Allí confesó abiertamente su fe en Cristo, no temiendo la ira de sus adversarios, y fue condenado a muerte. Un estoico, burlándose, le preguntó si suponía que después que le hubiesen cortado la cabeza iría al cielo.
Justino le contestó que no lo suponía sino que estaba seguro. La decapitación de Justino y sus compañeros ocurrió probablemente en el año 167, siendo emperador Marco Aurelio.

LOS MÁRTIRES DE LYÓN Y VIENA.

La primera vez que Francia aparece en la historia del cristianismo, se presenta acompañada de una legión de mártires; primicias gloriosas de los miles que en siglos posteriores, sellarían con su muerte el testimonio de la fe que habían abrazado.
Fue en el año 177, cuando las iglesias de Lyón y Viena (esta última es una ciudad francesa sobre el Ródano, que no hay que confundir con la capital de Austria del mismo nombre) sintieron el azote inclemente del paganismo. Los hechos relacionados con esta persecución fueron fielmente narrados por las iglesias de Lyón y Viena en una carta que enviaron a las iglesias hermanas de otras regiones. Esta carta se atribuye a la magistral pluma de Ireneo, y ha sido conservada, casi íntegramente, por Eusebio. Su autenticidad nunca fue puesta en duda, y ha sido llamada la perla literaria de la literatura cristiana de los primeros siglos. Al presentar a nuestros lectores los hechos de esos mártires, no podemos hacer nada mejor que reproducir los párrafos más notables de esta joya de la literatura y de la historia.
He aquí el preámbulo: "Los siervos de Jesucristo que están en Viena y Lyón, en la Galia, a los hermanos de Asia y de Frigia, que tienen la misma esperanza, paz, gracia y gloria de la parte de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Señor''.
Empieza la narración de los sufrimientos y dice: "Jamás las palabras podrán expresar, ni la pluma describir, el rigor de la persecución, la furia de los gentiles contra los santos, la crueldad de los suplicios que soportaron con constancia los bienaventurados mártires. El enemigo desplegó contra nosotros todas sus fuerzas, como preludio de lo que hará sufrir a los elegidos en su último advenimiento, cuando haya recibido mayor poder contra ellos. No hay cosa que no haya hecho para adiestrar de antemano a sus ministros en contra de los siervos de Dios. Empezaron por prohibirnos la entrada a los edificios públicos, a los baños, al foro; llegaron a prohibirnos toda aparición. Pero la gracia de Dios combatió por nosotros; libró del combate a los más débiles, y expuso a los que, por su coraje, se asemejan a firmes columnas, capaces de resistir a todos los esfuerzos del enemigo. Estos héroes, pues, habiendo llegado a la hora de la prueba, sufrieron toda clase de oprobios y tormentos; pero miraron todo eso como poca cosa, a causa del anhelo que tenían de reunirse lo más pronto a Jesucristo, enseñándonos, por su ejemplo, que las aflicciones de esta vida no tienen proporción con la gloria futura que sobre nosotros ha de ser manifestada. "Empezaron por soportar con la más generosa constancia todo lo que se puede sufrir de parte de un populacho insolente; gritos injuriosos, pillaje de sus bienes, insultos, arrestos y prisiones, pedradas, y todos los excesos que puede hacer un pueblo furioso y bárbaro contra aquellos a quienes cree sus enemigos.
Siendo arrastrados al foro, fueron interrogados delante de todo el pueblo, por el tribuno y autoridades de la ciudad; y después de haber confesado noblemente su fe, fueron puestos en la cárcel hasta la venida del presidente".

EPAGATO

Sobre la noble actitud de Epagato dice la carta: "Cuando el magistrado llegó, los confesores fueron llevados delante del tribunal; y como él los tratara con toda clase de crueldades, Vetio Epagato, uno de nuestros hermanos, dio un bello ejemplo del amor que tenía para con Dios y para con el prójimo. Era un joven tan ordenado, que en su temprana juventud, había merecido el elogio que las Escrituras hacen del anciano Zacarías; como él andaba de modo irreprochable en el camino de todos los mandamientos del Señor, siempre listo para ser servicial al prójimo, lleno de fervor y de celo por la gloria de Dios.
No pudo ver sin indignación la iniquidad del juicio que se nos hacía; penetrado de un justo dolor, pidió permiso para defender la causa de sus hermanos y demostrar que en nuestras costumbres no hay ni ateísmo ni impiedad. Al hacer esta proposición, la multitud que rodeaba el tribunal, se puso a lanzar gritos contra él, porque era muy conocido; y el presidente, herido por una demanda tan justa, por toda respuesta le preguntó si era cristiano. Epagato respondió con voz alta y dará que lo era, y en seguida fue colocado junto con los mártires y llamado el abogado de los cristianos; nombre glorioso que merecía, porque tenía, tanto o más que Zacarías, el Espíritu dentro de sí por abogado y consolador; lo que demostró por medio de ese amor ardiente que le hacía dar su sangre y su vida en defensa de sus hermanos. Era un verdadero discípulo, siguiendo en todas partes al Cordero divino".

BLANDINA

Entre los mártires de Lyón, una niña esclava llamada Blandina, ocupa el lugar prominente. Oigamos lo que sobre ella dice la carta de las iglesias: "Entonces hicieron sufrir a los mártires tormentos tan atroces que no hay palabras para narrarlos; Satán puso todo en juego para Hacerles confesar las blasfemias y calumnias de que eran acusados. El furor del pueblo, del gobernador y de los soldados, se manifestó especialmente contra Santos, diácono de Viena; contra Maturo, neófito pero ya atleta generoso; contra Átale natural de Pérgamo, columna y sostén de la iglesia de aquella ciudad, y contra Blandina, joven esclava por medio de quien Jesucristo ha dejado ver cómo él sabe glorificar delante de Dios, lo que parece vil y menospreciable a los ojos de los hombres. Todos temíamos por esta joven; y aun su dueña, que figuraba en el número de los mártires, tenía miedo de que no tuviese la fuerza de confesar la fe, a causa de la debilidad de su cuerpo. Sin embargo, mostró tanto coraje, que hizo fatigar a los verdugos que la atormentaron desde la mañana hasta la noche. Después de haberla hecho sufrir todo género de suplicios, no sabiendo más que hacerle, se declararon vencidos; se quedaron muy sorprendidos de que respirase aún dentro de un cuerpo herido, y decían que uno solo de los suplicios bastaba para hacerla expirar, y que no era necesario hacerla sufrir tantos ni tan fuertes. Pero la santa mártir adquiría nuevas fuerzas, como buena atleta, confesando su fe: era para ella un refrigerio, un reposo, y cambiar sus tormentos en delicias el poder decir: «Yo soy cristiana. Entre nosotros no se comete ningún mal.»"
Sobre su primera presentación en el circo, dice la carta: "Blandina fue suspendida a un poste, para ser devorada por las bestias. Estando atada en forma de cruz, y orando con mucho fervor, llenaba de coraje a los otros mártires, que creían ver en su hermana, la representación del que fue crucificado por ellos, para enseñarles que cualquiera que sufra aquí por su gloria, gozará en el cielo de la vida eterna con Dios su Padre. Pero como ninguna bestia se atrevió a tocarla, la enviaron de nuevo a la prisión reservándola para otro combate, para que apareciendo victoriosa en muchos encuentros, hiciese caer, por una parte, una condenación mayor sobre la malicia de Satán y levantase por otra, el coraje de sus hermanos, quienes veían en ella una muchacha pobre, débil y despreciable, pero revestida de la fuerza invencible de Jesucristo, triunfar del infierno tantas veces, y ganar por medio de una victoria gloriosa, la corona de la inmortalidad."
En el segundo encuentro Blandina aparece en el circo junto con el joven Póntico, y la carta dice así: "El último día de los espectáculos, hicieron comparecer de nuevo a Blandina y a un joven de unos quince años llamado Póntico. Todos los días lo habían traído al anfiteatro, para intimidarlo por la vista de los suplicios que hacían sufrir a los otros. Los gentiles querían forzarlos a jurar por sus ídolos. Como ellos seguían negando su pretendida divinidad, el pueblo se enfureció contra ellos; y sin ninguna compasión por la juventud del uno ni por el sexo de la otra, los hicieron pasar por todo género de tormentos, instigándoles a que jurasen. Pero su constancia fue invencible; porque Póntico, animado por su hermana, quien lo exhortaba y fortificaba frente a los paganos, sufrió generosamente todos los suplicios y entregó su espíritu.
"La bienaventurada Blandina quedó, pues, la última, como una madre noble, que después de haber enviado delante de ella sus hijos victoriosos a quienes animó en el combate, se apresura para ir a unirse con ellos. Entró en la misma carrera con tanto gozo como si fuese al festín nupcial y no al matadero, donde serviría de alimento a las fieras.
Después de haber sufrido los azotes, de ser expuesta a las bestias, de ser quemada en la silla de hierro candente, la encerraron en una red y la presentaron a un toro, que la arrojó varias veces al aire; pero la santa mártir, ocupada en la esperanza que le daba su fe, hablaba con Jesucristo y no sentía los tormentos. Al fin degollaron esta víctima “inocente; y los mismos paganos confesaron que nunca habían visto a una mujer, sufrir tanto ni con tan heroica constancia."

SANTOS

Refiriéndose a Santos dice: "El diácono Santos sufrió, por su parte, con una valentía sobrehumana, todos los suplicios que los verdugos pudieron imaginar, con la esperanza de arrancarle alguna palabra deshonrosa a su fe. Llevó tan lejos su constancia que ni aun quiso decir su nombre, su ciudad, su país, ni si era libre o esclavo. A todas estas preguntas contestaba en lengua romana: “Yo soy cristiano”; confesando que esta profesión era su nombre, su patria, su condición, en una palabra, su todo, sin que los paganos pudiesen arrancarle otra respuesta.
Esta firmeza irritó de tal modo al gobernador y a los verdugos, que después de haber empleado todos los demás suplicios, hicieron quemar chapas de cobre hasta quedar rojas y se las aplicaron a las partes más sensibles del cuerpo. Este santo mártir vio asar sus carnes sin cambiar siquiera de postura, y quedó inconmovible en la confesión de su fe, porque Jesucristo, fuente de vida, derramaba sobre él un rocío celestial que lo refrescaba y fortalecía.
Su cuerpo así quemado y destrozado, era una llaga, y no tenía más la figura humana. Pero Jesucristo que sufría en él y desplegaba su gloria, confundía así al enemigo y animaba a los fieles, haciéndoles ver, por su ejemplo, que a nada se teme cuando uno tiene el amor del Padre, y que uno no sufre nada cuando contempla la gloria del Hijo. En efecto, sus verdugos se apresuraron algunos días después, a aplicarle nuevas torturas, en los momentos cuando la inflamación de las llagas las hacía tan dolorosas, que no podía sufrir que lo tocasen ni aun ligeramente. Se vanagloriaban de que sucumbiría al dolor, o que por lo menos, muriendo en los suplicios, intimidaría a otros. Pero contra las expectativas generales, su cuerpo desfigurado y dislocado, adquirió, en los últimos tormentos, su forma primitiva y el uso de todos sus miembros; de modo que esta segunda tortura, por la gracia de Jesucristo, fue el remedio de la primera."

POTÍN

Era éste un anciano de la iglesia y hombre de edad muy avanzada. Refiriéndose a su martirio dice así el documento que estamos citando: "Se apoderaron del bienaventurado Potín, que gobernaba la iglesia de Lyón en calidad de obispo. Tenía más de ochenta años, y se encontraba enfermo. Como apenas podía sostenerse y respirar, a causa de sus enfermedades, aunque el deseo del martirio le daba nuevas fuerzas, se vieron obligados a llevarlo al tribunal. La edad y la enfermedad ya habían deshecho su cuerpo; pero su alma quedaba unida para servir al triunfo de Jesucristo. Mientras los soldados lo conducían era seguido por otros soldados de la ciudad y de todo el pueblo que daba voces contra él, como si hubiera sido el mismo Cristo. Pero nada pudo abatir al anciano, ni impedirle confesar altamente su fe. Interrogado por el gobernador acerca de quién era el Dios de los cristianos, le contestó que si fuera digno, lo conocería. En seguida fue bárbaramente golpeado sin que tuviesen ninguna consideración a su avanzada edad. Los que estaban cerca lo herían a puñetazos y a puntapiés; los que estaban lejos le tiraban la primera cosa que hallaban. Todos se hubieran creído culpables de un gran crimen si no lo hubieran insultado, para vengar el honor de los dioses. Apenas respiraba cuando fue llevado a la prisión, donde entregó su alma dos días después."
Otros dos mártires notables fueron Atalio y Alejandro. Veamos lo que dice el precioso documento que traducimos: "Como Atalio era muy conocido y distinguido a causa de sus buenas cualidades, el pueblo pedía incesantemente que lo trajesen al combate. Entró en la arena con santa seguridad. El testimonio de su conciencia le hacía intrépido, porque estaba aguerrido en todos los ejercicios de la milicia cristiana, y había sido entre nosotros un testigo fiel de la verdad. Primeramente le hicieron dar vueltas en el anfiteatro con un letrero delante de sí en el cual estaba escrito en latín: Este es Atalio el cristiano. El pueblo se estremecía contra él; pero el gobernador, al saber que era ciudadano romano, lo hizo conducir otra vez a la prisión, junto con los otros. Y escribió al emperador tocante a los mártires, y esperaba su decisión." La respuesta, que tenía que venir de Roma tardaba en llegar, y durante este tiempo los mártires pudieron reanimar a los hermanos que por temor habían renegado su fe, y prepararles para dar un valiente testimonio que confundiría a los paganos.
Volvamos a Atalio y Alejandro: "Mientras los interrogaban, un cierto Alejandro, frigio de nación y médico de profesión, que desde hacía mucho residía en la Galia (Francia) estaba cerca del tribunal. Era conocido de todos, a causa del amor que tenía a Dios, y de la libertad con que predicaba el evangelio; porque también desempeñaba las funciones de apóstol. Estando cerca del tribunal, exhortaba por medio de señales y gestos a los que eran interrogados, para que confesasen generosamente su fe. El pueblo que se dio cuenta, y que estaba enfurecido al ver a los que antes habían renegado su fe, confesarla con tanta constancia, dio gritos contra Alejandro, a quien atribuían este cambio. Al preguntarle el gobernador quién era, respondió: «Yo soy cristiano»; e inmediatamente fue condenado a ser entregado a las fieras. Al día siguiente entró en el anfiteatro con Atalio, a quien el gobernador, por agradar al pueblo, entregó a ese suplicio, a pesar de ser ciudadano romano. Ambos, después de sufrir todos los tormentos imaginables, fueron degollados. Alejandro no pronunció ni una sola queja ni palabra, pero hablaba interiormente con Dios. Atalio, mientras lo asaban en la silla de hierro, y que el olor de sus miembros quemados se podía sentir de lejos, dijo al pueblo en latín: "Esto es comer carne humana; lo que vosotros hacéis: pero nosotros no comemos hombres ni cometemos ninguna otra clase de crimen".
Cuando los mártires ya habían sucumbido, se ocuparon de ultrajar sus cadáveres. Así se expresa la carta: "La ira de ellos fue más allá de la muerte. Arrojaron, para que fuesen comidos por los perros, los cadáveres de aquellos que la infección y otras calamidades habían hecho morir, y los hicieron custodiar día y noche, por temor de que alguno de nosotros les diese sepultura. Juntaron también los miembros esparcidos de los que habían luchado en el anfiteatro, restos dejados por las bestias y las llamas, con los cuerpos de aquellos a quienes habían decapitado y los hicieron custodiar varios días por los soldados". Los restos fueron finalmente quemados y arrojados al Ródano.
La persecución no se sintió sólo en Lyón y Viena, sino en toda la región circunvecina. Un mártir ilustre que pereció poco tiempo después que los ya mencionados, fue Sinforiano de quien dice la carta: "Había en este tiempo en Autum, un joven llamado Sinforiano, de una familia noble y cristiana. Estaba en la flor de su edad y era instruido en las letras y en las buenas costumbres. La ciudad de Autum era una de las más antiguas y más ilustres de la Galia, pero también de las más supersticiosas. Adoraban principalmente a Cibeles, Apolión y Diana. Un día el pueblo estaba reunido para celebrar la solemnidad profana de Cibeles, a la cual llamaba la madre de los dioses.
En ese tiempo el cónsul Heraclio estaba en Autum buscando cristianos. Le presentaron a Sinforiano, a quien habían arrestado como sedicioso, porque no había adorado al ídolo de Cibeles, que llevaban en una carroza, seguida de una gran multitud. Heraclio, sentado en el tribunal, le preguntó su nombre. El respondió: «Yo soy cristiano, y me llamo Sinforiano». El juez le dijo: « ¿Eres cristiano? Por lo que veo tú te nos has escapado, porque no se profesa mucho, ahora, ese nombre entre nosotros. ¿Por qué rehúsas adorar la imagen de la madre de los dioses?» Sinforiano contestó: «Os lo he dicho ya, yo soy cristiano, adoro al verdadero Dios que reina en los cielos; en cuanto al ídolo del demonio, si me lo permitís, lo romperé a martillazos». Él dijo: «Este no es sólo sacrílego, quiere ser rebelde. Que los oficiales digan si es ciudadano de este lugar». «Es de aquí respondió uno y hasta de una familia noble». «He aquí, tal vez, dijo el juez, porque tú te haces ilusiones. ¿O ignoras tú los edictos de nuestros emperadores? Que un oficial los lea». Leen el edicto de Marco Aurelio, como lo hemos visto ya. Al terminarse la lectura. « ¿Qué te parece, dijo el juez a Sinforiano, podemos quebrantar las ordenanzas de los príncipes? Hay dos acusaciones contra ti, de sacrilegio, y de rebelión contra las leyes; si no obedeces, lavarán este crimen en tu sangre». Habiendo declarado Sinforiano, en términos positivos, que permanecía firme en el culto del verdadero Dios, y que detestaba las supersticiones de los idólatras, Heraclio lo hizo castigar y conducir a la prisión.
"Algunos días después lo hizo comparecer de nuevo, probó de tentarlo con buenos modales, y le prometió una rica gratificación del tesoro público, con los honores de la milicia, si quería servir a los dioses inmortales. Añadió que no podía evitar de condenarlo al último suplicio, si aun rehusaba adorar las estatuas de Cibeles, de Apolión y de Diana".
Habiendo rehusado los ofrecimientos que se le hacían, Sinforiano fue condenado a muerte, Sobre la valiente y serena actitud de su cristiana madre, dice la carta: "Mientras lo conducían fuera de la ciudad, como una víctima al sacrificio, su madre, venerable tanto por su piedad como por sus años, le gritó desde oí alto de las murallas: «Hijo mío, Sinforiano, mi hijo querido, acuérdate del Dios vivo', y ármate de constancia. No hay que temer a la muerte que conduce a la vida; levanta tu corazón, mira al que reina en los cielos. Hoy no te quitan la vida, te la cambian por una mejor. Hoy en cambio de una vida perecedera tú tendrás una vida perdurable». Al terminar este admirable relato, preguntemos con James Orr: "Las otras religiones tienen sus mártires; ¿pero tienen mártires como éstos?"

IRENEO.

El siglo segundo no ha producido un cristiano más eminente que Ireneo. Su actividad misionera, su celo por la causa de la verdad, su talento de escritor, sus admirables dotes pastorales y su martirio, le han hecho pasar a la posteridad rodeado de una aureola luminosa.
Nació en Asia Menor en el año 140, y tuvo el privilegio de ser discípulo de Policarpo, de cuyo martirio en Esmirna ya nos hemos ocupado.
Toda su vida recordó Ireneo con gran satisfacción que había aprendido la doctrina cristiana de los labios de aquellos que estuvieron en contacto inmediato con los apóstoles. Escribiendo a Florino, quien se había desencaminado de la enseñanza que aprendiera en Esmirna, al mismo tiempo que él, le dice: "Estas doctrinas (las de Florino) no te las enseñaron los ancianos que nos precedieron, y que estuvieron en trato con los apóstoles; porque siendo aún muchacho yo te vi en compañía de Policarpo, en Asia Menor, porque tengo presente en mi memoria lo que pasaba entonces, mejor que lo que pasa hoy. Lo que hemos oído en la niñez crece juntamente con el alma y se identifica con ella; a tal punto que puedo describir el sitio donde el bienaventurado Policarpo se sentaba y hablaba; sus entradas y sus salidas; sus modales y su fisonomía; sus discursos que dirigía a la congregación; cómo hablaba de sus relaciones con San Juan y con los otros que vieron al Señor, sus milagros y sus enseñanzas.
Cómo había recibido todo de los que fueron testigos oculares de su vida, lo narraba de acuerdo con la Escritura. Estas cosas, por la virtud de la gracia de Dios, me impartió a mí, y yo las escuchaba con ansiedad, y las escribí, no sobre papel, sino en mi corazón; y por la gracia de Dios, las recuerdo constantemente con memoria fresca y despierta. Y puedo testificar delante de Dios, que si el bienaventurado presbítero apostólico hubiese oído tales cosas, hubiera gritado, se hubiera tapado los oídos, y, conforme a su costumbre, hubiera dicho: « ¡OH mi Dios! ¡A qué tiempos me has traído, para tener que sufrir esto!», huyendo del lugar, donde sentado o en pie, hubiese oído tales palabras".
Policarpo transmitió a Ireneo, su espíritu, su carácter, y sus costumbres. Siendo aún joven se estableció en Lyón, donde pronto aparece actuando en calidad de anciano de la iglesia, la cual mostraba para con él gran aprecio y admiración.
Durante la persecución que asoló a las iglesias de Lyón y Viena, parece que se hallaba ausente, pero regresó pronto, y la iglesia le eligió para ocupar el puesto que había dejado Potín, quien como hemos visto sufrió el martirio a edad muy avanzada. Teniendo que pastorear a esa iglesia y a los grupos de cristianos que había cerca de Lyón, pudo revelarse como un hábil y juicioso conductor del rebaño, haciendo frente a la lucha externa de la persecución, que aún continuaba, y a los conflictos internos producidos por las doctrinas extrañas.
El Oriente, que había mandado excelentes obreros cristianos a Europa a sembrar la buena simiente del evangelio, también mandó enemigos que sembrasen la peligrosa cizaña. La doctrina seguía sintiendo los duros ataques de la herejía. El gnosticismo había ganado mucho terreno. Sus fantásticas especulaciones respondían muy bien al orgullo humano. Ireneo recordaba lo que había oído a Policarpo, y éste a Juan, acerca de estas peligrosas tendencias.
Los gnósticos procuraban hacer del cristianismo una cuestión científica más bien que religiosa. Querían que la sabiduría reemplazase a la fe. Todo esto sonaba muy bien en los oídos carnales, pero en realidad el gnosticismo no poseía la verdadera ciencia de la cual hacía tanto alarde. Argumentaban sobre el origen del pecado, mientras los cristianos buscaban verse libres del pecado. Confundían el árbol de la ciencia con el árbol de la vida. Pero los cristianos, digámoslo, no se oponían al estudio de estos problemas, sino a hacer consistir la religión en estas enseñanzas estériles, descuidando la ciencia que nos hace sabios para la salvación. Ocurría entonces lo que ocurre ahora muchas veces con personas mareadas por una ciencia falsa o superficial, que demuestran la más culpable negligencia en lo que afecta a los problemas prácticos de la vida espiritual.
Los montañistas también, dentro de lo mucho de bueno que enseñaban, habían caído en errores y excesos un tanto peligrosos, llevando la espiritualidad a un terreno movedizo. Ireneo, a quien Pressensé llama "un ardiente apóstol de la unidad eclesiástica", aspiraba a que todos los que invocaban el nombre de Cristo formasen un solo redil. Hombre esencialmente moderado, procuraba conciliar las tendencias más opuestas. No se puede decir que lo haya logrado, pero no deja de merecer un sincero aplauso por sus buenos deseos a este respecto. Por amor al orden fue demasiado lejos en sus concesiones a la jerarquía, que ya empezaba a quererse implantar en el cristianismo.
En el año 180 escribió su famoso libro titulado Contra Herejías. Escribe con la habilidad de un griego y piensa con la profundidad de un romano. Presenta a los propagandistas de ideas erróneas cubiertos con la careta de la ortodoxia, entrando en las casas de los cristianos, usando todos los medios astutos para hacerlos mover de la simplicidad que es en Cristo, apelando al orgullo humano, hablando de ciencia y de grandezas aparentes. Este libro refleja el alma de Ireneo. Fue escrito en un estilo simple, pero varonil, y no con el objeto de alcanzar los aplausos de los labios, sino con el de presentar la verdad cristiana en la forma por él interpretada. Su libro está libre de aquel espíritu de desprecio que suele verse con mucha frecuencia en los libros de controversia. Creía en la sinceridad de sus adversarios, y si inevitablemente dice algo amargo, lo compara a las medicinas de este gusto, que son desagradables al tomarlas, pero buenas para curar las enfermedades. "Nosotros los amamos decía más de lo que ellos se aman a sí mismos. El amor que les tenemos es sincero, y sería un bien para ellos responder a 'este amor Por lo tanto, mientras multiplicamos nuestros esfuerzos para lograr que se conviertan, no cesamos de extenderles una mano amigable". En esos tiempos los cristianos no temían la discusión, y en lugar de apelar, como más tarde, a la violencia y a las excomuniones, argumentaban bíblicamente y con serenidad para ganar las almas de los que se hallaban extraviados y fuera de la verdadera doctrina.
Según algunos historiadores, Ireneo sufrió el martirio en el año 197, pero la antigüedad cristiana no ha dejado ningún detalle sobre las circunstancias y pormenores de su muerte.

TERTULIANO.

La antigua ciudad de Cartago, situada en las márgenes africanas del Mediterráneo, fue la cuna del elocuente orador, fuerte apologista, e incansable luchador que se llamó Tertuliano. A pesar de su civilización, los cartagineses eran rudos, impetuosos, y de costumbres casi salvajes. De este ambiente salió, algo refinado pero no del todo pulido, el más elocuente de los defensores del cristianismo.
Nació en el año 160, siendo su padre un centurión del ejército romano. Pertenecía, por lo tanto, a la clase mediana de la sociedad. En vista de sus dotes naturales de orador fogoso, sus padres lo iniciaron en la carrera de las leyes, esperando verlo actuar de manera sobresaliente en las contiendas que se debatían en el Foro. Llegó a ser poderoso en la lengua griega, pero su idioma, el idioma con el que iba a pelear mil batallas y escribir numerosos volúmenes, fue el latín, que dominó y manejó cual ningún otro en su época. La vida pagana le arrastró en todas las corrientes del vicio. El circo, el bajo teatro, y los mil placeres carnales que Cartago ofrecía, tuvieron en el joven pagano un apasionado admirador y partícipe.
No sabemos cómo tuvo lugar su conversión, pero parece que ésta fue repentina, y tal vez producida por el espectáculo inspirador que le ofrecían los mártires que iban valiente y gozosamente al encuentro de la muerte.
Pero sabemos que se convirtió siendo hombre ya hecho, y cuando había probado la impotencia de los placeres mundanales para satisfacer las necesidades del hombre. La crisis por la cual pasó tuvo necesariamente que ser violenta, para que fuese vencida su impetuosa naturaleza carnal, y pudiese ser formado en él ese hombre nuevo que es criado conforme a Dios en justicia y santidad de verdad. Pressensé al hablar de este cambio y de su carácter, dice: "Entró en la nueva carrera con toda impetuosidad de su naturaleza, y desde el día que puso la mano al arado, en el campo regado con tanta sangre, nunca lanzó una mirada hacia atrás. De las cosas que quedaron atrás, sólo pensó como de cosas malditas y se esforzó con todo su poder hacia el blanco que estaba delante. Sin pesar ninguno, holló con sus pies toda cosa que se interponía entre él y sus aspiraciones, ya fuese este obstáculo el paganismo con sus pompas y glorias, o ya las formas eclesiásticas de su tiempo, cuando le parecía que dejaban de llenar su verdadero objeto. Siempre estaba listo para declarar que sólo las cosas imposibles eran dignas de nuestros esfuerzos. Tuvo, por lo tanto, la porción que le toca a los espíritus ardientes y anhelosos, nunca supo lo que era reposo; su mano estuvo siempre contra todos. Su vida fue una larga batalla, primeramente consigo mismo, luego con toda influencia opuesta a sus ideas, o que en algo difería.
Para él la moderación era imposible; iba a los extremos tanto en el odio como en el amor, en lenguaje como en pensamiento; pero todo acto o palabra de su parte, era el resultado de profundas convicciones, y estaban animados por lo que sólo puede dar vitalidad a los esfuerzos del espíritu humano un sincero ardor y pasión por la verdad. Aun los excesos de su vehemencia le dieron un elemento de poder, porque empleaba a su servicio una elocuencia fogosa. Todo su carácter se resume en una palabra: pasión".
El historiador católico Duchesne, al referirse a Tertuliano, dice: "Desde el año 197 se le halla con la pluma en la mano, exhortando a los mártires, defendiendo la religión ante la opinión pagana y contra los rigores del procónsul. Desde sus primeros escritos se revela esa retórica ardiente, esa verbosidad inagotable, este conocimiento profundo de su tiempo, esa familiaridad con los hechos antiguos y los libros que los relatan, ese espíritu instigador y agresivo, que caracteriza toda su literatura".
Se inició como escritor cristiano dirigiendo una carta animadora a los muchos hermanos que estaban presos y esperando la hora del martirio. Parece que envidia la suerte de aquellos que sufrían por la buena causa, y expresa sus profundos anhelos de llegar pronto al fin de su peregrinación terrestre. Este mundo corrompido no tiene para él ningún encanto, a causa del reino tan manifiesto del pecado. Suspira por estar con el Señor, y verse libre de la atmósfera corrupta de esta existencia. La prisión obscura que habitaban todos los mártires no podía ser peor que todo lo que se halla en medio de una sociedad corrompida. El corazón del autor se ve en uno de los párrafos de esta carta, que dice así: "No tenéis los falsos dioses ante vuestros ojos, no tenéis que pasar delante de sus estatuas; no tenéis que participar con vuestra presencia de las fiestas de los paganos; estáis libres de tener que aspirar el incienso corrompido; vuestros oídos no se ofenden con los clamores que salen de los teatros, ni vuestras almas son irritadas por la crueldad, la locura y vileza de aquellos que toman parte; vuestros ojos no se profanan por las escenas que se ven en esos refugios del vicio y de la prostitución".
El lenguaje de Tertuliano demuestra el pesar e indignación que producían en su ánimo las escenas que tenía que contemplar a cada paso en las calles y plazas de la gran ciudad africana. Los mismos o aun más profundos sentimientos expresa cuando escribe su famoso tratado contra los espectáculos.
Sus escritos son numerosos, extensos y variados. Escribió con tal vitalidad, que aun cuando han desaparecido las causas que produjeron sus obras, éstas no han perdido del todo su frescura, y diez y siete siglos que median entre nosotros y él, no han podido marchitar las flores de su jardín literario. No hay cuestión teológica, especulativa, doctrinal y moral que él no haya tratado, ni error que no haya sentido la descarga de sus terribles plumazos. Su Apología es más bien un desafío a los paganos. Defiende valientemente a sus hermanos perseguidos, en el gran foro de este mundo, con todo el ardor que tiene el buen abogado cuando sabe que su causa es justa. Como él mismo dice, no teme a ninguna de las dos cartas del dios Jano. "Crucificadnos, escribe a los paganos torturadnos, que cuanto más nos segáis más crecemos. La sangre de cristianos es semilla de cristianos."
En aquellos días habían crecido mucho las iglesias montañistas. Las ideas que sus adeptos profesaban, cuadraban tan bien con la manera de ser de Tertuliano, que se ha dicho que si el montañismo no hubiera existido, Tertuliano lo habría fundado. No tardó en adherirse a este movimiento, poniendo por completo su persona, sus facultades y su elocuencia al servicio de esta causa. Hay que entender que los montañistas se habían apartado de los otros cristianos en señal de protesta contra el formalismo, clericalismo, y decadencia espiritual que se empezaba a notar en muchas iglesias. Aspiraban a mantener la más completa pureza y fervor. Daban énfasis al sacerdocio universal de los creyentes, y eran democráticos en el gobierno de las iglesias, en oposición a las pretensiones del naciente episcopado. Se acusa a los montañistas de haber llevado a un extremo peligroso lo que ellos creían ser la inspiración profética.
Hombres y mujeres se levantaban en las asambleas, no sólo para predicar, sino para profetizar acerca del futuro. El movimiento revestía todos los caracteres de los avivamientos; gran exaltación, mucho rigorismo, terribles amenazas. Creían en la inminencia de la segunda venida del Señor; gloriosa esperanza que los otros cristianos empezaban a perder. Tertuliano decía: "¡OH qué espectáculo será la gloriosa y triunfante venida de Cristo, tan seguramente prometida, y tan cercana! ¡Qué gozo el de los ángeles y qué gloria la de los santos resucitados! ¡Empezará su reino y se levantará una nueva Jerusalén! Después vendrá la escena final el amanecer del gran día del juicio y de la confusión de las naciones que se burlaban y no esperaban aquel día que con llama devoradora destruirá el viejo mundo, con todas sus obras. ¡OH glorioso espectáculo!"
Tertuliano fue siempre montañista en su espíritu. Para adherirse a ellos no tuvo que pasar por ninguna crisis ni efectuar ningún cambio de ideas. Lo que le decidió a pronunciarse franca y abiertamente por ellos fue el observar que eran calumniados y combatidos injustamente.
Tertuliano murió en el año 220, legando al cristianismo el ejemplo de su incansable actividad, de su fervor y sinceridad nunca desconocidos, de su amor a los perseguidos por causa de la justicia; y sus magníficas obras literarias que perdurarán en el mundo como ricos modelos de la primitiva elocuencia cristiana. El hacha de Juan Bautista nunca se le cayó de la mano, y constantemente la hizo caer firme y pesada sobre la raíz del árbol carcomido de la idolatría.

LITERATURA CRISTIANA DEL SEGUNDO SIGLO.

La literatura cristiana del primer siglo que ha llegado hasta nosotros, es la que compone el Nuevo Testamento. Esto no significa que fueron los únicos libros escritos por los cristianos de aquel período, pues circulaban otros Evangelios y Epístolas, ya anónimamente, ya llevando el nombre de sus autores.
Respecto a la literatura del segundo siglo, ya hemos mencionado las obras de Ignacio de Antioquia, de Ireneo, de Tertuliano, al dar cuenta de la vida de estos hombres. Pasemos ahora a hacer un ligero repaso de estos libros de aquel siglo que han sido conservados hasta la época presente y que son de inestimable valor para conocer el pensamiento cristiano que dominaba entonces.

LA DIDACHE

Este libro es probablemente el más antiguo después de los escritos apostólicos. Algunos lo hacen remontar a los últimos años del primer siglo; pero es más aceptable la idea de que haya sido escrito a principios del segundo. El erudito obispo Lightfoot le atribuye una gran antigüedad basándose en que "el episcopado aparentemente no se había hecho universal, la palabra obispo es todavía sinónima de presbítero".
La Didache está dividida en dos partes. La primera que lleva el título "El camino de la vida y el camino de la muerte", contiene una enumeración de los deberes morales relacionados con la vida cristiana y advertencias acerca de los pecados que conspiran contra la piedad. La segunda parte, que es la más importante, trata de las ordenanzas del bautismo y de la cena, sobre el modo de honrar en la iglesia a los que tienen el don de enseñar, y da instrucciones acerca de los actos del culto en el día del Señor y sobre la elección de obispos y diáconos.
Es muy importante notar en este antiguo documento, la absoluta ausencia de ceremonialismo y sacramentalismo, que aparecen en siglos posteriores y la igualdad de los pastores, lo que demuestra que la jerarquía en las iglesias era desconocida. La Didache es llamada también Doctrina de los Doce Apóstoles. Era conocida de los padres primitivos, pero se perdió durante varios siglos.
Felizmente fue hallada por un sacerdote griego, Fileteo Bryennios, en el año 1883, en la Biblioteca Patriarcal de Constantinopla, en un manuscrito griego que contenía también otras obras antiguas y de mucha importancia. Desde entonces se han hecho varias ediciones en el original, y traducciones al alemán, al inglés y al francés.

EPÍSTOLA DE BERNABÉ

Orígenes y Clemente de Alejandría atribuían este escrito al compañero de San Pablo que figura en los Hechos, pero la crítica está casi unánime en creer que fue compuesto por algún otro cristiano del mismo nombre. Se cree que su composición data aproximadamente del año 100, pero algunos la hacen remontar unos treinta años antes, y otros a unos veinte años después. El célebre manuscrito de la Biblia llamado Sinaítico, que fue hallado por Tischendorf en el año 1859, contiene esta Epístola al fin de los libros del Nuevo Testamento. Hace muchas referencias a las Escrituras, y en algo se asemeja a la Epístola a los Hebreos, pero lleva la interpretación alegórica a un terreno inaceptable a los buenos intérpretes, lo que le quita mucho de su mérito.

EPÍSTOLAS BE CLEMENTE

La primera de estas Epístolas se atribuye a Clemente de Roma, y en tal caso pertenecería al siglo primero. Está dirigida a los Corintios, y de su lectura se desprende que la iglesia se sentía aún azotada por cismas y otros problemas de la misma índole de los que motivaron la composición de las Epístolas de San Pablo a esa iglesia. Abunda en citas del Antiguo Testamento, pero a veces son hechas con muy poco acierto. Para demostrar la resurrección, entre algunos argumentos de valor, se encuentra una mención de la leyenda del fénix fabuloso.
La segunda de estas Epístolas tiene más bien el carácter y forma de un sermón escrito. Es, según Lightfoot, "el primer ejemplo de una homilía cristiana". El estilo, siendo muy diferente del de la otra carta, demuestra, según muchos críticos, que no es obra del mismo autor.
Estas dos Epístolas se hallan junto con los demás libros del Nuevo Testamento, en el manuscrito Alejandrino, lo que hace suponer que eran leídas en las reuniones de las iglesias.
OBRAS DE PAPÍAS
Papías, presbítero de Hierápolis fue, según Ireneo, "oyente de Juan y compañero de Policarpo''. Su obra literaria consistió en una Exposición de los Oráculos del Señor, de la cual sólo existe una pequeña parte. El profesor Chanteris dice "que sería un gran acontecimiento para la crítica bíblica si los cinco libros de Papías que se han perdido, fuesen hallados en alguna biblioteca, pues no es imposible que existan aún". Papías no era un gran genio, pero el fragmento de su obra que se conserva, demuestra que era un hombre poderoso en las Escrituras. Su testimonio en favor de la autenticidad de los libros que componen el Nuevo Testamento es de grande importancia. "Ha transmitido dice Godet datos preciosos sobre los orígenes de nuestros dos primeros Evangelios".

EL PASTOR DE HERMAS

Este libro gozaba de mucha popularidad en los primeros siglos. Ha sido llamado El Peregrino de las iglesias primitivas. Erróneamente se creía que su autor era el
Hermas que nombra San Pablo en Romanos 16: 14. Se conocía en los tiempos modernos en su traducción latina, pero el original griego, o parte del mismo, fue hallado en el manuscrito Sinaítico, lo que demuestra que tenía general aceptación y que era leído en las iglesias. Ireneo lo clasifica de "Escritura", y Clemente de Alejandría y Orígenes, creían que era divinamente inspirado. Parece que hubo muchos que pensaban lo mismo. Fue compuesto probablemente a mediados del siglo segundo, pero no se conoce su autor, aunque es probable que se llamase Hermas.
El libro relata una serie de visiones, que no se sabe si las tuvo realmente el autor, o si las empleó como simples auxilios literarios. En estas visiones aparecen personajes imaginarios que sostienen diálogos con el autor. El principal es "un hombre de aspecto glorioso vestido de pastor'' El libro es muy poco doctrinal pero contiene muy buenas ilustraciones de la vida práctica del cristiano, y exhortaciones a velar contra los pecados de la carne. Contiene también muchas imágenes simbólicas: montañas, rocas, árboles, etc. y principalmente una torre maravillosa, emblema de la iglesia de Cristo.

LA RECEPCIÓN DE MIEMBROS.

"El rasgo esencial de las instituciones de la iglesia en el segundo siglo dice Pressensé es el de exigir de sus miembros una adhesión seria a su creencia, y el velar para que no la desmientan con su conducta Ella sabe bien que no es la antigua teocracia que abarcaba a todos los hijos de Abraham marcándolos con un signo exterior; no es el nacimiento natural el que hay que tener en cuenta en la sociedad espiritual, sino lo que sus libros sagrados llaman nuevo nacimiento, esta formación de un nuevo corazón y de un nuevo espíritu que no puede ser producido por ninguna ceremonia, ni transmitido por la sangre. Non nascuntur, sed fiunt christiani: uno no nace cristiano, es hecho. Este gran dicho de Tertuliano es el alma de la organización eclesiástica en el segundo siglo".
En el siglo apostólico los que se convertían eran bautizados inmediatamente después, y pasaban así a formar parte de la iglesia, dentro de la cual seguían aprendiendo la doctrina y fortaleciéndose diariamente por medio de la enseñanza que impartían los hermanos que pastoreaban el rebaño.
En el siglo segundo, hallamos que los que golpeaban las puertas de las iglesias tenían que recibir un grado de instrucción antes de ser admitidos. La persecución había hecho que las iglesias se viesen en la necesidad de usar mucha cautela respecto a la recepción de nuevos miembros. Los candidatos eran presentados a los ancianos, quienes los sometían a un minucioso examen, y si hallaban la aprobación de éstos, eran admitidos en la categoría de catecúmenos. Durante dos o tres años, recibían instrucción, y si daban pruebas evidentes de conversión, haciendo frutos dignos de arrepentimiento, y apartándose radicalmente de las costumbres licenciosas de la vida pagana, eran admitidos al bautismo.
Pressensé, al tratar de la vida eclesiástica, religiosa y moral de los cristianos en los siglos segundo y tercero, dice: "La celebración del bautismo era una de las ceremonias más imponentes de la antigua iglesia. Parece que era todavía muy simple en el primer tercio del segundo siglo, en tiempos de Justino Mártir. Se encuentran bien las formas esenciales del rito, en el cuadro que nos traza, pero están poco sujetas a reglas fijas y descartan toda influencia sacerdotal." "Los que dice Justino con plena persuasión han creído que los que les hemos enseñado es conforme a la verdad, y han declarado poder llevar una vida cristiana, son invitados a unir el ayuno a la oración para pedir a Dios el perdón de los pecados que han cometido, y nosotros también ayunamos y oramos Con ellos. Los llevamos en seguida a un lugar donde encontramos agua y reciben la regeneración como la hemos recibido nosotros; porque somos sumergidos en el agua en nombre de Dios, Padre y Soberano de todas las cosas que existen, de Jesucristo nuestro Salvador, y del Espíritu Santo." El bautismo así comprendido no puede asimilarse a la regeneración misma; es cierto que no la produce de una manera mágica, y que esta identificación del signo y la cosa representada con expresiones tal vez imprudentes, no tiene ninguna importancia. El neófito ya está moralmente renovado cuando se acerca al río en el cual será sumergido. Ha confesado su fe y se ha declarado capaz de entrar en la nueva vida, lo que implica que ya la posee. Justino Mártir nos lo muestra preparado por una instrucción preliminar para el gran acto que va a realizarse.
Tocante al acto mismo, en su tiempo, no está sujeto a fechas fijas. La cosa importante es la condición moral de la fe suficiente. No se celebra tampoco en un lugar determinado. Como Lidia, la vendedora de púrpura convertida por San Pablo en Filipos, el neófito es sumergido en el arroyo vecino. En fin, el principal oficiante no es un sacerdote especial, que no existe, sino la iglesia misma, orando y ayunando con el catecúmeno. Ella tiene la conciencia de presidir enteramente su bautismo, aunque, muy ciertamente, sus ancianos y sus diáconos figuran en la ceremonia como sus representantes. Justino Mártir, que es un laico, habla en su nombre como en nombre de todos sus hermanos, cuando dice:
«Conducimos a los catecúmenos a un lugar donde hay agua». Esta inmersión y la bendición en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, parece que eran los únicos ritos del bautismo en esta época. Conserva todavía su carácter primitivo».
A las palabras ya citadas añadamos éstas del célebre Bunsen, extraídas de su magistral obra sobre Hipólito y su tiempo, quien al hablar de la recepción de miembros mediante el bautismo por inmersión, dice: "La antigua iglesia tenía por regla exigir tres años para esta preparación, cuando el judío o pagano que se presentaba era hallado capaz y digno de ser admitido; para los hijos de los cristianos existía la misma obligación, salvo que el tiempo de preparación se abreviaba según las circunstancias.

El bautismo de los niños en el sentido moderno, es decir como bautismo de párvulos, donde los padres o padrinos hacen compromisos en lugar del niño, este bautismo era completamente desconocido a la antigua iglesia, no sólo hasta fines del segundo siglo, sino hasta mediados del tercero''.